—¿Le… le gustaría… casarse con él? —repitió Barbara con perplejidad.
—Sí —contestó Sally—. Admiro a los hombres así, son valientes. Seguro que es alto y fuerte y va despeinado y el pelo se le pone siempre en la cara y él se lo aparta con un movimiento de cabeza. No es guapo precisamente, eso no, pero tiene la boca graciosa y los ojos bonitos, grises y penetrantes, que ven dentro de las personas. Me lo imagino recorriendo el país espada en mano, porque
El perturbador de la paz
es una espada desenvainada, dispuesto a atacar al instante a todos los dragones de la vida moderna, a liberar de los grilletes a los pobres gusanos como el señor Featherstone Hogg y a pisotear la hipocresía y los convencionalismos estúpidos. No le preocupa la opinión ajena, es evidente, solo le interesa hacer el bien, ayudar a los débiles y desenmascarar a los farsantes. Quisiera saber si lo conoceré alguna vez —dijo Sally, casi con adoración—, pero me temo que no… demasiado bonito para ser verdad. Supongo que ahora se habrá marchado de Silverstream a algún otro pueblecillo horrible y lleno de gente engreída, para despertarlo y ponerlo patas arriba.
Barbara no era capaz de articular palabra. No tenía la menor idea de que el libro que había escrito pudiera ser tan maravilloso ni del gran efecto que había hecho en Silverstream. La honradez no le permitía adjudicarse impulsos tan nobles. Había escrito
El perturbador de la paz
para ganar un poco de dinero, porque lo necesitaba con urgencia, aunque era gratificante pensar que había profundizado más de lo que creía. Si lo que decía Sally era cierto, ella era una benefactora pública y no, como había llegado a pensar, una criminal de la peor calaña. En cuanto a John Smith, aunque resultara de lo más extraordinario, a Barbara le parecía muy real; lo veía tal como lo había descrito Sally, cabalgando por todo el país, un auténtico Jack de las habichuelas mágicas, pero al estilo moderno, con el pelo revuelto y ojos grises y penetrantes.
—Las personas como mi abuela y la señora Featherstone Hogg no tienen derecho a criticar de esa manera a un hombre tan magnífico —prosiguió Sally—, que está tan por encima de su mentalidad miope y más antigua que las estrellas. Ni que decir tiene que no han entendido ni una palabra, pero otros lo entenderán. El libro se está leyendo en todo el país y ha mejorado y ennoblecido la vida de mucha gente.
Barbara tuvo la impresión de que podía pasarse horas oyendo esas cosas. Sally era una joven extraordinaria, muy inteligente y con un sentido común muy superior a su tierna edad. Desafortunadamente, el tiempo pasaba volando y se vio obligada a decírselo. La señora Carter comía a la una en punto y la puntualidad era una especie de obsesión en Los Abetos. Sally se puso de pie de un brinco.
—No sé si la señora Hogg estará todavía con abue —dijo—. Esta mañana la llamé señora Hogg y no le hizo ninguna gracia
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. No la soporto, ¿y usted? ¿Por qué no me invita a tomar el té una tarde de éstas?
—De acuerdo —contestó Barbara—. ¿Le dará permiso la señora Carter?
—¿Por qué no? Usted es una persona respetable, ¿no? —dijo Sally con su franqueza habitual.
—Ah, sí; al menos…
En ese instante se le ocurrió que quizá ya no lo fuera tanto, según los principios de la señora Carter. Si supiera que John Smith era ella… pero no lo sabía, así que no pasaba nada.
Sally la miraba atentamente, preparada para irse corriendo.
—¿No es respetable? —insistió la joven con ojos brillantes. Evidentemente, esperaba que su nueva amiga no fuera el ideal de su abuela, pues así sería una persona mucho más interesante.
—Claro que sí, mujer, no diga bobadas —respondió Barbara un poco molesta, aunque no se explicaba la razón.
—Está bien, no se enfade conmigo —le rogó—; era mucho pedir, supongo…
Y se marchó a toda prisa.
La conversación con Sally Carter allanó el camino a Barbara, y necesitaba que se lo allanaran, porque estaba sembrado de piedras. No solo en Silverstream se hablaba de
El perturbador de la paz
y se lo vilipendiaba; de todos los rincones del país llegaban cartas para el autor, unas de elogio, otras acusadoras. Lo curioso es que al inocente y atónito John Smith lo perturbaban tanto los elogios como las acusaciones, porque eran totalmente incomprensibles. Y eso, sin contar con las pasmosas reseñas de los diarios. El señor Abbott aconsejó a la señorita Buncle que hiciera una contribución a una agencia de seguimiento de prensa; ella no tenía la menor noción de cómo funcionaban estas cosas, pero se estaba acostumbrando a hacer lo que decía el señor Abbott y, en consecuencia, entregó dos guineas a un establecimiento del ramo, cuya existencia ignoraba hasta el momento.
Inmediatamente empezaron a llover reseñas. No pasaba un solo día sin que el cartero llevara alabanzas o reproches a la Casita de Tanglewood. Barbara lo leía todo atentamente y se alegraba o se entristecía según los méritos que le reconocieran. A veces, la visión que daban los críticos del libro la dejaba completamente perpleja e incluso en un par de ocasiones tuvo la indigna sospecha de que los reseñistas no habían leído
El perturbador de la paz
con la meticulosidad que merecía antes de escribir su meditada opinión.
«La narración es irregular —se quejaba
The Morning Mail
—, el argumento es bueno, pero la caracterización deja que desear. Nunca han existido personas como los personajes de
El perturbador de la paz.
El comandante Waterfoot responde a un tipo de oficial retirado que existe únicamente en la vívida imaginación de nuestros novelistas más jóvenes. Recomendaríamos a John Smith que se fijara en la vida real con sus propios ojos antes de proponerse escribir sobre ella.»
«Recomendamos encarecidamente
El perturbador de la paz,
de John Smith, a toda persona que se encuentre decaída —anunciaba
The Evening Clarin—.
Hacía mucho tiempo que no leíamos un relato tan entretenido. Los humoristas británicos damos la bienvenida a un escritor novel.»
«¡Una sátira brillante! —exclamaba
The Daily Post
—. Cada página es una obra de arte que plasma la ridiculez con la mayor sutileza. El retrato de los personajes revela una mano firme. Felicitamos al señor Smith por su primera novela.»
The Literary News
no fue tan considerado: «
El perturbador de la paz,
de John Smith (Abbott & Spicer, 7 chelines, 6 peniques) —anunciaba—, es una de tantas novelas frívolas que, cuando por fin terminamos de leerla, nos obliga a plantearnos por qué se ha escrito. Es aburrida, prosaica y sensiblera y los personajes son muy poco convincentes. Un comandante insulso que vive en una aldea se enamora de su vecina, una viuda que cuenta con recursos propios, pero no sucede nada hasta que el dios del amor desciende del Olimpo y lo despierta de su letargo. El autor no dice por qué se toma Cupido semejante molestia, y, lo que es más, contarlo sería extremadamente complicado. En el jardín de la viuda se desarrolla una absurda escena romántica, el comandante la seduce y el libro termina cuando la pareja planea pasar la luna de miel en Samarcanda. Hay unos cuantos personajes secundarios y algunas anécdotas que son meramente de relleno, pero el tema central es el de la pareja y, en nuestra opinión, no serán muchos los lectores que se molesten en perder el tiempo con una bazofia de ese calibre».
«Una romántica historia de amor en un pueblo —decía el titular de
The People’s Illustrated
en letras mayúsculas—. Los lectores que estamos hartos de la novela moderna sobre la vida moderna, tan supuestamente brillante, disfrutamos con el regusto de antaño que se paladea en Copperfield. En
El perturbador de la paz
no hay nada que pueda ruborizar la mejilla más pudorosa. Los personajes están descritos con afecto y buen criterio y, al terminar el libro, tenemos la sensación de conocerlos y apreciarlos como a nuestros propios amigos. Esperemos que la pluma del señor Smith nos deleite con otras novelas enriquecedoras de este mismo estilo.»
«¿Quién es John Smith? —preguntaba el señor Snooks, que escribía la columna literaria de
The Weekly Guide
—. Al parecer, es un joven excepcionalmente perspicaz. En su novela no se aprecia confusión de ideas de ninguna clase, cada una de las frases es clara y concisa, y está en consonancia con lo que quiere expresar. El señor Smith se mofa un poco del amor, escribe sobre el amor en tono de burla y el resultado es sumamente divertido. Recomiendo encarecidamente la lectura de este libro a quienes tengan sentido del humor.»
«La última novela de nuestra lista es
El perturbador de la paz,
de John Smith (Abbott & Spicer, 7 chelines, 6 peniques) —decía
The Morning Sun
—. No nos molestamos en recomendar a nuestros lectores novelas de este género, pero sin duda será un éxito de ventas. Gira principalmente en torno a la descripción de personajes que se ven atrapados en pasiones desenfrenadas o pervertidas.»
Qué duda cabe de que los autores de esas críticas habrían disfrutado viendo a John Smith leer sus palabras con detenimiento. Barbara quería llegar a alguna conclusión definitiva sobre los méritos del libro, pero no lo consiguió. En cuanto una reseña la hundía en una profunda desesperación, porque decía que
El perturbador de la paz
era más soso que el pan sin sal, o que era pervertido e inmoral e indigno de ser leído por cualquier ser humano que se preciara, en el siguiente reparto de correo llegaba otro recorte de prensa en el que se ponía en conocimiento de quien tuviera interés que se trataba de una lectura encantadora, inteligente, brillante, enriquecedora o extremadamente entretenida. Desde luego, era muy desconcertante. Entre tanto, las ventas subían como la espuma y el señor Abbott le mandaba notas de felicitación y la animaba a empezar a escribir enseguida otro libro del mismo estilo.
E
l coronel Weatherhead estaba arrancando unas matas de padrastro del huerto. Todos los otoños sostenía una lucha denodada con la planta invasora, que se había atrincherado en un seto espinoso al final del jardín, cerca del río, pero, por mucho que lo arrancase todo, en la parte más tupida del seto siempre quedaba enterrada raíz suficiente para obligar a repetir la operación al cabo de doce meses.
El coronel profesaba una admiración inconfesa al padrastro: era un enemigo digno de su acero. Dispuesto a combatirlo con uñas y dientes, procedió a cavar, arrancar y quemar el hierbajo y al poco tiempo sudaba a mares. A veces se erguía, enderezaba la espalda y se palpaba la cintura preguntándose si habrían disminuido algo los malditos cinco centímetros.
En el fragor de la batalla, con los pelos de punta, la cara y las manos llenos de arañazos de espino y un botón de menos en los tirantes, que salió disparado en la refriega (en resumen, auténticamente feliz y sucio, como un niño pequeño haciendo flanes de barro), oyó de pronto que un coche se acercaba a la entrada de su casa. Miró entre los arbustos y vio que era el coche de la señora Featherstone Hogg y que la mismísima señora en persona se apeaba y se dirigía a la puerta.
Juró en arameo; no apreciaba a la señora Featherstone Hogg ni en sus mejores momentos, pero, aun suponiendo que la apreciase muchísimo, en ese instante no la habría recibido con los brazos abiertos, porque no estaba en condiciones de presentarse ante una dama. No lo estaría hasta que pasara un buen rato en remojo en la bañera, en agua muy caliente, y se cambiara de arriba abajo.
Vio con horror que Simmons se acercaba por el huerto en su busca. Simmons era su asistente, una gran persona a su manera, rigurosamente concienzuda, aunque le faltaba iniciativa. Tras un rápido reconocimiento de la situación, el coronel Weatherhead se escabulló, dirigiéndose al cobertizo. Era un recinto oscuro y húmedo (como suelen ser los cobertizos) al que habían ido a parar muchas herramientas viejas y oxidadas, una carretilla y un cortacésped, y estaba decorado con guirnaldas de telaraña, pero, como el coronel no podía estar más impresentable, no tuvo necesidad de sentir escrúpulos. Se escondió debajo de la carretilla y se tapó las piernas con un retal de arpillera. Se alarmó al ver que respiraba agitadamente, debido por una parte a la corta y veloz carrera y por otra al nerviosismo, pero sobre todo era un síntoma de su baja forma. «Tengo que reducir la ración de tabaco», se dijo con remordimientos de conciencia.
Simmons lo buscó cumplidamente por todo el jardín. Incluso echó una ojeada al cobertizo, aunque era poco probable que el coronel estuviera allí; volvió a la casa e informó a la señora Featherstone Hogg de que, al parecer, el coronel había salido.
—¿Cómo que ha salido? —preguntó la señora con altivez—. Acaba de decirme que se encontraba en el huerto.
—Eso creía yo, señora —contestó Simmons.
—El coronel solo puede estar o no estar —dijo la señora Featherstone Hogg—. ¿Qué significa eso de que al parecer ha salido?
—Bueno, es que no lo encuentro, señora —insistió Simmons rascándose la oreja con perplejidad—, y, aun así, juraría que está por los alrededores, porque no iba vestido para salir, por decirlo de alguna manera.
—¡Ah, qué fastidio! —dijo la señora Featherstone Hogg—. Supongo que será inútil quedarse a esperarlo… ¿Sabe cuándo volverá?
—No, señora, la verdad es que no. No sé dónde ha ido ni sé cuándo volverá.
La señora Featherstone Hogg lo miró reprobatoriamente y a continuación sacó un paquete envuelto en papel de estraza y lo dejó encima de la mesa.
—Entregue este paquete al coronel Weatherhead tan pronto como regrese —instruyó a Simmons— y dígale que he venido con el único propósito de verlo. ¿Entendido?
Simmons contestó que sí.
—Es muy importante —insistió la señora Featherstone Hogg.
El coronel Weatherhead no salió del escondite hasta que oyó alejarse el coche. Estaba todavía más mugriento que antes, tenía telarañas en el pelo, la cara manchada de tierra y se había hecho un siete en los pantalones con un clavo. Echaba fuego por la boca, tanto, que, de no haber sido por la humedad del cobertizo, lo habría incendiado…
¿Seguía luchando contra el padrastro o entraba en casa a darse un baño? Ésa era la cuestión. Miró el reloj y vio que faltaba media hora para el té. Cogió el rastrillo y dudó: ¿bañera o padrastro? Una araña eligió ese preciso momento para encaramarse a su oreja.