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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (59 page)

BOOK: El mozárabe
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—¿Quieres decir que ambos emperadores se disputan la legitimidad del antiguo imperio de Roma?

—¿Qué disputa…? —replicó Luitprando—. ¡Nada de eso! La Historia es clara. Roma es sólo una y está ahí; donde Dios quiso que ocupara el centro de este mundo, para que un día Su Hijo reinara entre los hombres. Ahora, por fin, estamos en camino de que ese reino se instaure definitivamente. ¡Pero esos presuntuosos griegos lo pueden echar todo a perder por su maldita soberbia!

—Pero, según esa misma teoría —repuso Asbag—, ellos tienen derecho a quejarse de que el emperador de Roma sea un sajón, descendiente de los bárbaros conversos. ¿No es así?

Luitprando se le quedó mirando perplejo. El tic de su cuello se agudizaba con la tensión y su cabeza daba bruscas sacudidas hacia un lado. Quizá no esperaba que lo contradijesen en aquel momento.

—Mira esto —dijo, acercándose hasta los estantes para extraer un libro.

Se trataba de un gran volumen, en cuyo interior había diferentes mapas ilustrados por zonas con colores y símbolos.

—¡Mira! —prosiguió señalando con el dedo varios puntos—. Bizancio crece: Tesalónica, Antioquía, Creta, Corinto, Atenas, Patras, Bulgaria… Todos esos lugares pertenecieron a la cristiandad romana; la única cristiandad. El basileus bizantino nombra obispos para todas esas sedes. Naturalmente, son obispos griegos, propuestos por el patriarca de Constantinopla, que hincha cada vez más su poder y su influencia en Oriente. ¿A quién perjudica eso…? ¡Al primado de Roma, naturalmente!

—Eso que dices es razonable —respondió Asbag—, pero no termina de contestar a mi pregunta. Ciertamente, ellos nombran obispos griegos para favorecer el poder y el control de Constantinopla; pero ¿no hace lo mismo Otón al nombrar obispos sajones, germanos y francos? En definitiva, se trata de lo mismo.

—¡Ah, no es lo mismo! —replicó Luitprando—. Los obispos y arzobispos de Occidente deben su obediencia a la sede de Roma. El Papa es el único primado, porque la Santa Iglesia Romana es cabeza de todas las Iglesias por haber sido fundada por Pedro, su primer obispo, pues en ella ha dejado su herencia y su tradición, en ella se encuentra su sepulcro y sigue viviendo en sus sucesores.

—¿Los obispos de Bizancio niegan eso? —preguntó Asbag.

—No lo niegan directamente —respondió Luitprando—. Pero, desde Focio, intentan a menudo esgrimir la pretensión de que la sede de Constantinopla sea la más importante después de Roma. De ahí a afirmar que ambas son igualmente importantes hay sólo un paso…

—No te ofendas, hermano, pero hay una cosa que no comprendo —le dijo Asbag con cautela—. Tú mismo, en tus crónicas históricas, has atacado con frecuencia directamente a los papas de Roma…

—¡Lo hice porque eran indignos! Hemos vivido momentos sombríos y alguien debía echar luz para que se disiparan los pecados y los errores. Juan XII, especialmente, representa la podredumbre y la corrupción que han reinado en Roma en los últimos años. Papas débiles, culpables de muchos pecados, adoradores de la carne, que no eran sino víctimas de los nobles que se disputaban el poder.

Llegados a este punto de la conversación, Asbag vio cómo el rostro de Luitprando se ensombrecía. Era éste el tema que más le preocupaba; había sido su caballo de batalla constante, el empeño en el que había consumido su vida.

—¿Por qué crees que me uní ciegamente al emperador? —prosiguió el obispo de Cremona—. Tenías que haber visto, como yo lo vi con mis propios ojos, cómo era Roma cuando reinaba Berengario; ese diabólico, falsario, infiel… Manejaba al entonces papa Juan XII a su antojo, como a un pelele. Todo el mundo conocía los pecados del joven noble que hacía las veces de Pontífice: celebraba misa sin comunión, ordenaba a destiempo y en una cuadra de caballos, consagraba simoníacamente a obispos y a uno de diez años de edad; y otros sacrilegios: hizo de su palacio un lupanar a fuerza de adulterios, vivía para la caza, mandó castrar y asesinar a un cardenal, provocaba incendios armado de espada y yelmo…

—¡Dios santo! —se aterrorizó Asbag.

—¿No era todo ello motivo para que fuera depuesto? —prosiguió Luitprando—. Por eso se hace necesario un poder firme, capaz de poner las cosas en su sitio; césares que, unidos a papas santos y leales, constituyan una nueva cristiandad.

—¿Y crees que las armas y la violencia serán capaces de mantener un orden permanente? —replicó Asbag—. ¿No es ilusorio pensar que todos esos pecados desaparecerán? ¡Ah, el hombre es hombre! Se puede gobernar una nación, pero no el corazón de los hombres…

—Entonces, ¿qué hacer? ¿Los dejamos que campen por sus fueros? ¿Nos cruzamos de brazos y dejamos que la cristiandad sucumba? ¿De qué sirvió pues que se derramara la sangre de tantos mártires?

Durante un momento se hizo el silencio. Parecía que ambos obispos no se iban a poner de acuerdo en sus postulados. Pero Asbag decidió rebajar la intensidad de la discusión. Con tono conciliador dijo:

—Puedes tener razón, amigo Luitprando, en cuanto a que este emperador sea un hombre de fe, leal y decidido; es algo que la cristiandad necesita; y en que hay que nombrar papas santos, dedicados sólo al cuidado de las almas. Pero eso no te garantiza que aquellos que han de sucederles sean como ellos. Si basamos el reino de Cristo en el poder de las armas y en las guerras de fronteras, ¿no podemos llegar a convertirnos en unos tiranos peores que los gobernantes paganos? ¿Es eso lo que Dios quiere de nosotros?

Luitprando meditó por un momento. Después se frotó las manos con nerviosismo y sentenció:

—Hemos de ser santos nosotros. Hemos de rezar a Dios continuamente. Con frecuencia, andamos demasiado preocupados con las cosas de este mundo. Pero para él todo ha de ser más sencillo… Comprendo lo que me quieres decir y te lo agradezco de corazón; pero has de comprenderme a mí. Es todo tan difícil… Cuando el emperador Otón fue coronado, apenas sabía leer y escribir… Si nosotros, que hemos recibido la gracia del conocimiento, no los ilustramos, ¿quién lo hará? Esa es nuestra misión: mostrarles el sendero, enseñarles a vivir… Mostrarles lo que creemos que Dios quiere.

—Sí —asintió Asbag—. Pero no con la violencia. La verdad se abre camino con la paciencia.

Luitprando se aproximó a él. Afectuosamente, le puso la mano en el hombro. Sus ojos grises estaban vidriosos, fatigados, a fuerza de ver tanto, de escrutar, de buscar en los libros, de sufrir queriendo ver las cosas en orden según la voluntad de Dios. En tono amable, dijo:

—¿Sabes una cosa? Ahora me has recordado a Recemundo. Él hablaba como tú; tenía la rara virtud de allanar lo que parece abrupto y complicado. Supongo que esa gracia es un fruto de la paciencia que Dios concede a los que viven rodeados dé infieles. Tú, como Recemundo, eres un obispo de mozárabes, de cristianos en tierras de sarracenos. Los obispos griegos tienen a su basileus, yo tengo a mi emperador; y todos vivimos en la cristiandad. ¿Será por eso por lo que no nos ponemos de acuerdo? En cambio, vosotros lo veis todo desde lejos, como quien se ha subido a un altozano para contemplar desde allí la ciudad en su conjunto. Por eso no habéis olvidado que la ciudad es de Dios… y no de los hombres.

Esa misma tarde, en el rezo de vísperas, el chantre de la catedral entonó con una potente y melodiosa voz el Salmo 126:

Si el Señor no es el que edifica la casa,

en vano se fatigan los que la fabrican.

Si el Señor no guarda la ciudad,

inútilmente se desvela el que la guarda

Asbag y Luitprando levantaron los ojos del gran breviario central y cruzaron una mirada cargada de mutua conformidad.

Capítulo 60

Córdoba, año 970

Durante varios días trabajaron denodadamente en la Ceca. Parte de las monedas fueron fundidas para hacer lingotes, otras se limpiaron y se reservaron como fondos, y una gran parte se utilizó para acuñar nuevas piezas. Las cantidades superaban con creces lo que faltaba, pero Abuámir decidió que todo el montante se incorporara a la tesorería; consideró que, si aquel dinero venía del cielo, él no debía quedarse con nada.

Los trabajos se hacían día y noche. Durante toda la semana comían, dormían y permanecían en la Ceca, sin salir para nada de allí. Varias veces fueron a preguntar por Abuámir criados de los alcázares, enviados por Subh, pero él no pudo atenderles, pues andaba entregado por entero a la tarea de configurar el tesoro.

El viernes, a primera hora, oyeron un gran revuelo en la calle. Benzaqueo abrió un poco uno de los postigos de las ventanas del piso alto y miró.

—¡Ya están ahí! —gritó desde la celosía.

Abuámir subió los peldaños de la escalera de dos en dos. Se asomó por una rendija y vio lo que estaba sucediendo fuera: habían llegado los dos eunucos chambelanes, el cadí Ben al-Salim, el gran visir al-Mosafi, el prefecto de policía y un gran contingente de guardias; pero todos permanecían sin llamar aún a la puertas de la Ceca, como aguardando.

—Algo pasa —musitó Abuámir—. Es extraño todo esto.

De repente, apareció por el final de la calle principal un destacamento de hombres armados a caballo y una litera portada por fornidos esclavos ataviados con las libreas reales de Zahra.

—¡Será posible! —soltó Abuámir—. ¡Es la litera del califa! ¡Malditos! Se lo han contado todo al Príncipe de los Creyentes.

El judío Benzaqueo se aterrorizó. Llevándose las manos a la cabeza exclamó:

—¡Oh, Yahvé! ¡El mismísimo califa!

—No hay nada que temer —le tranquilizó Abuámir—. ¿Está todo en su sitio?

—Tal y como lo has dispuesto —respondió el judío.

—Pues, entonces, bajemos.

El propio Abuámir abrió la gran puerta de la Ceca. La mañana era espléndida y el sol bañaba las blancas paredes. Como si lo estuviera aguardando, avanzó hacia la litera del califa con paso firme. Los esclavos la habían hecho descender y Alhaquen bajaba ya. Chawdar y al-Nizami corrieron para ayudarle; el califa se apoyó en el hombro del segundo, que era el más bajo de estatura; miró alrededor, sonrió y pidió con un gesto de la mano que todo el mundo se alzara de la postración protocolaria. Entonces se encontró frente a él con el rostro de Abuámir, que se apresuraba a besar su mano.

—¡Ah, Abuámir, querido! Me alegro de verte —dijo.

—Altísimo señor, Comendador de los Creyentes, estás en tu casa; pasa y toma posesión —le rogó Abuámir.

El califa avanzó hacia la entrada, seguido del resto de las autoridades que se habían concentrado frente a la puerta. Pasaron al interior del amplio patio de la Ceca: todo estaba limpio, ordenado y cuidadosamente dispuesto; los encargados, obreros y criados en fila; los materiales, planchas y utensilios en los estantes; los moldes alineados; las series de las antiguas monedas, limpias, brillantes, en las vitrinas de los lados. La Ceca resplandecía.

Avanzaron por la estancia. Abuámir fue explicando los procedimientos de acuñación, el patrón de los valores, el aprovechamiento de los residuos. El califa lo miraba todo con interés y le hacía preguntas con frecuencia. Pasaron después al despacho principal. Allí el judío mostró los cuadernos y explicó el sentido de las cuentas y la amplia relación de trabajos hechos. Todo parecía en regla, y la cara de Alhaquen mostraba satisfacción.

—Muy bien —observó el califa—. Todo parece en orden. Esto ha cambiado mucho desde la última vez que lo visité. Y ahora, Abuámir, se hace necesario que nos muestres el resultado de todo este trabajo. A ver, gran visir, ¿qué era lo que nos traía? —preguntó, dirigiéndose a al-Mosafi.

—Bueno, señor, según las cuentas y según las investigaciones de tus chambelanes, sirviéndose de los tesoreros de la Medina real, esas cuentas deben coincidir con una serie de fondos. ¿No es así? —preguntó el gran visir a los eunucos.

—Naturalmente —respondió con severidad Chawdar—. Según Abuámir, esas cantidades que ya has visto, señor, que son cuantiosas, están por ahí escondidas o algo así…

—Ese dinero es tuyo —terció al-Nizami—; y hemos pensado, señor, que debes comprobar si está disponible.

El califa miró a Abuámir. Este se encogió de hombros y respondió con naturalidad:

—Muy bien, seguidme.

Abrió una puerta que estaba al fondo del despacho y apareció una escalera que descendía a un amplio y obscuro sótano. Abuámir encendió las lámparas y se vieron montones de sacas arrimadas a las paredes. Todos descendieron hasta el centro de la estancia.

—Aquí están esas cantidades —dijo él—. Cada saca lleva escrito el valor exacto de su contenido, sea oro, plata o cobre.

El cadí se acercó entonces a la primera de las sacas, tiró de las correas, deshizo el lazo y metió la mano. Sacó un puñado de brillantes monedas de oro y las acercó al califa. Éste las miró y, satisfecho, dijo:

—¡Hummm…! ¡Qué bien hechas están!

—Como verás, señor —explicó Abuámir—, aparece ya en todas tu nombre y tu lema. Nos hemos tomado la molestia de refundir las antiguas y dedicarlas a ti.

—¡Ah! Me parece muy bien —dijo Alhaquen—, pero no era necesario. El dinero es dinero; los hombres pasamos…

En ese momento, Chawdar le arrebató la espada al prefecto de policía y se lanzó hacia las sacas. Se puso a rajarlas, enfurecido, gritando:

—¡Ya está bien de pamplinas! ¡Sabemos perfectamente que ese dinero no puede estar aquí! ¡Se acabó el teatro!

Jadeando, agotándose, fue rajando cuantas sacas pudo, mientras todos veían esparcirse las brillantes monedas por el suelo. Al-Mosafi, el cadí y los recaudadores de Zahra las iban comprobando extrañados. Había miles de piezas, lingotes y antiguos modelos de gran valor. El eunuco, extenuado, cejó en su empeño. Entonces se hizo un espeso silencio, en el que sólo se escuchaba el tintineo de los preciosos metales al caer desde las hendiduras, el cual fue roto por Abuámir, que dijo:

—No quiero pecar de vanidad, pero podéis contar las monedas. Comprobaréis entonces que no sólo están las cantidades a las que se refieren las cuentas, sino que sobreabundan con un montante que es el resultado de una minuciosa y eficiente gestión de la tesorería.

—¡Basta! —exclamó el califa. Se fue hacia Abuámir y le besó en la mejilla con afecto. Después, miró con un áspero gesto al cadí, al gran visir y, sobre todo, a sus dos eunucos mayordomos—. Jamás se me volverá a hablar de este asunto! —sentenció con voz cargada de amargura—. Sabéis que lo que más odio es el juicio temerario. Y ahora, regresemos a palacio; tengo mucho que hacer.

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