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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El maestro de esgrima (19 page)

BOOK: El maestro de esgrima
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—¡Una tragedia! —comentaba alguien.

—¿Se sabe cómo ha sido?

—Lo encontraron los criados esta mañana.

—Se decía que era un poco tarambana.

—¡Calumnias! Era un caballero, y un liberal. ¿No se acuerdan de que dimitió siendo ministro?

Volvió a abanicarse con sofoco la comadre.

—¡Una tragedia! ¡Con la buena facha que tenía ese hombre!

Con la muerte en el alma, don Jaime llegó hasta uno de los guindas que montaban guardia en la puerta. El municipal le cortó el paso con la firmeza que confería la autoridad del uniforme.

—¡No se puede pasar!

Señaló torpemente el maestro de esgrima el estuche de floretes que llevaba bajo el brazo.

—Soy amigo del señor marqués. Estoy citado con él esta mañana…

Lo miró el guardia de arriba abajo, moderando su actitud ante el distinguido aspecto de su interlocutor. Se volvió hacia un compañero que estaba al otro lado de la verja.

—¡Cabo Martínez! Aquí hay un caballero que dice ser amigo de la casa. Por lo visto, tenía una cita.

Acudió el cabo Martínez, tripón y reluciente tras sus botones dorados, mirando con suspicacia al maestro de esgrima.

—¿Cuál es su gracia?

—Jaime Astarloa. Estoy citado con don Luis de Ayala a las diez.

Movió el cabo gravemente la cabeza y entreabrió la verja.

—Sírvase acompañarme.

Siguió el maestro de esgrima al guardia por la avenida engravillada, bajo la familiar sombra de los sauces. Había más municipales en la puerta, y un grupo de caballeros conversaba en el recibidor, al pie de la amplia escalera adornada con jarrones y estatuas de mármol.

—Sírvase esperar un momento.

El cabo se acercó al grupo y cambió, en voz baja, unas respetuosas palabras con un caballero bajito y pulcro, de erizados bigotes teñidos de negro y peluquín sobre la calva. El personaje vestía con afectación algo vulgar y usaba quevedos con cristales azules, sujetos por un cordón a la solapa de la levita, en cuyo ojal lucía una cruz a algún tipo de mérito civil. Tras escuchar al guardia, volvióse a mirar al recién llegado, murmuró unas palabras a sus acompañantes y vino al encuentro de don Jaime. Sus ojos, astutos y acuosos, brillaban tras los espejuelos.

—Soy el jefe superior de policía, Jenaro Campillo. ¿A quién tengo el honor?

—Jaime Astarloa, maestro de armas. Don Luis y yo solemos…

Lo interrumpió el otro con un gesto.

—Estoy al corriente —lo observó con fijeza, como si estuviese calibrando a su interlocutor. Después detuvo la mirada en el estuche que don Jaime sostenía bajo el brazo y lo señaló con gesto inquisitivo—. ¿Son sus instrumentos?

Asintió el maestro de esgrima.

—Son mis floretes. Ya le he dicho que don Luis y yo… Quiero decir que cada mañana suelo presentarme aquí —Jaime Astarloa se interrumpió, mirando al policía con estupor. Absurdamente, cayó en la cuenta de que era en ese momento, y no antes, cuando tomaba conciencia real de lo que allí había podido ocurrir, como si su mente se hubiera bloqueado hasta entonces, negándose a asumir lo que resultaba evidente—. ¿Qué le ha pasado al señor marqués?

El otro lo miró pensativo; parecía evaluar la sinceridad de las emociones que se dibujaban en la aturdida actitud del maestro de armas. Al cabo de un momento emitió una tosecita, metió la mano en el bolsillo y sacó un cigarro habano.

—Mucho me temo, señor Astarloa… —dijo con parsimonia, al tiempo que agujereaba un extremo del cigarro con un palillo—. Mucho me temo que el marqués de los Alumbres no esté hoy en condiciones de practicar esgrima. Desde un punto de vista forense, yo diría que no anda bien de salud.

Hizo un gesto con la mano mientras hablaba, invitando a don Jaime a acompañarlo a una de las habitaciones. Contuvo éste el aliento al entrar en una pequeña salita, que conocía a la perfección por haberla visitado casi a diario en los últimos dos años: se trataba de la antesala de la galería en que solía practicar con el marqués. En el umbral que comunicaba ambas estancias había un cuerpo inmóvil, tendido sobre el parquet y cubierto por una manta. Un largo reguero de sangre salía de ésta para bifurcarse en el centro de la habitación. Allí, el rastro tomaba dos direcciones, desembocando en sendos charcos de sangre coagulada.

Jaime Astarloa dejó caer el estuche de los floretes sobre un sillón y se apoyó en el respaldo; su expresión era de absoluto desconcierto. Miró a su acompañante como exigiéndole explicaciones por lo que parecía una broma pesada, pero el policía se limitó a encoger los hombros mientras encendía un fósforo y daba largas chupadas al cigarro, sin dejar de observar sus reacciones.

—¿Está muerto? —preguntó don Jaime. La cuestión era tan estúpida que el otro enarcó una ceja con ironía.

—Completamente.

El maestro de esgrima tragó saliva.

—¿Suicidio?

—Compruébelo usted mismo. La verdad es que me gustaría escuchar su opinión al respecto.

Jenaro Campillo exhaló una bocanada de humo y se inclinó sobre el cadáver para descubrirlo hasta la cintura, echándose después atrás a fin de observar el efecto que la escena producía en Jaime Astarloa. Luis de Ayala conservaba la expresión con que lo había sorprendido la muerte: estaba boca arriba, la pierna derecha doblada en ángulo bajo la izquierda; los ojos semiabiertos tenían un tono opaco y el labio inferior parecía descolgado, impresa en la boca lo que sin duda había sido postrera mueca de agonía. Se hallaba en camisa, con la corbata deshecha. En el lado derecho del cuello tenía un orificio redondo y perfecto, que salía por la nuca. De allí se había escapado el reguero de sangre que cruzaba el suelo de la habitación.

Sintiéndose como en una pesadilla de la que esperaba despertar de un momento a otro, Jaime Astarloa contempló el cadáver, incapaz de hilvanar un sólo pensamiento coherente. La habitación, el cuerpo rígido, las manchas de sangre, todo daba vueltas a su alrededor. Sintió que las piernas le flaqueaban y aspiró profundamente el aire, sin atreverse a soltar el respaldo del sillón sobre el que se apoyaba. Después, cuando por fin impuso disciplina a su organismo y logró ordenar los pensamientos, la realidad de lo que allí había ocurrido llegó hasta él de forma súbita y dolorosa, como si le hubiesen asestado un golpe en mitad del alma. Miró a su acompañante con ojos espantados; frunció éste el ceño, devolviéndole la mirada con un leve gesto de asentimiento; parecía adivinar lo que don Jaime pensaba, animándolo a expresarlo. Entonces el maestro de esgrima se inclinó sobre el cadáver y alargó una mano hacia la herida como si pretendiese tocarla con los dedos; pero la detuvo a pocas pulgadas de ésta. Cuando se incorporó, tenía el rostro desencajado y los ojos desmesuradamente abiertos, porque acababa de toparse con el horror desnudo. Su mirada experta no podía engañarse ante una herida como aquella. A Luis de Ayala lo habían matado con un florete, de una sola y limpia estocada en la yugular: la estocada de los doscientos escudos.

—Sería muy útil para mí, señor Astarloa, saber cuándo vio usted al marqués de los Alumbres por última vez.

Estaban sentados en una sala contigua a la del cadáver, rodeados de tapices flamencos y hermosos espejos venecianos con molduras doradas. El maestro de esgrima parecía haber envejecido diez años: se inclinaba hacia adelante hasta apoyar los codos en las rodillas, con el rostro entre las manos. Sus ojos grises contemplaban obstinadamente el suelo, fijos e inexpresivos. Las palabras del jefe de policía le llegaban lejanas, entre las brumas de un mal sueño.

—El viernes por la mañana —hasta el sonido de su propia voz le resultaba extraño a Jaime Astarloa—. Nos despedimos poco después de las once, al terminar la sesión de esgrima…

Jenaro Campillo contempló unos instantes la ceniza del habano, como si en aquel momento valorase más la correcta combustión de éste que el penoso asunto que los ocupaba.

—¿Detectó usted algún indicio? ¿Algo que permitiese predecir tan funesto desenlace?

—En absoluto. Todo transcurrió con normalidad, y nos despedimos como cada día.

La ceniza estaba a punto de caer. Sosteniendo cuidadosamente el habano entre los dedos, el jefe de policía miró a su alrededor en busca de un cenicero, sin encontrarlo. Entonces dirigió una mirada furtiva hacia la puerta de la habitación donde yacía el cadáver, y optó por dejar caer disimuladamente la ceniza sobre la alfombra.

—Usted visitaba con frecuencia al, ejem, finado. ¿Tiene alguna idea sobre el móvil del asesinato?

Se encogió de hombros don Jaime.

—No sé. Quizás el robo…

Su interlocutor hizo un gesto negativo mientras daba una profunda chupada al cigarro.

—Ya han sido interrogados los dos criados de la casa, el cochero, la cocinera y el jardinero. En una primera inspección ocular no se ha echado en falta ningún objeto de valor —el policía hizo aquí una pausa, mientras Jaime Astarloa, poco interesado por sus palabras, intentaba ordenar sus propias ideas. Tenía la íntima certeza de poseer algunas claves del misterio; la cuestión era confiarlas a aquel hombre o, antes de dar semejante paso, atar algunos cabos que permanecían sueltos.

—¿Me escucha usted, señor Astarloa?

Se sobresaltó el maestro de esgrima, ruborizándose como si el jefe de policía hubiera penetrado sus pensamientos.

—Naturalmente —respondió con cierta precipitación—. Eso descarta, entonces, el robo como móvil del crimen…

El otro hizo un gesto de cautela mientras introducía el índice bajo el peluquín para rascarse disimuladamente sobre la oreja izquierda.

—En parte, señor Astarloa. Sólo en parte. Al menos, en lo que se refiere a un latrocinio convencional —precisó—. La inspección ocular… ¿Sabe a qué me refiero?

—Supongo que es una inspección que se hace con los ojos.

—Muy gracioso, de verdad —Jenaro Campillo lo miró con resentimiento—. Celebro comprobar que conserva su sentido del humor. La gente muere asesinada y usted hace chistes.

—También usted los hace.

—Sí, pero yo soy la autoridad competente.

Se miraron unos instantes en silencio.

—La inspección ocular —continuó por fin el policía— confirma que una persona, o personas desconocidas, entraron durante la noche en el gabinete privado del marqués y pasaron un rato violentando las cerraduras y revolviendo cajones. También abrieron, esta vez con llave, el cofre de seguridad. Una caja muy buena, por cierto, de Bossom e Hijo, Londres… ¿No va a preguntarme usted si se llevaron algo?

—Creí que las preguntas las hacía usted.

—Es la costumbre, pero no la regla.

—¿Se llevaron algo?

Sonrió misteriosamente el jefe de policía, como si su interlocutor acabase de poner el dedo en la llaga.

—Eso es lo curioso. El asesino, o asesinos, resistieron estoicamente la tentación de llevarse cierta apetecible cantidad de dinero y joyas que allí había. Extraños criminales, convendrá conmigo. ¿No es cierto?… —le dio una larga chupada al puro antes de exhalar el humo, satisfecho del aroma y de su propio razonamiento—. En resumidas cuentas, resulta imposible averiguar si se llevaron algo, puesto que ignoramos lo que se guardaba allí. Ni siquiera tenemos la certeza de que hallasen lo que buscaban.

Se estremeció interiormente don Jaime, procurando no hacer visible su emoción. Él sí tenía sobrados motivos para pensar que los asesinos no habían dado con lo que buscaban: sin duda cierto sobre lacrado que estaba en su casa, oculto tras una fila de libros… La mente le trabajaba a toda prisa, para encajar en el lugar adecuado cada uno de los dispersos fragmentos de la tragedia. Situaciones, palabras, actitudes que en los últimos tiempos habían ido sucediéndose sin aparente conexión, ajustaban ahora lenta y dolorosamente, con tan atroz evidencia que le hizo sentir una punzada de angustia. Aunque todavía era incapaz de contemplarlo todo en su conjunto, los primeros indicios perfilaban ya el papel que él mismo había desempeñado en el suceso. Tomó conciencia de ello con una aguda sensación de zozobra, humillación y espanto.

El jefe de policía lo estaba mirando, inquisitivo; esperaba la respuesta a una pregunta que don Jaime, absorto en sus pensamientos, no había oído.

—¿Perdón?

Los ojos de su interlocutor, húmedos y saltones como los de un pez en un acuario, lo observaban tras el cristal azul de los quevedos. Asomaba a ellos una especie de amistosa benevolencia, aunque era difícil precisar si ésta respondía a causas naturales o, por el contrario, se trataba de una actitud profesional encaminada a inspirar confianza. Tras una breve consideración, don Jaime decidió que, a pesar de su estrafalario aspecto y sus modales, Jenaro Campillo no tenía nada de tonto.

—Le preguntaba, señor Astarloa, si pudo usted observar en el pasado algún detalle que pueda ayudarme a progresar en la investigación.

—Mucho me temo que no.

—¿De veras?

—No suelo jugar con las palabras, señor Campillo.

Hizo el otro un gesto conciliador.

—¿Puedo hablarle con franqueza, señor Astarloa?

—Se lo ruego.

—Para ser usted una de las personas que más regularmente se relacionaban con el difunto, no está siéndome de mucha utilidad.

—Hay otras personas que también mantenían una relación regular, y acaba de reconocer hace un momento que sus declaraciones han sido inútiles… Ignoro por qué pone tantas esperanzas en mi testimonio.

Campillo contempló el humo del cigarro y sonrió.

—La verdad es que no lo sé —dejó pasar un momento, pensativo—. Quizá porque tiene un aspecto… honorable. Sí, tal vez sea por eso.

Hizo don Jaime un gesto evasivo.

—Sólo soy un maestro de esgrima —respondió, procurando dar a su voz un tono de adecuada indiferencia—. Nuestra relación era exclusivamente profesional; don Luis nunca me hizo el favor de convertirme en su confidente.

—Usted lo vio el pasado viernes. ¿Estaba nervioso, alterado?… ¿Observó en su comportamiento algo poco usual?

—Nada que me llamase la atención.

—¿Y en días anteriores?

—Tal vez, no me fijé. No recuerdo bien. De todas formas, son muchos los que dan prueba de cierto nerviosismo en los tiempos que corren, así que tampoco habría reparado en ello.

—¿Alguna conversación sobre política?

—En mi opinión, don Luis se mantenía al margen. Solía comentar que le gustaba observarla de lejos, a modo de pasatiempo.

Hizo un gesto dubitativo el jefe de policía.

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