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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El maestro de esgrima (18 page)

BOOK: El maestro de esgrima
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—¿Se sabe algo?

Contoneóse el mílite con digna fanfarronería.

—Yo cumplo órdenes de la superioridad. Circule.

Azules y solemnes, unos guardias requisaban periódicos a mozalbetes que los habían estado voceando entre la gente; se proclamaba el estado de guerra, imponiéndose la censura sobre toda noticia relacionada con la sublevación. Algunos comerciantes, avivados por la experiencia de recientes algaradas, echaban el cierre de sus tiendas e iban a engrosar los grupos de curiosos. Por Carretas brillaban los tricornios de la Guardia Civil. Se comentaba que González Bravo había presentado telegráficamente su dimisión a la reina, y que las tropas levantadas por Prim avanzaban ya sobre Madrid.

En el Progreso, la tertulia estaba al completo, y Jaime Astarloa fue puesto de inmediato al corriente de la situación. Prim había llegado a Cádiz en la noche del 18, y el 19 por la mañana, al grito de «Viva la soberanía nacional», la escuadra del Mediterráneo se había pronunciado por la revolución. El almirante Topete, a quien todos consideraban leal a la reina, estaba entre los sublevados. Las guarniciones del Sur y de Levante se sumaban una tras otra al alzamiento.

—La incógnita —explicaba Antonio Carreño— reside ahora en la actitud de la reina. Si no cede, tendremos guerra civil; porque esta vez no se trata de una vulgar intentona, caballeros. Lo sé de buena tinta. El de Reus cuenta ya con un poderoso ejército que engrosa por momentos. Y Serrano está en el ajo. Hasta se especula con ofrecerle una regencia a don Baldomero Espartero.

—Isabel II no cederá jamás —terció don Lucas Rioseco.

—Eso lo veremos —dijo Agapito Cárceles, visiblemente encantado con el curso de los acontecimientos—. De todas formas, es mejor que intente resistir.

Lo miraron todos los contertulios con extrañeza.

—¿Resistir? —censuró Carreño—. Eso llevaría al país a la guerra civil…

—A un baño de sangre —apuntó Marcelino Romero, satisfecho de poder meter baza.

—Exacto —puntualizó radiante el periodista—. ¿Es que no lo comprenden ustedes? A mí, fíjense, me parece evidente. Si Isabelita nos sale con medias tintas, se pone a disposición o abdica en su niño, tendremos las mismas. Hay mucho monárquico entre los sublevados, y al final terminarían por colocarnos al Puigmoltejo, o a Montpensier, o a don Baldomero, o a la sota de copas. Y eso sí que no. ¿Para eso hemos luchado tanto tiempo?

—¿En dónde dice que ha luchado usted? —preguntó don Lucas con mucha guasa.

Cárceles lo miró con republicano desprecio.

—En la sombra, señor mío. En la sombra.

—Ya.

El periodista resolvió ignorar a don Lucas.

—Les estaba diciendo —continuó, dirigiéndose a los otros— que lo que España necesita es una buena y encarnizada guerra civil con mucho mártir, con barricadas en las calles y con el pueblo soberano asaltando el Palacio Real. Comités de salvación pública, y los figurones monárquicos y sus lacayos —torva ojeada de soslayo a don Lucas— arrastrados por las calles.

Aquello se le antojó excesivo a Carreño.

—Hombre, don Agapito. No se pase usted tampoco. En las logias…

Pero Cárceles estaba lanzado.

—Las logias son tibias, don Antonio.

—¿Tibias? ¿Las logias tibias?

—Sí, señor. Tibias, se lo digo yo. Si la Revolución la han desencadenado los generales descontentos, hay que procurar que termine en manos de su legítimo propietario: el pueblo —se le iluminó el rostro en un éxtasis—. ¡La república, caballeros! La cosa pública, ni más ni menos. Y la guillotina.

Don Lucas saltó con un rugido. La indignación le empañaba el monóculo incrustado en su ojo izquierdo.

—¡Por fin se quita usted la máscara! —exclamó apuntando a Cárceles con dedo acusador, tembloroso de santa ira—. ¡Por fin descubre usted su maquiavélico rostro, don Agapito! ¡Guerra civil! ¡Sangre! ¡Guillotina!… ¡Ése es su verdadero lenguaje!

El periodista miró a su contertulio con genuina sorpresa.

—Nunca he utilizado otro, que yo sepa.

Don Lucas hizo ademán de levantarse, pero pareció pensarlo mejor. Aquella tarde pagaba Jaime Astarloa, y los cafés estaban en camino.

—¡Es usted peor que Robespierre, señor Cárceles! —masculló sofocado—. ¡Peor que el impío Dantón!

—No mezcle usted las churras con las merinas, amigo mío.

—¡Yo no soy su amigo! ¡La gente de su clase ha sumido a España en la ignominia!

—Huy, qué mal perder tiene usted, don Lucas.

—¡Aún no hemos perdido! La reina ha nombrado presidente al general Concha, que es todo un hombre. De momento, ya le ha confiado a Pavía el mando del ejército que se enfrentará a los rebeldes. Y supongo que no me pondrá en duda el probado valor del marqués de Novaliches… Verdes las ha segado usted, don Agapito.

—Lo veremos.

—¡Pues claro que lo veremos!

—Lo estamos viendo.

—¡Lo vamos a ver!

Jaime Astarloa, aburrido por la eterna polémica, se retiró antes de lo acostumbrado. Cogió su bastón y su chistera, se despidió hasta el día siguiente y salió a la calle, resuelto a dar un corto paseo antes de regresar a casa. Por el camino fue observando el caldeado ambiente callejero con cierto fastidio; sentía que todo aquello lo afectaba sólo muy superficialmente. Ya empezaba a estar harto de las polémicas entre Cárceles y don Lucas, como lo estaba también del país en que le había tocado vivir.

Pensó, malhumorado, que podían ahorcarse todos ellos con sus malditas repúblicas y sus malditas monarquías, con sus patrióticas arengas y con sus estúpidas reyertas de café. Habría dado cualquier cosa por que unos y otros dejaran de amargarle la vida con tumultos, disputas y sobresaltos cuyos motivos le importaban un bledo. A lo único que aspiraba era a que lo dejasen vivir en paz. En lo que al maestro de esgrima se refería, podían irse todos al diablo.

Sonó un trueno en la distancia mientras una violenta turbonada de aire recorría las calles. Inclinó don Jaime la cabeza y se sujetó el sombrero, apretando el paso. A los pocos minutos rompió a llover con fuerza.

En la esquina de la calle Postas, el agua empapaba el paño azul de los uniformes y corría en gruesas gotas por el rostro de los soldados. Seguían montando guardia con su aire tímido y paleto, la punta de la bayoneta rozándoles la nariz, pegados a la pared para resguardarse de la lluvia. Desde un portal, el teniente contemplaba taciturno los charcos, sosteniendo una pipa humeante en el ángulo de la boca.

Diluvió durante todo el fin de semana. Desde la soledad de su estudio, inclinado a la luz del quinqué sobre las páginas de un libro, escuchó don Jaime la interminable sucesión de truenos y relámpagos que restallaban en la negrura exterior, rasgándola con resplandores que recortaban las siluetas de los edificios cercanos. Sobre el tejado golpeaba el agua con fuerza, y un par de veces tuvo que levantarse para colocar recipientes bajo las goteras que se desplomaban del techo con irritante y líquida monotonía.

Hojeó distraído el libro que tenía en las manos, y sus ojos se detuvieron en una cita, subrayada a lápiz años atrás por él mismo:

«… Todas sus sensaciones alcanzaron una elevación hasta entonces ignorada para él. Vivió las experiencias de una vida infinitamente variada; murió y resucitó, amó hasta la pasión más ardiente y viose separado de nuevo y para siempre de su amada. Al fin, hacia el alba, cuando las primeras luces quebraban la penumbra, en su alma empezó a reinar una creciente paz, y las imágenes se tornaron más claras y permanentes…»

Sonrió con infinita tristeza el maestro de esgrima, todavía con un dedo sobre aquellas líneas. Tales palabras no parecían haber sido escritas para Enrique de Ofterdingen, sino para él mismo. En los últimos años se había visto retratado en aquella página con singular maestría; todo estaba allí. Sin duda se trataba del más ajustado resumen de su vida que jamás nadie sería capaz de formular. Sin embargo, en las últimas semanas, algo estaba fallando en el concepto. La creciente paz, las imágenes claras y permanentes que había estimado definitivas, volvían a enturbiarse bajo un extraño influjo que le arrancaba, sin piedad, fragmentos de aquella serena lucidez en la que creyó poder pasar el resto de sus días. Se había introducido en su existencia un factor nuevo, una influencia misteriosa, perturbadora, que le obligaba a plantearse preguntas cuya respuesta se esforzaba en eludir. Era imprevisible adónde podía conducirle todo aquello.

Cerró bruscamente el libro, arrojándolo sobre la mesa con violencia. Angustiado, tomaba conciencia de su helada soledad. Aquellos ojos de color violeta se habían valido de él para algo que ignoraba, pero que no podía esforzarse en imaginar sin que lo estremeciese una irracional sensación de oscuro espanto. Y lo que era aún más grave: a su viejo y cansado espíritu le habían arrebatado la paz.

Despertó con las primeras luces del alba. Últimamente dormía mal; el suyo era un sueño inquieto, desapacible. Se aseó en regla y extendió después sobre una mesita, junto al espejo y la jofaina con agua caliente, el estuche con sus navajas de afeitar. Enjabonó cuidadosamente las mejillas, rasurándolas con esmero, según era su costumbre. Con las viejas tijeritas de plata recortó algunos pelos del bigote, y pasó después un peine de concha por los húmedos cabellos blancos. Satisfecho de su apariencia se vistió con parsimonia, anudándose al cuello una corbata de seda negra. De sus tres trajes de verano escogió uno de diario, de ligera alpaca color castaño, cuya larga levita pasada de moda le prestaba el distinguido porte de un viejo
dandy
de principios de siglo. Cierto era que el fondillo de los pantalones estaba algo ajado por el uso, pero los faldones de la levita lo disimulaban de forma satisfactoria. De entre los pañuelos limpios escogió el que le pareció en mejor estado, y vertió en él una gota de agua de colonia antes de colocárselo en el bolsillo. Al salir, se puso una chistera y tomó bajo el brazo el estuche de sus floretes.

El día era gris y volvía a amenazar chubasco. Había estado lloviendo toda la noche, y grandes charcos en mitad de la calle reflejaban los aleros de los tejados bajo un pesado cielo color de plomo. Saludó atentamente a la portera, que regresaba con la cesta de la compra, y cruzó la calle para desayunar, según su costumbre, chocolate y buñuelos en el modesto cafetín de la esquina. Fue a instalarse en su mesa habitual, al fondo, bajo el globo de cristal que cubría un apagado mechero de gas. Eran las nueve de la mañana y había pocos parroquianos en el local. Valentín, el propietario, acudió con una jícara y un junquillo de buñuelos.

—Esta mañana no hay periódicos, don Jaime. Tal y como está la cosa, todavía no han salido. Y me malicio yo que no saldrán.

Se encogió de hombros el maestro de esgrima. La ausencia de la prensa diaria no le causaba trastorno alguno.

—¿Hay novedades? —preguntó, más por cortesía que por auténtico interés.

El dueño del cafetín se limpió las manos en el grasiento delantal.

—Parece que el marqués de Novaliches está en Andalucía con el ejército, y va a enfrentarse a los sublevados de un momento a otro… Dicen también que Córdoba, que se pronunció cuando los otros, se despronunció al día siguiente, en cuanto le vio la oreja a las tropas del Gobierno. No está la cosa clara, don Jaime. A saber en qué termina todo esto.

Despachado el desayuno, salió a la calle el maestro de armas para dirigirse a casa del marqués de los Alumbres. Ignoraba si a Luis de Ayala le apetecería practicar esgrima, habida cuenta del ambiente que se respiraba en Madrid; pero Jaime Astarloa sí estaba dispuesto a cumplir, como de costumbre, su parte del compromiso. En el peor de los casos, todo quedaría en un paseo hecho en balde. Como ya era tarde, no deseando verse retrasado por cualquier imprevisto callejero, subió a un simón que aguardaba desocupado junto a un arco de la Plaza Mayor.

—Al palacio de Villaflores.

Chasqueó el cochero su látigo mientras los dos aburridos pencos se ponían en movimiento sin demasiado entusiasmo. Los soldaditos seguían en la esquina de Postas, pero al teniente no se le veía por ninguna parte. Frente a Correos, guardias municipales obligaban a circular a los grupos de curiosos, aunque sin desplegar excesivo celo en la tarea. Funcionarios de ayuntamiento al fin y al cabo, con la espada de Damocles de la cesantía pendiente sobre sus cabezas, ignoraban quién mandaría mañana en el país, y no las tenían todas consigo.

Los guardias civiles a caballo de la tarde anterior ya no estaban apostados en la calle Carretas. Jaime Astarloa se cruzó con ellos más abajo, tricornios y capotes patrullando entre el Congreso y la fuente de Neptuno. Tenían los negros bigotes enhiestos y los sables enfundados, observando a los viandantes con la ceñuda seguridad emanada de una certeza: fuera quien fuese el vencedor, seguiría recurriendo a ellos para mantener el orden público. Como ya se había comprobado bajo gobiernos progresistas o moderados, los miembros de la Benemérita nunca quedaban cesantes.

Don Jaime iba recostado en el asiento del simón, contemplando el panorama con aire abstraído; pero al llegar cerca del palacio de Villaflores dio un respingo y se asomó a la ventanilla, alarmado. Reinaba una insólita animación frente a la residencia del marqués de los Alumbres. Más de un centenar de personas se arremolinaba en la calle, contenido ante la entrada por varios guardias. En su mayor parte se trataba de vecinos de los alrededores, de toda condición social, a los que se sumaban numerosos desocupados que curioseaban. Algunos fisgones más atrevidos habían trepado a la verja, y desde allí atisbaban el jardín. Aprovechando el bullicio, un par de vendedores ambulantes iban y venían entre los carruajes estacionados, voceando sus mercancías.

Con un presentimiento que nada bueno auguraba, pagó don Jaime al cochero y se dirigió apresuradamente hacia la puerta, hendiendo la multitud. Los curiosos se empujaban unos a otros para ver mejor, con morbosa expectación.

—Es algo terrible. Terrible —murmuraban unas comadres haciéndose cruces.

Un individuo canoso, de bastón y levita, se aupó sobre las puntas de los zapatos intentando divisar el panorama. Colgada de su brazo, la esposa lo miraba interrogante, a la espera del informe.

—¿Puedes ver algo, Paco?

Se abanicaba una de las comadres, con gesto de enterada:

—Fue durante la noche; me lo ha dicho uno de los guardias, que es primo de mi cuñada. Acaba de llegar el señor juez.

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