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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El maestro de esgrima (11 page)

BOOK: El maestro de esgrima
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Al llegar frente a Palacio, el maestro de esgrima observó a los alabarderos que montaban guardia, y fue a acodarse en la balaustrada que daba sobre los jardines. La Casa de Campo era una gran mancha oscura, en cuyo horizonte la noche comprimía la última débil línea de claridad azulada. Aquí y allá, como don Jaime, algunos paseantes permanecían inmóviles, contemplando el último estertor del día que se apagaba en aquel instante con plácida mansedumbre.

Sin saber exactamente por qué, el maestro de esgrima se sentía derivar hacia la melancolía. Por su carácter, más inclinado a recrearse en el pasado que a considerar el presente, al viejo profesor le gustaba acariciar a solas sus particulares nostalgias; pero esto solía ocurrir sin estridencias, de un modo que no le causaba amargura alguna sino que, por el contrario, lo instalaba en un estado de placentera ensoñación que podría definirse como agridulce. Se recreaba en ello de forma consciente, y cuando por azar resolvía dar forma concreta a sus divagaciones, solía resumirlas como su escaso equipaje personal, la única riqueza que había sido capaz de atesorar en su vida, que bajaría con él a la tumba, extinguiéndose a la par que su espíritu. Se encerraba en ella todo un universo, una vida de sensaciones y recuerdos cuidadosamente conservados. Sobre aquello fiaba Jaime Astarloa para conservar lo que él definía como serenidad: la paz del alma, el único atisbo de sabiduría a que la imperfección humana podía aspirar. La vida entera ante sus ojos, mansa, ancha y ya definitiva; tan poco sujeta a incertidumbres como un río en el curso final hacia su desembocadura. Y, sin embargo, había bastado la aparición casual de unos ojos violeta para que la fragilidad de aquella paz interior se manifestara en toda su inquietante naturaleza.

Quedaba por averiguar si podía paliarse el desastre considerando que, al fin y al cabo, lejos su espíritu de pasiones que en otro tiempo se habrían manifestado en el acto, sólo encontraba ahora en su interior una sensación de ternura otoñal, velada de suave tristeza. «¿Eso es todo?»… se preguntaba a medio camino entre el alivio y la decepción mientras, apoyado en la balaustrada, se recreaba con el espectáculo de las sombras que triunfaban en el horizonte. «¿Eso es todo cuanto puedo ya esperar de mis sentimientos?»… Sonrió pensando en sí mismo, en su propia imagen, en su vigor ya en declive; en su espíritu, que aunque también viejo y cansado, de tal forma se rebelaba contra la indolencia impuesta por la lenta degeneración de su organismo. Y en aquella sensación que lo embargaba, tentándolo con su dulce riesgo, el maestro de esgrima supo reconocer el débil canto del cisne, proferido, a modo de postrera y patética rebeldía, por su espíritu todavía orgulloso.

CAPÍTULO CUARTO

Estocada corta

«
La estocada corta en extensión, normalmente expone al que la ejecuta sin tino ni prudencia. Por otra parte, nunca debe hacerse la extensión en terreno embarazado, desigual o resbaladizo

Entre calores y rumores, los días transcurrían lentamente. Don Juan Prim anudaba lazos de conspiración a orillas del Támesis mientras largas cuerdas de presos serpenteaban a través de campos calcinados por el sol, camino de los presidios de África. A Jaime Astarloa todo aquello le traía sin cuidado, pero resultaba imposible sustraerse a los efectos. Había revuelo en la tertulia del Progreso. Agapito Cárceles blandía como una bandera un ejemplar de
La Nueva Iberia
con fecha atrasada. En un sonado editorial, bajo el título «La última palabra», se revelaban ciertos acuerdos secretos establecidos en Bayona entre los exiliados partidos de izquierda y la Unión Liberal con vistas a la destrucción del régimen monárquico y la elección por sufragio universal de una Asamblea Constituyente. El asunto databa de tiempo atrás, pero
La Nueva Iberia
había hecho saltar la liebre. Todo Madrid hablaba de ello.

—Más vale tarde que nunca —aseguraba Cárceles, agitando provocador el periódico ante el enfurruñado bigote de don Lucas Rioseco—. ¿Quién decía que ese pacto era contra natura? ¿Quién? —puñetazo exultarte sobre el papel impreso, ya bastante manoseado por los contertulios—. Los obstáculos tradicionales tienen los días contados, caballeros. La
Niña
, a la vuelta de la esquina.

—¡Nunca! ¡Revolución, nunca! ¡Y república mucho menos! —a pesar de su indignación, a don Lucas se le veía algo apabullado por las circunstancias—. Como mucho, y digo como mucho, don Agapito, Prim tendrá prevista una solución de recambio para mantener la monarquía. El de Reus jamás daría vía libre al marasmo revolucionario. ¡Jamás! A fin de cuentas es un soldado. Y todo soldado es un patriota. Y como todo patriota es monárquico, pues…

—¡No tolero insultos! —bramó Cárceles, exaltado—. Exijo que se retracte, señor Rioseco.

Don Lucas, cogido de través, miró a su antagonista con visible desconcierto.

—Yo no lo he insultado, señor Cárceles.

Congestionado por la ira, el periodista puso al cielo y a los contertulios por testigos:

—¡Dice que no me ha insultado! ¡Dice que no me ha insultado, cuando todos ustedes han oído perfectamente a este caballero asegurar, de forma gratuita e inoportuna, que yo soy monárquico!

—Yo no he dicho que usted…

—¡Niéguelo ahora! ¡Niéguelo usted, don Lucas, que se dice hombre de honor! ¡Niéguelo, ante el juicio de la Historia que lo contempla!

—Me digo y soy hombre de honor, don Agapito. Y el juicio de la Historia me importa un rábano. Además, no viene al caso… ¡Diantre!, tiene usted la virtud de hacer que pierda el hilo. ¿De qué diablos estaba hablando?

El dedo acusador de Cárceles apuntó al tercer botón del chaleco de su interlocutor.

—Usted, señor mío. Usted acaba de afirmar que todo patriota es monárquico. ¿Es cierto o no lo es?

—Es cierto.

Cárceles soltó una carcajada sarcástica, de acusador público a punto de enviar al reo convicto y confeso al garrote vil.

—¿Acaso soy yo monárquico? ¿Acaso soy yo monárquico, señores?

Todos los presentes, incluido Jaime Astarloa, se apresuraron a declarar que ni por asomo. Triunfante, Cárceles se volvió hacia don Lucas:

—¡Ya lo ve!

—¿Qué es lo que tengo que ver?

—Yo no soy monárquico, y sin embargo, soy un patriota. Usted me ha insultado, y exijo una satisfacción.

—¡Usted no es un patriota ni harto de vino, don Agapito!

—¿Que yo…?

En este punto fue precisa la ritual intervención del resto de la tertulia para evitar que Cárceles y don Lucas llegaran a las manos. Serenados los ánimos, volvió la conversación general a discurrir por las cábalas políticas que se hacían sobre una eventual sucesión para Isabel II.

—Quizás el duque de Montpensier —apuntó Antonio Carreño a media voz—. Aunque aseguran que Napoleón III le tiene puesto el veto.

—Sin descartar —puntualizó don Lucas, ajustándose el monóculo caído durante la reciente refriega— la posible abdicación en el infante don Alfonso…

Aquí volvió a saltar Cárceles como si le hubiesen mentado a la madre:

—¿El Puigmoltejo? Usted sueña, señor Rioseco. No más Borbones. Se acabó.
Sic transit gloria borbónica
y otros latines que me callo. Bastante hemos tenido ya que sufrir los españoles con el abuelo y con la mamá. Sobre el padre no me pronuncio por falta de pruebas.

Terció Antonio Carreño con sensatez de funcionario técnico, detalle que lo ponía a salvo de quedar cesante fueran por donde fuesen los tiros.

—Tendrá que reconocer, don Lucas, que las gotas han colmado el vaso de la paciencia española. Algunas de las crisis palatinas organizadas por Isabelita responden a motivos que sonrojarían al más pintado.

—¡Calumnias!

—Bueno, calumnias o lo que sean, en las logias consideramos que se han rebasado los límites de lo tolerable…

Don Lucas, congestionado el rostro de fervor monárquico, se defendía en las últimas trincheras bajo el ojo guasón de Cárceles. Volvióse hacia Jaime Astarloa, en angustiosa demanda de auxilio.

—¿Usted los oye, don Jaime?… Diga algo, por Dios. Usted es hombre razonable.

El aludido se encogió de hombros mientras removía apaciblemente el café con la cucharilla.

—Lo mío es la esgrima, don Lucas.

—¿Esgrima? ¿Quién piensa en esgrima estando en peligro la monarquía?

Marcelino Romero, el profesor de música, se apiadó del acosado don Lucas. Dejando de masticar su media tostada, hizo una candorosa observación sobre el casticismo y simpatía que, eso nadie podía negarlo, tenía la reina. Sonó la risita sardónica de Carreño mientras Agapito Cárceles cerraba sobre el pianista con clamorosa indignación:

—¡Con casticismo no se gobiernan reinos, señor mío! —espetó—. Para eso es preciso tener patriotismo —mirada de soslayo a don Lucas— y vergüenza.

—Vergüenza torera —remachó Carreño, frívolo.

Don Lucas golpeó el suelo con el bastón, impaciente ante tanto desafuero.

—¡Qué fácil es condenar! —exclamó moviendo tristemente la cabeza—. ¡Qué fácil hacer leña del pobre árbol que se tambalea! Y precisamente usted, don Agapito, que fue cura…

—¡Alto ahí! —interrumpió el periodista—. ¡Eso dígalo en pretérito pluscuamperfecto!

—Lo fue, lo fue aunque le pese —insistió don Lucas, encantado de haber tocado un punto que fastidiaba a su contertulio.

Cárceles se llevó una mano al pecho y puso al cielo raso por testigo.

—¡Reniego de la sotana que vestí en momentos de juvenil obcecación, negro símbolo del oscurantismo!

Asintió gravemente Antonio Carreño, en mudo homenaje a tal alarde retórico. Don Lucas seguía a lo suyo:

—Usted que fue cura, don Agapito, debe saber mejor que nadie una cosa: la caridad es la más excelsa de las virtudes cristianas. Hay que ser generoso y tener caridad cuando se enjuicia la figura histórica de nuestra soberana.


Su
soberana de usted, don Lucas.

—Llámela como quiera.

—La llamo de todo: caprichosa, voluble, supersticiosa, inculta y otras cosas que me callo.

—No estoy dispuesto a tolerar sus impertinencias.

Los contertulios se vieron de nuevo en la obligación de pedir calma. Ni don Lucas ni Agapito Cárceles eran capaces de matar una mosca, pero todo aquello formaba parte de la liturgia repetida cada tarde.

—Hemos de tener en cuenta —don Lucas se retorcía las guías del bigote, procurando no darse por enterado de la mirada socarrona que le dirigía Cárceles— el desgraciado matrimonio de nuestra soberana, a espaldas de todo atractivo físico, con don Francisco de Asís… Las desavenencias conyugales, que son del dominio público, facilitaron la actuación de camarillas cortesanas y políticos sin escrúpulos, favoritos y mangantes. Ésos, y no la pobre Señora, son los responsables de la triste situación que hoy vivimos.

Cárceles ya se había contenido demasiado tiempo:

—¡Vaya a contarle eso a los patriotas presos en África, a los deportados a Canarias o Filipinas, a los emigrados que pululan por Europa! —el periodista estrujaba
La Nueva Iberia
entre las manos, embargado de ira revolucionaria—. El actual Gobierno de Su Majestad Cristianísima está haciendo buenos a los anteriores, lo que ya es decir bastante. ¿Es que no ve usted el panorama?… Hasta politicastros y espadones que no tienen una gota de sangre demócrata en sus venas han sido desterrados por el mero hecho de ser sospechosos, o de dudosa adhesión a la infame política de González Bravo. Pase revista, don Lucas. Pase revista: desde Prim a Olózaga, pasando por Cristino Martos y los demás. Ya ve que incluso la Unión Liberal, como acabamos de leer, pasó por el trágala en cuanto el viejo O’Donnell se fue a criar malvas. La causa de Isabel ya no tiene otro apoyo que las divididas y ruinosas fuerzas moderadas, que se tiran los trastos a la cabeza porque el poder se les escapa de las manos y ya no saben a qué santo encomendarse… Su monarquía de usted hace agua y aguas, don Lucas. Aguas menores… y mayores.

—La verdad es que Prim está al caer —susurró confidencialmente Antonio Carreño, en un rasgo de originalidad que fue acogido con guasa por sus contertulios. Cárceles cambió la dirección de su implacable artillería.

—Prim, como hace poco apuntaba nuestro amigo don Lucas, es un militar. Un
miles
más o menos
gloriosus
, pero
miles
al fin y al cabo. No me fío un pelo.

—El conde de Reus es un liberal —protestó Carreño.

Cárceles dio un puñetazo sobre el velador de mármol, estando a punto de derramar el café de las tazas.

—¿Liberal? Permita que me ría, don Antonio. ¡Prim un liberal!… Cualquier auténtico demócrata, cualquier patriota probado como el que suscribe, debe desconfiar por principio de lo que un militar tenga en la cabeza, y Prim no es una excepción ¿Olvidan ustedes su pasado autoritario? ¿Sus ambiciones políticas?… En el fondo, por mucho que las circunstancias lo obliguen a conspirar entre nieblas británicas, cualquier general necesita tener a mano un rey de la baraja para seguir jugando a ser el caballo de espadas… A ver, señores. ¿Cuántos pronunciamientos hemos tenido en lo que va de siglo? ¿Y cuántos han sido para proclamar la república?… Ya lo ven. Nadie le regala graciosamente al pueblo lo que sólo el pueblo es capaz de exigir y conquistar. Caballeros, a mí Prim me da mala espina. Seguro de que, en cuanto llegue, se nos saca un rey de la manga. Ya lo dijo el gran Virgilio:
Timeo Danaos et dona ferentis
.

Se oyó bullicio en la calle Montera. Un grupo de transeúntes se agolpaba al otro lado de la ventana, señalando hacia la Puerta del Sol.

—¿Qué pasa? —preguntó ávidamente Cárceles, olvidándose de Prim. Carreño se había acercado a la puerta. Ajeno a las conmociones políticas, el gato dormitaba en su rincón.

—¡Parece que hay jarana, señores! —informó Carreño—. ¡Habrá que echar un vistazo!

Salieron los contertulios a la calle. Grupos de curiosos se congregaban en la Puerta del Sol. Se veía movimiento de carruajes y guardias que invitaban a los desocupados a tomar otro camino. Varias mujeres subían calle arriba con apresurado sofoco, echando temerosas miradas por encima del hombro. Jaime Astarloa se acercó a un guardia.

—¿Ha ocurrido alguna desgracia?

El guinda se encogió de hombros; saltaba a la vista que los acontecimientos rebasaban su capacidad de análisis.

—No lo veo muy claro, caballero —dijo con visible embarazo, tocándose con los dedos la visera al comprobar el distinguido aspecto de quien lo interpelaba—. Parece que han detenido a media docena de generales… Dicen que los llevan a la prisión militar de San Francisco.

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