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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El maestro de esgrima (29 page)

BOOK: El maestro de esgrima
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—¿Lo hizo usted misma?

La mirada de la joven se clavó en el maestro de esgrima como una aguja de acero.

—Por supuesto —había en su voz tanta naturalidad, tanta calma, que don Jaime se sintió aterrado—. ¿Quién iba a hacerlo, si no? Los acontecimientos se precipitaron y apenas quedaba tiempo… Aquella noche, como otras veces, cenamos en su salón. En la intimidad. Recuerdo que Ayala estaba demasiado amable; era evidente que andaba sobre mi pista. Eso no me preocupó demasiado, pues yo sabía que iba a ser la última vez que nos viésemos. Mientras descorchaba una botella de champaña, fingiendo una alegría que ninguno de los dos sentíamos, lo encontré especialmente guapo, con aquella melena suya, tan viril, y esos dientes blancos y perfectos, que reían siempre. Hasta pensé que era una pena lo que el Destino le tenía reservado.

Se encogió de hombros, atribuyéndole toda la responsabilidad al Destino.

—Mis anteriores intentos por arrancarle el secreto —añadió tras un silencio— habían resultado inútiles; sólo conseguí que desconfiase de mí. Ya daba igual, así que resolví plantear sin más rodeos la cuestión. Dije exactamente lo que quería, haciendo una oferta que estaba autorizada a hacer: mucho dinero por los documentos.

—Y él no aceptó —dijo Jaime Astarloa. Ella lo miró de un modo extraño.

—En efecto. En realidad la oferta era un ardid para ganar tiempo, pero Ayala no tenía por qué saberlo. El caso es que se me rio en la cara. Dijo que los papeles estaban en lugar seguro y que mi amigo tendría que seguir pagando por ellos el resto de su vida, si no quería verlos en manos de Prim. También dijo que yo era una puta.

Calló Adela de Otero, y sus últimas palabras quedaron en el aire. Las había pronunciado de forma objetiva, sin inflexiones, y el maestro de esgrima supo en el acto que aquella noche ella había actuado del mismo modo en el palacio del marqués: sin arrebatos ni reacciones temperamentales. Más bien con el calculado método de quien antepone la eficacia a la pasión. Lúcida y fría como sus golpes de esgrima.

—Pero usted no lo mató por eso…

Observó la joven a don Jaime con atención, como si le sorprendiese la exactitud del comentario.

—Tiene razón. No lo maté por eso. Lo maté porque ya estaba decidido que debía morir. Me dirigí a la galería para coger tranquilamente un florete desprovisto de botonadura; él pareció tomar aquello como una broma. Estaba seguro de sí mismo, mirándome con los brazos cruzados, como si esperase ver en qué paraba todo. «Voy a matarte, Luis —le dije con mucha calma—. Tal vez te quieras defender»… Soltó una carcajada, aceptando lo que le parecía un juego excitante, y cogió otro florete de combate. Supongo que después tenía la intención de llevarme al dormitorio y hacerme el amor. Se acercó luciendo aquella blanca y cínica sonrisa suya; guapo, apuesto, en mangas de camisa, y cruzó su acero con el mío mientras en la punta de los dedos de la mano izquierda me enviaba un beso burlón. Entonces lo miré a los ojos, hice una finta y le clavé el florete en la garganta sin más preámbulos: estocada corta y vuelta de puño. El más purista de los maestros no habría puesto ninguna objeción, y Ayala tampoco la puso. Me dirigió una mirada de estupor, y antes de llegar al suelo ya estaba muerto.

Adela de Otero miró desafiante a don Jaime, con el mismo descaro que si acabase de referir una simple travesura. No podía éste apartar los ojos de ella, fascinado por la expresión de su rostro: ni odio, ni remordimiento, ni pasión alguna. Tan sólo la ciega lealtad a una idea, a un hombre. Había en su terrible belleza algo de hipnótico y estremecedor a un tiempo, como si el ángel de la muerte se hubiera encarnado en sus facciones. Pareciendo adivinar sus pensamientos, la joven retrocedió hasta salir fuera del círculo de luz proyectada por el quinqué.

—Después registré a fondo cuanto pude, aunque sin demasiada esperanza —de las sombras llegaba ahora, otra vez, su voz sin rostro, y el maestro de esgrima no pudo decidir qué era más inquietante—. No encontré nada, aunque permanecí allí hasta casi el amanecer. De todas formas la sublevación ya había estallado en Cádiz y Ayala tenía que morir, tuviésemos o no los documentos. No había otra solución. Sólo quedaba salir pronto de allí y confiar en que, si los papeles estaban tan bien ocultos, no los encontraría nadie, como tampoco los había encontrado yo… Hecho cuanto estaba en mi mano, me marché. El paso siguiente era desaparecer de Madrid sin dejar rastro. Tenía… —pareció dudar, buscando las palabras adecuadas— tenía que volver a la oscuridad de la que había salido. Adela de Otero se iba de escena definitivamente. Y también eso estaba previsto…

Jaime Astarloa ya no podía resistir más en pie. Sentía flaquearle las piernas y su corazón palpitaba débilmente. Se dejó caer muy despacio sobre el sillón, temiendo desfallecer. Cuando habló, su voz era apenas un temeroso susurro, pues intuía la atroz respuesta.

—¿Qué fue de Lucía… De la sirvienta…? —tragó saliva, levantando el rostro para mirar la sombra que estaba en pie frente a él—. Tenía la misma estatura… La edad aproximada de usted, el mismo color de cabello… ¿Qué ocurrió con ella?

Esta vez el silencio fue largo. Al cabo de un rato, la voz de Adela de Otero brotó neutra, sin inflexión alguna:

—Usted no comprende, don Jaime.

Levantó el maestro la mano trémula, apuntando a la sombra con un dedo. Una muñeca ciega en un estanque; así había ocurrido.

—Se equivoca —esta vez sintió vibrar el odio en su propia voz, y supo que Adela de Otero lo percibía con perfecta claridad—. Lo comprendo todo. Demasiado tarde, es verdad; pero lo comprendo todo muy bien. Ustedes la escogieron precisamente así, ¿no es cierto? Por su parecido físico… ¡Todo, hasta ese espantoso detalle, estaba planeado desde el primer momento!

—Veo que hicimos mal en subestimarlo a usted —en su voz había un punto de irritación—. Es un hombre perspicaz, al fin y al cabo.

Una mueca de amargura curvó los labios del maestro de armas.

—¿También se encargó usted de ella? —preguntó, escupiendo las palabras con infinito desprecio.

—No. Contratamos a dos hombres, que apenas conocen nada de la historia… Dos rufianes. Son los mismos a quienes usted encontró en casa de su amigo.

—¡Canallas!

—Quizá se extralimitaron…

—Lo dudo. Estoy seguro de que cumplieron escrupulosamente las dignas instrucciones de usted y su compinche.

—De todas formas, si eso le causa alivio, debo decirle que la chica ya estaba muerta cuando le hicieron… todo aquello. Apenas sufrió.

Jaime Astarloa la miró con la boca abierta, como si no diese crédito a sus propios oídos.

—Lo encuentro muy considerado por su parte, Adela de Otero… Suponiendo que ése sea su verdadero nombre. Muy considerado. ¿Me dice que la infeliz apenas sufrió? Eso honra, sin duda, sus femeninos sentimientos.

—Celebro verle recobrar la ironía, maestro.

—No me llame maestro, se lo ruego. Habrá podido comprobar que tampoco yo la llamo a usted señora.

Esta vez, ella rio francamente.


Touché
, don Jaime. Tocada, sí señor. ¿Desea que continúe, o ya conoce lo demás y prefiere que zanjemos la historia?

—Me gustarla saber cómo supieron del pobre Cárceles…

—Fue muy simple. Nosotros dábamos por perdidos los documentos; por supuesto, ni se nos había ocurrido pensar en usted. De improviso, su amigo se presentó en casa del mío, solicitando una entrevista urgente para tratar un asunto grave. Fue recibido, y expuso sus pretensiones: ciertos documentos habían llegado a su poder, y conociendo la holgada posición económica del interesado, reclamaba cierta cantidad de dinero a cambio de los papeles y de su silencio…

Jaime Astarloa se pasó una mano por la frente, aturdido por el rumor de su mundo, que sentía caer en pedazos.

—¡También Cárceles! —las palabras escaparon de su boca como un lamento.

—¿Y por qué no? —preguntó ella—. Su amigo era ambicioso y miserable, como cualquiera. Apostaba en aquel negocio para salir de su mugre, imagino.

—Parecía honesto —protestó don Jaime—. Era tan radical… Tan intransigente… Yo confiaba en él.

—Me temo que, para un hombre con la edad que usted tiene, ha confiado en demasiadas personas.

—Tiene razón. También confié en usted.

—Oh, vamos —ella parecía irritada—. Sus sarcasmos en este momento no nos llevan a parte alguna. ¿No le interesa saber nada más?

—Me interesa. Continúe.

—Se despidió a Cárceles con buenas palabras, y una hora más tarde nuestros dos hombres se presentaron en su casa a recuperar el legajo. Debidamente… persuadido, su amigo terminó por contar cuanto sabía, incluyendo su nombre. Entonces llegó usted, y hay que reconocer que nos puso a todos en un buen aprieto. Yo aguardaba afuera, en un coche, y los vi llegar como almas que llevase el diablo. ¿Sabe que de no ser por lo apurado de la situación me habría divertido lo que pasó? Para no ser un jovencito, creo que les dio trabajo de sobra: a uno le rompió la nariz y al otro le pegó dos tajos, en un brazo y en la ingle. Dijeron que se defendió usted como el mismo Lucifer.

Adela de Otero guardó silencio un momento y después añadió, intrigada:

—Ahora soy yo quien le hace una pregunta… ¿Por qué metió a ese infeliz en esto?

—Yo no lo metí. Quiero decir que lo hice contra mi voluntad. Leí los documentos, pero no pude descifrar su contenido.

—¿Pretende burlarse de mí? —la sorpresa de la joven parecía sincera—. ¿No acaba de decir que leyó los documentos?

El maestro de esgrima asintió, confuso.

—Ya le he dicho que sí, pero no entendí nada. Aquellos nombres, las cartas y lo demás, encerraban poco sentido para mí. Jamás tuve el menor interés por esos temas. Al leer, sólo pude comprender que alguien estaba delatando a otros, y que había de por medio un asunto de Estado. Pero busqué a Cárceles precisamente porque no lograba averiguar el nombre del responsable. Sin duda él lo dedujo, quizás porque recordaba los hechos a que se hacía referencia.

Adela de Otero se adelantó un poco, y la luz iluminó nuevamente sus facciones. Una pequeña arruga de preocupación se le marcaba entre las cejas.

—Me temo que aquí hay un malentendido, don Jaime. ¿Quiere usted decir que ignora el nombre de mi amigo?… ¿El hombre de quien hemos estado hablando todo este tiempo?

Jaime Astarloa se encogió de hombros, y sus francos ojos grises sostuvieron sin parpadear la inspección a que ella los sometía.

—Lo ignoro.

La joven ladeó ligeramente la cabeza, mirándolo absorta. Su mente parecía trabajar a toda prisa.

—Pero usted tuvo que leer la carta, puesto que la sacó del legajo…

—¿Qué carta?

—La principal, la de Vallespín a Narváez. Aquella en la que figuraba el nombre de… ¿No la ha entregado a la policía? ¿Aún la conserva?

—Le repito que no sé de qué maldita carta me habla.

Esta vez fue Adela de Otero la que se sentó frente a don Jaime, tensa y recelosa. La cicatriz de la boca ya no parecía sonreír; se había convertido en una mueca de desconcierto. Era la primera vez que el maestro de armas la veía así.

—Vamos a ver, don Jaime. Vamos a ver… Yo he venido aquí esta noche por una razón concreta. Entre los documentos de Luis de Ayala había una carta, escrita por el ministro de la Gobernación, en donde se indicaban datos personales del agente que estaba pasando información sobre las conspiraciones de Prim… Esa carta, de la que el propio Luis de Ayala hizo llegar a mi amigo una copia textual cuando empezó a hacerle chantaje,
no estaba
en el legajo que recuperamos en casa de Cárceles. Luego ha de tenerla usted.

—Jamás he visto esa carta. Si la hubiese leído, me habría ido derecho a casa del criminal que organizó todo esto, a partirle el corazón de una estocada. Y el pobre Cárceles todavía estaría vivo. Yo esperaba que él dedujese algo de todos aquellos documentos…

Adela de Otero hizo un gesto para indicar que en aquel momento Cárceles le importaba un bledo.

—Lo dedujo —aclaró—. Incluso sin la carta principal, cualquiera que estuviese al tanto de los avatares políticos de los dos últimos años habría visto la cosa clara. Se mencionaba allí el asunto de las minas de plata de Cartagena, lo que apuntaba directamente a mi amigo. Había también una relación de sospechosos que la policía debía vigilar, gente de calidad, entre la que se le citaba a él; pero su nombre no figuraba después en las listas de detenidos… En resumen, toda una serie de indicios que, reunidos, permitían averiguar sin demasiada dificultad la identidad del confidente de Vallespín y Narváez. Si usted no fuera un hombre que vive de espaldas al mundo que lo rodea, lo habría averiguado tan fácilmente como cualquier otro.

La joven se levantó y dio unos pasos por la habitación, concentrada en sus pensamientos. A pesar del horror de la situación, Jaime Astarloa no pudo menos que admirar su sangre fría. Había participado en el asesinato de tres personas, se presentaba en su casa arriesgándose a caer en manos de la policía, le había referido con toda naturalidad una historia atroz, y ahora se paseaba tranquilamente por su estudio, ignorando el revólver y el estoque que él tenía sobre la mesa, preocupada por el paradero de una simple carta… ¿De qué materia estaba hecha aquella que se hacía llamar Adela de Otero?

Era absurdo, pero el maestro de esgrima se encontró meditando sobre el paradero de la misteriosa carta. ¿Qué había ocurrido? ¿No llegó a confiar Luis de Ayala en él lo suficiente? De lo que estaba seguro era de no haber leído ninguna…

Se quedó muy quieto, sin respirar siquiera, con la boca entreabierta, mientras intentaba retener un fragmento de algo que por un instante le había cruzado por la memoria. Lo consiguió, con un esfuerzo que llegó a crispar sus facciones, hasta el punto de que Adela de Otero se volvió a mirarlo, sorprendida. No podía ser. Era ridículo imaginar que hubiera ocurrido así. ¡Era absurdo! Y sin embargo…

—¿Qué sucede, don Jaime?

Se levantó muy despacio, sin responder. Cogió el quinqué y se quedó unos instantes inmóvil, mirando a su alrededor como si despertase de un profundo sueño. Ahora podía recordar.
Podía
recordar.

—¿Le ocurre algo?

La voz de la joven le llegaba desde muy lejos mientras su mente trabajaba a toda prisa. Tras la muerte de Ayala, después de abrir el legajo y antes de disponerse a comenzar su lectura, se vio obligado a ordenarlo un poco. Se le había caído de las manos, esparciéndose las hojas por el suelo. Eso ocurrió en un rincón del saloncito, junto a la cómoda de nogal. Llevado por súbita inspiración pasó junto a Adela de Otero y se agachó ante el pesado mueble, introdujo una mano entre las patas y tanteó el suelo debajo. Cuando se levantó, sus dedos sostenían una hoja de papel. La miró de hito en hito.

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