La señora Featherstone Hogg había puesto en sus notas: «Pausa aplausos». Se detuvo expectante.
El señor Black fue el único de los presentes que sabía lo que se esperaba de él. Aplaudió débilmente, pero, como es imposible aplaudir solo, desistió casi al momento.
—Solo podemos hacer una cosa —prosiguió la señora Featherstone Hogg, consultando las notas—: descubrir al autor de este sacrilegio, a John Smith, como se llama a sí mismo. Hay que obligarlo a salir de su madriguera como a una rata y castigarlo severamente, para que sirva de ejemplo al mundo. A tal fin nos hemos reunido hoy —concluyó y se sentó.
El señor Bulmer se puso en pie y, con hastío, dijo:
—Tenía entendido que era el presidente de esta reunión, pero es evidente que estaba equivocado —y volvió a sentarse.
Los asistentes aplaudieron con ganas, pero sería difícil saber si lo hicieron por dar ánimos al señor Bulmer o porque estaban de acuerdo con él.
La señora Featherstone Hogg se levantó de nuevo.
—Lamento que la forma en que se desarrolla esta reunión no sea del agrado del señor Bulmer —dijo en tono desafiante—. Me gustaría recordarle que estamos aquí para aunar esfuerzos con el fin de descubrir quién es John Smith y que los detalles de procedimiento son secundarios, en comparación con el objetivo principal. La reunión queda ahora abierta al debate.
Silencio sepulcral.
La señora Featherstone Hogg esperó un par de minutos y se levantó otra vez.
—Por si no me he explicado con claridad —dijo—, la reunión ha empezado, es el momento de que cada uno diga lo que tenga que decir.
—Me gustaría aclarar una cosa —dijo la señora Goldsmith de pronto— que tiene que ver con mis panecillos. Según el libro, los hago utilizando la electricidad. Solo quiero decir que eso no es verdad, y que quien diga lo contrario miente. Mis panecillos no huelen la electricidad ni de lejos. No los cocemos en esos hornos eléctricos que se usan ahora porque no soy partidaria de ellos. No me gustan. Mi horno es de ladrillo y funciona con el combustible tradicional, el mismo que utilizaba mi padre. Trabajamos la masa a mano. No utilizo ningún aparato eléctrico para hacer los panecillos en ningún momento, ni tampoco ingredientes de segunda. En mi panadería solo se gasta harina de la mejor calidad, cosa que no pueden decir otros en cien kilómetros a la redonda. Ésa es la verdad —añadió la señora Goldsmith. Congestionada, se reclinó en el sofá y se abanicó con un pañuelo.
La señora Featherstone Hogg dio unos golpes en la mesa.
—Sin duda es muy interesante conocer los métodos que aplica la señora Goldsmith en el horno —dijo en tono condescendiente—, pero dudo que nos sirva para descubrir la verdadera identidad de John Smith. Cualquiera de los presentes podría contar las calumnias que ha escrito de nosotros, pero ¿de qué serviría? Ruego, por tanto, a los asistentes que no se salgan del tema que nos ocupa; si no, no saldremos de aquí en toda la noche.
—A lo mejor he hablado de más —dijo la señora Goldsmith, disculpándose—, pero es que da mucha rabia que anden por ahí insinuando cosas feas de mis panecillos y se queden tan panchos.
—Tiene mucha razón —dijo la señora Dick, y asintió con la cabeza de tal manera que la pluma de avestruz del sombrero se agitó como un estandarte al viento—, toda la razón del mundo. Yo siempre digo que cada cual defienda lo suyo, porque nadie más lo va a hacer
.
Y, ya que estamos, quiero manifestar simplemente que mis huéspedes siempre toman el almuerzo caliente, aunque lleguen tarde a la mesa. En mi establecimiento no se sirve jamás el tocino frío, como dice ese libro: el señor Fortnum y el señor Black pueden confirmar mis palabras —añadió con firmeza. Miró a los inquilinos que la acompañaban al encuentro.
—Es cierto —dijo el señor Fortnum con voz ronca.
—Y otra cosa —continuó la señora Dick—. Solo una cosa más y me callo, porque no voy a tocar la cuestión de los colchones en este salón de la señora Featherstone Hogg. Baste decir que todos, del primero al último, son colchones buenos, de crin de caballo, y quien diga que los relleno con patatas miente… pero lo que quería decir en realidad es que todos mis huéspedes son caballeros respetables y bien educados, que nunca he alojado en mi establecimiento a nadie que se llamara Manson y que, de haber sido así, habría procurado que se comportara como un caballero. Ninguno ha pasado jamás la noche dando la serenata con la mandolina en el jardín de una dama. El señor Fortnum toca el ukelele y pasamos ratos muy agradables cuando lo toca por la tarde en el salón y los demás caballeros cantan…
La señora Featherstone Hogg dio un golpe en la mesa…
—A continuación, el señor Bulmer leerá las disculpas de los ausentes —dijo en voz alta.
—Esto tendríamos que haberlo hecho al principio —dijo el señor Bulmer, enfurruñado.
—Lo sé, pero se me pasó.
—Más vale que las lea usted.
—Muy bien —dijo la señora presidenta—, si no quiere hacerlo usted, lo haré yo. —Cogió un puñado de papeles y se aclaró la garganta—. La señora Bulmer ha salido de viaje y lamenta, por tanto, no poder estar presente. El doctor Walker no ha podido evitar un compromiso, pero espera venir más tarde. La señorita Pretty está en cama con fiebre, lamenta profundamente no poder asistir a la reunión, pero nos desea lo mejor. Sin duda todos agradecemos muchísimo a la señorita Pretty su amable mensaje. El coronel Carter ha zarpado rumbo a la India y se disculpa por no poder asistir. El comandante Shearer y señora se excusan por no poder aceptar la amable invitación de la señora Featherstone Hogg, debido a un compromiso previo. La señorita Dorcas Pemberty lamenta no poder acudir. La señorita Sandeman todavía se encuentra postrada en la cama y lamenta mucho no poder aceptar la amable invitación de la señora Featherstone Hogg. Creo que esto es todo; procedamos a continuación con el… ejem… con los procedimientos —dijo la señora Featherstone Hogg, y se sentó.
—¿Qué va a hacer cuando descubra quién es John Smith? —pregunto la señorita King con voz grave y sensata—. En mi opinión, no podrá hacer nada, porque ningún abogado que se precie aceptaría el caso ni regalado.
—De eso me encargo yo —contestó la presidenta de la reunión en un tono de voz que no presagiaba nada bueno para John Smith.
—Propongo que eso se vote aquí —dijo la señorita King con firmeza.
Sarah Walker secundó la moción y la señora Featherstone Hogg se vio obligada a pedir el voto a mano alzada. Se alzaron las manos y resultó que la mayoría estaba de acuerdo con la señorita King. En otras palabras, todos querían dar su opinión sobre el castigo que se aplicaría a John Smith y nadie quería dejarlo enteramente en manos de la presidenta.
—Opino que deberíamos castigarlo con el látigo de la indiferencia —dijo Isabella Snowdon despiadadamente.
—¡Bah!… Eso a él le resbala —refunfuñó el señor Bulmer—. Lo que se merece es que lo tiren de cabeza al abrevadero.
—Todo depende de la envergadura del hombre —puntualizó el señor Snowdon—. Como ha dicho la señorita King con toda la razón, ningún abogado aceptará el caso… pero hay otras formas de castigarlo.
—¿Cuáles, por ejemplo? —preguntó el señor Bulmer.
—Todo el mundo tiene un punto débil —contestó significativamente el señor Snowdon.
—¿Entonces podríamos averiguar algún suceso vergonzoso de su pasado y someterlo a chantaje? —preguntó Sarah Walker dulcemente.
—Yo no he hablado de chantaje —replicó el señor Snowdon—. Solo digo que todo el mundo tiene un punto débil. En el caso de un hombre como John Smith, no podemos andarnos con remilgos. Es evidente que hay que darle una lección. Si descubrimos su talón de Aquiles, lo tendremos a nuestra merced.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó de pronto el señor Durnet con voz aguda—. ¿Qué pasa aquí? Mi hija me dijo que íbamos a tomar el té y ya llevamos aquí mucho rato.
—Después de la reunión —gritó el señor Black, que estaba al lado del anciano—. ¡DESPUÉS DE LA REUNIÓN!
—Eso, sí, jamón. Eso es lo que me dijo ella —insistió el señor Durnet desconsoladamente con voz de pito—, pero no veo nada de comer en ninguna parte… ni de beber.
La señora Featherstone Hogg hizo caso omiso de la interrupción.
—Están todos completamente equivocados —dijo con firmeza—. John Smith merece ser fustigado, es el único castigo posible para un hombre de su calaña. Y, si mi voto sirve de algo en todo esto, voto por que lo fustiguen.
—No, no sirve de nada —dijo el señor Bulmer—. Es usted la presidenta, o eso se supone, y por tanto no tiene voto, a menos que se produzca un empate y tenga que desempatar usted.
—Si lo llego a saber, no me hago presidenta —contestó la señora Featherstone Hogg un poco acalorada—. Entonces, ¿por ser la presidenta tengo que quedarme como un pasmarote y privar a la reunión del beneficio de mis ideas?
El señor Bulmer no se atrevió a responder a la pregunta: quizá le faltara experiencia para resolver una cuestión tan peliaguda.
—¿Quién va a fustigarlo? —preguntó, pasando a un terreno más seguro—. ¿Quién está dispuesto a fustigar a ese hombre y pagarlo después con la cárcel? Me gustaría saberlo.
—El coronel Weatherhead, por supuesto —dijo con calma la señora Featherstone Hogg.
Se oyó una pequeña exclamación general de asombro.
—Sería un espectáculo digno de verse —dijo el capitán Sandeman.
—Sin la menor duda —lo secundó el señor Black—, pero el coronel está un poco mayor para semejante cometido y todavía no sabemos el tamaño que tendrá el tal John Smith. Personalmente, antes de decir si me enfrento o no a un hombre, prefiero saber de qué tamaño es; no obstante, admiro las agallas del coronel.
—Es una lástima que no abunden los hombres valientes como el coronel —dijo la señora Featherstone Hogg con aspereza.
Había dado tantas vueltas al asunto de fustigar al culpable que estaba convencida de que el coronel Weatherhead aceptaría. Sería muy difícil persuadirla ahora de que, en realidad, el coronel no se había prestado con entusiasmo a ser el ejecutor del castigo. Afortunadamente, ninguno de los presentes creyó oportuno indicarle su error.
—No me molestaría darle su merecido si fuera menos corpulento que yo —manifestó el señor Black, que se dio por aludido al oír el comentario de la presidenta y se ofendió por la insinuación de cobardía que suponía—, pero es una bobada comprometerse sin tener la certeza de que se le pueda dar el escarmiento.
El capitán Sandeman murmuró unas palabras y la presidenta le pidió que las repitiera en voz alta. Era obvio que esperaba que se ofreciera voluntario, pues era un joven fuerte, de constitución robusta y militar de profesión.
—Solo he dicho que esto es como el cuento de la lechera —dijo el capitán Sandeman.
—Muy pertinente, en efecto —dijo la señorita Olivia Snowdon.
—¡Cielos! ¿Qué tiene de impertinente? —inquirió el capitán Sandeman con indignación—. Solo he dicho que esto parece el cuento de la lechera. Un cuento que sigue vigente. Antes de comprar el cerdo, hay que vender la leche. Es decir, que no vale la pena pensar en castigos si no hemos descubierto al canalla. Todavía no tenemos ni la más remota idea de quién pueda ser.
—Lo sé, lo sé —dijo la agobiada presidenta procurando calmar los ánimos—. Nadie ha dicho «impertinente».
—Lo ha dicho la señorita Snowdon.
—He dicho «pertinente» —puntualizó la señorita Snowdon con sorna—. Tal vez ignore usted lo que significa «pertinente» en este caso, es lo contrario de «impertinente», aunque actualmente la palabra ha perdido ese significado y…
—¿Es necesario profundizar en la etimología? —inquirió el señor Bulmer en tono cansino.
—Me ha parecido necesario explicar al capitán Sandeman el significado de la palabra —contestó la señorita Snowdon con un leve acaloramiento.
La señora Featherstone Hogg juzgó necesario intervenir y dio unos golpes en la mesa con el martillo.
—Damas y caballeros, debemos ceñirnos a la cuestión que nos ha reunido —dijo resueltamente—. No paramos de divagar…
—Es cometido de la presidenta evitar que ocurra eso —le recriminó el señor Bulmer.
—Es precisamente lo que estaba intentando —replicó la señora Featherstone Hogg comprensiblemente irritada—. Llevo intentándolo desde el principio. Si le parecía que podía presidir la reunión mejor que yo, ¿por qué no lo ha hecho?
—¡Dios me libre! —exclamó el señor Bulmer.
—Lo único que quiero es ayudar a la comunidad —continuó la presidenta en tono patético—. Los he reunido hoy aquí para llegar al fondo de… de este asunto tan alarmante.
—Y es muy amable por su parte, señora —terció la señora Goldsmith, dispuesta a aliarse con su mejor clienta por encima de todo—. Ha sido usted muy amable tomándose tantas molestias para reunirnos hoy a todos en su bonito salón, es la verdad. Propongo un voto de agradecimiento a la señora Featherstone Hogg —añadió, súbitamente inspirada.
—¡Esto es muy inconstitucional! —exclamó el señor Bulmer.
—Es usted muy amable, señora Goldsmith —dijo la señora Featherstone Hogg mirando con reproche al señor Bulmer—, muy amable, de verdad, y me alegro de que alguien aprecie mis esfuerzos, pero le recuerdo que el voto de agradecimiento es al final del acto.
—¿Ah, sí? —preguntó la señora Goldsmith con interés—. Bueno, es la primera vez que asisto a una reunión en una casa, por eso no lo sabía. Es que solo conozco las reuniones de cuáqueros, porque mi tía, la que vive en Herefordshire, es cuáquera, y de pequeños pasábamos una temporada con ella de vez en cuando. Pero, claro, como en las reuniones de cuáqueros se habla cuando te inspira el espíritu, pues pensé que aquí sería más o menos lo mismo…
—No, aquí no es así —dijo la presidenta con perplejidad—. Si alguien tiene algo que decir que pueda arrojar alguna luz sobre la identidad de John Smith, lo oiremos con enorme gratitud, pero, si no, solicito a los presentes que guarden silencio.
—¿Y si guardamos todos diez minutos de silencio? —inquirió la señorita Isabella Snowdon tímidamente—. Quienes deseen rezar y pedir orientación al Señor, que lo hagan, por supuesto, y los demás, que se concentren en el problema. El poder de la mente es tan inmenso y tan… tan… bueno, tan poderoso, que sin duda sacaremos algo en limpio.
—No sabía que esto iba a convertirse en una sesión de espiritismo; de haberlo sabido, me habría quedado en casa —se pronunció el señor Bulmer, que se iba enfadando cada vez más.