—¡Vaya! —exclamó Ernest levantándose de un brinco—. ¿Es usted…? En fin, no sabía… Usted es… ¿Es usted la señorita Carter?… Creía que era una niña pequeña.
La reacción del vicario fue el colmo del asombro y la consternación.
—Es que mi abuela me trata como si tuviera siete años —contestó Sally, dueña ya de la situación—. Es un verdadero tostón… Supongo que será porque, como abue es tan mayor…
—Supongo que sí —dijo Ernest.
—Por lo visto, los ancianos creen que los niños no crecen nunca… Les parece que siempre tienen los mismos años. Y, claro, abue se acuerda de cuando mi padre era pequeño y cenaba leche con pan y supongo que por eso a mí no me ve tal como soy.
—Supongo que sí —repitió Ernest.
—Creo que a los viejos les funciona el cerebro más despacio. No captan impresiones nuevas, ya sabe. Una vez me lo explicó un médico y me pareció muy interesante.
—Sí, seguro que sí —dijo Ernest sin saber a qué atenerse.
No tenía ni idea de cómo empezar la clase. ¿Cómo demonios iba a ponerse a enseñar latín e historia a una jovencita tan dueña de sí misma? Había rescatado el manual
La Europa moderna,
de Lord, porque creía que sería lo más indicado para empezar, pero ahora le parecía completamente fuera de lugar. Y lo mismo con el de
Latín elemental,
que, con gran satisfacción, había encontrado la víspera en el fondo de una caja de libros viejos. La joven estaba quitándose los guantes y evidentemente esperaba empezar sin demora. Ernest se pasó la mano por la cabeza con desesperación.
Sally empezaba a pasarlo bien viendo los apuros de Ernest.
—Dábamos este libro en el colegio, por supuesto —dijo Sally, y cogió el manoseado manual de latín—, aunque seguro que no me acuerdo de nada. ¿Empezamos desde el principio?
—Sí —dijo Ernest—, aunque, no sé, tal vez prefiera usted traducir un poco. El grado elemental es bastante aburrido. Es que, como comprenderá, no sabía que era usted… Pensé que sería… En fin, saqué esos libros solo porque…
—Pero ¡si soy muy ignorante, de verdad! —dijo Sally, y lo miró inocentemente abriendo mucho sus ojos azules—. Ya verá el susto que se lleva cuando vea lo poquísimo que sé. No me acuerdo de nada de lo que haya podido aprender en mi vida.
¡Qué azules tenía los ojos!
—Me parece que voy a quitarme el sombrero —dijo Sally.
—Ah, sí —dijo él—, sí, por supuesto. Si está más cómoda, quíteselo.
Se lo quitó, sacudió un poco la cabeza y los dorados rizos se ahuecaron como un halo alrededor de la cabeza. Ernest no había visto nada tan bonito en su vida y se quedó embelesado mirándola.
—Pues será mejor que empecemos, ¿no? —dijo la muchacha, y se sentó a la mesa.
—Sí, es lo mejor —contestó Ernest procurando sobreponerse.
—No podemos perder tiempo —observó Sally.
Ernest le dio la razón. Cogió el manual de latín elemental y lo volvió a dejar en la mesa. Era insoportablemente aburrido.
—¿Y si empezamos con la historia? —propuso Sally—. No tengo ninguna noción de historia, ¿sabe?
—En tal caso, empecemos con la historia —dijo Ernest.
—Todos tendríamos que saber un poco de historia, ¿verdad? —dijo Sally.
Ernest estaba seguro de que tenía razón. Abrieron
La
Europa moderna,
de Lord, y lo miraron juntos por encima.
—Me parece muy… muy elemental para usted —dijo Ernest de pronto.
Cerró el libro y miró a su alumna. ¡Qué difícil era no mirarla! Y, cuando la miraba, solo podía pensar en lo guapa que era. Desvió la vista e intentó concentrarse.
—El pensamiento moderno ha avanzado muchísimo —dijo Ernest—. Hoy las fechas no se consideran tan importantes: lo que realmente interesa es el contexto, es decir, la forma en que vivía la gente, los alimentos que consumían y lo que sentían y pensaban.
—Las fechas son un auténtico tostón —dijo Sally—. No me las aprendía nunca. Lo que dice usted parece muy interesante…
Ernest se animó mucho y siguió desarrollando su teoría. Hablaron de lo que opinaba cada uno sobre la mejor manera de enseñar historia. Entretanto, el tiempo pasó volando. A las once y media todavía no sabían por dónde empezar.
—Me temo que no hemos estudiado mucho hoy —dijo Ernest en tono culpable.
La alumna se levantó y se puso el sombrero.
—Hemos despejado el terreno —replicó Sally— y eso es muy importante. Y usted se ha dado cuenta de lo poco que sé…
—No, no; no me he dado cuenta de nada —dijo Ernest—; es decir, es usted muy inteligente y muy vital.
A Sally le gustó que le dijera eso, era mejor ser inteligente que espabilada… ¿De quién era esa frase? De todos modos, sospechaba que era ambas cosas y tal vez no se equivocara. Volvió a casa muy satisfecha de sí misma y le dijo a su abuela que habían despejado el terreno. La anciana había pasado la mañana con mucha tranquilidad y se dejó convencer fácilmente de que el experimento era un gran acierto.
L
a señora Carter esperaba a Barbara Buncle a la hora del té y se llevó una sorpresa al ver llegar a Elizabeth Wade en su lugar.
—¡Barbara, querida! —dijo, mirándola de arriba abajo con ojos de miope—. Mi querida amiga, ¿qué se ha hecho? ¡Espero que no se haya tratado con hormonas de mono!
—Estreno abrigo y sombrero, nada más —contestó Barbara, levemente halagada por el recibimiento.
—Y se ha hecho la permanente —observó la señora Carter—. Hay que reconocer que la favorece mucho. Es un invento estupendo para el pelo liso. Mis rizos son naturales, claro está —añadió con retintín, pues intentaba por todos los medios que el mundo olvidara las infames calumnias que John Smith había dicho de su pelo.
—Me alegro mucho por usted —dijo Barbara suspirando.
—Sally ha empezado las clases con el vicario —dijo la señora Carter, cambiando bruscamente de tema—. Es un alivio que mi querida nietecita tenga algo concreto que hacer por la mañana, hasta que pueda ocuparme yo de ella.
—¿Con el vicario?
—Sí, anda muy mal de dinero… o eso dice el doctor Walker. No sé cómo lo sabe, pero el caso es que ese hombre lo sabe todo, al parecer. Claro, así es como Sarah se enteró de tantas cosas y luego las escribió en el libro… aunque muchas no son ciertas…
A Barbara le costó un poco entender estas palabras incoherentes y un tanto ilógicas, pero se agarró a lo fundamental o, al menos, a lo que ella consideraba fundamental.
—Pero no lo escribió Sarah —replicó con firmeza.
—¿Cómo lo sabe? Estoy totalmente convencida de que ha sido ella. ¿Qué otra persona ha podido ser? Si se fija, tiene muchísimas oportunidades de enterarse de muchas cosas. Estoy segura de que el doctor se lo cuenta todo. No volvería a llamarlo, si no fuera por lo bien que entiende mi reuma. Aunque a Sarah le retiro el saludo, eso se lo aseguro —añadió la señora Carter con satisfacción.
—No lo ha escrito ella —insistió Barbara.
—Bueno, pues, en ese caso, me gustaría saber quién ha sido. Ah, claro, usted no se quedó hasta el final de la reunión, pero entre todos decidimos que John Smith es Sarah Walker, por unanimidad, menos la señorita King, que nunca está de acuerdo con los demás. Hasta el anciano señor Durnet levantó la mano…
—Seguro que no tenía ni idea de por qué —la interrumpió Barbara.
—Bueno, de todas formas, la levantó… Y ¿no fue una prueba clara de culpabilidad enfadarse tanto y salir corriendo como una loca, sin despedirse siquiera de la anfitriona?
—Yo hice lo mismo —replicó Barbara con valentía.
Hasta ese momento no se había dado cuenta de que había infringido el protocolo de los buenos modales. ¿Tenía que haberse despedido de la señora Featherstone Hogg y haberle dado las gracias por la invitación? «Supongo que sí —concluyó—, aunque, si me paro a pensarlo en ese momento, no soy capaz de marcharme; no me habría atrevido, allí, delante de todos, conque me alegro de que se me olvidara la buena educación.»
—¡Ah, claro! —dijo la señora Carter riéndose de buena gana—. Nadie reparó en usted. Usted jamás podría escribir
El perturbador de la paz.
Sarah Walker, en cambio, tiene cabeza. Esa mujer no me interesa nada, nunca me interesó. No sabe comportarse como una señora, no tiene ni idea. ¡Fíjese en lo bien que se lleva con la gente del pueblo y, en cambio, no trata con el debido respeto a quien corresponde! No entiendo qué le ve usted… aunque, la verdad, cabeza sí que tiene para algunas cosas.
A Barbara le dolieron esas palabras, pero también le hicieron gracia, le quitaron un peso de encima y además la enfurecieron, todo al mismo tiempo. Un extraño sentimiento bullía en su interior, producto de las emociones contradictorias. Le habría gustado decirle a la cara: «Pues, para que se entere, ¡lo escribí yo, vieja tonta!», pero se contuvo y se limitó a reiterar con gran convicción que Sarah no había escrito
El perturbador de la paz.
—Es inútil que insista, Barbara —dijo la señora Carter, irritada—. Si no lo ha escrito Sarah, ¿quién ha podido ser? Agatha Featherstone Hogg y yo hicimos una lista de todos los conocidos de Silverstream y revisamos los nombres uno a uno con el mayor detenimiento. Los que no salen en el libro serían completamente incapaces de haberlo escrito. Aunque, en cualquier caso, ahora no tiene mayor importancia, porque pronto sabremos con seguridad si lo escribió Sarah o no.
—¿Pronto lo sabrán con seguridad?
—Agatha ha tenido una gran idea —explicó la señora Carter—. Bueno, en realidad se le ocurrió a la señora Greensleeves, pero a Agatha le gustó y lo estamos planeando juntas.
—Y ¿en qué consiste? —preguntó Barbara sin respiración.
—¡Ay, no puedo decírselo! Porque he prometido no contárselo a nadie. Naturalmente, no me importaría contárselo a usted, Barbara, pero las promesas hay que cumplirlas. Personalmente creo que la idea es un poco arriesgada, pero Agatha tendrá cuidado.
—¡Santo cielo! —exclamó Barbara sin fuerzas.
El asunto la alarmó. Si fuera cosa de la señora Featherstone Hogg, no le preocuparía tanto, pues esa mujer era vengativa, pero no sutil; la señora Greensleeves, en cambio, era harina de otro costal, una mujer taimada y astuta como una raposa.
—Sí —dijo la señora Carter con satisfacción—, sí, pronto sabremos con certeza si ha sido Sarah Walker o no. No habrá recibido por casualidad una postal de París, ¿verdad?
Barbara contestó afirmativamente.
—¡Es vergonzoso! ¡Una auténtica indecencia! —exclamó la señora Carter, sulfurándose de nuevo—. ¡Hay que ver cómo está el mundo hoy en día! ¿Adónde iremos a parar?
—Es bonito que se hayan casado —dijo Barbara, temblando un poco por la osadía de contradecir a su anfitriona.
—¿Bonito? —exclamó la señora Carter—. De bonito, nada, eso por supuesto
.
Esta palabra se usa ahora para todo, ¡es ridículo! Ahora quiere decir detallista, discreto… pero ¿qué tiene de detallista o discreto que dos personas que están en boca de todo el mundo por culpa de una novelucha de tercera clase huyan juntas a París? Espero que se hayan casado —añadió en un tono que daba a entender que albergaba graves dudas al respecto.
—Dorcas decía que harían una pareja muy bo… bueno, una pareja encantadora.
—¡Dorcas! —repitió la señora Carter con un bufido—. ¿Qué va a saber ella? Es un gran error hablar de ciertas cosas con el servicio, no preste la menor atención a lo que diga su criada.
—No, no, solo cuando estoy de acuerdo con ella —contestó Barbara sencillamente.
La conversación tomaba un rumbo cada vez más desagradable. Barbara tenía muchas ganas de que acudiera Sally a rescatarla. Se preguntó dónde demonios estaría, que tardaba tanto. En cuanto llegara, la señora Carter dejaría de hablar de matrimonios vergonzosos, porque tenía mucho cuidado con lo que decía delante de su nieta; un miramiento innecesario, hay que decir, habida cuenta de lo mucho que sabía la joven de las perversidades del mundo.
—¡Cuánto daño ha hecho el libro ese! —dijo la señora Carter mirando al techo—. El escándalo de la boda secreta, los Bulmer y su hogar destrozado y las pesadillas nocturnas de Isabella Snowdon; todo eso se puede atribuir directamente al dichoso libro… por no hablar de los trastornos y preocupaciones que ha causado a otras personas, como Agatha o yo misma…
Cuando ya casi habían terminado de tomar el té, apareció Sally sin hacer ruido. Iba vestida de color marrón, un marrón rojizo como las hojas de haya en noviembre. Se sentó y, con desagrado evidente, dio unos sorbitos a un gran vaso de leche.
—¿De dónde vienes, Sally? —preguntó su abuela con inquietud—. Espero que no hayas salido a la calle; hace mucho frío y no te conviene nada salir a estas horas.
—He ido a dar un paseo.
—¿Dónde, querida? ¿Has ido tú sola?
—Me encontré con el señor Hathaway —dijo Sally sin darle importancia— y me acompañó él.
—¡Qué amable! —dijo la señora Carter—. Es todo un detalle que te acompañara a pasear. Espero que no abuses mucho de su bondad natural.
Al parecer, Sally no vio necesidad de responder; tomó un sorbo de leche y desmigajó una galleta entre los dedos.
—No tires migas, querida —dijo la señora Carter—. Por favor, toca la campanilla para que venga Lily a recoger el servicio.
Sally dejó la galleta y tocó la campanilla sin decir una palabra. De pequeña, cuando pasaba unos días en Los Abetos, era todo un privilegio llamar al timbre para que retiraran el té; por lo visto, la abuela creía que todavía le hacía ilusión. Estos pequeños detalles la sacaban de quicio; sabía que no valía la pena, pero de todos modos se ponía mala.
Barbara la compadeció en ese momento: la encontró desanimada, alicaída; debía de estar pasando un mal momento. A lo mejor echaba de menos a su padre. Seguro que era espantoso para la muchacha. Si media hora de conversación con la señora Carter la dejaba a ella para el arrastre, ¿qué sería no tener más compañía que la anciana a todas las horas del día? Se acordó de la promesa que había hecho a Virginia de estar pendiente de Sally y tuvo remordimientos. La novela nueva la absorbía tanto que no prestaba a la muchacha toda la atención que se había propuesto.
—Sally tiene que venir otra vez a tomar el té conmigo —dijo.
—Seguro que a la pequeña le hace ilusión —dijo la señora Carter amablemente—. ¿Verdad, Sally? Da las gracias a la señorita Buncle.