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Authors: D.E. Stevenson

Tags: #Relato

El libro de la señorita Buncle (15 page)

BOOK: El libro de la señorita Buncle
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—No tiene nada de malo —contestó el señor Featherstone Hogg con prontitud—. En mi opinión, nada… Eras tú la que…

—¡Cállate ahora mismo! —gritó su media naranja tapándose los oídos fuertemente con las manos.

—Solo iba a decir que eras tú la que parecía avergonzarse —dijo el señor Featherstone Hogg sin inquietarse—. Yo no, a mí nunca me importó.

La entrevista con el señor Spark tuvo lugar esa misma tarde y fue muy decepcionante. El abogado se limitó a reiterar los argumentos que había expuesto ante el señor Featherstone Hogg. Ni siquiera se había tomado la molestia de leer el libro que la señora Featherstone Hogg le había enviado: no serviría de nada; daba el caso por cerrado. La señora Featherstone Hogg lo sacó de su error. Le ordenó que leyera
El perturbador de la paz
y concertó una cita con él al día siguiente.

El señor Spark leyó el libro y lo disfrutó, sobre todo los párrafos concernientes a la señora Featherstone Hogg, pero después de leerlo todavía tenía menos ganas de llevar el caso a juicio. Se imaginó la escena en la sala, las risitas de la gente, las ocurrencias del juez… ¿Qué abogado aceptaría semejante patochada? Se imaginó también las carcajadas cuando se leyeran en voz alta los párrafos objeto de la denuncia. La señora Featherstone Hogg los había subrayado en tinta roja para que no hubiera ninguna duda.

A la mañana siguiente, cuando los Featherstone Hogg se presentaron a la hora convenida, el señor Spark ya había adoptado una postura inamovible.

—Mi querida señora Featherstone Hogg —dijo, levantándose para ofrecerle una silla—, he leído la novela; no es más que material de segunda fila y no es digna de su atención, se lo aseguro. El personaje que tanto la ofende dista enormemente de referirse a usted. Creo que, en realidad, peca de susceptible.

—Me refiero a la señora Horsley Downs.

—Lo sé, lo sé. Me dio usted el ejemplar convenientemente señalado. Reconozco que se puede encontrar alguna ligera semejanza con usted, pero es pura coincidencia. Es usted, en esencia, diametralmente opuesta al personaje de la señora Horsley Downs… diametralmente opuesta. Por otra parte, es lógico y natural que la ofenda la… la mera insinuación de que un personaje de una novela de estas características pueda inspirarse en la personalidad única e irrepetible de una dama tan sensible como usted. Pero, créame, se engaña usted; tenga en cuenta que las semejanzas son sencillamente fortuitas y, en cambio, las diferencias son fundamentales. Incluso me atrevería a decir que…

—¡Tonterías! —lo interrumpió la señora Featherstone Hogg, sin dejarse conmover por la perorata—. Este libro es una pura calumnia, y no me afecta solo a mí, sino a todo Silverstream. Cuento con el apoyo de todo el pueblo… Todos presentarán denuncia…

—Lo dudo mucho —dijo el señor Spark—. El caso sería un despropósito y los demandantes se pondrían en el mayor de los ridículos.

En esta fase de la reunión, la señora Featherstone Hogg perdió completamente los estribos. Conste en su descargo que los diez últimos días había tenido que superar momentos muy arduos.
El perturbador de la paz
había perturbado su vida profundamente. Los cimientos de su posición social en Silverstream se tambaleaban y para ella eran una cuestión de suprema importancia. Se enfureció y despotricó contra el señor Spark y contra Edwin, insistió en que el libro era repugnante, que la ridiculizaba y que exigía las más humildes disculpas y daños y perjuicios graves. Con bastante incoherencia, añadió que el personaje de la señora Horsley Downs era detestable y no tenía nada que ver con ella, aunque obviamente se había hecho con mala intención, porque era exactamente igual que ella, y que por tanto era difamación en estado puro y debía castigarse con todo el rigor de la ley. Repitió lo mismo muchas veces con diferentes palabras, aunque siempre a voz en grito, hasta que el señor Spark empezó a creer que le estallaría la cabeza. Las palabras de la señora se tornaban más pintorescas y menos civilizadas por momentos, hasta el punto de que el abogado empezó a preguntarse si no habría sido en efecto corista cuando el señor Featherstone Hogg cometió el gran error de casarse con ella y situarla en una esfera social más elevada.

Cuando por fin hizo una pausa para respirar, el señor Spark se limitó a mover la cabeza e insistió en que era inútil.

—¿Eso significa que se niega a ayudarnos? —inquirió la señora Featherstone Hogg sin dar crédito a sus oídos.

—Sí —contestó el señor Spark con rotundidad.

Los Featherstone Hogg eran clientes acaudalados y no podía permitirse el lujo de perderlos, pero todo tiene sus límites y aquello rozaba el suyo.

—En ese caso, nos vamos a otra parte —sentenció la señora Featherstone Hogg. Se levantó y recogió su abrigo de marta cibelina como una reina de tragedia.

El señor Featherstone Hogg no había intervenido en ningún momento en la conversación, si podía llamarse así. Se había quedado en segundo plano jugueteando con los pulgares y lamentando de corazón no haberse ahorrado el viaje. Ahora que la entrevista llegaba a su fin y Agatha había dicho todo lo que quería decir, se inclinó ligeramente hacia delante y carraspeó.

—¿Has dicho algo, Edwin? —preguntó su mujer volviéndose con una mirada aplastante.

—No, pero voy a hacerlo —contestó el gusano.

Por fin reaccionaba. También él había leído
El perturbador de la paz
y el asombroso libro había plantado semillas de rebeldía en su corazón. Las semillas habían tardado un poco en germinar, pues el corazón de Edwin era terreno poco abonado para esa clase de cosas, pero finalmente empezaban a crecer.

—He tomado la decisión de aceptar el consejo del señor Spark —dijo el señor Featherstone Hogg con un leve parpadeo nervioso.

—Conque has tomado la decisión, ¿eh?

—Sí, Agatha. Voy a seguir el consejo del señor Spark. No tengo dinero que desperdiciar en un pleito inútil ni el menor deseo de ponerme en ridículo…

—Ya te has puesto en ridículo —replicó Agatha secamente.

El señor Featherstone Hogg hizo caso omiso del ofensivo reproche, tan impropio de una señora. Cogió el sombrero y los guantes y estrechó la mano al señor Spark.

—Es posible que lo llame dentro de unos días para modificar algunos apartados de mi testamento —dijo el señor Featherstone Hogg en un tono muy claro e insinuante.

—Cuando quiera, ya sabe dónde estamos —contestó efusivamente el abogado.

—Puede que venga… y puede que no. Todo depende de las circunstancias —dijo el señor Featherstone Hogg.

—Como guste; quedo a su entera disposición —dijo el señor Spark—. Si lo desea, podemos revisarlo juntos. Tal vez encuentre algunos pormenores que prefiera retocar.

—Estoy pensando en una modificación radical —dijo el señor Featherstone Hogg con firmeza.

Con admirable cortesía, el señor Spark acompañó a la pareja hasta la puerta. Se quedó en el umbral haciendo inclinaciones de cabeza hasta que el Daimler se los llevó. Luego volvió a su despacho, cerró la puerta cuidadosamente y empezó a reírse sin parar.

Capítulo 13
El coronel Weatherhead y la señora Bold

L
o primero que hizo la señora Featherstone Hogg al volver a Silverstream fue llamar al coronel Weatherhead. Simmons contestó al teléfono y la informó de que el coronel estaba ausente.

—¿Cuándo vuelve? —preguntó la señora Featherstone Hogg.

—No tengo la menor idea, señora.

—¿Dónde ha ido? ¿A Londres?

—No, no, señora… creo que está en casa de la señora Bold.

La señora Featherstone Hogg colgó. ¡Qué fastidio! Ese hombre nunca estaba en casa cuando lo necesitaba. Imaginó que habría ido a hablar del asunto con la señora Bold. Parecía natural, pero ¿no era al mismo tiempo un tanto… bueno… una falta de tacto? En
El perturbador de la paz,
el comandante Waterfoot se declaraba a la señora Mildmay, aunque, según algunos, la seducía; era un detalle que seguramente colocaba a los prototipos en una posición muy delicada. Habría sido preferible que se evitaran el uno al otro, al menos hasta que pasara la primera tirantez; es lo que habría hecho cualquiera en su lugar. De todos modos, siempre había gente rara y no todo el mundo era tan susceptible como ella en estos particulares; en cualquier caso, si querían aclarar algo entre ellos, que se las compusieran solos, no tenía por qué afectarla a ella. Se le ocurrió hacer una visita a Dorothea y encontrarse allí con el coronel; lo hablarían entre los tres y decidirían lo que había que hacer.

Ordenó que fuera el coche a recogerla inmediatamente después del almuerzo. Acababan de llegar de Londres y el chófer había empezado a limpiarlo, pero a la señora Featherstone Hogg le dio exactamente igual. Los coches existían para prestar un servicio y los chóferes estaban para llevarla cuando quisiera y donde quisiera. Empezó a llover y al chófer no le hizo ninguna gracia.

Nótese que la señora Featherstone Hogg no había renunciado, ni muchísimo menos, a la campaña contra John Smith. La denuncia por difamación no era viable, definitivamente; Edwin se había puesto muy terco. Cuando salieron del despacho del señor Spark, nada más subir al coche le dijo que no quería oír una palabra más del asunto, y ella acató la decisión de su marido. No le quedó más remedio, prefirió ceder, después de la extraña y repentina actitud que había adoptado con respecto al testamento. A ella le convenía que el testamento siguiera exactamente como estaba: sería heredera universal, sin ninguna clase de restricción, ¿por qué alterarlo, entonces?

Agatha no deseaba perder a Edwin: por lo general era muy dócil y no molestaba nada, nunca se inmiscuía en sus cosas y le daba una asignación generosa; pero todos tenemos que morir algún día, Edwin era veinte años mayor que ella y además padecía del corazón. Era lógico suponer que se iría al otro mundo antes que ella, pero se sobrepondría a la pérdida con más entereza si contaba con el consuelo del capital íntegro de Edwin, hasta el último penique, sin restricciones estúpidas sobre segundas nupcias ni ninguna otra cosa…

Después de recapacitar a fondo, le pareció que era más conveniente no insistir en la querella por difamación. Era poco probable que Edwin tomara medidas verdaderamente drásticas, pero cabía alguna posibilidad: no parecía el mismo desde la tempestuosa entrevista con el señor Spark. Bien, no pondría la denuncia, pero no por eso iban a quedar impunes los delitos de ese John Smith. Había que pensar en otra cosa, era necesario resolver como fuera el misterio de la autoría del libro y castigar al escritor.

Antes de ir a ver a Dorothea Bold, llamó por teléfono al señor Bulmer y hablaron largo y tendido de
El perturbador de la paz.
El señor Bulmer le dijo que estaba solo en casa porque había mandado a Margaret y a los niños a pasar una temporada en Devonshire, en casa de la familia de su mujer. Añadió que le parecía lo más sensato. La señora Featherstone Hogg alabó su sentido de la previsión. Ninguno de los dos dijo por qué le parecía sensato exiliar a Margaret de Silverstream en ese momento, pero ambos sabían que era porque el señor Bulmer no deseaba que su mujer leyera
El perturbador de la paz
ni que oyera hablar de la novela a los vecinos del pueblo. La señora Featherstone Hogg pensó que tendría que haber alejado a Edwin antes de que lo hubiera contaminado el libro y soltó un suspiro profundo.

—Entonces ¿qué va a hacer? —preguntó el señor Bulmer—. ¿Va a ponerle una querella por difamación?

La señora Featherstone Hogg contestó que definitivamente no, porque las leyes de Inglaterra se hallaban en un estado de decadencia tal que una debía tomarse la justicia por propia mano, pero que había pensado convocar una reunión en su casa con todos los afectados por
El perturbador de la paz,
y le preguntó si le parecía un buen plan.

Al señor Bulmer le pareció un buen plan.

La señora Featherstone Hogg dijo que seguramente dilucidarían entre todos el misterio de John Smith: uno sabría un detalle, otro descubriría una pista y entre todos desenmascararían al impostor.

El señor Bulmer creía que era posible.

La señora Featherstone Hogg siguió diciendo que le comunicaría la fecha, aunque probablemente sería el jueves, así le daría tiempo a convocar a todo el mundo. Además ese día la gente trabajaba solo media jornada en Silverstream y, por lo tanto, la señora Goldsmith también podría asistir. Tenía entendido que a ella también le había irritado mucho
El perturbador de la paz.

A estas alturas, el señor Bulmer estaba harto de la conversación, contestó brevemente que el jueves por la tarde le parecía bien y colgó.

La señora Featherstone Hogg se dirigió al coche, que llevaba veinte minutos esperándola en la puerta.

—A casa de la señora Bold —dijo lacónicamente.

Le agradaba la idea de la reunión. Fue una inspiración. Se le ocurrió de repente, cuando hablaba con el señor Bulmer. A menudo las grandes inspiraciones llegaban a sus afortunados receptores repentina e inesperadamente. Seguro que, juntando toda la materia gris de Silverstream, averiguarían la verdadera identidad de John Smith. Estaba completamente obsesionada con el asunto, le atacaba los nervios, no podría descansar hasta dar con el autor. En cuanto supieran quién era, podrían decidir qué hacer, según de quién se tratara. Sabrían si era un hombre al que se podría aterrorizar, marginar o fustigar. Como mínimo lo obligarían a disculparse y lo expulsarían de Silverstream. Se aplicaría un castigo a medida del criminal. Creía que la persona idónea para fustigar era el coronel Weatherhead, si es que era ése el castigo que correspondía. Tenía ciertas dudas sobre el significado exacto de «fustigar», pero seguro que el coronel Weatherhead lo conocía.

Llegó por fin a su destino. El Daimler no pudo entrar en Mi Refugio porque el sendero estaba levantado. Había un hoyo grande justamente en medio del camino de entrada a la casa de Dorothea, y alrededor unos cuantos hombres en mono de trabajo fumaban en pipa de barro y hablaban del hoyo. El único que no fumaba ni hablaba era el que estaba en el agujero, hundido hasta el pecho; éste se limitaba a oír lo que decían los demás. Había dos picos y varias palas en las inmediaciones, en el suelo o contra la verja; volvía a llover y salía un olor muy desagradable…

La señora Featherstone Hogg sacó un pañuelo y aspiró delicadamente, estaba perfumado de Rose d’Amour y sirvió eficazmente de barrera contra el otro olor, mucho más apestoso, que salía del hoyo del camino de entrada de Dorothea.

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