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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El maestro de esgrima (25 page)

BOOK: El maestro de esgrima
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Aguardó inútilmente. Volvió a llamar y acercó la oreja a la puerta esperando escuchar algo; pero en el interior reinaba el más absoluto silencio. Descorazonado, pensó que tal vez Cárceles no estuviese allí. ¿Dónde podría encontrarse a aquellas horas? Titubeó, indeciso, y volvió después a llamar más fuerte, esta vez con el puño. Quizás el periodista durmiese profundamente. Escuchó de nuevo, sin resultado.

Retrocedió, apoyándose de espaldas en la barandilla de la galería. Aquello bloqueaba la situación hasta el día siguiente, lo que no era en absoluto alentador. Tenía que ver a Cárceles en el acto o, al menos, rescatar los documentos. Tras un momento de vacilación, decidió atribuirles el calificativo de robados. Porque era evidente que, fueran cuales fuesen sus motivos, lo que había cometido Cárceles en su casa era pura y simplemente un robo. Ese pensamiento lo enfureció.

Una idea le rondaba la cabeza desde hacía rato, y se halló luchando contra sus propios escrúpulos: violentar la puerta. Al fin y al cabo, ¿por qué no?… Cuando se llevó los papeles, el periodista había obrado de modo censurable. El caso de Jaime Astarloa era distinto. Sólo pretendía recobrar lo que, en trágicas circunstancias, había terminado por ser suyo.

Se acercó otra vez a la puerta y volvió a llamar, ya sin esperanza. Al diablo los miramientos. En esa ocasión ya no aguardó respuesta, sino que palpó la cerradura, intentando comprobar su solidez. Encendió otro fósforo y la estudió detenidamente. No era cuestión de echarla abajo, porque aquello haría acudir a los vecinos. Por otra parte, la cerradura no parecía muy resistente. Era curioso, pero al inclinarse y pegar un ojo a ella, creyó distinguir la punta de la llave, como si estuviese puesta por dentro. Se irguió, intrigado, retorciéndose las manos con impaciencia. Después de todo, quizás Cárceles estuviese dentro. Tal vez, imaginando quién era su visitante, se negaba a abrir, para hacerle creer que no se hallaba en casa. Aquello no le gustó al maestro de esgrima, que sentía afianzarse por momentos su resolución. Le pagaría a Cárceles los desperfectos, pero estaba resuelto a entrar.

Miró a su alrededor en busca de algo que le ayudase a forzar la cerradura. No tenía experiencia en aquel tipo de tareas, pero imaginó que si lograba hacer palanca con algo, la puerta terminaría por ceder. Recorrió la galería alumbrándose con fósforos protegidos en la palma de la mano, sin resultado, y se detuvo a punto de perder la esperanza. Sólo le quedaban tres fósforos y no encontraba nada que sirviera a su propósito.

Cuando ya lo daba todo por perdido, encontró unos oxidados barrotes de hierro que se empotraban en la pared, como una escala. Miró hacia arriba y vio una trampilla en el techo de la galería, que sin duda comunicaba con el tejado. Se le aceleró el pulso al recordar que la casa de Cárceles tenía una pequeña terraza al otro lado; quizás fuese aquel camino más practicable que la puerta principal. Quitóse chistera y levita, sujetó el bastón entre los dientes y trepó hasta la trampilla. La abrió sin dificultad, bajo la bóveda celeste llena de estrellas. Con suma precaución sacó todo el cuerpo fuera, tanteando las tejas. No tendría la menor gracia resbalar e ir a estrellarse contra el suelo, tres pisos más abajo. El ejercicio constante de la esgrima lo mantenía en forma aceptable a pesar de su edad; pero de cualquier modo ya no era un joven vigoroso. Resolvió moverse con toda la precaución de que era capaz, buscando asideros sólidos y moviendo sólo una extremidad cada vez, para mantener las otras tres fijas como puntos de apoyo. En la lejanía, un reloj dio cuatro campanadas, las de los cuartos, y después una. A gatas sobre el tejado, el maestro de armas pensó que todo aquello era endiabladamente grotesco, y agradeció a la oscuridad de la noche que nadie pudiese descubrirlo en tan incómoda actitud.

Fue moviéndose sobre el tejado con infinita prudencia, sin hacer ruidos que alarmasen a los vecinos; evitó de milagro varias tejas sueltas y se encontró asomado a un pequeño alero, sobre la terraza de Agapito Cárceles. Asiéndose al canalón de desagüe se descolgó hacia ella, y pudo asentar los pies sin novedad. Permaneció allí unos instantes, en chaleco y mangas de camisa, con el bastón en la mano, mientras recobraba el aliento. Después encendió otro fósforo y se acercó a la puerta. Era simple, acristalada, con un sencillo picaporte de resbalón que podía accionarse desde el exterior. Antes de abrir miró a través del cristal; la casa estaba a oscuras.

Apretó los dientes mientras levantaba el picaporte lo más silenciosamente de que fue capaz, y se encontró después en una estrecha cocina, junto a un fogón y una pila de agua. Por la ventana, la luna filtraba una débil claridad que le permitió distinguir varias cazuelas sobre una mesa, junto a lo que parecían restos de comida. Encendió su penúltimo fósforo en busca de algo que le sirviese para iluminarse, y encontró una palmatoria sobre una alacena. Con un suspiro de alivio encendió la vela para alumbrar el camino. Por el suelo correteaban las cucarachas, alejándose de sus pies.

Pasó de la cocina a un corto pasillo cuyo empapelado se caía a jirones. Iba a apartar la cortina que daba a una habitación, cuando le pareció escuchar algo tras una puerta que tenía a su izquierda. Se detuvo, aguzando el oído, pero sólo escuchó su propia respiración alterada. Tenía la lengua seca, pegada al paladar, y le zumbaban los tímpanos; se sentía como si estuviese viviendo algo irreal, un sueño del que podía despertar de un momento a otro. Empujó muy despacio la puerta.

Era el dormitorio de Agapito Cárceles y éste se encontraba allí; pero Jaime Astarloa, que había imaginado varias veces lo que iba a decirle cuando lo hallase, no estaba preparado para lo que vieron sus ojos dilatados por el espanto. El periodista estaba tumbado boca arriba, completamente desnudo, atado de pies y manos a cada una de las esquinas de la cama. Su cuerpo, desde el pecho a los muslos, era una sangría de cortes hechos con una navaja de afeitar que relucía a la luz de la vela, sobre la colcha empapada en sangre. Pero Cárceles no estaba muerto. Al percibir la luz movió desmayadamente la cabeza, sin reconocer al recién llegado, y de sus labios hinchados por el sufrimiento brotó un ronco gemido de terror animal, ininteligible y profundo, que suplicaba misericordia.

Jaime Astarloa había perdido la facultad de decir palabra. De forma maquinal, como si la sangre se le hubiera cuajado en las venas, dio dos pasos hacia la cama, mirando atónito el cuerpo torturado de su amigo. Éste, al sentir su proximidad, se agitó débilmente.

—No… Se lo suplico… —murmuró con un hálito de voz, mientras lágrimas y gotas de sangre le caían por las mejillas—. Por piedad… Basta ya, por piedad… Es todo… Lo he dicho todo… Por misericordia… No… ¡Basta ya, por el amor de Dios!

La súplica se quebró en un chillido. Los ojos, muy abiertos, miraban la luz de la vela y el pecho del infeliz Cárceles se estremeció en agónico estertor. Alargando una mano, Jaime Astarloa le tocó la frente; quemaba como si tuviese fuego dentro. Su propia voz sonó en un susurro, estrangulada por el horror:

—¿Quién le ha hecho esto?

Cárceles movió lentamente los ojos en su dirección, esforzándose por reconocer al que le hablaba.

—El Diablo —murmuró con un gemido de angustia infinita. Una espuma amarillenta le salía por la comisura de la boca—. Ellos son… el Diablo.

—¿Dónde están los documentos?

Cárceles puso los ojos en blanco y se estremeció en un sollozo:

—Sáqueme de aquí, por piedad… No permita que sigan… Sáqueme de aquí, se lo suplico… Lo he dicho todo… Él, los tenía él, Astarloa… No tengo nada que ver con eso, lo juro… Vayan a verlo a él y lo confirmará… Yo sólo quería… No sé nada más… ¡Por piedad, no sé nada más…!

Don Jaime se sobresaltó al escuchar su nombre en labios del moribundo. Ignoraba quiénes eran los verdugos, pero estaba claro que Agapito Cárceles lo había delatado. Sintió cómo se le erizaba el cabello en la nuca. No había tiempo que perder; tenía que…

Algo se movió a su espalda. Intuyendo una presencia extraña, el maestro de esgrima se volvió a medias, y quizás aquel gesto le salvó la vida. Un objeto duro pasó rozando su cabeza y le golpeó en el. cuello. Aturdido por el dolor, tuvo la presencia de ánimo suficiente para dar un salto de costado, y presintió una sombra que se abalanzaba sobre él antes de que la vela cayese de sus manos, apagándose al rodar por el suelo.

Retrocedió mientras tropezaba con los muebles en la oscuridad, escuchando frente a él la respiración de su agresor, muy cerca. Con desesperada energía empuñó el bastón, que aún conservaba en la mano derecha, y lo interpuso en el espacio que debía recorrer su atacante para llegar hasta él.

Si hubiese tenido tiempo para analizar su estado de ánimo, le habría sorprendido comprobar que no sentía temor alguno, sino una helada determinación a vender muy cara su vieja piel. Era el odio lo que le daba ahora fuerzas para batirse, y el vigor de su brazo tenso como un resorte respondía al deseo de hacer daño, de matar al verdugo que se movía frente a él. Pensaba en Luis de Ayala, en Cárceles, en Adela de Otero. Por la sangre de Dios, que a él no lo iban a degollar como a los otros.

Ni siquiera fue consciente de ello, pero en aquel momento, aguardando a pie firme la acometida en la oscuridad, el anciano maestro de armas adoptó instintivamente la posición de guardia a la que solía recurrir cuando tiraba esgrima.

—¡A mí! —gritó desafiante a las tinieblas. Sintió entonces un jadeo cercano y algo tocó la punta de su bastón. Una mano agarró aquel extremo con fuerza, intentando arrancárselo de la mano, y entonces Jaime Astarloa rio silenciosamente al escuchar el roce de la mitad inferior del bastón al deslizarse a lo largo de la hoja de acero a la que servía de vaina. Eso era lo que había esperado; su propio atacante acababa de liberarle el arma, además de indicar involuntariamente situación y distancia aproximadas. Entonces el maestro de esgrima echó el brazo atrás, extrayendo totalmente el estoque, y dejándose caer tres veces sucesivas sobre la pierna derecha flexionada, lanzó tres estocadas a fondo, a ciegas, contra las sombras. Algo sólido se interpuso en el camino de la tercera, y al mismo tiempo alguien emitió un gemido de dolor.

—¡A mí! —volvió a gritar don Jaime, lanzándose en dirección a la puerta con el estoque por delante. Se oyó estrépito de muebles al caer al suelo, y un objeto pasó junto a él, rompiéndose en pedazos al chocar contra la pared. La inofensiva mitad inferior del bastón lo golpeó sin demasiada fuerza en un brazo cuando dejó atrás el lugar en que debía de hallarse su enemigo.

—¡Cógelo! —gritó una voz a casi dos palmos de él—. ¡Se escapa hacia la puerta!… ¡Me ha clavado un estoque!

Por lo visto, el asesino sólo había resultado herido. Y lo que resultaba más grave: no estaba solo. Cargó don Jaime contra la puerta, saliendo al pasillo, asestando estocadas a las tinieblas.

—¡A mí!

La salida debía de quedar a la izquierda, al final del pasillo, al otro lado de la cortina que había visto cuando entró en la casa. Un bulto oscuro se interpuso en su camino y algo golpeó la pared junto a su cráneo. Agachó don Jaime la cabeza, avanzando siempre con el arma en la mano. Escuchó una respiración entrecortada y una mano lo agarró por el cuello de la camisa; sintió muy cerca un olor áspero, a sudor, mientras unos fuertes brazos intentaban sujetarlo. La tenaza se cerraba cada vez más en torno a su pecho. Sofocado por la presión, incapaz de alejarse para recurrir al estoque, don Jaime logró liberar la mano izquierda, y palpó un rostro mal afeitado. Entonces, haciendo acopio de sus ya menguadas fuerzas, sujetó a su adversario por el pelo y echó hacia adelante la cabeza con toda la brutalidad de que fue capaz, golpeándolo con la frente. Sintió un dolor agudo entre las cejas al mismo tiempo que algo crujía bajo el impacto. Un liquido caliente y viscoso le corrió por la cara; ignoraba si la sangre era suya o si había logrado romperle la nariz a su agresor, pero lo cierto es que se vio nuevamente libre. Pegó la espalda a la pared y se deslizó a lo largo de ella, describiendo semicírculos con la punta del estoque. Derribó algo que se vino abajo con estrépito.

—¡A mí, canallas!

Alguien fue, en efecto, a él. Presintió su presencia antes de tocarlo, escuchó el roce de sus pies en el suelo y tiró estocadas a ciegas hasta que lo hizo retroceder. Apoyóse de nuevo en la pared, jadeante, en un esfuerzo por recobrar el aliento. Estaba agotado y no se creía capaz de resistir durante mucho tiempo más; pero en la oscuridad le era imposible encontrar la puerta de salida. Por otra parte, aunque llegase a ella, no tendría tiempo para encontrar la llave y hacerla girar en la cerradura antes de que se le echasen otra vez encima. «Hasta aquí has llegado, viejo amigo», se dijo, escudriñando sin demasiada esperanza las sombras que lo rodeaban. Lo cierto es que no lamentaba morir allí, en las tinieblas; únicamente lo entristecía el hecho de irse sin conocer la respuesta.

Sonó un ruido a su derecha. Lanzó una estocada en aquella dirección y el acero del estoque se curvó con violencia al encontrar un obstáculo; alguno de los asesinos recurría a una silla para protegerse mientras avanzaba hacia él. Volvió a deslizarse por la pared hacia la izquierda hasta que su hombro encajó contra un mueble, quizás un armario. Sacudió el estoque como un látigo, escuchando complacido el amenazador siseo de la hoja al cortar el aire; sin duda sus enemigos también lo escuchaban, y aquel sonido les aconsejaba prudencia; lo que para el maestro de armas suponía algunos segundos más de vida.

Estaban de nuevo cerca; los presintió antes de oírlos moverse. Saltó hacia adelante, tropezando con muebles invisibles, derribando objetos por el suelo, y llegó hasta otra pared. Allí se quedó inmóvil, conteniendo el aliento, pues el ruido del aire al entrar y salir por su boca y nariz le impedía escuchar los otros sonidos de la habitación. Algo cayó con estrépito a su izquierda, muy próximo a él. Sin vacilar un instante, se apoyó en la pierna izquierda para lanzar dos nuevas estocadas, y escuchó un gemido furioso:

—¡Me ha clavado eso otra vez!

Decididamente, aquel tipo era imbécil. Jaime Astarloa aprovechó la ocasión para cambiar de sitio, ahora sin tropezar con nada en el camino. Sonriendo para sus adentros, pensó que todo aquello se parecía mucho al juego infantil de las cuatro esquinas. Se preguntó cuánto tiempo más podría resistir. Desde luego, no demasiado. Pero no era aquélla, después de todo, una mala forma de morir. Mucho mejor que dentro de unos años, extinguiéndose en un asilo, con las monjas sisándole los últimos ahorros que guardaría bajo la cama, y renegando de un Dios en el que jamás logró creer.

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