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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (81 page)

BOOK: El mozárabe
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—¡Ya se han enterado! —afirmó al-Mosafi.

Subh se contagió también al escuchar aquel impresionante coro de lamentos y tuvo un ataque de histerismo. Se arrojó al suelo y empezó a convulsionarse. El rubio príncipe permanecía asustado en un rincón, con sus inmensos ojos azules muy abiertos. Abuámir se abalanzó sobre la sayida para calmarla.

—¡Ya, Subh, ya ha pasado todo…! Ahora serás libre; por fin podrás vivir tu propia vida. Eres la gran señora de Córdoba; la madre del heredero…, la reina madre…

—¡No hay que perder tiempo! —dijo el gran visir—. Iré inmediatamente al palacio real para hacerme el desentendido. Ellos no deben saber nunca que vosotros estáis aquí conmigo. Nadie debe sospechar que todo esto lo hemos tramado juntos.

—Y nosotros, ¿qué hacemos? —le preguntó Abuámir.

—Tú no te apartes de Hixem. No os mováis de aquí. Nadie debe conocer el lugar donde se encuentra el príncipe mientras no se aclare todo. Su vida ahora corre mucho peligro. En cuanto se propague por toda Córdoba la noticia de la muerte del califa, los partidarios de al-Moguira querrán terminar con él cuanto antes. ¿Comprendes?

—¡Confía en mí! —le tranquilizó Abuámir—. Mientras el niño esté conmigo nadie sabrá su paradero. Tú ve rápidamente a ver qué pretenden esos eunucos.

El gran visir estuvo más de dos horas en el palacio del califa muerto, un tiempo que a Abuámir se le hizo eterno. Confiaba plenamente en el visir al-Mosafi, pero no pudo evitar que lo asaltara la duda en aquel momento. ¿Y si los eunucos y el gran visir se ponían de acuerdo y maquinaban otra cosa?

A fin de cuentas, al-Mosafi era un político que ya había ejercido importantes cargos en tiempos de Abderrahmen. ¿Quién le garantizaba a Abuámir que no le interesara más al-Moguira, hijo de aquel califa, que Hixem? ¿Sería capaz de oponerse a los intereses de los fatas? Estaba dando vueltas en su cabeza a estas sospechas cuando se presentó por fin el gran visir. Abuámir pensó en su espada; llevó la mano a la empuñadura, mecánicamente, se fue hacia él y le preguntó:

—¿Qué ha pasado? ¿Qué pretenden ésos?

—Lo que me temía —respondió el visir con circunspección—. No están dispuestos a aceptar a Hixem como califa; temen que tú puedas llegar a manipularle. Odian a Subh. ¿Crees que soportarían a una cristiana como reina? Y, además, me han insinuado que entre tú y ella hay algo… Sospechan que habéis sido siempre amantes…

—¡Malditos! —se enfureció él—. ¿Y qué es lo que pretenden?

—Te hablaré con absoluta franqueza. ¿Confías completamente en mí?

—¡Vamos, ya lo sabes! —se impacientó Abuámir—. ¡Habla ya!

—Me han propuesto acabar contigo y con la sayida, y quedarse ellos con el niño… No quieren hacerle daño al pequeño. Pero a ti no te perdonarían jamás. Sólo aceptarán a al-Moguira como califa. Es lo que siempre me he temido.

—¿Y tú qué les has dicho ante tales proposiciones?

—Por supuesto, les he dado la razón en todo. Si no lo hubiera hecho, en cuanto les hubiera dado la espalda me habrían clavado sus puñales. ¡Los conozco demasiado bien! Les he hecho creer que el plan me parecía idóneo y me he comprometido a dar con el paradero de la sayida y del príncipe para entregárselos. Ellos, por su parte, ya estarán organizando a la guardia del califa para buscarte y acabar contigo cuanto antes. A ti es a quien más temen.

—¡Endiabladas brujas! —exclamó él con ansiedad—. ¿Qué hemos de hacer ahora?

—Conservar la calma, lo primero —propuso al-Mosafi—. Debes ir inmediatamente al campamento de tus mercenarios africanos y rodearte de hombres de confianza. Después deberás dirigirte lo antes posible al palacio de al-Moguira y…

—¿Y…? —se impacientó él.

—Y matarlo, naturalmente. Si los eunucos no tienen a su candidato tendrán que conformarse.

—¿Matar yo al príncipe al-Moguira?

—Por supuesto. De eso depende tu vida y la de Subh. ¿Crees que alguien se atrevería a hacerlo? ¡Vamos, no te arredres! ¡Hazlo!

Abuámir fue al campamento, pero antes pasó por su casa y se puso la armadura. Mandó a Qut en busca de Ben Afla y Utmán, y envió criados a todos sus amigos, a los hijos del difunto Ben-Hodair, a los militares y hombres influyentes que le debían favores. Un estado de gran agitación lo dominaba; en vez de sentir temor, le sobrevino una misteriosa energía, una especie de delirio, un deseo de controlar aquella situación.

A caballo, con los jóvenes y experimentados caballeros que le acompañaban siempre, cruzó toda Córdoba. La gente empezaba a enterarse de lo que había sucedido y se lanzaba a la calle para pregonar la noticia. La ciudad lloraba a su califa.

Era la hora de la siesta cuando llegaron frente a la puerta del espectacular palacio de al-Moguira, y se encontraron al príncipe que salía en aquel momento con sus guardias y sus criados. Cuando vio a Abuámir sobre su gran caballo y con todas las armas, el terror se le dibujó en el rostro.

—¡Ah! Abuámir… —balbució—. He sabido ahora mismo que mi hermano el califa ha muerto y me dirigía a Zahra.

—¡Un momento! —le dijo Abuámir—. He de hablar contigo. Después iremos juntos a Zahra…

Al-Moguira se puso lívido. Sus guardias le miraban a él y a los hombres de Abuámir, esperando a ver qué sucedía. Hubo un momento de tensión en el que parecía que las únicas que hablarían ya serían las armas. Pero Abuámir no quería entablar un combate que le perjudicara frente a los ciudadanos; jamás se planteó una solución violenta. Por eso, insistió en tono amable:

—No tienes nada que temer, amado al-Moguira. Entremos y dialoguemos solamente. Lo único que pretendo es garantizar tu seguridad y que se decida lo mejor para ti en este momento.

El príncipe sonrió tímidamente e hizo un gesto femenino, como de desvalimiento.

—Bien… bien… —titubeó—. Entremos…

Abuámir le siguió hasta su cámara personal. Cuando estuvieron los dos solos, después de despedir a todos los eunucos, le habló directamente:

—No tengo nada contra ti, al-Moguira, ambos somos amigos, buenos amigos. Pero juraste un día en la mezquita mayor que respetarías la voluntad de tu hermano con respecto al trono. Tu sobrino Hixem es el único califa posible. Si no estás dispuesto a aceptar eso, tu vida no vale nada para mí.

—¡Ah! —gritó el príncipe, dando un gran salto hacia atrás y cayendo con todos los cojines desde el diván—. ¡No, por favor! ¡No pienses eso de mí! ¡Jamás he pretendido ser califa! ¡Lo juro!

—¡Vamos, no te hagas ahora el tonto! El gran visir ha hablado hoy mismo con los fatas y se lo han contado todo. ¿Crees que no se sabe ya en toda la corte lo que ellos pretenden?

—¡Que se vayan ésos a la mierda! —exclamó al-Moguira, incorporándose—. ¡Eso será lo que ellos quieren! Pero yo… ¿Es que no vale mi palabra? ¡Hixem es el califa! ¡Delante de Dios! ¡Él es el heredero! ¡Créeme! ¡Lo juro! ¡Lo juro!

Abuámir se quedó pensativo. Vio al príncipe aterrorizado, indefenso y sin fuerzas. En ese momento pensó que decía la verdad. Decidió cambiar el plan y respetarle la vida.

Al fin y al cabo, ¿era al-Moguira alguien peligroso? Siempre le había parecido un individuo caprichoso, empalagoso y repelente, pero se veía incapaz de darle muerte.

Dejó al príncipe en el salón y salió del palacio para hablar con sus hombres. Ben Afla aguardaba con su espada en la mano.

—¿Ya? —le preguntó al verle salir.

—No, no puedo hacerlo. No me parece que ese desgraciado sea un peligro —dijo él.

—Pero… ¿te has vuelto loco? —replicó Ben Afla—. Si lo dejas con vida, siempre será una amenaza para Hixem. ¿Vas a contrariar al gran visir después de la confianza que te ha demostrado?

—No, no lo haré —respondió él—. Mandaré recado y le diré que al-Moguira ha jurado no levantarse contra su sobrino. No me mancharé las manos con la sangre de un hombre que no me parece terrible. ¡Que me traigan papel, cálamo y tinta! He de escribir una carta.

Escribió, pues, a al-Mosafi diciéndole que había encontrado al príncipe en la mejor de las disposiciones, que no había nada que temer por su parte y que, por consiguiente, le pedía autorización para perdonarle la vida. Encargó a Utmán que llevase la carta al ministro a todo galope y se dispuso a esperar la respuesta.

Cuando Utmán regresó, poco después, entregó la respuesta de al-Mosafi en un billete escrito en estos términos:

Lo estás echando todo a perder con tus escrúpulos, y comienzo a creer que me has engañado. Cumple con lo que te comprometiste. Hazlo o tendré que depositar mi confianza en otras personas.

Mientras Abuámir leía la misiva, Ben Afla, sus hijos y el resto de los caballeros nobles se impacientaban.

—¿Qué dice? —le preguntó Ben Afla.

—Me pide que lo haga —respondió él con gesto de disgusto.

—Pues no se hable más, vayamos dentro cuanto antes.

Abuámir, Utmán, Ben Afla y un puñado de hombres entraron. Los guardias, que ya se imaginaban algo, comenzaron a arrojar sus armas al suelo y a escapar corriendo, ante la presencia de nuevos caballeros que no dejaban de llegar a concentrarse frente al palacio.

—Entraré yo solo en el salón —dijo Abuámir a sus hombres.

Entró y se encontró a al-Moguira de hinojos, temblando, tal vez rezando. El príncipe alzó la vista con unos ojos de mirada cándida arrasados en lágrimas.

—¡Te pido por el Eterno que me perdones la vida y que reflexiones sobre lo que vas a hacer! —suplicó—. La muerte de mi hermano me aflige lo indecible. ¡Ojalá el reinado de mi sobrino sea largo y feliz!

Abuámir no dijo nada y le dio al príncipe la carta del gran visir con su sentencia de muerte. Después de leerla, al-Moguira rompió a gritar:

—¡No, no, por favor! ¡No, déjame vivir! ¡Por el Eterno…!

Abuámir salió de la sala, no queriendo contemplar el acto horrible que se iba a ejecutar. En la puerta, le hizo una seña a Utmán y al resto de los hombres. Éstos, sabiendo ya lo que tenían que hacer, entraron.

—¡Nada de sangre! —les ordenó Abuámir antes de cerrar la puerta.

Los gritos del infeliz príncipe se ahogaron pronto. Los hombres lo estrangularon y lo llevaron al exterior arrastrándolo por los pies. Abuámir vio la larga trenza de color castaño claro y las delicadas manos con preciosos anillos. Colgaron el cadáver en una habitación contigua y luego mandaron llamar a los criados.

—¡Vuestro amo se ha ahorcado al conocer la muerte del califa! —les dijo Ben Afla con una frialdad pasmosa.

Abuámir y todos sus hombres se subieron a los caballos y salieron al galope de allí. Detrás de ellos, los aullidos de la servidumbre del príncipe se perdían bajo el rugido de los cascos de los caballos que se alejaban del palacio.

Cuando Abuámir regresó a Zahra, el gran visir ya tenía noticias de la muerte de al-Moguira, puesto que algunos guardias se habían adelantado para comunicárselo. Le dio las gracias con efusión, le abrazó como a un hijo, y le dijo:

—Ahora serás el hombre más importante de Córdoba después de mí. ¡Te lo juro!

Los eunucos Chawdar y al-Nizami no tardaron en saber que al-Mosafi les había engañado, desbaratando su proyecto. Aunque estarían furiosos al principio, esa misma tarde se apresuraron a ir en busca del gran visir para presentar excusas, diciendo que habían tenido una mala idea y que estaban plenamente dispuestos a aceptar a Hixem y a poner toda la guardia de Zahra a su disposición. El ministro, a pesar de que los odiaba y deseaba quitarlos de en medio, no podía pensar en castigarlos por temor al impresionante regimiento de guardias reales. Así que fingió aceptar sus explicaciones y, al menos en apariencia, quedó restablecida la paz entre unos y otros.

La mañana siguiente, toda la corte, nobles, funcionarios, dignatarios y generales recibieron la orden de ir al palacio. Al llegar, fueron conducidos al gran salón del trono, donde se levantó el velo verde y aparecieron en la tarima el joven califa Hixem, con toda la indumentaria propia del soberano, y cerca de él al-Mosafi, que tenía a al-Nizami a su derecha y a Chawdar a su izquierda. Los demás dignatarios ocupaban sus respectivos puestos.

El cadí Ben al-Salim hizo que prestaran juramento al monarca, primero toda la parentela, después los visires, los servidores de la corte, los principales coraixitas y las personas notables de la capital. Y Abuámir se encargó de tomar juramento al resto de la asamblea.

En los días siguientes, se llevó a cabo la tarea más difícil: convencer a toda Córdoba de que una regencia era lo más favorable, puesto que había refractarios aún que empezaban a removerse. Pero Abuámir, gracias a su elocuencia y a su talento de persuasión, consiguió con tacto y habilidad ganarse poco a poco a todos los sectores. Aun así, el efecto de aprobación general de los nuevos gobernantes sólo se logró definitivamente al publicarse la noticia de que quedaba abolida la contribución sobre el aceite, que era el impuesto más impopular. Aprovechando la reacción favorable a esta medida, al-Mosafi fue elevado a la dignidad de
hachib,
la más alta del Estado, y Abuámir recibía el título de visir y quedaba como adjunto del primer ministro y gran administrador del reino.

El 8 de octubre de 976 (10 safar 366), se ofreció a los cordobeses lo que más les gustaba: un gran jolgorio popular. Se paseó al pequeño califa montado en un caballo magníficamente enjaezado, en medio de un pomposo cortejo, al frente del cual iba el nuevo visir y administrador luciendo su espectacular armadura de parada, acompañado por sus guerreros de confianza, con un estruendo de tambores que hicieron retumbar los edificios de la ciudad.

Capítulo 84

VEINTE AÑOS DESPUÉS

Balarmuh, año 996

En el amplio patio de armas del palacio de Halisah de Balarmuh, una brillante luz de mediodía hacía relucir los trajes de fiesta de la corte del emirato. Desde Siracusa, Mazara, Messina y Taormina habían llegado los magnates, y un representante del califa fatimí de al-Qahira ocupaba un alto sillón situado sobre un tapiz en un extremo del estrado elevado para la ocasión. No se trataba de Bagdad, ni de Damasco, y mucho menos de Córdoba, pero la reducida corte de Sicilia había llegado a ser selecta: había poetas, astrólogos, hombres de ciencias, músicos y eruditos, atraídos los más de ellos por un príncipe hermoso, culto y justo, Selim aben-Hasan al-Kalbí, del cual se hablaba ya en todo el Mediterráneo. Si en tiempos del emir Hasan al-Kalbí la fama de Selim se había extendido, cuánto más ahora, que, fallecido su padre, había accedido él al trono del emirato.

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