El mozárabe (18 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

BOOK: El mozárabe
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—Eso que decís es comprensible —dijo Jerónimo—; pero no responde a mi pregunta. Vos sois obispo y como tal debéis servir sólo a la causa de la cristiandad. Sin embargo, venís aquí como emisario del rey de los moros. ¿No es eso una contradicción? El Papa de Roma apela a todos los señores cristianos, ya sean reyes, condes, obispos, abades o simples caballeros, para que luchen unidos por la causa de Nuestro Señor.

—Eso es fácil para vosotros, que vivís en reinos cristianos —replicó Asbag—; pero yo soy el pastor de una amplia comunidad que vive rodeada de musulmanes… Si no aceptamos a nuestras autoridades correremos un serio peligro. Créeme, en todos los sitios hay hombres buenos y malos… Ningún rey es mejor que otro por ser cristiano o musulmán. Lo importante es que el rey sea un buen rey y el cristiano un buen cristiano.

Burgos

Al día siguiente, a las puertas de Burgos, Asbag comprendió por qué al joven conde le había sido tan difícil entenderle. Quien salió a recibirlos fue un caballero de aspecto imponente, revestido de cota de malla y pulida coraza, cubierto con el yelmo y empuñando la espada, rodeado por otros caballeros armados hasta los dientes. Era el obispo de Oca, don Nuño.

Como en una parada militar, pasaron juntos al interior de las murallas. El trotar de los caballos, el tintineo de los hierros y el crujir de los arneses habían alertado a la gente, que se agolpaba en las calles y plazas que servían de mercado, de talleres, de matadero… Burgos le pareció a Asbag un villorrio sucio y destartalado, donde todo se amontonaba como provisionalmente: asnos cargados de leña, sacos de grano, piedras, hierba recién cortada y basura. Cabras, ovejas, perros y gallinas campaban a sus anchas por los lodazales y los estercoleros pestilentes.

En el centro de la villa se levantaba un imponente armazón de troncos y un complejo andamiaje, donde multitud de obreros se afanaban en la construcción de un templo de piedra. El ruido de innumerables cinceles llenaba la plaza, mientras en su ir y venir unas carretas tiradas por bueyes iban depositando el material en gigantescos montones.

Asbag se maravilló contemplando las columnas y los arcos de una inmensa bóveda de cañón aún sin cubierta.

—Si Dios lo permite ésta será la sede episcopal —asintió el obispo de Oca mientras descabalgaba.

—¡Ah, es una catedral! —exclamó Asbag—. He oído hablar de ellas…

—Sí —dijo don Nuño—. Florecen por toda la cristiandad como brotes de la única sede de Pedro en la cátedra de Roma.

Las conversaciones con el obispo de Oca fueron infructuosas. Intentar convencerle de la necesidad de la paz le pareció a Asbag como darse golpes contra una roca. Don Nuño era por encima de todo un guerrero impetuoso absolutamente obsesionado con la alianza de la cristiandad frente a los musulmanes. Era amigo personal del conde Fernán González y, antes de ser investido obispo, había participado con él en todas las correrías emprendidas contra al-Nasir. Ambos habían desempeñado ya en varias ocasiones el papel de hacedores de reyes y apoyaron en un principio a Ordoño frente a Sancho el Graso. Ahora estaban de parte de Sancho y de García, siempre que siguieran haciendo causa común contra el califa. Pero Fernán González no se encontraba entonces en Burgos, lo cual complació a Asbag, pues supuso que sería aún más obstinado que su camarada el obispo.

Dedicaron los días que permanecieron en Burgos a las cacerías y a las justas, que eran prácticamente las únicas ocupaciones de don Nuño cuando no había guerra. Resultaba inútil intentar negociar la paz con un hombre cuya única ocupación eran las armas. Además, era como conversar en idiomas diferentes. A Asbag le interesaba llegar al fondo del asunto: la necesidad de la paz y la búsqueda de una solución que evitase el encuentro de los ejércitos. Al obispo de Oca, en cambio, tan sólo le preocupaba cuántos eran, con qué armas contaban y cómo se desenvolvían los efectivos de Alhaquen. Al final las discusiones derivaban hacia temas puramente militares de los que Asbag no tenía la menor idea. El obispo de Córdoba terminó por descorazonarse.

Pero lo peor de todo no había llegado aún. La situación rebasó el límite cuando don Nuño le propuso a Asbag la formación de una fuerza de cristianos mozárabes para hostigar desde el interior de Alándalus, animados por los obispos de las diócesis sometidas al califato.

—¡Hasta aquí hemos llegado! —exclamó Asbag enfurecido e incorporándose sobre la mesa en la que almorzaban—. ¿Poner yo a mi gente en pie de guerra? Pero… ¿te has vuelto loco?

—Con la cobardía no se va a ninguna parte —insinuó don Nuño.

—¡Un momento! —gritó Asbag sin poder dominarse—. De manera que vengo aquí a intentar proponerte, como hermano en Cristo y pastor, una solución para evitar que se derrame la sangre de tus ovejas y… y te atreves a pedirme que ponga a las mías frente a los lobos…

—¿Qué lobos? ¿Qué ovejas? —gritó entonces don Nuño, rojo de cólera—. Ya… ya me habían advertido que los cristianos moros erais gente apocada y domesticada por vuestros amos sarracenos…

—Juez Walid, vamonos de aquí! —ordenó Asbag retirándose de la mesa y descolgando su capa del perchero.

El obispo de Córdoba y el juez salieron airados de la sala y se encaminaron hacia sus habitaciones para recoger sus cosas. Avisaron a los otros presbíteros y a los criados que les acompañaban y montaron en sus caballos para irse de allí.

Don Nuño, desde la ventana, les gritaba enfurecido:

—¡Obispo de moros, eso es lo que tú eres! ¿Qué predicas allí? ¿A quién predicas… a Mahoma? ¡Ve y dile a tu dueño y señor, a ese sarraceno del demonio, que aquí reina Cristo!

Los mozárabes espolearon a los caballos y pusieron rumbo a la puerta de la villa. Las voces del obispo resonaban aún.

—¡Debería mataros… si fuerais hombres! ¡Pero no sois hombres; sois monjas con diarrea!

Dejaron Burgos y se adentraron en los bosques, por las laderas de los montes. Asbag iba en silencio, con un nudo en la garganta y sumido en la depresión. En su mente daba vueltas a aquella situación absurda y sin salida. Se aturrullaba ante lo que no podía entender. Más adelante lloró amargamente, de rabia primero y de tristeza después. El juez Walid intentó confortarle.

—¡Bah, no nos vengamos abajo; no merece la pena! —dijo—. Hemos hecho lo que debíamos y basta… Allá ellos.

—Todo esto me asusta —confesó Asbag—; me asusta mucho. No puedo evitarlo.

En un claro, se toparon con un pequeño santuario dedicado a la Virgen. Desmontaron y se dispusieron a orar un rato. Pero uno de los criados que venía rezagado llegó atemorizado y gritando:

—¡Nos persiguen! ¡Los hombres del obispo nos persiguen! ¡Vienen por el camino al galope y armados!

—¡Oh, Dios mío! —gritaron los demás, angustiados—. ¡Virgen Santísima, asístenos!

Asbag sintió entonces que estaban en peligro. Supuso que el obispo don Nuño no había quedado conforme y quería dar rienda suelta a su odio.

—¡A la ermita! ¡Todos a la ermita! —ordenó.

Él se colocó en la puerta, cerrando el paso. Decidió que ofrecería su persona y pediría que dejaran en paz a sus compañeros. Todo fue muy rápido. Los caballeros llegaron al claro con un repiqueteo de cascos y se detuvieron. Los yelmos y la obscuridad de la tarde impedían distinguir los rostros.

El caballero que venía al frente descendió de su montura y caminó hasta Asbag. Se plantó ante él sin decir nada. Fue un momento tenso. El jinete se desató la correa del mentón y se descubrió la cabeza; aparecieron sus cabellos claros y su sonrisa. Era el conde Jerónimo.

Asbag le miró directamente a los azules ojos buscando penetrar en su alma.

—¿Qué quieres de nosotros? —le preguntó.

El caballero se arrodilló entonces, para sorpresa de todos los presentes.

—Venerable padre —dijo—, bendecidme a mí y a los míos. Hemos cabalgado con vosotros durante tres jornadas; las suficientes para ver que sois hombres de Dios… hombres de bien. Disculpad a don Nuño. De él diría Nuestro Señor que no sabe lo que hace. Ha pasado la vida luchando y no ve más allá de su celada. Pero no nos hagáis responsables a nosotros de sus desvaríos. Las palabras que pronunció hace un rato son sólo suyas. Mi corazón quedaría desconsolado si hubierais pensado que hablaba por todos.

Un reguero de lágrimas se deslizó desde los ojos del obispo Asbag. Había leído en los libros historias de nobles caballeros y, hasta ese momento, creyó que eran fantasías y leyendas. Elevó la mano temblando de emoción y pronunció la bendición:

Benedicta vos Omnipotens Deus:

Pater, et Filius et Espíritus Santus…

Una bandada de pájaros removió entonces la espesura, y del bosque llegó una húmeda y dulce ráfaga de aromas que hizo estremecerse a los presentes.

Capítulo 19

Pamplona, año 962

El conde Jerónimo y sus hombres se dirigían directamente a Navarra, para unirse a los caballeros que llegaban desde los reinos cristianos acudiendo a la llamada de los reyes de León y Navarra, que preparaban la campaña. El propio conde aconsejó a Asbag que hicieran el camino juntos, pues el destino de ambos grupos era el mismo. Cabalgaron por estrechos senderos, por profundos valles, hacia el este, a través de un terreno montañoso.

La llegada a las inmediaciones de Pamplona desveló por fin la intención de los reinos cristianos. Los alrededores de la capital navarra eran un inmenso campamento formado por la concentración de huestes procedentes de Galicia, Asturias, León, Castilla, Vasconia, Aragón, Gascuña, Cerdeña, Rosellón… Cientos de caballeros habían acudido a tomar parte en la aventura de la campaña contra el moro.

Desde un altozano, los mozárabes y los caballeros burgaleses contemplaron el panorama: tiendas de campaña de todos los colores y formas, barracones, cuadras, estandartes, talleres, rebaños y miles de rudos guerreros norteños ávidos de lucha y de botín.

—No han perdido el tiempo —dijo el juez Walid—. Esta concentración debió de iniciarse nada más conocerse la muerte del califa Abderrahmen.

—Sí —comentó Asbag—. Y me temo que será imparable si Dios no lo remedia.

—No lo creáis —dijo el conde—. La mayoría de los señores convocados están aún indecisos. Ni Ripoll, ni Barcelona, ni Urgel, ni Pallars se han presentado. No hay unanimidad acerca de la conveniencia de esta guerra.

—¿Por qué acudes tú entonces? —le preguntó Asbag a Jerónimo.

—Tengo veinte años… Es la edad en la que un hombre desea conocer el mundo —respondió el joven.

—¿Aun a costa de la sangre y el dolor de otros? —preguntó Asbag.

—La guerra es inherente al mundo —respondió Jerónimo—. ¿Creéis que nosotros la hemos inventado? Si nos dedicáramos sólo a criar rebaños y a labrar la tierra, vuestro califa vendría y nos quitaría el fruto de nuestro trabajo sin mediar palabra. Así es el mundo…

—Tristemente tienes razón —le dijo Asbag—. Por eso estamos aquí. También alguien tiene que intentar hacer la paz. Sería terrible dejar hablar solamente a las espadas.

—Sí —asintió con sinceridad el joven conde—. Eso lo respeto. Tenéis todo el derecho a intentarlo.

Descendieron de los cerros y atravesaron el gran campamento, pasando ante los pabellones donde lucían las armas de los señores más extraños, cuya vida de hombres de guerra se desenvolvía con naturalidad en aquellas horas de la tarde: bebían vino junto a sus tiendas, jugaban a los dados o conversaban plácidamente, mientras sus escuderos y asistentes les pulían las armaduras, barrían la puerta o les cocinaban la cena.

Las murallas de Pamplona permanecían cerradas a cal y canto, pues aunque aquella multitud guerrera era aliada, no dejaba de suponer una amenaza para la pacífica vida que se desenvolvía dentro de los muros.

Jerónimo y sus hombres se despidieron allí mismo, junto a la barbacana de la puerta principal.

—Rezad por mí, venerable padre —pidió el conde—. Y que Dios lleve a buen término vuestra misión.

—Cuídate, noble caballero —le dijo Asbag—. La vida tiene mucho que ofrecerte; no merece la pena que la pierdas persiguiendo contiendas que no conducen a nada. Siempre es mejor la paz.

—Sí, pero si hay guerra es nuestro deber acudir.

—¡Que Dios te proteja!

Después de identificarse, la comitiva mozárabe tuvo que aguardar un buen rato delante de la barbacana. Después apareció un sacerdote, llamado Silvio, un hombre locuaz y sonriente, bajo, calvo y de rizada barbita de chivo.

—¡Conque el señor obispo de Córdoba! —exclamó desde las almenas—. Ya bajo, un momento…

Se descorrieron los cerrojos y se levantaron ruidosamente las aldabas; la puerta crujió y chirriaron las bisagras.

—¡Vaya, vaya, qué sorpresa! —dijo don Silvio—. ¡Noticias de moros! ¡Frescas noticias de Córdoba! Pasad, pasad, nobles señores.

El sacerdote los acompañó hasta los palacios principales, que se encontraban en el centro de la ciudadela. Se alojaron en un enorme caserón de piedra que pertenecía al obispo, edificado en torno a un claustro de columnas en cuyo centro había un pozo. Todo era frío y austero. Don Silvio los invitó a que se pusieran cómodos y les proporcionó mantas y comida. Durmieron allí aquella noche sin que nadie volviera a decirles nada.

Por la mañana, el sacerdote apareció silencioso como una sombra mientras estaban desayunando y anunció que el obispo de Pamplona les recibiría inmediatamente.

Acudieron a la casa del obispo, que estaba junto a la catedral. El prelado era un anciano de largas barbas blancas al que Asbag recordaba perfectamente, pues había acompañado a la reina Tota cuando ésta viajó a Córdoba. Ambos obispos se abrazaron cordialmente. Se hicieron las presentaciones del resto de la comitiva y después se quedaron solos los dos en la sala capitular.

—Supongo que recibirías mi carta —le dijo Asbag—. En ella te expuse el motivo de nuestra visita. ¿Vas a ayudarme?

—Sí —respondió el obispo de Pamplona—. Ya he puesto al rey al corriente de tu llegada. Esta misma tarde nos recibirá en su palacio. Pero, dime, ¿vienes por cuenta propia o te envía el rey moro?

—Un poco de ambas cosas —respondió Asbag—. He salido con la anuencia y las buenas intenciones del califa, pero no traigo un cometido concreto, ninguna carta, ningún mensaje… Mi misión consiste en convenceros de que tendréis mucho que perder en caso de guerra.

Asbag le contó entonces al obispo de Pamplona lo que le había sucedido con el obispo de Burgos. El anciano prelado escuchó atentamente con el rostro lleno de preocupación.

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