Sarah la abrazó con ternura y le dijo al oído que no llorara.
—Los niños te quieren a morir —le susurró— y Stephen mejorará, ya lo verás. Fíjate en lo cambiado que estaba esta mañana. Has sido muy indulgente con él, te has dejado pisotear, querida Meg; ponte en tu sitio. Stephen saldrá ganando si lo obligas a comportarse, y no solo él, sino todo el mundo. No creo que le guste ser tan desagradable. Eso no le gusta a nadie —dijo Sarah con acierto.
D
espués de saludar a Margaret Bulmer con el rastrillo, Barbara Buncle siguió recogiendo hojas secas y ramas que acababa de podar de los groselleros y manzanos y las apiló en la hoguera. Esa mañana había ingresado el billete de cien libras en el banco, quería celebrarlo y desahogar el nerviosismo de alguna forma y encender una hoguera le pareció lo más adecuado. Las cosas importantes, como las grandes victorias, la coronación de los reyes y el nacimiento de herederos, se celebraban siempre con hogueras, conque ¿por qué no conmemorar también con fuego el advenimiento de la paz y la prosperidad a la Casita de Tanglewood?
El atractivo de su fogata consistía en que nadie más que ella sabía que era una celebración. El jardinero que trabajaba ocasionalmente en el jardín de Tanglewood pasó por allí y le dijo a voces: «Veo que está usted quemando hojarasca, señorita». ¡Quemando hojarasca! ¡Menuda manera de referirse a una hoguera!
Margaret Bulmer le dijo que olía muy bien. Barbara aspiró y lo encontró bastante agradable, pero lo que más le gustaba a ella eran las llamas, las pequeñas y rojas lenguas de fuego que lamían las ramitas y las hacían prender de repente. Arrojó unas cuantas más solo por ver el efecto.
¡Cuánto se había divertido esa mañana en el banco! Había ido a primera hora, en cuanto abrieron. El joven rubio de actitud desdeñosa, que se llamaba señor Black y era inquilino de la señora Dick, estaba sentado a su mesa y levantó la cabeza un momento para ver quién entraba, pero siguió escribiendo al menos dos minutos antes de acercarse a preguntarle qué deseaba. Pensaría que no había que molestarse por un espantajo como ella, o eso creyó Barbara. Seguro que el empleado sabía que estaba en números rojos e incluso puede que le hubieran dado orden de no aceptar más cheques suyos. Cuando dio por terminado lo que estaba haciendo, se acercó con indolencia al mostrador y ella le entregó el billete.
—¡Cáspita, estos amiguitos no se dejan ver mucho por aquí! —exclamó en su típico tono familiar, que Barbara detestaba.
—Es un regalo de mi tío —dijo Barbara con indiferencia, como si fuera normalísimo recibir billetes de cien libras.
—Su tío debe de ser muy rico —dijo el señor Black mientras rellenaba los formularios.
A Barbara le pareció que había cambiado de actitud y que ahora era mucho más respetuoso y atento. Lo achacó a la influencia del tío rico.
—¡Ah, sí! Y muy generoso también. Vive en Birmingham —añadió Barbara como un loro.
Casi no podía creer lo que estaba pasando: ¡qué mentiras tan gordas! ¡Y le salían por la boca como si tal cosa! ¡Ay, qué atrocidad! Tenía intención de situar el domicilio de su tío en Australia, como había dicho el señor Abbott medio en broma, pero de pronto se le ocurrió que a lo mejor la moneda australiana era distinta de la inglesa. Quizá llevara una inscripción con el nombre de un banco australiano o un canguro o algo así. No lo sabía y no tenía la menor idea de cómo averiguarlo; por eso, pensándolo bien, le pareció más fácil que el tío rico residiera en Birmingham. Nunca había estado allí y tenía la sensación de que se encontraba casi tan lejos de Silverstream como Australia y, por lo tanto, era casi igual de seguro.
Siguió pensando en esas cosas y amontonando hojas secas en la hoguera, rodeada de humo que le tiznaba la cara y le hacía llorar de escozor, cuando de pronto oyó una voz que decía:
—¡Ahí va, una hoguera!
Buscando de dónde venía la voz, vio un par de ojos muy azules por encima de la valla medianera entre su jardín y el de la anciana señora Carter. Lo único que sobresalía de la empalizada eran los ojos azules, unos rizos rubios y una gorrita roja.
—¿No me… no me dejaría ayudarla? —dijo la voz en tono suplicante—. ¡Me encantan las hogueras!
—Sí, sí, venga a ayudarme —dijo Barbara—. Un poco más allá hay un hueco en la cerca por donde se puede pasar.
Los ojos desaparecieron al instante y al momento se oyó un crujido de pies veloces pisando hojas secas, hasta que apareció una muchacha con un vestido de cheviot, casi sin aliento, una jovencita delgada y esbelta de tez sonrosada y con una boca pequeña y bonita que a Barbara le pareció muy firme y voluntariosa, para un ser tan semejante a un hada.
—Soy Sally —dijo la joven cuando recuperó el aliento.
Barbara se acordó en ese momento. Fue el día del desastroso té en casa de la señora Carter, cuando la señora Featherstone Hogg irrumpió como un ciclón y arrojó
El perturbador de la paz
encima de la mesa. En ese momento estaban hablando de Sally. Sally iba a vivir con la señora Carter porque necesitaba sol y leche.
—Pensaba que Sally era mucho más pequeña —dijo Barbara vagamente.
—No me extraña —contestó Sally un poco enfurruñada—. Es que si solo ha oído hablar de mí a mi abuela, pensaría usted que era una niña de siete años, pero tengo diecisiete. Me trata como si todavía fuera pequeña; me dice que me cambie las medias y que me lave las manos antes de comer, y por la noche me manda a la cama a las ocho en punto. A mí, que llevo dos años al frente de la casa de mi padre… se me hace cuesta arriba, la verdad.
—¿Cuesta arriba? —inquirió Barbara.
—Sí, un plomazo —explicó amablemente Sally—, que pasa de castaño oscuro, vamos.
—Sí —dijo Barbara, un tanto perpleja.
—Sabía que estaría usted de acuerdo —dijo Sally—. En cuanto la vi, me dije: «¡Ah, una persona sensata!». —Se sentó en un tronco junto a la hoguera y la removió soñadoramente con una rama de manzano—. Me dije: «Una persona sensata, tengo que ir a hablar con ella; si no, me volveré loca». No se imagina lo incordiante que es que te traten como a una tonta, que vayan todo el día detrás de ti y que te atiborren de leche. Es que yo, con mi padre, era el ama de casa y hacía lo que me apetecía. Nos lo pasábamos muy bien juntos. Organizábamos nuestras fiestecitas, salíamos a cenar fuera dos veces a la semana y luego al teatro… y, por supuesto, todos los subalternos se dirigían a mí como si fuera una adulta. Pero antes vivíamos en Malta… ¡qué maravilloso fue! ¿Ha estado en Malta alguna vez?
—Nunca —replicó Barbara con pesar.
—¡Ay, pues tiene que ir algún día!… ¡No se lo puede perder! —dijo Sally. Miró a Barbara y casi deslumbra a esa persona seria con la impactante belleza de su sonrisa—. Todo el mundo tendría que ir a Malta alguna vez. Los baños son divinos, todas las noches hay fiestas y se puede bailar con los dandis más encantadores; y partidos de tenis. Jugará usted al tenis, ¿no?
—Un poco —respondió Barbara con auténtica modestia.
—Le encantaría Malta —dijo Sally—, es que se enamoraría, estoy segura. Sería maravilloso ir las dos juntas; así le enseñaría todos los sitios… ¿No detesta este pueblo tan aburrido?
—Pues… —dijo Barbara con vacilación.
—¡Lo sabía! —exclamó Sally entusiasmada—. Sabía que era usted como yo… que suspira por salir de aquí. Mi padre se ha ido a la India y me ha dejado aquí con abue, pero es que no lo soporto, de verdad.
—Se aburrirá mucho, claro —reconoció Barbara.
—Es un asco, en serio —replicó la extraordinaria jovencita—. Yo quería ir a la India, ¡he oído hablar tanto de ese país a todo el mundo! Y casi no me lo podía creer cuando comunicaron a mi padre que lo habían destinado a Calcuta. Ya estaba todo arreglado y yo tenía unas ganas de ir que no hay palabras para expresarlo, pero entonces se me fastidió el apéndice.
—¡Qué lástima! —dijo Barbara, comprensivamente.
—Lo peor de lo peor… ni más ni menos —dijo Sally dándole la razón—. Me operaron enseguida, eso sí, y creía que todo volvería a la normalidad, pero entonces el médico, un desalmado sin escrúpulos, le dijo a mi padre que ni soñara con llevarme a la India, que lo que tenía que hacer yo era comer mucho. Estaba perfectamente alimentada, se lo aseguro. ¡Menuda gracia, que mi padre se fuera solo a la India! —añadió con voz trémula.
—¡Qué lástima! —repitió Barbara. Esperaba que no rompiera a llorar, aunque no había de qué preocuparse porque Sally no era tan blanda.
—¿Ha tenido apendicitis alguna vez? —inquirió Sally, más animada.
—No, no —contestó Barbara.
—Ni se le ocurra —le aconsejó Sally—. Es un asco total. Empezó poco a poco; al principio me despertaba por la noche con una sensación como la de David, ya sabe: «Aun en la noche me amonestan los riñones»
[6]
. De pronto David me cayó bien y me pregunté si también él habría tenido un principio de apendicitis.
Barbara cada vez estaba más desconcertada, no estaba acostumbrada a estas conversaciones. Intentó concentrarse en David y en lo que sabía de él, a fin de determinar si había contraído apendicitis; pero antes de llegar a alguna conclusión, Sally cambió de tema.
—¡Qué hoguera tan preciosa! —dijo Sally, y la atizó tanto que las llamas se alzaron crepitando y chisporroteando—. Los franceses lo llaman
feu de joie
; me parece un nombre apropiadísimo, ¿no cree? ¿Es
feu de joie
o solo está quemando basura?
—Es
feu de joie
—contestó Barbara incautamente.
—¡Ah, entonces es mil veces más bonita! —exclamó Sally—. Echemos más ramas, hasta que sea tan alta como la casa. ¿Qué celebra?
—Bueno, es por mí —dijo Barbara sin convicción—. No sabría decirle con exactitud…
—¿Es secreto? —Barbara asintió—. ¡Aaah, qué maravilla! —suspiró Sally entrecortadamente—. ¡Ay, cuantísimo me alegro de que me haya dejado entrar a ayudarla!
Alegremente, se pusieron a echar ramas a la hoguera a grandes puñados, el fuego menguó un momento y de pronto saltaron de nuevo llamas más altas que las de antes. Daban tanto calor que tuvieron que retirarse un poco. Siguieron removiendo la leña con un palo largo. No paraban de reírse, les entró humo en los pulmones y empezaron a toser; ¡era divertidísimo!
Al final, cansadas de tanto esfuerzo, se apartaron del fuego y se sentaron en un tronco a admirar su obra de arte.
—A mi abuela le daría un ataque si me viera aquí —dijo Sally plácidamente.
Sacó del bolsillo una bolsa de papel un poco pringosa y ofreció a Barbara unos tofes con forma de bola. Barbara cogió uno; le gustaban los tofes y no era melindrosa.
—En tal caso, sería mejor que no estuviera aquí —dijo, hablando un poco raro con el caramelo en la boca.
—Si no me ve, no pasa nada —replicó Sally—, y no me verá, porque está con la señora Featherstone Hogg, que ha ido a hablar del libro ese. Abue no quería que oyera la conversación, por eso me dijo que me fuera a dar una caminata, pero es que no me gustan nada las caminatas, ¿y a usted?
—¿Qué libro? —preguntó Barbara. Lo sabía perfectamente, aunque tenía la esperanza de equivocarse.
—
El perturbador de la paz,
¿cuál va a ser? No hablan de otra cosa en todo el día… ni en toda la noche. ¿No lo ha leído? Tuve que esperar a que abue se acostara y entonces fui sigilosamente al salón y lo cogí. Abue dice que no es para jovencitas.
A Barbara se le escapó una risita, porque, cuando Sally decía «abue», imitaba la voz y la actitud de la anciana señora Carter con tanta exactitud que casi parecía que estuviera allí, sentada a su lado en el tronco. A pesar de la gracia que le hacía, la acuciaban los temores. ¡Ay, se pasaban el día hablando del libro!
—¿Qué mosca le ha picado? —preguntó Sally con descaro.
Barbara no respondió, pero procuró adoptar un tono severo para recriminarle lo feo que era desobedecer a la abuela.
—Eso lo dice usted porque es su obligación, ya lo sé —contestó Sally sin dar su brazo a torcer—, pero en realidad no le parece tan mal. Tenía que leerlo, ¿no? Como le digo, no hablan de otra cosa en todo el día. Además abue es una maniática, cree que tengo que leer
Mujercitas
y
La familia Fairchild.
—Está bajo su tutela —dijo Barbara virtuosamente.
—¡Por mala pata! —dijo Sally con un suspiro, dándole la razón—. Pero es una tontería, porque hace años que leo lo que quiero. A mi padre le daba igual, podía leer lo que se me antojara. He leído cosas mucho peores que
El perturbador de la paz.
No hay nada ofensivo en ese libro. Al contrario, es graciosísimo
.
Cuando llegué al párrafo de abue y la señora Featherstone Hogg, me dio tanta risa que tuve que meterme la sábana en la boca.
—¿Le pareció divertido? —preguntó la autora con interés.
—Me parece muy entretenido —contestó Sally—, pero no creo que sea solo un libro entretenido, sino algo mucho mejor…
—¿De verdad?
—Es como… como alegórico —continuó Sally con seriedad—. Es un pueblecito horrible que solo sabe mirarse el ombligo, solo se preocupa de sus cosas, y se da mucha importancia, pero es puro engreimiento, petulancia, convencionalismo y satisfacción de sí mismo; de pronto, a los habitantes se les cae la venda de los ojos, se olvidan de los límites y actúan cada cual según su verdadera personalidad. Ya no es todo una farsa, son personas auténticas. Me parece maravilloso, la verdad —concluyó Sally, y miró a la atónita escritora con una expresión resplandeciente.
La alabanza espontánea fue muy reconfortante. Hasta el momento, el fruto de su creación solo había merecido calumnias y condena y ella había tenido que callar mientras los demás lo tildaban de basura; pero por fin, en ese momento y lugar, encontraba a alguien que apreciaba su valor. Miró a Sally con afecto y respeto.
—Ha hecho abrir los ojos a todo el mundo —añadió Sally—, los ha despertado y ahora se ven como los ven los demás. Y eso es precisamente lo que se proponía el autor. ¿Lo ha leído?
—Pues… sí —respondió Barbara.
—Quizá no lo leyera con tanta atención como yo —dijo Sally en tono consolador—. Es que me pareció interesantísimo, ¿sabe?, como si me colara de pronto en la cabeza del escritor. Sé exactamente lo que quería decir, lo que sentía él; es un hombre maravilloso. Me gustaría casarme con John Smith —añadió, y, agarrándose una rodilla, se quedó mirando la hoguera fijamente con ojos brillantes.