Procuró concentrarse en el sermón. El señor Hathaway hablaba del amor al prójimo, decía que había que buscar lo bueno de cada uno y ver solo lo bueno, porque de esa forma, negándonos a lo malo, las personas se volvían buenas. Barbara se preguntó si sería cierto y, en tal caso, hasta qué punto debía aplicarse semejante doctrina, porque, si se negaba lo malo de un criminal, ¿dejaría de serlo? Lo dudaba. El señor Hathaway se refirió después al dinero. El dinero era la raíz de todo mal. San Francisco no lo tenía, no tenía nada de nada y era bondadoso en grado superlativo. La gente tenía más dinero del necesario en estos tiempos y, por tanto, había que simplificar la vida, pues lo cierto es que el hombre necesitaba muy poco en este mundo y en cambio debía acumular riquezas en el otro, ésa era su obligación.
—«Vende lo que tienes y dáselo a los pobres»
[11]
—citó el señor Hathaway—. Y ahora…
Barbara se levantó y se preguntó si el sacerdote predicaría con el ejemplo, porque en el pueblo se rumoreaba que era muy rico.
Vivian Greensleeves apenas prestó atención a la prédica, tenía otras cosas en que pensar. Había avanzado mucho con el vicario desde el primer almuerzo y la cena posterior. La aburría terriblemente, pero eso no tenía solución, lo principal era que tenía dinero y ella lo necesitaba cada vez más. Las tiendas de Silverstream empezaban a impacientarse. La modista de Londres le había mandado una carta de su abogado en la que solicitaba el pago inmediato de la deuda. «¡Qué injusto es todo!», pensó. Si tuviera dinero, pagaría las facturas con gusto, pero no lo tenía y, por lo tanto, no podía dar nada a esos infelices. Su única esperanza era Ernest Hathaway, tenía que sacarle el mayor partido posible y, en cuanto se casaran, no habría necesidad de escuchar sus estúpidas e insulsas disertaciones nunca más.
Concluido el oficio religioso, Vivian esperó al vicario en el cementerio de la iglesia y subieron la cuesta juntos. Ernest Hathaway se había ido acostumbrando poco a poco a almorzar con Vivian los domingos. Daban por supuesto que ella lo esperaría a la salida, después del oficio matinal, para subir juntos el repechito hasta Mon Repos.
Por el camino, hablaron de unos libros que le había prestado el señor Hathaway para que los leyera. Eran unos tostonazos de cuidado, pero, aunque parezca mentira, Vivian los leyó, al menos en parte, para poder hacerle algunas preguntas inteligentes cuando volvieran a verse. Tenía intención de acelerar su campaña. El señor Hathaway la apreciaba y la admiraba, estaba segura. Ya iba siendo hora de que se le declarase. Hoy le propondría que apearan el tratamiento y se llamasen por el nombre de pila. Le parecía que le gustaría mucho llamarla Vivian, y tenía razón. Ernest estaba más que dispuesto a apear el tratamiento formal y le dijo a su vez que lo llamara Ernest. Hablaron un rato del significado religioso de los nombres cristianos. A Vivian le traía sin cuidado el significado religioso de los nombres, pero no por eso dejó de prestar atención con mansedumbre. Al fin y al cabo, fuera cual fuese su simbolismo, era un paso más en la dirección oportuna para que él dijera su nombre.
Ernest, muy complacido, pronunció su nombre varias veces. Estaba muy orgulloso de esa oveja a la que había devuelto al redil con tanta firmeza. Le parecía muy guapa y, ahora que se había arrepentido de sus pecados y había enmendado sus faltas, también era buena. ¿Qué más podía desear que una esposa buena y bonita?
Sally fue a tomar el té a la Casita de Tanglewood, tal como habían acordado. Barbara no tenía nada que ofrecerle, no esperaba invitados y, como era domingo, no podía salir corriendo a comprar pasteles a la señora Goldsmith, como habría hecho con toda certeza si hubiera sido un día de diario. Pero el fuego ardía alegremente en la chimenea, se hicieron tostadas con mantequilla caliente, se chamuscaron la cara y se lo pasaron en grande.
—Quiero comprarme un sombrero nuevo —dijo Barbara sin más ni más.
Sally se puso en guardia.
—¡Qué emocionante! —exclamó. Se acordó del modelito que le había visto en la iglesia y añadió con vehemencia—: Sí, es una idea muy buena.
—Pero, es que no tengo buen gusto para los sombreros —dijo Barbara con un suspiro—, eso es lo peor. Parece que siempre elijo los que peor me sientan y, además, la señorita Bonnar tiene tan poco surtido…
—Querida… ¡ni se le ocurra comprarse un sombrero en la tienda de la señorita Bonnar! —exclamó Sally horrorizada.
—Es que siempre se los compro a ella…
—Nada, nada; tiene que ir a la ciudad, faltaría más. Vaya al taller de Virginia.
—¿Dónde está? —preguntó Barbara con interés.
—Es amiga mía —le confió Sally—. Tiene una tiendecita de sombreros y vestidos en Kensington High Street. Si quiere, le escribo una nota y le digo que no la estafe.
—¿De verdad?
—Pues claro. Así también le hago un favor a ella. La verdad es que es una persona honradísima y tiene mucho ojo para la ropa, siempre sabe exactamente lo que le sienta mejor a cada uno.
—Iré mañana —dijo Barbara audazmente—. Y, además del sombrero, me compraré ropa bonita de verdad.
¿Por qué no? Tenía cien libras en el banco y podía permitírselo.
—Pero antes vaya a la peluquería —le aconsejó Sally cuando, muy a su pesar, tuvo que irse a las siete en punto—. Y no se lo deje cortar por ningún concepto, no la favorecería nada, aunque le digan lo contrario. —Al llegar a la cancela, dio media vuelta y añadió—: Muchos abrazos para Virginia, y dígale que soy una desgraciada.
Así pues, el lunes por la mañana, Barbara y Dorothea Bold coincidieron en el tren de las diez y media a Londres. El coronel Weatherhead se había ido en el de las ocho y cuarto a tramitar asuntos importantes y a informarse sobre un permiso especial. Barbara saludó alegremente a Dorothea, eligieron un vagón de tercera clase que estaba vacío y se lo apropiaron.
—Voy a pasar un par de días con Alice —dijo Dorothea, y no mentía; le pareció mejor anticiparse a cualquier pregunta aparentando una franqueza absoluta.
—¡Qué bien! —dijo Barbara—. Yo solo voy y vuelvo. Creo que voy a arreglarme el pelo.
—¡Ay, sí! —exclamó Dorothea—. Le recomiendo a mi peluquera… Es sencillamente maravillosa.
Barbara anotó la dirección y pensó que la gente era muy simpática. ¡Cuánto le facilitaban las cosas! Primero, Sally, y ahora, Dorothea; las dos se habían prestado inmediatamente a ayudarla. Fueron todo el viaje charlando animadamente, saltando de un tema a otro, y se separaron en la estación. Como Dorothea llevaba equipaje, cogió un taxi para ir a casa de su hermana y Barbara buscó el autobús que, según su amiga, debería dejarla muy cerca de la maravillosa peluquera que transformaría sus lacios mechones en bucles irresistibles.
Los bucles irresistibles tardaron un tiempo en materializarse. La experiencia le pareció increíble y no estaba muy segura de que el resultado le gustara. Lo cierto era que el viejo sombrero quedaba muy raro encima del peinado. De todas maneras, pagó sin decir palabra y salió de la peluquería. Estaba casi segura de que a la chica del mostrador se le había escapado una risita al verla.
Almorzó frugalmente en un establecimiento de comida casera y después se fue en busca de Virginia. «Es una tiendecita amarilla —le había dicho Sally—; tiene un sombrerito en el escaparate y el rótulo encima de la puerta, en letras negras.» No fue fácil dar con un sitio tan pequeño y poco llamativo, pero por fin lo descubrió encajonado entre una mercería enorme y una floristería floreciente. Abrió la puerta y entró.
En la tienda no había nada más que unas frágiles sillas doradas y espejos de cuerpo entero, en los que, acongojada, vio su propio reflejo desde diversos ángulos. «No me extraña que la chica de la peluquería se riera —pensó con desconsuelo—; con estos pelos parezco un bicho raro. ¿Habrá algo en el mundo para deshacer la permanente? Seguro que la única solución es cortarse los rizos al cero.»
La aparición de una joven vestida de negro cortó en seco las pesimistas reflexiones de Barbara. Con actitud altiva, le ofreció una silla dorada y preguntó qué se le ofrecía a «Moddam». Barbara estaba tan aterrorizada que no podía hablar, de manera que se limitó a entregar la carta de Sally y a esperar el resultado.
—Ah, ya —dijo la joven con condescendencia—. Una carta para Moddam. Tenga la amabilidad de esperar un momento, voy a ver si puede atenderla.
La espera fue breve, solo le dio tiempo a agarrar el sombrero con ambas manos y encasquetárselo en la cabeza, porque enseguida apareció Virginia con la carta de Sally en la mano. Era una mujer del mismo estilo que Sally, pero más alta y de pelo castaño, en vez de rubio.
—Qué amable de su parte haberle recomendado mi taller —dijo cordialmente—. Pase por aquí, haga el favor.
Barbara estaba dispuesta a ir a cualquier sitio y siguió a Virginia hasta una estancia grande situada en la trastienda. Era un gran salón cuadrado lleno de abrigos, sombreros y vestidos de todas las formas y colores.
—Ahora podemos hablar —dijo Virginia—. Cuénteme todo lo que sepa de Sally. Dice que es muy desgraciada, ¿es cierto?
—Eso dice —asintió Barbara con un leve parpadeo—, pero en realidad no es para tanto
.
—Es que, si lo es, habrá que tomar cartas en el asunto —dijo Virginia con decisión—. No podemos consentir que Sally se deprima, ¿no le parece? Cuando el coronel Carter se fue a la India y la dejó aquí, le dije que podía quedarse conmigo, pero el médico dijo que estaría mejor en el campo.
—Leche y sol —dijo Barbara.
—Sí, eso fue lo que dijo —replicó Virginia—. Pero la leche y el sol no sirven de nada si eres desgraciada. Si le parece que aquí estaría mejor, no deje de decírmelo, por favor. Vive cerca de ella, ¿no?
—En la casa de al lado —dijo Barbara.
—Sally es un cielo, ¿verdad que sí?
Hablaron un rato de Sally.
—Y, ahora —dijo Virginia por fin—, ha venido usted a comprar algunas cosas, ¿no es eso? Sally me dice que le elija la ropa yo. Quítese el sombrero.
Barbara se alegró de quitárselo, porque se le había vuelto a subir hasta la coronilla.
Virginia la miró de arriba abajo con los ojos entrecerrados.
—Verde botella para su bonito cutis —decidió— o ese tono burdeos que acaba de salir… A ver… —y se zambulló en varios armarios.
Pasaron tres horas de intensa actividad en la gran sala cuadrada. Virginia era muy rigurosa, embutía los vestidos a Barbara y se los quitaba sin contemplaciones.
—No, eso no va con su estilo, ni hablar —dijo cuando Barbara opinó que le gustaban un corpiño sencillo y una falda acampanada de crep de la China marrón—. Si le dejo llevarse eso, Sally me mata. Espere un momento, voy a buscar una cosa que… —dijo, y se puso a revolver otra vez en el armario.
Barbara se probó abrigos, jerséis, vestidos y sombreros hasta que el pelo, recién peinado, se le quedó como un pajar después de un huracán.
—Lamento mucho lo del pelo —dijo Virginia—. La he despeinado completamente, pero tenemos que dar con lo mejor para usted. Antes de ir a la cama, mójeselo un poco y arréglese los rizos; voy a darle una redecilla.
Cuando salió por fin de la tienda, estaba un poco mareada y muy emocionada. Nunca se había imaginado que comprarse ropa pudiera ser emocionante. Había que hacer un par de arreglillos, pero Virginia prometió que le mandaría las cosas el jueves. Así pues, las tendría el viernes a la mañana. Se gastó casi cincuenta libras, pero sabía que valía la pena. Ahora tenía un abrigo de color verde botella con cuello de piel y un sombrero que hacía conjunto, además de un traje de punto que combinaba muy bien con el abrigo y el sombrero, dos «vestiditos» y un traje de noche… y combinaciones, medias y zapatos a juego.
B
arbara no sabía que, mientras se divertía en Londres y, de la mano de la experta Virginia, renovaba su vestuario por completo,
El perturbador de la paz
desarrollaba una actividad frenética en Silverstream; sin embargo, así era. Se propagaba rápidamente, como la terrible enfermedad con la que la señora King lo había comparado. La señora Featherstone Hogg, su agente publicitario más eficaz, recorrió el pueblo en coche distribuyendo invitaciones para la reunión en su casa, así como ejemplares de
El perturbador de la paz
a todos aquellos que no lo hubieran leído. No cayó en la cuenta de que, por cada ejemplar vendido, John Smith cobraría derechos de autor; de haberlo sabido, habría reducido drásticamente el presupuesto que invirtió en la novela. Se habría llevado un disgusto tremendo si alguien la hubiera advertido de que estaba enriqueciendo al detestable John Smith.
La reunión en su casa iba a ser representativa. No se restringiría la asistencia a nadie por ningún motivo. El salón se abriría a todos los vecinos que salían en
El perturbador de la paz,
un gesto muy noble por su parte.
Invitó a la señora Goldsmith y a una de sus hijas, así como a la señora Dick y a dos de sus huéspedes; también a los militares, aunque solo figuraban superficialmente en la novela. Invitó incluso al viejo sepulturero de Santa Mónica, quien, según
El perturbador de la paz,
sufría un ataque de terror al ver levantarse de la tumba al fantasma de la señora Nevis (o Snowdon) para asistir a la fiesta que se celebraba en su casa. Lamentablemente, el señor Durnet era durísimo de oído y no lograron hacerle entender el motivo de la reunión, pero su hija prometió prepararlo y mandarlo a Las Jarcias el jueves a las tres y media.
Los Snowdon recibieron la invitación el domingo y pasaron la tarde leyendo
El perturbador de la paz.
No se sabe lo que se dijeron en la intimidad de su hogar, pues apenas se expresaban fuera de casa, pero la señorita Isabella, que era de natural nervioso, se despertó gritando en plena noche y, cuando sus queridos familiares entraron en su dormitorio en
déshabillé,
afirmó que su madre había regresado de entre los muertos.
—Es imposible, Isabella —dijo el señor Snowdon con severidad desacostumbrada.
—Aunque sea imposible, de todos modos es cierto —adujo Isabella, hecha un mar de lágrimas—. Estaba ahí, a los pies de la cama, justo donde estás tú. Y me llamó «Izzy» y, si mal no recuerdas, yo detestaba que me llamara así.
En ese momento entró en escena la cocinera, con bigudíes de papel en la cabeza y los ojos desorbitados.