Authors: Jesús Sánchez Adalid
—Pero… ¡Qué barbaridad! —exclamó Asbag espontáneamente.
—Ya te lo dije —comentó Luitprando—. Son una gente derrochadora, soberbia y sin freno.
Fulmaro, en cambio, estaba encantado, eufórico. Quería probarlo todo y constantemente hacía señas a los criados solicitando esto o aquello. Y los caballeros lombardos se dedicaban al vino y a coquetear con guiños y furtivas sonrisas con las muchachas griegas que tampoco los perdían a ellos de vista.
Pero no bien habían iniciado la comida, Luitprando empezó a removerse incómodo en su asiento, mirando nervioso a un lado y otro.
—¡Bien! —dijo repentinamente—. Es el momento de irse de aquí. Ya hemos cumplido y no podemos condescender con todo esto. Dentro de un rato empezarán a emborracharse y darán comienzo las voluptuosas danzas orientales.
—¿Cómo? —protestó Fulmaro—. ¿Marcharnos ahora? Si esto no ha hecho más que empezar.
—¡No hemos venido aquí a comer y a beber! —dijo con rotundidad el obispo de Cremona—. Mira a esos caballeros lombardos; parece que se les van a escapar los ojos. No están acostumbrados a estas cosas y pueden meter la pata.
—Podemos quedarnos un rato más —intercedió Asbag—. Tal vez si nos retiramos tan pronto lo tomen como un desprecio…
—No, no, no —se negó Luitprando—. Hacedme caso a mí, que conozco muy bien a esta gente. ¡Anda!, ve hacia donde está el eparca y dile que me encuentro muy cansado, que estamos muy agradecidos por todo, pero que hemos de descansar.
Asbag no quiso insistir más, puesto que a Luitprando se le veía verdaderamente agotado. Se levantó de su asiento y fue hacia donde estaba el eparca, se disculpó y se despidió en nombre de la legación romana. El eparca afirmó comprenderlo, pero Asbag leyó perfectamente en su sonrisa que la situación le molestaba.
De malísima gana, Fulmaro y Raphael accedieron a abandonar el banquete, protestando todo el tiempo. Luitprando iba delante, deseoso de salir cuanto antes, mientras que los demás se hacían los remolones. Asbag vio que no le quedaba más remedio que mediar.
—¿No veis cómo va el padre Luitprando? —les decía—. ¿Queréis acaso que empeore?
Una vez fuera del Chrysotriclinos, en los jardines donde aguardaban los criados con las mulas, estalló la discusión. Fulmaro no dejaba de protestar:
—¡Esto es absurdo! Sólo pido que terminemos la comida. Después nos marcharemos a casa.
El tic nervioso de Luitprando se intensificaba. Ayudado por los criados, subió a la mula y la arreó sin responder, alejándose hacia la salida del gran palacio.
—¡Pero bueno! —se quejó el joven Raphael—. De manera que hemos tenido que asistir sin rechistar a esas pesadas ceremonias y ahora no podemos divertirnos un rato. ¡No es justo!
—Por favor, tened calma —pidió Asbag—. Él es el responsable de esta misión y hemos de obedecerle. Es viejo y está cansado. ¿No podéis entender eso?
En ese momento, apareció el eparca y las cosas se complicaron aún más.
—¡Vaya! —dijo—. Veo que aún no os habéis marchado. Menos mal. El emperador deseaba departir un rato con los legados de Roma.
—El venerable padre Luitprando se marchaba ya —lo excusó Asbag—. No se encuentra del todo bien.
—Pues alcánzale y comunícale el interés del basileus —dijo el eparca— ¿Es que va a desairar así al emperador?
Asbag corrió hacia la mula de Luitprando y le dijo lo que sucedía. Luitprando puso cara de fastidio y respondió:
—Lo siento mucho, pero no puedo permanecer ahí ni un momento más. Ve tú a la mesa del basileus y conténtale. Seguramente sólo pretenderá fijar la entrevista. No regreses sin una fecha y una hora. ¿Harás eso por mí?
—Naturalmente —respondió Asbag—. Déjalo todo de mi cuenta y vete a descansar tranquilo. ¡Que Dios te acompañe!
Asbag regresó a la puerta del salón Dorado, donde el eparca aguardaba una respuesta.
—Yo iré a representarle ante el basileus —dijo.
—Mejor —respondió el eparca—. El viejo no es muy complaciente que digamos. ¡Vamos adentro!
—¡Eh! ¿Y nosotros? —protestó Fulmaro.
—Eso —añadió el conde Raphael—. ¿Hemos de regresar acaso a la residencia? ¿No formamos parte también de la legación?
—¡Nada de eso! —dijo el eparca—. Si Luitprando no soporta nuestra manera de divertirnos es cosa suya. Vosotros sois invitados especiales del basileus y vuestro sitio os espera ahí dentro. ¡Volved a vuestros asientos en el banquete!
Asbag no podía oponerse, puesto que era uno más, y todos entraron de nuevo en el Chrysotriclinos.
Él se dirigió directamente hacia la mesa del basileus, conducido por el eparca, mientras los demás regresaban a sus asientos para seguir dando cuenta del suculento banquete.
El basileus Juan Zimisces era un hombre alto, delgado y distinguido, cuyo aspecto revelaba su origen patricio de Ierapolis y su pasado como
domestikos
(comandante militar supremo), pues su porte de guerrero saltaba a la vista a pesar de los ropajes imperiales. A su lado se encontraba la emperatriz Teodora, con la que había contraído matrimonio recientemente y, no muy lejos, la anterior emperatriz, la viuda de Nicéforo Focas. El eparca presentó a Asbag.
—¡El legado del Papa de Roma!
El basileus le sonrió y repuso:
—Querrás decir del Papa de Roma y del rey de los sajones.
Asbag le devolvió la sonrisa.
—Bueno, si se hubiera tratado del viejo Luitprando habríamos entrado ya en disputa —comentó el basileus.
—Os ruego que lo disculpéis —dijo Asbag—. Tuvo que retirarse. Su salud no es buena. Pero me pidió que transmitiera a vuestra grandeza la bendición del Papa y los saludos de vuestro hermano Otón y su esposa Adelaida.
El basileus acogió con un gesto complaciente el saludo y le pidió a Asbag que se sentara a la mesa. Este se acomodó, pero comprobó enseguida que no tendría ocasión de hablar con el basileus, puesto que eran numerosos los dignatarios y generales que rodeaban al soberano. Por ello, aguantó durante la comida, pero una vez iniciadas las danzas de la sobremesa se acercó al eparca y le dijo directamente:
—He de retirarme. Me preocupa el estado del venerable padre Luitprando.
El eparca se acercó entonces al basileus y le dijo algo al oído. Juan Zimisces, a su vez, respondió algo al eparca. Este se volvió hacia Asbag y propuso:
—El basileus dice que el próximo sábado se entrevistará con Luitprando en mi villa de las afueras, donde yo daré una fiesta campestre con motivo de la Pascua.
Asbag se puso en pie, hizo una reverencia y se retiró. Y, aunque no pudo arrancar a Fulmaro, a Raphael y a los caballeros del banquete, regresó a la residencia contento por poder llevarle a Luitprando la cita con el soberano bizantino.
Constantinopla, año 971
La residencia campestre del eparca de Constantinopla se alzaba en un amplio claro, abierto en los espesos bosques que crecían fuera de las murallas. Era un gran edificio de estilo griego, con sus clásicas formas policromadas, sin renunciar a las doradas cúpulas orientales. Delante del palacio se extendía un prado, donde se elevaba una gran tienda sostenida por largas varas recubiertas de plata. En torno a ella, un regimiento de criados se esforzaba en poner todo a punto para los invitados que comenzaban a llegar.
Fulmaro se frotó las manos al contemplar las mesas donde estaban ya dispuestos los manteles sobre los que se exhibían numerosos platos con exquisitas viandas. Y Asbag se dio cuenta en aquel momento de lo difícil que le sería controlar la glotonería del grueso obispo y la avidez de mujeres de los caballeros lombardos, como una semana antes en la fiesta del salón Dorado.
Luitprando había empeorado desde el Domingo de Resurrección, y su parálisis se había acentuado, hasta el punto de torcérsele algo la boca hacia un lado y casi cerrársele el ojo izquierdo.
Cuando Asbag le dejó en su lecho aquella mañana su aspecto era verdaderamente lamentable, pero su estado de creciente incapacidad física no le impedía mantener la mente perfectamente despierta y ocupada en la obsesión que le había llevado a embarcarse en aquella misión.
—Ve allí en mi nombre —le había pedido a Asbag—. Y no escatimes ningún esfuerzo para conseguir a la princesa. Recuérdalo bien, la que nos interesa es Ana, la hija de Romano II, basileus legítimo, ella es Porfirogéneta, es decir, nacida de la púrpura, hija del emperador. Y está en edad aún de ser fértil…
—No te preocupes por nada —le tranquilizó Asbag—. Haré todo cuanto esté en mi mano para ganarme la confianza del eparca y del patriarca. Ellos me conducirán hacia Juan Zimisces.
—¡Gracias a Dios que estás aquí! —exclamó trabajosamente Luitprando, fijando en el techo el único ojo que tenía sano—. Si Dios no te hubiera mandado…
—Bueno, bueno. Descansa ahora. Confía en mí.
—Acércate un momento —le pidió todavía Luitprando—; he de decirte algo.
Asbag acercó su oído a la boca del malogrado obispo, el cual casi entre dientes, le dijo:
—Cuidado con esos dos. Me refiero a Fulmaro y Raphael. No es que sean malas personas, pero no se enteran de nada… El gordo sólo piensa en su estómago y me preocupa que alguno de los caballeros pueda cometer algún desatino. La corte de Constantinopla es muy compleja; no es oro todo lo que reluce… ¿Me comprendes? Y esos lombardos son tan ardientes…
—Sí, sí —respondió Asbag para tranquilizarle—. Estaré en ello. Lo prometo. Te ruego que no te preocupes tanto; si no descansas no te recuperarás. Ya te he dicho que confíes en mí.
Por eso, al llegar a la villa del eparca, Asbag se preocupó sinceramente. Enseguida se dio cuenta de que el ambiente allí sería mucho más distendido y de que, al no tener cada uno un sitio fijo asignado, pues la fiesta transcurriría por los jardines con plena libertad de los invitados, le sería mucho más difícil vigilar a los caballeros de la escolta, que podían andar a su aire detrás de las bizantinas.
El eparca se encontraba frente a las blancas escalinatas de mármol que daban acceso al edificio principal del palacio, recibiendo a cada uno de los recién llegados, junto a su esposa y a sus diez esclavos eunucos de confianza.
—¡Ah, los legados del Papa! —exclamó cuando llegaron a su lado—. ¿No ha mejorado Luitprando?
—No —respondió Asbag—. Su salud es cada vez peor. Pero una vez más me pidió que transmitiera al emperador y a vuestra dignidad sus saludos y sus disculpas.
—Bien. En ese caso, entiendo que debemos considerarte a ti el legítimo representante —concluyó el eparca.
Asbag se percató de que el eparca se sentía aliviado al no tener que tratar con Luitprando, con el que había tenido frecuentes enfrentamientos en su anterior embajada. En general, el obispo de Cremona no era bien visto en Constantinopla, porque no había sabido mantener una actitud diplomática y había expresado frecuentemente su opinión acerca de los griegos.
Asbag, en cambio, por haberse formado en el ambiente cosmopolita de Córdoba, sabía bien cuan necesario era conocer primeramente las características de los hombres de otras culturas cuando se pretendía negociar algún asunto con ellos. Por eso decidió no perder el tiempo y buscar la manera de irse ganando a las autoridades.
Estaba claro que debía comenzar por el anfitrión de aquella fiesta campestre: el eparca Digenis. Él era el hombre más importante de Constantinopla después del basileus y el patriarca, y tenía a su favor el hecho de servir de nexo entre uno y otro, pues gobernaba la ciudad y era el responsable de la organización de las grandes ceremonias en las que ambos habían de participar forzosamente. Al mismo tiempo, era el mayor potentado de Bizancio, puesto que sumaba a su propia fortuna la de su esposa, la singular Danielis.
Bastaba con estar con él un momento para darse cuenta de que Digenis era un vano presuntuoso cuya única ocupación era hacer que todo el mundo girase a su alrededor. Era un hombre pequeño de estatura, que lucía una brillante calva y una permanente sonrisa de intención indescifrable. Jamás daba la impresión de alterarse, pero su fina ironía estaba siempre en funcionamiento. No obstante, su inteligencia y su capacidad estaban a la vista y eran sin duda la causa de que Juan Zimisces le hubiera aupado a un cargo tan elevado cuando fue proclamado emperador, tras haber contado durante años con sus servicios como mayordomo y administrador de sus posesiones. Ahora, dueño de sus propias casas, tierras, criados, esclavos y, además, sabedor de que desempeñaba el cargo de más alta responsabilidad de Constantinopla, estaba muy pagado de sí mismo y casi no prestaba atención a nadie, pendiente únicamente de que se le escuchase a él.
Asbag concluyó que ante un hombre como Digenis la única táctica posible era la de la adulación; la única que Luitprando jamás habría puesto en práctica. Alabó el buen gusto de la decoración, la exquisitez de los platos y las ropas de los criados; y aprovechó la ocasión para colar algunas referencias a Córdoba.
—¡Ah! ¿Conoces Córdoba? —se sorprendió el eparca.
—Naturalmente —respondió Asbag, esforzándose en hacerse el interesante—. Me eduqué allí, en la corte del califa; serví en su biblioteca y fui consejero de Alhaquen II.
—¡Ah, qué maravilla! —exclamó Danielis, la mujer de Digenis—. ¡Cuánto me gustaría conocer Córdoba!
En ese momento, Asbag descubrió la manera de irse adentrando entre los bizantinos relevantes para alcanzar su propósito. La mujer del eparca, Danielis, era todo lo contrario de su marido: culta, refinada, aristócrata de una vieja dinastía, pero despierta a la vez, amante de la poesía y de todo lo que resultara ajeno a lo práctico. Aprovechando que Digenis se encontraba como casi siempre enfrascado en su petulante monólogo para despertar admiración entre un corro de aduladores invitados, el obispo se fue apartando un poco con ella, hablándole de Córdoba.
Le estuvo contando cómo era la vida en Medina al-Zahra, las costumbres de las mujeres, las ceremonias de palacio, el complicado mundo de los eunucos y los harenes; aderezado todo con ciertas dosis de fantasía y sin dejar de exagerar en los detalles. El primer paso se había dado. Pero no pudieron continuar con su animada charla, porque alguien reclamó la atención de todos los presentes.
—¡Señores, atención! —gritó uno de los mayordomos—. ¡Es la hora del juego de los leopardos!
En ese momento, aparecieron doce lacayos a lo lejos, acercándose con un leopardo cada uno sujeto por una cadena. Un gran murmullo de admiración se elevó entre todos los presentes.