Authors: Jesús Sánchez Adalid
Reunió a los jóvenes dentro de la casa. Se situó en medio de ellos y con severidad les dijo:
—Aquí no ha pasado nada.
—¿Eh? —replicó Hamed—. ¿Vas a dejarlo así?
—Sí. Utmán ha hecho mal, rompiendo las normas de la escuela, pero ¿acaso ninguno de nosotros comete errores? Hagamos un esfuerzo para ponernos en su lugar. Lleva años aquí apartado, domando las voluntades y las rebeldías de montones de hombres como nosotros, cada uno de una manera, de unas costumbres y forma de vida. Seguramente está cansado. Y, además, yo he roto sus esquemas. Desde que llegué os habéis fijado demasiado en mí, por mi edad y por mi condición de hombre relevante. Lo que ha sucedido es sólo un reflejo del sino que me acompaña siempre en la vida: despertar amor y pasión en unos y celos y aversión en otros… A él le ha tocado este último papel…
Los jóvenes se quedaron pensativos y asombrados. Abuámir vio que el desagradable incidente, lejos de perjudicarle, se había vuelto completamente a su favor.
—¿Sabe alguien dónde puede estar Utmán? —les preguntó.
—Yo creo saberlo —respondió uno de ellos—. Hay un lugar en el monte, a media jornada de aquí, al que él llama «la guarida del oso»; una vez me condujo hasta allí para observar desde lejos a un gigantesco oso y me dijo que aguardaba a estar un día lo suficientemente loco para enfrentarse a él cuerpo a cuerpo, armado tan sólo con un cuchillo.
—¡Vamos allí! —ordenó Abuámir con resolución.
Anduvieron durante un buen rato por tortuosas veredas, que más tarde desaparecieron en los abruptos roquedales, entre zarzas, quejigos y enmarañados espacios de encinas bajas. Llegaron a un altozano desde el que se dominaba un pequeño valle limitado por unos enormes peñascos.
—Es ahí abajo —dijo el muchacho.
—Tú, Hamed, ven conmigo —indicó Abuámir—. Los demás aguardad aquí.
Descendieron por una irregular pendiente, sujetándose a las rocas y a las raíces que crecían entre ellas. Abajo reinaba un gran silencio. Anduvieron por una especie de desfiladero mirando a un lado y a otro.
De repente, un impresionante rugido les aterrorizó. Miraron en esa dirección y vieron un oso tan grande como cuatro hombres robustos, que se erguía bajo un árbol, en cuya copa se encontraba Utmán encaramado, agarrado a las ramas y con un cuchillo grande en las manos.
—¡No os acerquéis! —les gritó Utmán—. ¡Tiene una herida! ¡No se moverá de ahí hasta que yo baje!
Efectivamente, el oso estaba herido y custodiaba el árbol aguardando a que su agresor descendiera.
—¡Por Alá! —exclamó Hamed—. ¡No podemos hacer nada!
En ese momento, Utmán se tiró del árbol, tal vez por amor propio, por la inesperada presencia de los espectadores. El oso se volvió, amenazador, levantando polvo con las garras que batía contra el suelo al tiempo que enseñaba unos enormes dientes y rugía ferozmente.
Abuámir sacó su cuchillo y avanzó decidido hacia él. Cuando llegó, la fiera ya estaba encima de Utmán asestándole un sinfín de zarpazos. Abuámir le empezó a propinar puñaladas a diestro y siniestro, atravesando la gruesa capa de piel y grasa, mientras Utmán lo acuchillaba desde abajo. Hamed se unió a ellos cuando consiguió vencer su temor. Y entre los tres pusieron fin a la vida del oso.
Se produjo una rara escena. Utmán yacía en el suelo cubierto de sangre, junto al gigantesco cuerpo de la fiera, que aún temblaba por los últimos estertores. Hamed, mecánicamente, seguía hendiendo el cuchillo una y otra vez en la carne inmóvil. Y Abuámir permanecía de pie, con una expresión delirante y unos perdidos ojos muy abiertos, jadeando, bañado en sudor.
—¡Déjalo ya, que vas a dejar inservible la piel! —soltó de repente Utmán, como si tal cosa.
En ese momento llegó el tropel de los demás jóvenes. Como un coro comenzaron a exclamar:
—Pero… ¿Será posible? ¡Qué barbaridad! ¡Alá! ¡Por los iblis!
Abuámir ayudó a Utmán a levantarse. Estaba cubierto de profundas heridas, en los hombros, en la espalda, en el cuello, en la cabeza, en los muslos… Todo él era una llaga sangrante. Entre todos cargaron con él y con el cuerpo del oso, que desollaron en poco rato.
Al llegar a la casa, lo primero que hicieron fue curarse las heridas. Era como si todo se hubiera olvidado, al comprobar que nadie había sufrido ningún daño de gravedad. El ambiente se había cargado de emoción y todos iban de aquí para allá, poseídos de una gran ansiedad.
Abuámir comenzó a impartir órdenes:
—¡Tú, Malee, enciende el fuego! ¡Vosotros limpiad todo eso! ¡Hamed, corta tiras de carne magra! Hoy comeremos oso.
A la caída de la tarde, unas humeantes brasas doraban los deliciosos pedazos de carne. El asado de oso se consideraba desde siempre un raro manjar, lleno de connotaciones mágicas y guerreras.
Abuámir fue hacia las cuadras y buscó en el fondo de su alforja una gran garrafa de vino delicioso de Málaga, que guardó allí secretamente el mismo día que llegó, sin que hubiera habido ocasión de descubrir su existencia. Regresó con él adonde estaban sentados esperando a darse el banquete. Sin decir nada, fue llenando los vasos. Al verlo, Utmán se quejó:
—¡Eh, adonde vas con eso! Ben Afla lo tiene prohibido terminantemente.
—Bueno —repuso Abuámir con naturalidad—, ¿es acaso ésta la única norma que se ha transgredido últimamente?
Nadie dijo hada más, pero una incontrolable risa se apoderó de ellos.
A partir de aquel día cambió todo en la escuela de Ben Afla. Utmán y Abuámir decidían lo que había que hacer, de común acuerdo. Y la enorme piel del oso permanecía secándose a cincuenta pies de la casa, como un extraño estandarte, extendido y lleno de agujeros.
Constantinopla, año 971
Era la Pascua en Constantinopla. Toda la corte, con los emperadores y el patriarca al frente, se disponía a celebrar con las primeras luces de la mañana la liturgia del Domingo de Resurrección, con la que se ponía fin a las larguísimas ceremonias que se habían sucedido durante días en memoria de la pasión y muerte de Jesucristo.
Como en tantas otras ocasiones, la procesión a la Gran Iglesia discurría por el trayecto que unía los apartamentos imperiales del palacio, y el
mitatorion
de Santa Sofía. Era una fase preparatoria prácticamente el traslado a la iglesia, que suponía un desplazamiento de aproximadamente un kilómetro. No obstante, el tiempo que podía durar era imprevisible. Intervenían algo más de sesenta categorías distintas de sirvientes, militares, hombres de la Iglesia, pequeños, medianos y altos funcionarios, el tribunal y grandes autoridades del Estado, sin contar a los embajadores extranjeros que, en caso de estar de visita en la corte, se mantenían a derecha e izquierda, junto a las luminarias en determinado punto del recorrido; y sin contar tampoco a los mercaderes de sedas y a los plateros que, precisamente en ese lugar del palacio se habían encargado de adornar, por encargo del eparca, con paños de seda purpúrea, velos de oro y valiosas alfombras, haciendo que resplandeciera con incontables vasijas de oro y plata.
Todo lo que había de hacerse en el ceremonial estaba previsto en un texto compuesto por el emperador Constantino VII Porfirogéneta, cincuenta años atrás, que establecía con minuciosidad las normas para que, en el desarrollo ordenado de la vida de palacio, se reflejara «el movimiento armonioso que el Creador ha imprimido al Universo». Es el
Ekthesis tes basiknn taxeos
o, en su título latino,
Líber de ceremoniis aulae byzantinae,
del que Asbag oyó hablar en cierta ocasión a Recemundo, cuando regresó de su embajada en Bizancio.
Precisamente el día anterior, Asbag había estado observando el códice del ceremonial, que descansaba en un gran atril sobre una preciosa mesa de ónice iluminada por dos candelabros de oro en el medio de la espléndida sacristía de la catedral. Se maravilló contemplando la caligrafía griega, las filigranas y las miniaturas de iconos que representaban a los arcángeles Miguel, Gabriel, Rafael y Uriel. Al principio, tras un prólogo, se exponían las «normas que se han de respetar en una procesión a la Gran Iglesia», es decir, a la Santa Sofía justiniana, y que eran válidas para la Pascua, Pentecostés, la Transfiguración, Navidad y Epifanía, cinco veces al año. Y a continuación, con las dos mil quinientas primeras palabras, se describía lo que debía ocurrir sólo entre los apartamentos imperiales y el
mitatorion
donde los soberanos habían de revestirse con los ropajes de honor para la celebración.
Ahora había llegado el momento de poner en práctica tal cantidad de rigurosas normas del ceremonial.
Luitprando, Fulmaro y Asbag iban en el cortejo, próximos a los emperadores, por su categoría de miembros de un legado de amplia significación política y religiosa. Desde su lugar privilegiado veían de muy cerca el paso de los soberanos vestidos, en ese momento, sólo con el
skaramangion,
una larga túnica ajustada a la cintura.
Delante de ellos avanzaba el eparca —o
praefectus urbi,
uno de los personajes más importantes del imperio—, que, entre otras cosas, se había encargado de «mandar limpiar y preparar para la fiesta los lugares privilegiados de acceso al palacio, desde los que avanzaría el cortejo imperial, y todas las calles a lo largo de las cuales tendrían que pasar, esparciendo en ellas serrín de madera tierna y perfumada y juncias, adornándolas con decoraciones florales trenzadas con hiedra, laurel, mirtos y romero, y además con otras flores de olor de temporada». Todo ello, según lo ordenaba el libro de ceremonias.
También iba el patriarca, con un vestuario exquisitamente bordado para la ocasión, sosteniendo en sus manos el cetro de Moisés (valiosa reliquia que había de llevarse en procesión junto con la cruz de Constantino el Grande) que había sido recogido del oratorio de San Teodoro.
En el triclinio de los
excubitos,
los cancilleres del cuestor, los miembros del servicio del hipódromo y los
nomiki
o funcionarios subalternos entonaban motetes en latín y cantos de alabanza a los soberanos. Más adelante, todos habrían de detenerse para efectuar seis recepciones sucesivas, o encuentros con representantes del pueblo. Y, con solemnidad hierática, excitación sin desorden y colorido multiforme, el armonioso avance proseguía bajo la brillante luz de la mañana.
Asbag iba maravillado, contemplando tal exhibición de símbolos y saboreando la plenitud del momento. Sin embargo, había algo que no le dejaba disfrutar del todo: el aspecto fatigado de Luitprando; la incertidumbre y la preocupación de si el anciano y enfermo obispo de Cremona podría soportar la larguísima celebración que les aguardaba, después de las agotadoras sesiones precedentes.
Luitprando iba en la procesión, encogido bajo el peso de la casulla tan profusamente bordada que le habían puesto. Su rostro parecía desaparecer por momentos, consumido, y su forma de caminar daba verdadera lástima, pues era una fatigosa lucha con la mitad de su cuerpo, que estaba ya casi inmóvil por la hemiplejía; el brazo izquierdo le caía muerto al costado, y avanzaba con la otra mitad, rendido sobre el báculo, y tirando de su arrastrada pierna. Asbag llegó a temer que se derrumbara de un momento a otro.
Como era de esperar, la procesión se alargó, pues cada veinte pasos se acercaban las comitivas de representantes del pueblo, artesanos, panaderos, pescadores, soldados y monjes con sus ofrendas para el emperador; se arrodillaban, besaban la cruz de Constantino, eran bendecidos por el patriarca, depositaban en manos de los acólitos sus presentes y se retiraban con sumo respeto y sin volverse de espaldas. El sol alcanzó su punto más alto y el calor vaporoso de Constantinopla comenzó a mortificar a todos los presentes. Asbag seguía preocupado por Luitprando, cuyo aspecto era cada vez más lastimoso. Fulmaro, a su vez, resoplaba y sudaba copiosamente.
Santa Sofía lucía esa mañana todo su esplendor, en un juego de luces que entraban desde las ventanas más altas en blancos rayos que teñían los humos que ascendían hacia las bóvedas. Más abajo, miles de lámparas que colgaban de los techos arrancaban destellos de los ornamentos dorados. Los mosaicos relumbraban desvelando el misterio de sus imágenes: el pantocrátor, con todo su poder y su fuerza; la
theodotokos,
madre de Dios; Juan Pródromo, es decir el Bautista, en el lado de la entrada; Anunciación, Natividad, Purificación y Bautismo en las pechinas.
Cuando la extensísima liturgia llegó a su fin, una atmósfera densa y casi irrespirable llenaba la basílica. Fuera, el sol brillaba con fuerza, y el gran colorido de la fiesta se desplegaba en todos los rincones de la ciudad. Pregoneros, equilibristas, magos, malabaristas, vendedores de dulces, de guirnaldas de flores, de cintas de seda, de tortas con carne especiada, aguardaban en las plazas a los invitados de la gran celebración. Casi había que abrirse paso a empujones entre el gentío, que a pesar del calor no renunciaba a sus anchos, complicados y adornados trajes de fiesta. Parecía que el lujo era la única norma de vida en Constantinopla.
En el salón Dorado se ofreció un gran almuerzo para los que habían participado en la comitiva procesional de los emperadores. Nada más entrar, los criados perfumaban a todos los convidados y les mostraban los lugares donde podían acomodarse.
Los legados romanos avanzaron por el gran salón junto a un centenar o más de dignatarios extranjeros, en medio de la multitud de nobles cortesanos. Verdaderamente, la belleza de las mujeres de Constantinopla era singular, y resaltaba especialmente aderezada por los lujosos vestidos y la gran cantidad de joyas que lucían.
Luitprando caminaba trabajosamente, apoyándose en el hombro de Asbag y susurrándole amargas quejas al oído, contra aquella exhibición de fausto oriental.
—No voy a poder soportarlo —decía—. ¿De qué les sirve haber celebrado los misterios del Señor con tanto esplendor si ahora piensan arrojarse en los brazos de Satanás?
—Bueno, es la Pascua —repuso Asbag—. ¿No pueden expresar su alegría? ¡Es la fiesta más grande para los cristianos!
—Sí, espera un rato y verás…
Ocuparon el lugar que les correspondía, junto al eparca, en un estrado cercano al de los emperadores, rodeados por lo más granado de la corte, y jamás podrían haberse imaginado lo que les aguardaba.
Fue como si se hubiera destapado el cuerno de la abundancia y de él manara un verdadero río de manjares y vino. El salón, que era un largo rectángulo, con invitados a un lado y otro, tenía un enorme pasillo en el medio y dos grandes puertas en ambos extremos, por las que empezaron a entrar interminables filas de criados que portaban bandejas con todo tipo de frutas, carnes, pescados, dulces y golosinas. Pero lo verdaderamente espectacular fue una especie de caravana de carretillas tiradas por pequeños asnos, en las que llegaban humeantes asados, montañas de frituras, capones ensartados en espadas y dorados al fuego, carneros enteros, pavos reales cocinados pero con sus espectaculares plumajes desplegados, y hasta un pequeño elefante asado que levantó una gran ovación de los comensales.