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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El maestro de esgrima (23 page)

BOOK: El maestro de esgrima
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Estrechó la mano de su amigo y salió, acompañando al policía. Un carruaje oficial esperaba abajo.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

El guardia había pisado un charco e intentaba sacudirse el agua de las botas.

—Al depósito de cadáveres —respondió. Y, acomodándose en el asiento, se puso a silbar una tonadilla de moda.

Campillo aguardaba en un despacho del Instituto Forense. Tenía gotas de sudor en la frente, ladeado el peluquín, y los quevedos le colgaban de la cinta sujeta a la solapa. Cuando vio entrar al maestro de esgrima se levantó con una cortés sonrisa.

—Lamento, señor Astarloa, que debamos vernos por segunda vez el mismo día en tan penosas circunstancias…

Don Jaime miraba a su alrededor con suspicacia. Se obligaba a sí mismo a hacer acopio de energías para conservar los últimos restos de aplomo, que parecían escapársele por todos los poros del cuerpo. Aquello empezaba a rebasar los límites en que solían moverse las controladas emociones a que estaba habituado.

—¿Qué ocurre? —preguntó, sin ocultar su inquietud—. Me encontraba en casa, solventando un asunto de importancia…

Jenaro Campillo hizo un gesto de excusa.

—Sólo le incomodaré unos minutos, se lo aseguro. Me hago cargo de lo molesta que es para usted esta situación; pero, créame, se han presentado acontecimientos imprevistos —chasqueó la lengua, como expresando su propio fastidio por todo aquello—. ¡Y en qué día, Santo Dios! Las noticias que acabo de recibir tampoco son tranquilizadoras. Las tropas sublevadas avanzan hacia Madrid, se rumorea que la reina puede verse obligada a pasar a Francia, y aquí se teme una revuelta callejera… ¡Ya ve usted el panorama! Pero, al margen de los acontecimientos políticos, la justicia común debe seguir su curso inexorable.
Dura lex, sed lex
. ¿No le parece?

—Discúlpeme, señor Campillo, pero estoy confuso. No me parece éste el lugar más apropiado para…

El jefe de policía levantó una mano, rogando paciencia a su interlocutor.

—¿Tendría la bondad de acompañarme?

Hizo un gesto con el dedo índice, señalando el camino. Bajaron unas escaleras y se internaron por un corredor sombrío, con paredes cubiertas por azulejos blancos y manchas de humedad en el techo. El lugar estaba iluminado por mecheros de gas, cuyas llamas hacía oscilar una fría corriente de aire que hizo a Jaime Astarloa estremecerse bajo la ligera levita de verano. El ruido de los pasos se perdía al extremo del corredor, arrancando siniestros ecos a la bóveda.

Campillo se detuvo ante una puerta de cristal esmerilado y la empujó, invitando a su acompañante a entrar el primero. Se encontró el maestro de esgrima en una pequeña sala amueblada con viejos ficheros de madera oscura. Detrás de su pupitre, un empleado municipal se puso en pie al verlos entrar. Era flaco, de edad indefinida, y su bata blanca estaba salpicada de manchas amarillas.

—El número diecisiete, Lucio. Haznos el favor.

El empleado tomó un impreso que tenía sobre la mesa y, con él en la mano, abrió una de las puertas batientes que había al otro lado de la habitación. Antes de seguirlo, el policía sacó un cigarro habano del bolsillo, y se lo ofreció a don Jaime.

—Gracias, señor Campillo. Ya le dije esta mañana que no fumo.

El otro enarcó una ceja, reprobador.

—El espectáculo que me veo obligado a ofrecerle no es muy agradable… —comentó mientras se ponía el cigarro en la boca y encendía un fósforo—. El humo del tabaco suele ayudar a soportar este tipo de cosas.

—¿Qué tipo de cosas?

—Ahora lo verá.

—Sea lo que sea, no necesito fumar.

El policía se encogió de hombros.

—Como guste.

Entraron ambos en una sala espaciosa, de techo bajo, con las paredes cubiertas por los mismos azulejos blancos e idénticas manchas de humedad en el techo. En una esquina había una especie de lavadero grande, con un grifo que goteaba continuamente.

Don Jaime se detuvo de forma involuntaria, mientras el intenso frío que reinaba en aquel lugar penetraba hasta lo más profundo de sus entrañas. Jamás había visitado antes una morgue, ni imaginó tampoco que su aspecto fuese tan desolado y tétrico. Media docena de grandes mesas de mármol estaban alineadas a lo largo de la sala; sobre cuatro de ellas había sábanas bajo las que se perfilaban inmóviles formas humanas. Cerró un momento los ojos el maestro de esgrima, llenando sus pulmones de aire que expulsó enseguida con una arcada de angustia. Había un extraño olor flotando en el ambiente.

—Fenol —aclaró el policía—. Se usa como desinfectante.

Asintió don Jaime en silencio. Sus ojos estaban fijos en uno de los cuerpos tendidos sobre el mármol. Por el extremo inferior de la sábana asomaban dos pies humanos. Tenían un color amarillento y parecían relucir bajo la luz de gas con tonos cerúleos.

Jenaro Campillo había seguido la dirección de su mirada.

—A ése ya lo conoce —dijo con una desenvoltura que al maestro de armas le pareció monstruosa—. Es aquel otro el que nos interesa.

Señalaba con el cigarro hacia la mesa contigua, cubierta por su correspondiente sábana. Bajo ella se adivinaba una silueta más menuda y frágil.

El policía exhaló una densa bocanada de humo e hizo detenerse a don Jaime junto al cadáver cubierto.

—Apareció a media mañana, en el Manzanares. Más o menos a la hora en que usted y yo charlábamos amenamente en el palacio de Villaflores. Sin duda fue arrojada allí durante la pasada noche.

—¿Arrojada?

—Eso he dicho —soltó una risita sarcástica, como si en todo aquello hubiese algo que no dejaba de tener su gracia—. Puedo asegurarle que se trata de cualquier cosa menos un suicidio, o accidente… ¿De verdad no sigue mi consejo y le da unas chupadas a un cigarro? Como guste. Mucho me temo, señor Astarloa, que lo que va a ver tarde bastante tiempo en olvidarlo; es un poco fuerte. Pero su testimonio resulta necesario para completar la identificación. Una identificación que no es tarea fácil… Ahora mismo va usted a comprobar por qué.

Mientras hablaba, hizo una seña al empleado y éste retiró la sábana que cubría el cuerpo. El maestro de esgrima sintió una profunda náusea subirle desde el estómago, y a duras penas pudo contenerla aspirando desesperadamente el aire. Las piernas le flaquearon hasta el punto en que hubo de apoyarse en el mármol para no caer al suelo.

—¿La reconoce?

Don Jaime se obligó a mantener la vista fija en el cadáver desnudo. Era el cuerpo de una mujer joven, de mediana estatura, que quizás hubiera sido atractivo unas horas antes. La piel tenía el color de la cera, el vientre estaba profundamente hundido entre los huesos de las caderas, y los pechos, que posiblemente fueron hermosos en vida, caían a cada lado, hacia los brazos inertes y rígidos que se extendían a los costados.

—Un trabajo fino, ¿verdad? —murmuró Campillo a su espalda.

Con un supremo esfuerzo, el maestro de esgrima miró de nuevo lo que había sido un rostro. En lugar de facciones había una carnicería de piel, carne y huesos. La nariz no existía, y la boca era sólo un oscuro agujero sin labios, por la que se veían algunos dientes rotos. En el lugar de los ojos había sólo dos rojizas cuencas vacías. El cabello, negro y abundante, estaba sucio y revuelto, conservando todavía el légamo del río.

Sin poder soportar durante más tiempo aquel espectáculo, estremecido de horror, don Jaime se apartó de la mesa. Sintió bajo su brazo la precavida mano del policía, el olor del cigarro y luego la voz, que le llegó en un grave susurro.

—¿La reconoce?

Negó don Jaime con la cabeza. Por su mente alterada pasó el recuerdo de una vieja pesadilla: una muñeca ciega flotaba en un charco. Pero fueron las palabras que Campillo pronunció después las que hicieron que un frío mortal se deslizase lentamente hasta el rincón más oculto de su alma:

—Sin embargo, señor Astarloa, debería usted poder reconocerla, a pesar de la mutilación… ¡Se trata de su antigua cliente, doña Adela de Otero!

CAPÍTULO SÉPTIMO

De la llamada

«
Dar una llamada, en esgrima, es hacer que el adversario salga de su posición de guardia

Tardó algún tiempo en percatarse de que el jefe de policía le estaba hablando desde hacía rato. Habían salido del sótano y se encontraban de nuevo al nivel de la calle, sentados en un pequeño despacho del Instituto Forense. Jaime Astarloa permanecía inmóvil, echado hacia atrás en el asiento, mirando sin ver un borroso grabado que colgaba de la pared, un paisaje nórdico, con lagos y abetos. Tenía los brazos colgando a los costados y un tono opaco, desprovisto de toda expresión, velaba sus ojos grises.

—… Apareció enredada entre los juncos, bajo el puente de Toledo, en la orilla izquierda. Es extraño que no la arrastrase la corriente, si consideramos la tormenta que cayó durante la noche; eso nos permite suponer que la echaron al agua poco antes de que amaneciese. Lo que no logro entender es por qué se tomaron la molestia de llevarla hasta allí, en vez de dejarla en su casa.

Campillo hizo una pausa, mirando inquisitivo al maestro de esgrima, como dándole oportunidad de hacer alguna pregunta. Al no observar ninguna reacción, encogió los hombros. Aún tenía el habano entre los dientes, y limpiaba el cristal de sus quevedos con un arrugado pañuelo que había sacado del bolsillo.

—Cuando me avisaron del hallazgo del cuerpo, ordené que forzasen la puerta de la casa. Debíamos haberlo hecho mucho antes, porque allí dentro el panorama era muy feo: huellas de lucha, algunos destrozos en el mobiliario, y sangre. Mucha sangre, a decir verdad. Un gran charco en el dormitorio, un reguero en el pasillo… Parecía que hubiesen degollado a una ternera, si me permite el término —miró al maestro de esgrima acechando el efecto de sus palabras; parecía interesado en comprobar si la descripción era bastante realista para impresionarlo. Debió de opinar que no, porque frunció el ceño, frotó con más energía los quevedos y siguió enumerando detalles macabros sin dejar de espiarlo por el rabillo del ojo—. Parece que la mataron de esa forma tan… concienzuda, y después la sacaron ocultamente, para arrojarla al río. Ignoro si hubo alguna etapa intermedia, ya me entiende, tortura o algo similar; aunque en vista del estado en que la dejaron, mucho me temo que sí. De lo que no cabe la menor duda es de que la señora de Otero pasó un mal rato antes de salir, bastante muerta, de su piso de la calle Riaño…

Campillo hizo una pausa para colocarse cuidadosamente los anteojos, tras mirarlos al trasluz con aire satisfecho.

—Bastante muerta —repitió, pensativo, intentando retomar el hilo de su discurso—. Encontramos también en el dormitorio varios mechones de pelo que, ya lo hemos comprobado, corresponden a la difunta. Había además un trozo de tela azul, posiblemente arrancado en la lucha, que se corresponde también con el que le falta al vestido que tenía puesto cuando la encontraron en el río —el policía metió dos dedos en el bolsillo superior del chaleco y sacó un pequeño anillo en forma de fino aro de plata—. El cadáver tenía esto en el dedo anular de la mano izquierda. ¿Lo ha visto alguna vez?

Jaime Astarloa entornó los párpados y volvió a abrirlos como si despertara de un largo sueño. Cuando se volvió lentamente hacia Campillo estaba muy pálido; hasta la última gota de sangre parecía habérsele retirado del rostro.

—¿Perdón?

El policía se removió en el asiento; era evidente que había esperado mayor cooperación por parte de Jaime Astarloa, y empezaba a sentirse irritado por su actitud, muy parecida a la de un sonámbulo. Tras la emoción de los momentos iniciales, éste se encerraba ahora en un obstinado mutismo, como si toda aquella tragedia le fuera indiferente.

—Le preguntaba si ha visto alguna vez este anillo.

El maestro de armas alargó la mano, cogiendo entre los dedos el fino aro de plata. En su memoria brotó el doloroso recuerdo de ese brillo metálico en una mano de piel morena. Lo dejó sobre la mesa.

—Era de Adela de Otero —confirmó con voz neutra.

Campillo hizo otro intento.

—Lo que no logro entender, señor Astarloa, es por qué se ensañaron con ella de ese modo. ¿Una venganza, quizá?… ¿Tal vez quisieron arrancarle una confesión?

—No sé.

—¿Sabe usted si esa mujer tenía enemigos?

—No sé.

—Una pena lo que le hicieron. Debió de ser muy hermosa.

Pensó don Jaime en un cuello desnudo de tez mate, bajo el cabello negro recogido en la nuca por un pasador de nácar. Recordó una puerta entreabierta y un rumor de enaguas, una piel bajo la que parecía estremecerse una cálida languidez. «Yo no existo», había dicho ella una vez, la noche en que todo fue posible y nada ocurrió. Ahora era cierto; ya no existía. Tan sólo carne muerta pudriéndose sobre una mesa de mármol.

—Mucho —respondió al cabo de un rato—. Adela de Otero era muy hermosa.

El policía consideró que ya había perdido demasiado tiempo con el maestro de esgrima. Guardó el anillo, tiró el cigarro a una escupidera y se puso en pie.

—Está usted conmocionado por los sucesos del día, y me hago perfectamente cargo —dijo—. Si le parece, mañana por la mañana, cuando haya descansado y se encuentre en mejores condiciones, podríamos reanudar nuestra conversación. Estoy seguro de que la muerte del marqués y la de esta mujer están directamente relacionadas, y usted es una de las pocas personas que pueden proporcionarme alguna pista sobre el particular… ¿Le parece en mi despacho de Gobernación, a las diez?

Jaime Astarloa miró al policía como si lo viera por primera vez.

—¿Soy sospechoso? —preguntó.

Campillo hizo un guiño con sus ojos de pez.

—¿Quién de nosotros no lo es, en los tiempos que corren? —comentó en tono frívolo. Pero el maestro de esgrima no parecía satisfecho con la respuesta.

—Le hablo en serio. Quiero saber si sospecha de mí.

Campillo se balanceó sobre los pies, con una mano en el bolsillo del pantalón.

—No especialmente, si eso le tranquiliza —respondió al cabo de unos instantes—. Lo que ocurre es que no puedo descartar a nadie, y usted es lo único que tengo a mano.

—Celebro serle útil.

El policía sonrió conciliador, como pidiendo ser comprendido.

—No se ofenda, señor Astarloa —dijo—. A fin de cuentas, convendrá conmigo en que hay una serie de cabos que se empeñan en anudarse solos, unos con otros: mueren dos de sus clientes; factor común, la esgrima. A uno lo matan con un florete… Todo gira alrededor de lo mismo, aunque ignoro dos datos importantes: cuál es el punto en torno al que se mueven los hechos y qué papel juega usted en todo esto. Si es que realmente juega alguno.

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