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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El maestro de esgrima (8 page)

BOOK: El maestro de esgrima
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Al recibir la noticia, el anciano Montespan sólo murmuró «bien», sin apartar los ojos de los troncos que crepitaban en la chimenea. Murió dos días más tarde sin que su discípulo, que había salido de París para dar tiempo a que se calmasen los ecos del asunto, volviese a verlo con vida.

A su regreso, Jaime Astarloa supo por algunos amigos el fallecimiento de su viejo maestro. Escuchó en silencio, sin gesto de dolor alguno, y salió después a dar un largo paseo por la orilla del Sena. Se detuvo largo rato junto al Louvre, contemplando la sucia corriente que se deslizaba río abajo. Estuvo así, inmóvil, hasta que perdió la noción del tiempo. Ya era de noche cuando pareció volver en sí y emprendió el camino de su casa. A la mañana siguiente supo que, en el testamento, Montespan le había dejado la única fortuna que poseía: sus viejas armas. Compró un ramillete de flores, alquiló una berlina y se hizo llevar al Père Lachaise. Allí, sobre la anónima lápida de piedra gris bajo la que yacía el cuerpo de su maestro, depositó las flores y el florete con el que había matado a Rolandi.

Todo aquello había ocurrido casi treinta años atrás. Jaime Astarloa contempló su imagen en el espejo de la galería de esgrima. Inclinándose, cogió el quinqué y se estudió cuidadosamente el rostro, arruga por arruga. Montespan había muerto a los cincuenta y nueve años, contando sólo tres más de los que él tenía ahora, y el último recuerdo que conservaba de su maestro era la imagen de un anciano acurrucado junto al fuego. Se pasó la mano por el cabello blanco. No se arrepentía de haber vivido; había amado y había matado, jamás emprendió nada que deshonrase el concepto que tenía de sí mismo; atesoraba recuerdos suficientes para justificar su vida, aunque constituyesen éstos el único patrimonio de que disponía… Lamentaba únicamente no tener, como Lucien de Montespan había tenido, alguien a quien legar sus armas cuando muriese. Sin brazo que les diera vida, no serían más que objetos inútiles; terminarían en cualquier parte, en el más oscuro rincón de un tenducho de anticuario, cubiertas de polvo y herrumbre, definitivamente silenciosas; tan muertas como su propietario. Y nadie colocaría un florete sobre su tumba.

Pensó en Adela de Otero y sintió una punzada de angustia. Aquella presencia de mujer había entrado en su vida demasiado tarde. Apenas sería capaz de arrancar algunas palabras de mesurada ternura a sus labios marchitos.

CAPÍTULO TERCERO

Tiempo incierto sobre falso ataque

«
En el tiempo incierto, como en cualquier otro movimiento arriesgado, el que sabe tirar debe prever las intenciones del contrario, estudiando cuidadosamente sus movimientos y conociendo los resultados que éstos puedan tener

Media hora antes contempló por sexta vez su imagen en el espejo, obteniendo una impresión satisfactoria. Pocos de sus conocidos ofrecían semejante aspecto a su edad. De lejos se le habría tomado por un joven, debido a la delgadez y agilidad de movimientos, conservados por el ejercicio continuo de la profesión. Se había rasurado a conciencia con su vieja navaja inglesa de mango de marfil, y recortado más cuidadosamente que de costumbre el fino bigote gris. El pelo blanco, algo rizado en la nuca y las sienes, estaba peinado hacia atrás con sumo esmero; la raya, alta y a la izquierda, era tan impecable como si hubiera sido trazada con ayuda de una regla.

Se encontraba de buen ánimo, ilusionado como un cadete que, estrenando uniforme, acudiese a su primera cita. Lejos de incomodarle aquella casi olvidada sensación, se recreaba en ella, complacido. Cogió su único frasco de agua de colonia y dejó caer unas gotas en las manos, palmeándose después suavemente las mejillas con el discreto aroma. Las arrugas que rodeaban sus ojos grises se acentuaron en una íntima sonrisa.

Por descontado, nada equívoco esperaba de la cita. Jaime Astarloa era demasiado consciente de la situación como para albergar estúpidos ensueños. Sin embargo, no se le escapaba que todo aquello encerraba un especial atractivo. Que por primera vez en su vida tuviese por cliente a una mujer, y que ésta fuese precisamente Adela de Otero, daba a la situación un singular matiz que en su fuero interno calificaba de estético, aunque sin saber muy bien por qué. El hecho de que su nuevo cliente perteneciera al sexo opuesto, era algo que ya tenía asumido; dominada la inicial resistencia, rechazados los prejuicios hasta un rincón en el que apenas se les oía protestar débilmente, su lugar era ocupado ahora por la grata sensación de que algo nuevo estaba ocurriendo en su hasta entonces monótona existencia. Y el maestro de esgrima se abandonaba, complacido, a lo que se le antojaba un otoñal e inofensivo escarceo, un sutil juego de sentimientos recién recobrados, en donde él sería único protagonista consciente.

A las cinco menos cuarto hizo una última inspección de la casa. En el estudio que servía de salón recibidor todo se hallaba en orden. La portera, que limpiaba las habitaciones tres veces por semana, había bruñido cuidadosamente los espejos de la galería de esgrima, donde las pesadas cortinas y los postigos entornados creaban un grato ambiente de dorada penumbra. A las cinco menos diez se miró por última vez en un espejo y rectificó con un par de apresurados toques lo que le pareció algún descuido en su indumentaria. Vestía como de costumbre cuando trabajaba en casa: camisa, calzón ceñido de esgrima, medias y escarpines de piel muy flexible; todo ello de inmaculada blancura. Para la ocasión se había puesto una casaca azul oscura de paño inglés, pasada de moda y algo gastada por el uso, pero cómoda y ligera, que él sabía le daba un aire de negligente elegancia. En torno al cuello se cruzó un fino pañuelo de seda blanca.

Cuando el pequeño reloj de pared estaba a punto de dar las cinco campanadas, fue a sentarse en el sofá del estudio, cruzó las piernas y abrió distraídamente un libro que había sobre la mesita contigua, una ajada edición en cuarto del
Memorial de Santa Helena
. Pasó dos o tres páginas sin prestar atención a lo que leía y miró las manecillas del reloj: las cinco y siete minutos. Divagó unos instantes sobre la impuntualidad femenina y después lo asaltó el temor de que ella se hubiera vuelto atrás. Empezaba a inquietarse cuando llamaron a la puerta.

Los ojos violeta lo miraban con irónica animación.

—Buenas tardes, maestro.

—Buenas tardes, señora de Otero.

Ella se volvió hacia la doncella que aguardaba en el descansillo de la escalera. Don Jaime reconoció a la chica morena que le había abierto la puerta en el piso de la calle Riaño.

—Está bien, Lucia. Pasa a buscarme dentro de una hora.

La sirvienta entregó a su ama un pequeño bolso de viaje y, tras hacer una inclinación, bajó a la calle. Adela de Otero se quitó el largo alfiler con que sujetaba el sombrero y puso éste y la sombrilla en las manos solícitas de don Jaime. Después anduvo unos pasos por el estudio, deteniéndose como la otra vez ante el retrato de la pared.

—Era un hombre guapo —repitió, como el día anterior.

El maestro de esgrima había cavilado mucho sobre el recibimiento que debía dispensar a la dama, inclinándose finalmente por una actitud estrictamente profesional. Carraspeó, dando a entender que Adela de Otero no estaba allí para glosar las facciones de sus antepasados, y con un gesto que procuró fuese frío y cortés a un tiempo la invitó a pasar a la galería sin más dilación. Ella lo miró un instante con divertida sorpresa y después movió lenta y afirmativamente la cabeza, como alumna obediente. La pequeña cicatriz en la comisura derecha mantenía en su boca aquella enigmática sonrisa que tanto inquietaba a don Jaime.

Llegados a la galería, descorrió el maestro una de las cortinas para dejar entrar la luz que llegó a raudales, multiplicada por los grandes espejos. Los rayos de sol incidieron sobre la joven, enmarcándola a contraluz en un halo dorado. Ella miró a su alrededor, visiblemente complacida por el ambiente de aquella estancia, mientras sobre la muselina de su vestido centelleaba una piedra de color violeta. Pensó el maestro que Adela de Otero siempre llevaba algo que hiciera juego con sus ojos, a los que sabía sacar indudable partido.

—Es fascinante —dijo ella, con genuina admiración. Don Jaime miró a su vez los espejos, las viejas espadas y el suelo de tarima, y se encogió de hombros.

—Sólo es una galería de esgrima —protestó, ocultamente halagado.

Ella negó con la cabeza; contemplaba su propia imagen en los espejos.

—No, es algo más. Con esta luz y las antiguas panoplias en las paredes, esas viejas cortinas y todo lo demás —sus ojos se detuvieron demasiado tiempo en los del maestro de armas, que desvió la mirada con cierto pudor—. Debe de ser un placer trabajar aquí, don Jaime. Todo es tan…

—¿Prehistórico?

Ella frunció los labios, sin apreciar la broma.

—No se trata de eso —su voz levemente ronca buscaba el término apropiado—. Quiero decir que es… Decadente —repitió la palabra como si le produjese un especial placer—. Decadente en el sentido bello del término, como una flor que se marchita en un vaso; como un buen grabado antiguo. Cuando lo conocí a usted, pensé que su casa tenía que ser algo así.

Jaime Astarloa movió los pies, inquieto. La proximidad de la joven, su aplomo que casi rozaba el descaro, aquella vitalidad que parecía desprenderse de su atractiva figura, producían en él una turbación extraña. Decidió no dejarse arrastrar por el hechizo, así que quiso situar la conversación en el tema que los ocupaba. Para lograrlo manifestó en voz alta la esperanza de que ella hubiese llevado ropa apropiada. Adela de Otero lo tranquilizó mostrándole su pequeño bolso de viaje.

—¿Dónde puedo cambiarme?

Don Jaime creyó descubrir un escondido matiz de provocación en su voz; pero descartó el pensamiento, molesto consigo mismo. Tal vez empezaba a sentirse atraído en exceso por el juego, se dijo, disponiéndose mentalmente a rechazar con el máximo rigor cualquier indicio de senil desvarío por su parte. Con absoluta gravedad le indicó a la joven la puerta de una pequeña habitación apropiada para tal menester, mientras se mostraba repentinamente muy interesado en comprobar la solidez sospechosa de una de las tablas que formaban la tarima del suelo. Cuando ella pasó por su lado camino del vestidor, la miró de soslayo y creyó percibir una tenue sonrisa, obligándose de inmediato a pensar que se trataba tan sólo de la pequeña cicatriz, que tan engañoso gesto imprimía en su boca. Ella entornó la puerta tras de sí, dejándola entreabierta apenas dos pulgadas. Don Jaime tragó saliva, intentando mantener su mente en blanco. La pequeña rendija atraía como un imán su mirada. Mantuvo los ojos clavados en la punta de los zapatos, luchando contra aquel turbio magnetismo. Escuchó crujir de enaguas, y durante un segundo cruzó por su mente la imagen de una piel morena en la cálida penumbra. Alejó de inmediato aquella visión, sintiéndose despreciable.

«¡Por el amor de Dios! —su pensamiento brotó en forma de súplica, aunque no estaba muy seguro de ante quién la formulaba—. ¡Se trata de una dama!»

Entonces dio dos pasos hacia una de las ventanas, levantó el rostro y logró llenarse la mente de sol.

Adela de Otero había cambiado su vestido de muselina por una falda de amazona color castaño, ligera y sin adorno alguno, lo bastante corta para no estorbar los movimientos del pie y suficientemente larga para que sólo unas pulgadas de tobillo, cubiertas por medias blancas, quedasen al descubierto. Se había calzado unos escarpines de esgrima, sin tacón, que daban a sus movimientos la gracia que sólo era posible encontrar en los pasos de una bailarina de
ballet
. Completaba su indumentaria una blusa blanca de hilo, cerrada por detrás hasta el cuello redondo sin encajes, lo bastante ceñida al busto para poner de relieve sus formas, que al viejo profesor se le antojaron de inquietante morbidez. Al caminar, el calzado bajo imprimía en su cuerpo una suave cadencia de belleza animal, aunando cierta masculinidad que don Jaime ya había percibido en ella con una ligereza de movimientos flexible y firme al mismo tiempo. Sin zapatos de tacón, pensó el maestro de armas, aquella joven se movía como una gata.

Los ojos violeta lo miraron con atención, acechando el efecto. Don Jaime procuró mantenerse impenetrable.

—¿Cuál es su florete preferido? —preguntó entornando los párpados, deslumbrado por la luz que parecía abrazarla voluptuosamente—. ¿Francés, español o italiano?

—Francés. Me gusta sentir libertad en los dedos.

El maestro rindió un leve homenaje con satisfecha inclinación de cabeza. También prefería el florete de tipo francés, desprovisto de gavilanes, con la empuñadura libre hasta la guarnición. Se acercó a una de las panoplias de la pared y estudió pensativo las armas allí dispuestas. Calculando la altura de la joven y la longitud de sus brazos, escogió el florete apropiado, una excelente pieza con hoja de Toledo, flexible como un junco. Adela de Otero recibió el arma, contemplándola con suma atención; cerró la mano derecha en torno a la empuñadura, sopesó apreciativamente el florete y después, volviéndose hacia la pared, probó contra ella la hoja, presionándola para que se curvase hasta que la punta quedó a unas veinte pulgadas de la guarnición. Complacida por la calidad del acero, miró a don Jaime; sus dedos acariciaban el metal bien templado con la inequívoca admiración de quien sabía reconocer la calidad de una pieza como aquella.

Jaime Astarloa le ofreció un peto acolchado y, solícito, ayudó a la joven a enfundarse la prenda protectora, sujetándole los corchetes a la espalda. Al hacerlo, rozó involuntariamente con la punta de los dedos la fina tela de la blusa, mientras llegaba hasta él un suave perfume de agua de rosas. Concluyó su tarea con cierta precipitación, turbado por la proximidad de aquel hermoso cuello que se inclinaba hacia adelante, cuya epidermis mate se ofrecía con tibia desnudez bajo el cabello recogido por el pasador de nácar. Al enganchar el último corchete, el maestro de esgrima comprobó con desolación que sus dedos temblaban; para disimularlo, ocupó inmediatamente las manos en desabrocharse los botones de la casaca, e hizo un comentario banal sobre la utilidad del peto en los asaltos. Adela de Otero, que se estaba poniendo los guantes de piel, le dirigió una mirada de extrañeza por aquel acceso de gratuita locuacidad.

—¿Nunca usa usted peto, maestro?

Jaime Astarloa torció el bigote con una sonrisa tolerante.

—A veces —respondió; y quitándose la casaca y el pañuelo, fue hasta la panoplia y cogió un florete francés con empuñadura de sección cuadrada, ligeramente inclinada en cuarta. Con él bajo el brazo fue a situarse frente a la joven que aguardaba sobre la tarima, erguida y con la punta de su arma apoyada en el suelo, junto a los pies que había colocado en ángulo recto, el talón del derecho frente al tobillo del izquierdo, en posición impecable, dispuesta a ponerse en guardia. Don Jaime la estudió unos instantes sin ver, muy a su pesar, la menor incorrección en su porte. Así que hizo un gesto de aprobación, se puso los guantes y señaló las caretas protectoras que había alineadas sobre un estante. Ella movió la cabeza con desdén.

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