Read El maestro de esgrima Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
—¿Pasatiempo? Hum, ya veo… Sin embargo, como usted no ignora, el finado marqués ocupó una importante secretaría en Gobernación. Nombrado por el ministro; claro, su tío materno don Joaquín Vallespín, que en paz descanse —Campillo sonrió con sarcasmo, dando a entender que tenía ideas propias sobre el nepotismo de la aristocracia española—. De eso hace tiempo, pero son cosas que suelen crear enemigos… Fíjese en mi caso, si no. Siendo ministro, Vallespín me tuvo bloqueado seis meses el ascenso a comisario… —chasqueó la lengua, evocador—. ¡Las vueltas que da la vida!
—Es posible. Pero no creo ser la persona indicada para ilustrarle sobre el tema.
Campillo había terminado con el habano y sostenía la colilla entre los dedos, sin saber dónde dejarla.
—Hay otro ángulo, más frívolo quizás, desde el que puede considerarse el asunto —optó por arrojar el resto del cigarro en un jarrón de porcelana china—. El marqués era bastante proclive a las faldas… Ya sabe a qué me refiero. Tal vez algún marido celoso… Usted me entiende. Honor mancillado y tal.
Parpadeó el maestro de esgrima. Aquella salida le parecía de pésimo gusto.
—Me temo, señor Campillo, que tampoco en ese particular puedo serle útil. Sólo diré que, en mi consideración, don Luis de Ayala era todo un caballero —miró los ojos acuosos y levantó después la vista hacia el peluquín del jefe de policía, algo torcido. Aquello le dio ánimo, hasta el punto de alzar un poco el tono, desafiante—. Por otra parte, en lo que a mí se refiere, doy por sentado que merezco de usted idéntica opinión, y no espero sórdidos chismorreos sobre el particular.
Se disculpó el otro de inmediato, algo incómodo, tocándose disimuladamente el postizo con la punta de los dedos. Por supuesto. Le rogaba que no malinterpretase sus palabras. Sólo se trataba de puro formulismo. Jamás hubiera osado insinuar…
Don Jaime apenas escuchaba. Reñía en su interior una sorda pugna consigo mismo, porque estaba ocultando, a sabiendas, datos valiosos que, tal vez, podrían esclarecer los móviles de la tragedia. Comprendió que intentaba proteger a cierta persona cuya turbadora imagen le había acudido a la mente apenas vio el cadáver en la habitación. ¿Proteger? De ser acertado el curso de sus propias deducciones, más que protección aquello suponía un flagrante encubrimiento; una actitud que no sólo vulneraba la Ley, sino que atentaba frontalmente contra los principios éticos que sustentaban su vida. Sin embargo, no quería precipitarse. Se requería tiempo para analizar la situación.
Campillo lo miraba ahora con fijeza, fruncido ligeramente el ceño, tamborileando con los dedos sobre el brazo del sillón. En ese momento, por primera vez, pensó don Jaime que también él podía ser considerado sospechoso a ojos de las autoridades. En resumidas cuentas, a Luis de Ayala lo habían matado con un florete.
Fue entonces cuando el jefe de policía pronunció las palabras que había estado temiendo durante toda la conversación:
—¿Conoce a una tal Adela de Otero?
El viejo corazón del maestro de esgrima se detuvo un instante y reemprendió alocadamente sus palpitaciones. Tragó saliva antes de contestar.
—Sí —respondió con toda la sangre fría de que era capaz—. Fue cliente de mi galería. Campillo se inclinó hacia él, sumamente interesado.
—Ignoraba eso. ¿Ya no lo es?
—No. Prescindió de mis servicios hace varias semanas.
—¿Cuántas?
—No sé. Cosa de mes y medio.
—¿Por qué?
—Lo ignoro.
El jefe de policía se echó hacia atrás en el sillón y sacó otro cigarro del bolsillo mientras miraba a don Jaime con aire de profunda meditación. Esta vez no agujereó el habano con un palillo, sino que se limitó a morder distraídamente un extremo.
—¿Estaba usted al tanto de su… amistad con el marqués?
El maestro de armas hizo un gesto afirmativo.
—Muy superficialmente —aclaró—. Que yo sepa, su relación se inició después de que ella dejase de asistir a mi galería. No volví… —dudó un momento antes de terminar la frase—. No volví a ver a esa dama.
Campillo encendía el cigarro entre una nube de humo que irritó el olfato de Jaime Astarloa. En la frente del maestro de armas brillaban minúsculas gotas de sudor.
—Hemos interrogado a los sirvientes —dijo el policía al cabo de un rato—. Gracias a ellos sabernos que la señora de Otero visitaba esta casa con asiduidad. Todos coinciden en asegurar que el difunto y ella mantenían relaciones de tipo, ejem, íntimo.
Don Jaime sostuvo la mirada de su interlocutor como si todo aquello no le afectase en lo más mínimo.
—¿Y bien? —preguntó, procurando adoptar un aire distante. Sonrió a medias el jefe de policía, pasándose un dedo por las guías del teñido bigote.
—A las diez de la noche —explicó en tono casi confidencial, como si el cadáver de la habitación vecina pudiera oírlos— el marqués despidió a los criados. Sabemos que acostumbraba a hacerlo cuando esperaba visitas que podríamos definir como… galantes. Los sirvientes se retiraron a su pabellón, que está al otro lado del jardín. No escucharon nada sospechoso; sólo lluvia y truenos. Esta mañana, sobre las siete, al entrar en la casa, encontraron el cadáver de su amo. En el otro extremo de la habitación había un florete con la hoja manchada de sangre. El marqués estaba frío y rígido, llevaba varias horas muerto. Fiambre total.
Se estremeció el maestro de esgrima, incapaz de compartir el macabro humor del jefe de policía.
—¿Conocen la identidad del visitante?
Chasqueó Campillo la lengua con desaliento.
—No. Sólo podemos deducir que entró por una discreta puerta que se abre al otro lado del palacio, en el pequeño callejón sin salida que a menudo usaba el marqués como cochera… Buena cochera, dicho sea de paso: cinco caballos, una berlina, un cupé, un tílburi, un faetón, un cochero inglés… —suspiró melancólicamente, dando a entender que, a su juicio, el difunto marqués no se privaba de nada—. Pero, volviendo al tema que nos ocupa, reconozco que nada hay que nos permita saber si el asesino fue hombre o mujer, una o varias personas. No hay huellas de ningún tipo, a pesar de que llovía a cántaros.
—Una situación difícil, por lo que veo.
—Así es. Difícil e inoportuna. Con la zarabanda política que vivimos estos días, el país al borde de la guerra civil y todo lo demás, me temo que la investigación se presenta laboriosa. El ruido que puede hacer el asesinato de un marqués se convierte en mera anécdota cuando está en juego un trono, ¿no es cierto?… Como ve, el asesino supo escoger el momento apropiado —Campillo soltó una bocanada de humo y miró apreciativamente el cigarro. Observó don Jaime que era de Vuelta Abajo, con la misma vitola que solía fumar Luis de Ayala. Sin duda, en el curso de sus pesquisas, la autoridad competente había tenido ocasión de meter mano en la tabaquera del fallecido—. Pero volvamos a doña Adela de Otero, si no le importa. Ni siquiera sabemos si es señora o señorita… ¿Está usted al corriente?
—No. Siempre la llamé señora, y nunca me corrigió.
—Me dicen que es guapa. Una mujer de bandera.
—Supongo que cierta clase de gente la puede definir así.
El jefe de policía pasó por alto la alusión.
—Ligera de cascos, por lo que veo. Esa historia de la esgrima…
Campillo guiñó un ojo con aire cómplice, y Jaime Astarloa decidió que eso era mucho más de lo que estaba dispuesto a soportar. Se puso en pie.
—Ya le he dicho antes que es muy poco lo que sé sobre esa dama —dijo con sequedad—. De un modo u otro, si tanto interés tiene en ella, puede ir a interrogarla directamente. Vive en el número catorce de la calle Riaño.
El jefe de policía no se movió, y el maestro de esgrima comprendió en el acto que algo no funcionaba como era debido en alguna parte. Campillo lo miraba desde el sillón, con el cigarro entre los dedos. Tras los cristales de las gafas, sus ojos de pez brillaban con maliciosa ironía, como si todo aquello pudiera contemplarse desde un ángulo muy divertido.
—Naturalmente —parecía encantado con la situación, saboreando una broma que hubiera estado reservando para el final—. Por supuesto, usted no tenía por qué saberlo, señor Astarloa. No
podía
saberlo, es cierto… Su ex cliente, doña Adela de Otero, ha desaparecido de su domicilio. ¿No es una curiosa coincidencia?… Matan al marqués y ella se esfuma sin dejar rastro, fíjese. Como si se la hubiera tragado la tierra.
Desenganche forzado
«
Desenganche forzado es aquel con cuyo auxilio el adversario ha logrado la ventaja
»
Terminadas las diligencias oficiales, el jefe de policía acompañó a don Jaime hasta la puerta, dándole cita para el día siguiente en su despacho de Gobernación. «Si los acontecimientos lo permiten», había añadido mientras esbozaba una mueca resignada, en clara alusión a los críticos momentos por los que atravesaba el país. Se alejó sombrío el maestro de esgrima. Experimentaba alivio por dejar atrás el lugar de la tragedia y el desagradable interrogatorio policial, pero al mismo tiempo se enfrentaba a una ingrata evidencia: ahora tendría tiempo para meditar a solas sobre los recientes sucesos, y no lo hacía muy feliz la perspectiva de dar libre curso a sus pensamientos.
Se detuvo junto a la verja del Retiro, apoyando la frente en los barrotes de hierro forjado mientras su mirada vagaba por los árboles del parque. La estima que había sentido por Luis de Ayala, el doloroso estupor tras su muerte, no bastaban, sin embargo, para colmar de indignación sus sentimientos. La existencia de cierta sombra de mujer, sin duda relacionada de algún modo con todo aquello, alteraba profundamente lo que, en principio, debía ser objetiva evaluación de los hechos por su parte. Don Luis había sido asesinado, y don Luis era un hombre al que él apreciaba. Aquello, pensó, tenía que ser motivo suficiente para desear que la justicia cayese sobre los autores del crimen. ¿Por qué, entonces, no había sido sincero con Campillo, contándole cuanto sabía?
Movió la cabeza, desalentado. En realidad, no estaba seguro de que Adela de Otero fuese responsable de lo ocurrido… El pensamiento sólo se sostuvo unos instantes, retirándose después ante el peso de lo evidente. Era inútil engañarse. No sabía si la joven había clavado un florete en la garganta del marqués de los Alumbres, pero lo innegable era que, de forma directa o indirecta, algo había tenido que ver con ello. Su inesperada aparición, el interés demostrado por conocer a Luis de Ayala, su actitud en las últimas semanas, su sospechosa y oportuna desaparición… Todo, hasta el menor detalle, hasta la última palabra pronunciada por ella, parecía ahora responder a un plan ejecutado con implacable frialdad. Además estaba aquella estocada. Su estocada.
¿Con qué objeto? A tales alturas ya no le cabía la menor duda de que había sido utilizado como medio para llegar hasta el marqués de los Alumbres. Pero ¿para qué? Un crimen no se explicaba por sí solo; había tras él, tenía que haberlo, un objetivo de tal envergadura que justificaba, a juicio del criminal, tan grave paso. Por lógica deducción, el pensamiento del maestro de esgrima voló hacia el sobre lacrado, oculto tras los libros de su estudio. Presa de violenta excitación, se apartó de la verja y echó a andar hacia la puerta de Alcalá, apretando vivamente el paso. Tenía que llegar a casa, abrir aquel sobre y leer su contenido. Sin duda, allí estaba la clave de todo.
Detuvo un coche de alquiler y le dio su dirección, aunque durante un momento pensó si no sería mejor ponerlo todo en manos de la policía y asistir al desenlace del asunto como un espectador más. Pero comprendió enseguida que no podía hacerlo así. Alguien le había obligado a jugar en todo aquello un papel desairado, establecido de antemano, con el mismo despego de quien manejaba los hilos de una marioneta. Su viejo orgullo se rebelaba, exigiendo satisfacción; nadie se había atrevido jamás a jugar con él de aquella forma, y eso le hacía sentirse humillado y furioso. Quizás acudiese más tarde a la policía; pero antes necesitaba saber qué era lo que había ocurrido. Quería comprobar si iba a tener ocasión de ajustar la cuenta pendiente que Adela de Otero había dejado en el aire. En el fondo, no se trataba de vengar al marqués de los Alumbres; lo que Jaime Astarloa deseaba era obtener cumplida satisfacción para sus propios sentimientos traicionados.
Mecido por el balanceo del coche de alquiler, se apoyó en el respaldo del asiento. Comenzaba a sentir una tranquila lucidez. Por mero reflejo profesional, comenzó a repasar cuidadosamente los acontecimientos, con un método clásico en él: movimientos de esgrima. Eso le ayudaba, generalmente, a imponer orden en sus pensamientos cuando se trataba de analizar situaciones complejas. El adversario, o adversarios, habían establecido su plan a partir de una finta, de un ataque falso. Al venir a él lo hicieron en busca de otro objetivo; el falso ataque no era otra cosa que amenazar con una estocada diferente a la que se tenía intención de asestar. No apuntaban a él, sino hacia Luis de Ayala, y Jaime Astarloa había sido tan torpe como para no prever la profundidad del movimiento, cometiendo el imperdonable error de facilitarlo.
Así, todo comenzaba a encajar. Logrado el primer movimiento, habían pasado al segundo. Para la hermosa Adela de Otero no resultaba muy difícil, ante el marqués, ejecutar lo que en esgrima se llamaba
forzar el ataque
: forzar el florete del contrario era apartarlo por su parte débil, a fin de descubrir al oponente antes de tirarle la estocada. Y el punto débil de Luis de Ayala eran la esgrima y las mujeres.
¿Qué había ocurrido después? El marqués, buen tirador de florete, había intuido que su adversario le estaba
dando llamada
, procurando sacarlo de su posición de defensa. Hombre de recursos, se había puesto en guardia de inmediato, confiando a don Jaime lo que sin duda era el objetivo buscado por los movimientos del adversario: aquel misterioso legajo lacrado. Sin embargo, aunque consciente del peligro, Luis de Ayala era jugador además de esgrimista. Conociendo su estilo, don Jaime tuvo la certeza de que el marqués había abusado de su propia suerte, sin decidirse a interrumpir el asalto hasta ver en qué terminaba todo aquello. Sin duda confiaba en desviar a última hora el florete enemigo cuando éste, descubierto el juego, se tirase a fondo; pero ese había sido su error. Un tirador veterano como Ayala debía ser el primero en saber que siempre era peligroso recurrir a la flanconada como parada de ataque. Especialmente si andaba por medio una mujer como Adela de Otero.