—Mi hermana no está hablando de sesiones de espiritismo ni nada que se le parezca —protestó la señorita Olivia, dispuesta a pelear—. La concentración mental no tiene nada que ver con…
—Tendríamos que haber empezado la reunión con una plegaria —dijo la señora Dick, a quien de pronto se le ocurrió poner su granito de arena.
—Creo que habría estado completamente fuera de lugar —replicó con firmeza la señorita King.
—Cuando dejen de discutir, me gustaría exponer una idea —anunció Vivian Greensleeves en un tono insinuante que logró disipar la incipiente tormenta.
Como era de esperar, todas las miradas se dirigieron a ella, que era exactamente lo que le gustaba. Se reclinó en el respaldo, cruzó las piernas y, con una sonrisa misteriosa, se puso a juguetear distraídamente con las borlas del brazo del sillón. Era la primera vez que abría la boca desde que había llegado, excepto para bostezar femeninamente un par de veces, tapándose la boca con la mano, mientras esperaba con más o menos paciencia a que todos los presentes se pusieran en ridículo. Consideró que ya había esperado suficiente y se dispuso a hacer su aportación.
—Escucharemos lo que tenga que decir con mucho gusto —dijo la señora Featherstone Hogg con deferencia.
—Bien, pues, he reflexionado desde que leí el libro —dijo Vivian Greensleeves regodeándose en sus palabras—, y, a mi parecer, solo existe una persona en Silverstream que se haya librado de la caricatura y el escarnio público, una sola persona que no sale en el libro, pero nos conoce lo suficiente para escribir sobre nosotros. Creo que John Smith es la señora Walker.
Todos se volvieron inmediatamente a mirar a Sarah Walker. Habría hecho falta estar más curtida que ella para no ruborizarse ante tanta atención.
—¡Ah! —exclamó.
—¡Ah, no, no! ¡No ha sido ella! —gritó Barbara Buncle.
La señora Featherstone Hogg tragó saliva un par de veces. Era como si se le hubiera quedado algo pegado en la garganta; los nervios, posiblemente. ¿Cómo no se le había ocurrido pensar en la señora Walker? Tenía un sentido del humor retorcido que todo lo desfiguraba, igualito que John Smith. Conocía a todo el pueblo y podía enterarse de cosas sobre los vecinos que de ningún modo llegarían a oídos de la mujer de un corredor de bolsa. Debido a su constitución débil, disponía de mucho tiempo para escribir y salía poco. Era la excusa que daba siempre para faltar a celebraciones sociales tan emocionantes como los tés y las veladas musicales en Las Jarcias. Probablemente se quedaría en casa ridiculizando a los demás, ¿no? Hacía lo que quería, vivía a su manera y no se doblegaba a la soberanía de la señora Featherstone Hogg, quien no la apreciaba nada y enseguida llegó a la conclusión de que era la autora del libro.
Al parecer, gran parte de la concurrencia estaba llegando a la misma conclusión; la señora Carter discutía en voz alta con la señorita King, igual que la señora Goldsmith con la señora Dick; los Snowdon susurraban entre sí; el señor Bulmer miraba fijamente a Sarah con cara de gárgola.
El señor Bulmer estaba seguro de que la señora Greensleeves había dado en la diana al primer disparo. No podía ver a Sarah ni en pintura y, lo que es peor, sabía que el sentimiento era recíproco. Sarah no tenía la costumbre de disimular sus preferencias ni sus antipatías. Además, era la mejor amiga de su mujer; seguro que Margaret le había contado de todo sobre él y Sarah lo había utilizado para parodiarlo en ese libro aborrecible. No podía ser de otro modo.
El señor Bulmer tiró de la manga a la señora Featherstone Hogg y le dijo algo al oído.
La presidenta se levantó y dio unos golpes en la mesa.
—Señora Walker —dijo con solemnidad—. En nombre de esta reunión, es mi penoso deber preguntarle si escribió usted o no la novela
El perturbador de la paz.
Le ruego que no responda con evasivas, queremos saber la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
Sarah se puso en pie; estaba furiosa. ¿Cómo se atrevía la señora Featherstone Hogg a plantear la pregunta de esa manera? ¡Como si ella fuera una mentirosa!
—Voy a decirles toda la verdad —gritó, temblando de ira—. Yo no he escrito
El perturbador de la paz,
pero lo habría hecho con muchísimo gusto si hubiera tenido talento. Me parece un libro muy agudo y entretenido y espero que al menos les sirva para verse por una vez en la vida tal como los ven los demás. Son ustedes un puñado de hipócritas engreídos. Es una verdadera lástima que no haya más John Smiths en este pueblo.
Dicho lo cual, Sarah se dirigió a la puerta y Barbara, harta de la reunión, se levantó y la siguió. Los demás invitados estaban tan perplejos que ni pestañearon.
Barbara se apresuró a coger el pomo de la puerta antes que Sarah y la cerró suavemente, pero con decisión. Con un suspiro de alivio, pues se habían escapado sin que las despedazaran, siguió a su amiga, que bajaba corriendo las escaleras. En el recibidor, una persona alta y conocida forcejeaba con el abrigo. Sarah se arrojó a sus brazos riéndose histéricamente.
—¡John! —exclamó—. ¡John, John, John!
Barbara esperó en las escaleras mirándolos con la boca abierta.
—¡Sally, querida! —exclamó el médico, sorprendido—. ¡Sally, cariño! ¿Qué te pasa, por el amor de Dios?
—Creen que soy John Smith —dijo ella casi sin aire.
B
arbara Buncle se fue a casa a toda prisa y se encerró en el cuartito que había empezado a llamar «el estudio». Dejó el abrigo y el sombrero en la primera silla que le salió al paso y empuñó la estilográfica. Las palabras le martilleaban el cerebro y manaban como un torrente infinito sobre el papel. El suelo iba cubriéndose de folios repletos de caligrafía menuda y, cuando Dorcas entró en el estudio a anunciar que la cena estaba servida, parecía que en la reducida estancia se hubiera desatado una tormenta de nieve.
—Vete, tengo mucho que hacer —dijo la señorita Buncle sin levantar la cabeza.
—Vamos, señorita Barbara, no sea cabezota —dijo Dorcas con firmeza—. Le he hecho un huevo escalfado y no están los tiempos para desperdiciarlos, que van a dos con once la docena.
—Pues cómetelo tú —replicó la escritora.
—Jamás de los jamases —contestó Dorcas—. Vamos, venga conmigo, señorita Barbara, venga usted. Acuérdese de lo poco que comió a mediodía, y seguro que en la fiesta de la vieja roñosa esa no le han dado nada digno de llamarse té.
—No me quedé al té —dijo Barbara mirando a Dorcas con el rostro encendido.
—¡Lo sabía! —exclamó Dorcas triunfante—. ¿Qué decía yo?
—Si me traes el huevo, me lo como aquí mismo —dijo Barbara con desesperación—, pero, por el amor de Dios, vete, no me dirijas la palabra…
Dorcas salió: empezaba a acostumbrarse a vivir con una escritora en casa. No era muy cómodo y le ponía el humor a prueba constantemente. A menudo echaba de menos los buenos tiempos, cuando las rentas entraban puntualmente y la señorita Barbara era un ser humano normal, con un horario regular de comidas, que se iba a la cama al dar las once y se presentaba a desayunar cuando daban las nueve de la mañana.
«Me parece que, al final, habría sido más fácil criar gallinas —pensó mientras disponía apetitosamente en una bandeja el huevo escalfado, una taza de cacao y dos tostadas de pan moreno—. ¡Escritores! —exclamó para sus adentros con un leve desprecio—. ¡Escritores, nada menos!… Bueno, lo que es leer, no volveré a coger un libro en mi vida, pero, desde luego, que nadie venga a decirme lo que es tratar con escritores: preparar la comida, tocar la campanilla y, media hora después, ver que nadie la ha tocado, que la grasa de cordero se ha quedado como una piedra en el plato y que la sopa está helada como un carámbano… Ahora, eso sí, la campanilla sonando a todas horas para pedir café: “Y hazlo fuerte, Dorcas…¡fuerte!”. Y luego, a escribir hasta las tantas de la madrugada y a dormir hasta las tantas del día, y una, hala, a subir las escaleras hasta el dormitorio cargada con la bandeja de la comida… Escritores… ¡Bah! Pero, claro, lo de las gallinas tampoco lo soportaría», concluyó. Cogió la bandeja, cruzó el recibidor, empujó la puerta del estudio con un pie, pisó los folios del suelo sin la menor consideración y dejó la bandeja encima de los del escritorio.
—Vete —dijo Barbara, impaciente. La pluma seguía volando como un pájaro por encima del papel.
—Pues no pienso irme, para que lo sepa —contestó Dorcas—. No. No me voy hasta que la vea comerse el huevo y beberse el cacao con mis propios ojos. Porque, si no, en cuanto dé media vuelta, se le olvida la comida.
Barbara sabía que estaba acorralada. Cogió el cuchillo y el tenedor y se zampó el huevo escalfado en un momento.
—Tenía hambre —reconoció con asombro.
—Pues ¿qué esperaba? —replicó Dorcas—. No ha tomado el té y lo que comió a la hora de almorzar no engordaría ni a una mosca… ¡como para no tener hambre! Tómese el cacao con leche, señorita Barbara, antes de que se quede frío y asqueroso.
Barbara solventó el trámite con rapidez, Dorcas cogió la bandeja y se dirigió a la puerta.
—Ah, Dorcas…
—Sí, señorita Barbara.
—Tráeme café hacia las once… antes de irte a la cama… y hazlo fuerte, Dorcas.
—Sí, señorita Barbara —dijo Dorcas. Hizo una mueca a espaldas de la autora y cerró la puerta con firmeza.
El viernes por la mañana, Barbara no se levantó de la cama, tal como esperaba su criada. El torrente de inspiración que la había encadenado a la silla hasta el amanecer la dejó desfallecida.
—¡Vaya por Dios! Parece un fantasma, señorita Barbara, palabra —le dijo al verla tan postrada y advertir con desaliento que tenía unas ojeras muy oscuras.
—Ya —dijo Barbara—, es que me he pasado casi toda la noche escribiendo, por eso estoy así.
—Más vale que lo deje unos días —le aconsejó Dorcas—; de lo contrario, vendrá el doctor Walker y le preguntará a qué se debe ese agotamiento.
—¡Ay, no, eso sí que no! —contestó Barbara—. Pero es que acaba de empezar a salirme solo… tan fácilmente, y el señor Abbott tiene prisa. Tengo que esforzarme un poco. A lo mejor me tomo unas vacaciones más adelante…
—Estoy dispuesta a criar gallinas, señorita Barbara, si le parece bien a usted.
—¿Gallinas? —repitió Barbara jugueteando desganadamente con la panceta frita.
—Deje de escribir y probemos lo de las gallinas —dijo Dorcas persuasivamente—. Mi sobrino tiene una granja de aves estupenda en Surrey y seguro que nos da de mil amores unas pocas, para empezar, y consejos útiles…
La escritora se incorporó en la cama y la miró con asombro.
—Dorcas, ahora ya no puedo dejar de escribir —respondió sin poder creerse lo que acababa de decir. Y es que de verdad no podía dejarlo, había caído de lleno en el vicio, era como pedir a un morfinómano que dejara la droga—. No te imaginas lo emocionante que es, Dorcas. Me arrastra y pierdo la noción del tiempo…
—Ya; hasta ahí, llego —puntualizó Dorcas con seriedad.
—Y fíjate en la cantidad de dinero que he ganado —siguió la escritora con complacencia—. Cien libras como cien soles, y, según el señor Abbott, pronto habrá más. ¿Cuánto tiempo tardaría en ganar cien libras con las gallinas?
Dorcas tenía una idea de lo que ganaba su sobrino y, muy a su pesar, tuvo que reconocer que tardarían años en sacar cien libras limpias de las gallinas.
—Pues ya lo ves —concluyó Barbara, triunfante—, requeriría años de trabajo y preocupaciones ganar cien libras con las gallinas; así, en cambio, me las gano fácilmente en unos meses y además me lo paso muy bien.
—Yo no me lo paso nada bien.
—Comprendo que para ti es agotador, pero no puedo remediarlo; de verdad, es imposible. Cuando lo tengo todo hirviendo en la cabeza, no me queda más remedio que sacarlo, porque, si no, reviento o me da algo malo… Mira, quédate con toda mi ropa, si quieres.
Dorcas la miró con consternación. ¿Qué otro horror la acechaba? ¿El esfuerzo de pasarse toda la noche escribiendo había trastocado el cerebro a la pobre señorita? ¿Tenía intención de quedarse en la cama toda la vida y que le subieran bandejas de comida?
—¿Toda su ropa, señorita Barbara? —repitió Dorcas.
—Sí, toda —contestó la señorita Buncle. Señaló el armario con un gesto displicente de la mano—. Llévatela toda, vacía el armario y los cajones de la cómoda. Regala algo a tu sobrina, si te parece… o véndela. Haz con ella lo que quieras, Dorcas, pero no me molestes.
—Duerma un rato, ande, verá como se le pasa —le aconsejó Dorcas, angustiada.
Barbara bostezó.
—Es verdad, estoy adormilada —reconoció Barbara—, tengo una sensación muy agradable de vacío y paz. Seguro que todas las mujeres sienten lo mismo después de dar a luz…
—¡Ay, señorita Barbara, qué cosas dice usted! —protestó Dorcas escandalizada.
Barbara soltó una risita y se acurrucó en la cama.
—Déjame dormir hasta la hora de comer —le dijo.
La criada cogió la bandeja del desayuno y salió de la habitación: todo quedó en paz.
Barbara Buncle se durmió y, mientras dormía, soñó que iba por la calle del pueblo. Había en el aire algo parecido a un resplandor brumoso: por eso supo que estaba en Copperfield. Siguió andando a paso ligero y sus zapatos marrones, preciosos y lustrosos, casi no rozaban el suelo. ¡Qué contenta estaba! Siempre estaba contenta en Copperfield, porque allí siempre salía todo bien, la gente hacía lo que ella quería, nadie decía groserías de su libro, ni se enfadaba ni la trataba con condescendencia. En Copperfield, dominaba a todo el mundo, hasta la señora Horsley Downs tenía que acatar sus órdenes y no podía ni cruzar la calle sin su permiso. En Copperfield, era como le gustaría ser: más joven, más guapa y más atractiva. La gente la miraba al pasar, pero no porque fuera un «adefesio», sino porque daba gusto verla. Llevaba el pelo impecablemente peinado, la ropa era perfecta, nunca le pingaba la combinación por debajo de la falda, nunca se le hacían tomates en el talón de las medias… La verdad es que no era Barbara Buncle, sino Elizabeth Wade.
Era Elizabeth Wade la que recorría grácilmente las calles de Copperfield esa bonita mañana. Lucía un conjunto de la tiendecita de Virginia que acababa de estrenar: el abrigo de color verde botella con cuello gris de piel y el sombrerito a juego, y debajo, un traje de punto que combinaba a las mil maravillas.
Entró en la panadería a comprar bollitos.