El libro de la señorita Buncle (19 page)

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Authors: D.E. Stevenson

Tags: #Relato

BOOK: El libro de la señorita Buncle
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—Eso no son ni más ni menos que cálculos —afirmó—: a mi hermana, la casada, le pasó lo mismo y le sacaron cuatro piedrecillas. Los del hospital se las dieron en una bolsa.

La señorita Olivia tardó un buen rato en convencerla de que a Isabella no le dolía nada y de que volviera a la cama. Entretanto, el señor Snowdon intentaba en vano tranquilizar a su hija menor diciéndole que solo había sido una pesadilla.

—Pero la vi perfectamente —insistió Isabella—; en ese momento estaba despierta y sé que era ella ¡y estaba ahí mismo!

—No, no; estabas soñando.

—¡Estaba despierta, estaba despierta! —gritó Isabella, histérica.

Por último, después de administrarle un par de aspirinas, se restauró la paz y el señor Snowdon y Olivia la arroparon con los revueltos cobertores y salieron de la habitación de puntillas, sin hacer nada de ruido. Se quedaron en el rellano murmurando. Olivia opinaba que había que llamar al doctor Walker, pero su padre dijo que no. No era aconsejable revelar secretos de familia a personas de fuera, siempre que se pudiera evitar. Lo que tenían que hacer era pensar en otra forma de apartar al espectro que había interrumpido el descanso de su querida Isabella.

—¿Qué otra forma? —preguntó Olivia susurrando con apremio—. Ya sabes lo sensible que es la pobrecita. Cuando se le mete una idea así en la cabeza…

El señor Snowdon se estremeció, pero no solo de frío. Se acordó de otras ocasiones en las que a Isabella se le había metido algo entre ceja y ceja y luego había tenido pesadillas. Se encontraba muy viejo ya para volver a pasar por esa situación. Cuando uno se hace mayor, necesita dormir bien por la noche; si no, al día siguiente no sirve uno para nada.

—¿Y si le administramos suero fisiológico? —propuso el padre.

A Olivia no le pareció que el suero fisiológico fuera buen remedio.

El señor Snowdon suspiró y dijo que seguramente tenía razón, que era preciso encontrar otra forma de resolverlo.

Volvieron a la cama.

A la señora Greensleeves también le inquietó mucho
El perturbador de la paz.
El lunes por la mañana se encontró con la señora Featherstone Hogg en la carnicería.

—Iba a ir a verla ahora mismo —dijo la señora Featherstone Hogg con inusitada simpatía, porque, hasta la fecha, siempre había tratado a Vivian con desdén y a duras penas se dignaba saludarla cuando coincidían en alguna parte—. Quiero que venga a mi casa a una reunión el jueves por la tarde. Vendrá usted, ¿verdad?

—¿De qué se trata? —preguntó Vivian, desconfiada—. ¿De las misiones o algo así?

—De
El perturbador de la paz
—contestó la señora Featherstone Hogg.


El perturbador de la paz
—repitió Vivian—. ¿Qué diantre es eso?

La señora Featherstone Hogg se quedó atónita.

—¿Es que no ha leído ese libro espantoso? —preguntó, incrédula—. Creía que lo conocía todo el mundo. Tiene que leerlo inmediatamente. Es el libro más infame que se haya escrito jamás.

No le dio tiempo a explayarse porque se le hacía tarde para el almuerzo, aunque lo que dijo bastó para despertar en Vivian el máximo interés. Sin pérdida de tiempo, fue a la tienda de la señorita Renton y compró un ejemplar para llevárselo a casa. La novela de John Smith estaba dejando muchos beneficios a la señorita Renton; había tenido que hacer un pedido especial a Londres y ya se estaba agotando también. Todo Silverstream quería leer
El perturbador de la paz,
¡y todo el mundo al mismo tiempo! Los más pobres y los más ahorradores, que no querían gastar siete con seis en un ejemplar propio, reservaban el de la biblioteca, pero había una cola de semanas.

Vivian se puso
El perturbador de la paz
debajo del brazo y se fue a casa sin pérdida de tiempo. Volvía a llover. Abrió el paraguas y a punto estuvo de tropezar con el doctor Walker, que también volvía presurosamente a casa.

—¡Hace un tiempo de perros! ¿No le parece? —dijo Vivian de mal humor.

El doctor Walker le dio la razón. Tenía el coche en el taller y se había pasado toda la mañana yendo de un sitio a otro sin parar. Seguro que por la tarde sería peor. Por lo general, la gente elegía el momento en que al médico se le estropeaba el coche para cortarse un dedo hasta el hueso, escaldar a los niños con té hirviendo o caerse por las escaleras. No tenía tiempo para pararse a charlar con la señora Greensleeves.

«¡Qué seco es este hombre!», pensó ella; se fue con el libro a casa, bajo la lluvia, y se puso a leerlo con avidez. «El libro más infame del mundo» era recomendación suficiente para tentar al lector de novelas más hastiado. Al principio le pareció bastante inocente, después empezó a advertir algunas peculiaridades y, cuando llegó a la mitad, reconoció el calumnioso retrato de sí misma. Le enfureció tanto la insolencia que estampó el libro contra la pared. «No me extraña que la señora Featherstone Hogg dijera que era infame», pensó rabiosamente en voz alta. Claro que, acto seguido, tuvo que levantarse a sacar el ejemplar de debajo del piano para poder terminar de leerlo. El final era cien veces peor que el comienzo.

Se puso como un basilisco y recorrió la casa de una punta a otra vociferando como una loca; tan violento fue el ataque de cólera que Milly Spikes, a pesar de conocer muy bien el genio de su señora, se alarmó tanto que fue a refugiarse a la trascocina, con el gato, hasta que amainara la tormenta…

¡Cómo se le podía ocurrir a ese hombre…! ¿Cómo se llamaba? John Smith. ¿Cómo se atrevía a airear sus asuntos personales en una novela horrenda que no valía ni lo que costaba? ¡Y qué manera de contarlos! ¡Como si ella hubiera tenido algo que ver con ese hombre despreciable que vivía de pensión en casa de la señora Dick! Es cierto que lo había tratado con amabilidad una temporada, cuando se moría de aburrimiento en ese pueblo insulso, pero con alguien habría que hablar, decía ella, y el señor Fortnum era lo menos malo de Silverstream. Aunque no tardó en darse cuenta de que de la amistad de ese señor no sacaría el menor provecho. En primer lugar, el joven vendió el coche, conque ni siquiera podía llevarla de excursión de vez en cuando; fue entonces cuando lo despidió sin ningún remordimiento de conciencia. ¡Por eso la sacaba de quicio que el asunto saliera a relucir de semejante manera! ¿Y si Ernest leía el libro y la reconocía? Lo tenía todo tan bien encarrilado con él que, prácticamente, ya daba por solucionadas sus dificultades económicas.

¡Ay, qué desesperación! ¡Era para volverse loca! ¡Cómo se atrevía ese ser despreciable a escribir semejantes mentiras sobre ella… mentiras tan vergonzosas!

Se le saltaban las lágrimas de pura rabia.

La tormenta estaba en pleno apogeo cuando Milly anunció a Ernest Hathaway. Vivian había olvidado por completo que lo había invitado a cenar.

Solo la presencia de Ernest podía lograr que Vivian recuperase la compostura. Escondió el libro debajo del primer cojín que encontró y miró al vicario con ojos lacrimosos.

—¡Ay, Ernest, qué desgraciada soy! —gimió, y en un visto y no visto trocó los gritos de rabia por sollozos de aflicción.

Ernest, apabullado al ver a su bella penitente deshecha en lágrimas, se sentó en el sofá e intentó consolarla; poco después, Vivian lloraba suavemente en sus brazos. Y así siguió un rato, mientras buscaba algo plausible y patético que justificara su estado de ánimo. Finalmente, se le acabaron las lágrimas y empezó a hablar.

Le contó que estaba sola, tremendamente sola, y que una persona la había tratado con desconsideración porque no tenía a nadie que la protegiera. El relato que hizo fue mucho más prolijo, por supuesto, e interrumpido por sollozos y manifestaciones de protesta, porque no quería cargar a Ernest con sus apuros… aunque eso era precisamente lo que pretendía. La persona desconsiderada vivía en Londres, no revelaría su nombre por ningún motivo, la culpa la tenía ella por no haber visto desde el principio la clase de hombre que era… un espanto…

Ernest la escuchó con comprensión y finalmente, cuando Vivian casi había perdido las esperanzas, se le declaró.

Retrocedamos ahora al momento en que el doctor Walker estuvo a punto de chocar con Vivian Greensleeves en High Street. Iba a toda prisa a comer a su casa después de una mañana muy ajetreada. Llegó muy tarde, naturalmente, Sarah ya había comido y había salido, aunque le dejó un aviso en la libreta de notas de teléfono. A veces, Sarah redactaba los avisos en un estilo ligeramente informal, aunque siempre eran muy claros. No podía permitirse mezclar el sentido del humor con el trabajo; solo recurría a él para condimentar un poco el pescado hervido, por decirlo así. Le encantaban las bromas. ¿Por qué no gastarle alguna de vez en cuando? Eran muy inocentes y a John le sentaban bien, porque se tomaba la vida tan tremendamente en serio que le convenía soltarse un poco de vez en cuando. El aviso decía: «Vete a tocar el pecho a Angela Pretty, haz el favor».

El doctor John sonrió, arrancó la nota y la metió cuidadosamente en su libreta. Guardaba desde el principio todas las cartas y papelitos que Sarah le había escrito. Sabía perfectamente que el sentimentalismo que le inspiraba su mujer era una chaladura suya. Después de poner la nota a buen recaudo, frunció el ceño, se metió el estetoscopio en el bolsillo y se dirigió a la casa de al lado.

Le preocupaba mucho el pecho de Angela. No había síntomas determinantes, era un caso dudoso, de esos que los médicos suelen achacar más a la ansiedad que a una enfermedad concreta. El año anterior había solicitado la visita de un especialista de la ciudad para que hiciera un reconocimiento a Angela. La mujer pasó una semana enferma, estaba completamente aterrorizada. El especialista concluyó: «No encuentro nada definitivo, no tiene nada todavía, pero no la pierda usted de vista». Un alivio, después de tanta incertidumbre; sin embargo, cada vez que Angela se acatarraba, el mal se le agarraba al pecho con virulencia.

El médico no paró de hacer bromas a la enferma. Fingió que se le caía el vaso y lo atrapó al vuelo, le tomó el pelo a costa de la bata nueva que lucía y le contó la última travesura que habían perpetrado los gemelos. Fue tan simpático y ocurrente que, cuando se marchó, Angela se encontraba mucho mejor y más animada, además de quedarse con la impresión de que la visita había sido un dispendio innecesario.

Sin embargo, el doctor Walker volvió a ponerse taciturno en cuanto bajó las escaleras; vio a Ellen King escribiendo en el salón y entró y cerró la puerta.

—¿Qué hay, John? —le preguntó, casi sin aliento.

—Estos catarros continuos no me gustan —dijo él—. No me gustan, Ellen.

Eran amigos de toda la vida, siempre habían vivido uno al lado del otro, porque el padre del doctor John había sido el médico de Silverstream desde antes del nacimiento de su hijo. Ellen y John jugaban juntos de pequeños y trepaban a todos los árboles habidos y por haber, en los dos jardines. El doctor John sentía un profundo respeto y una gran compasión por Ellen King; era una mujer solitaria de carácter peculiar. No había tenido ocasión de desarrollar ni utilizar la excelente cabeza que tenía. Podía haber sido un buen médico o abogado, lo llevaba en la sangre, pero su padre detestaba a las mujeres inteligentes y nunca quiso darle la oportunidad de recibir una buena educación.

—¿A qué te refieres exactamente? —preguntó ella, ansiosa.

—A nada concreto, en realidad —contestó John—. Me refiero solo a lo que he dicho, que los catarros continuos de Angela no me gustan. ¿No podríais ir una temporada a algún sitio?

—¿Una temporada? ¿A Bournemouth, por ejemplo?

—¿Bournemouth? No. Pensaba en Egipto, por ejemplo, en un clima seco y caluroso… este invierno nada más, naturalmente.

—Supongo que sí, si fuera necesario… es decir, si es necesario, sí, por descontado —rectificó, súbitamente alarmada.

—No me gustaría decir que es necesario, pero es muy aconsejable —contestó él, eligiendo cuidadosamente las palabras.

La señorita King comprendió que lo que el médico le preguntaba era si podían permitírselo, y a eso le contestó.

—Tenemos algunos ahorros, por si empeoran los tiempos… —dijo ella sonriendo lánguidamente.

—El tiempo ya ha empeorado —dijo él, señalando hacia la ventana.

—Pero no mucho, ¿verdad? —dijo ella.

—No —contestó él—. No es más que un chubasco, Ellen, un chubasco nada más. Pero es mejor que Angela vaya a otro sitio donde haga sol y el aire sea seco. Esperad un poco, pero partid después de Año Nuevo. Piénsalo hasta mañana; pasaré por aquí y lo organizamos todo.

—¡John! —dijo ella de pronto—. ¿No será mejor que se vaya ella sola? Yo puedo ponerme a trabajar. No, no digas nada todavía… John, tengo la impresión de que soy una mala influencia para Angela. Empiezo a creer que estaría mejor sin mí. Depende mucho de mí. A veces creo que está perdiendo su personalidad por completo…

—Pero ¿qué diantres dices? —exclamó con furia el doctor Walker. Dio unos cuantos pasos por la habitación y volvió a su sitio habitual, frente a la chimenea—. ¿Qué estás diciendo, Ellen? Creía que tenías más sentido común. Angela depende de la primera persona que encuentre. Es su manera de ser… Se doblega… Tiene un carácter débil y es débil física y espiritualmente.

—Ya lo sé —dijo Ellen—, todo eso lo sé perfectamente, John, pero de todos modos la quiero. La quiero mucho. Me angustio mucho por ella… Me obsesiona tanto, que…

—Mira, todos nos obsesionamos un poco con las personas a las que queremos, pero no tenemos que angustiarnos, es fundamental. Ya sé que es difícil, pero hay que evitarlo como sea, Ellen. No creo que te angusties por ella, de verdad, solo eres muy sensible a todo lo que le afecta.

—Empiezo a dudarlo —objetó Ellen—. No sabes hasta qué punto depende de mí… ¡para todo! Ni siquiera decide qué ponerse sin preguntarme qué opino. Eso es malo, ¿verdad, John?

—Es la naturaleza femenina —dijo él con impaciencia—. La has ayudado muchísimo, Ellen, la tratas maravillosamente. De verdad, tú no tienes la culpa de que sea débil e indecisa; no eres una mala influencia para ella, es absurdo y ridículo que lo pienses. En cuanto a que vaya sola a Egipto, me parece sencillamente inadmisible, no lo consentiría ni en broma. Para eso, mejor que se quede aquí, infinitamente mejor, sí. Tienes que acompañarla y cuidar de ella, te necesita. Por el amor de Dios, no te obceques con ideas absurdas.

—John, ¿has leído el libro ese?

—¡Cómo no! Sarah no me dejó en paz ni un momento hasta que lo leí y, encima, no he tenido un minuto de tranquilidad desde entonces, porque en el pueblo no se habla de otra cosa y todo el mundo está histérico con el dichoso libro… Ni me lo nombres, vamos —concluyó el doctor John, medio en serio, medio en broma.

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