—¡Qué parejita tan encantadora! —dijo la señora Featherstone Hogg.
Nannie sonrió con satisfacción, echó una rápida ojeada a la mesa y concluyó que no había ningún niño que se pudiera comparar con los suyos, ni uno solo. Se colocó detrás de las sillas, les untó bollitos con mantequilla y procuró que no comieran nada indebido. La niñera de la sobrina menor de lady Barnton era una mujer gorda que estaba detrás de la silla de la pequeña. Nannie la miró, le pareció que era de su estilo e intentó entablar conversación con ella, cosa que, para su alegría, funcionó inmediatamente. La niñera de los Shearer, que se encontraba enfrente, cuidaba al chiquitín de la familia, que solo tenía año y medio, la edad perfecta para querer todos los pasteles que veía y que, por supuesto, aún no podía comer. La pobre mujer no daba abasto a la hora de retirar las cosas de su alcance y de ponerle trocitos de bizcocho en la boca.
—No he visto gemelos tan iguales en mi vida. ¿Son niños o niñas? —se interesó la niñera gorda con admiración.
—Son niño y niña.
—¡Quién lo diría! No podría distinguirlos ni por todo el oro del mundo. En una ocasión cuidé a un par de gemelas, pero eran niñas las dos y tampoco se parecían tanto.
En ese momento apareció la señora Greensleeves al lado de Nannie; venía a «ayudar con los niños». Se dirigió a la niñera cordialmente y alabó a los gemelos.
—¿Esas casaquitas las hizo usted? —le preguntó.
—No, no; la señora Walker —contestó Nannie—. Les hace casi toda la ropa y también teje muy bien.
—¿De dónde sacará tiempo, digo yo? —replicó la señora Greensleeves con curiosidad.
Nannie no respondió, le pareció un comentario ridículo. ¿Qué otra cosa tenía que hacer la señora Walker que ropa bonita para los gemelos? Con tres criadas y una niñera a su servicio, no tenía necesidad de echar una mano en las labores domésticas. De todas formas, aparte de esa observación tonta, la señora Greensleeves era muy amable y a Nannie le gustaron el caballero y la dama altos que la acompañaban. Parecían hermanos, porque tenían la misma nariz, ligeramente ganchuda.
La señora Greensleeves se sentó al lado de los gemelos y se puso a hablar con ellos. Los niños reaccionaron bien e incluso Jack le ofreció un mordisco de su galleta de chocolate.
—Solo tiene que fingir que da un mordisquito —le aconsejó Nannie.
La señora Greensleeves aceptó el consejo.
—Vaya, vaya —terció el caballero alto—. Vivian, ¿es niño o niña quien te agasaja con ese descaro? Si es niña, no me preocupa tanto…
—No tengo ni idea —contestó la señora Greensleeves riéndose.
Los niños iban terminando de tomar la merienda y las niñeras empezaron a bajar las escaleras en dirección a las habitaciones del servicio para tomar el suyo. La señora Greensleeves dijo a Nannie que fuera con ellas.
—Me quedo yo con los gemelos —prometió.
Nannie no encontró motivos para negarse. Los gemelos estaban muy a gusto con la señora Greensleeves e irían al salón a jugar con los demás, así que, aunque ella se ausentara un ratito, no habría ocasión de que se atiborrasen de comida.
—¿Seguro que le parece bien, señora? —preguntó Nannie—. No permita que se desmanden más de lo debido, ¿de acuerdo? Si no se portan bien, toque la campanilla y mande a buscarme, ¿le parece?
—Nos ocuparemos de ellos —dijo el caballero alto—, vaya usted a tomar el té, Nannie.
Nannie fue hasta la puerta y esperó unos momentos; los niños estaban tan a gusto que ni siquiera repararon en su ausencia. En el salón empezaron a tocar el piano y soltaron muchos globos de colores por el suelo. Todos los niños se reían y corrían tras ellos. Nannie bajó a las habitaciones del servicio y se reunió con las niñeras. Era una fiesta alegre y bonita.
Estuvo abajo media hora, más o menos. Cuando volvió a subir supo, por el ruido, que estaban jugando a las sillas en el salón, pues se oían unos compases musicales, un silencio, mucho griterío y vuelta a empezar. El juego de las sillas no era apto para los gemelos ni mucho menos. Pensó que no los habrían dejado participar, porque era peligroso para ellos, y subió las escaleras a toda prisa. La puerta del salón estaba abierta y empezó a buscar por todas partes a los niños vestidos de azul. Vio a los Shearer, a los Semple y a los Turner, pero ¿dónde estaban Jack y Jill? No tardó en llegar a la conclusión de que no estaban, y tampoco veía a la señora Greensleeves y al caballero alto. Se preguntó qué demonios habría pasado; cabía la posibilidad de que se hubieran caído, se hubieran hecho daño y los hubieran subido al piso de arriba para vendarles la rodilla o algo así, pero no parecía probable. Seguro que la señora Greensleeves habría tocado la campanilla para llamarla, si hubiera sucedido algo. Se asustó un poco y empezó a ponerse nerviosa; había cometido una estupidez, no tenía que haberlos dejado, con lo pequeños que eran. ¿Qué les habría pasado?
Sin más demora, fue pegada a la pared hasta el fondo de la sala y tocó el brazo a la señora Featherstone Hogg.
—Por favor, señora, ¿dónde están los gemelos? He ido a recoger sus cosas para marcharnos ya. La señora Walker no quiere que lleguen tarde.
La señora Featherstone Hogg parecía alterada, estaba muy sofocada y tenía un brillo extraño en los ojos. «Como si hubiera bebido», pensó Nannie.
—Ah, no les pasará nada —dijo.
—Pero ¿dónde están? —insistió Nannie.
—Están con la señora Greensleeves. Creo que el señor Stratton y ella se los han llevado a dar un paseo en el coche del señor Stratton.
—Un paseo en coche… —repitió con consternación la guardiana de los gemelos.
—Son muy pequeños para esta clase de juegos.
—Pero tendría que haber ido yo también… A la señora Walker no le gustará. Se va a enfadar conmigo…
—El coche del señor Stratton es muy seguro. Su hermana y él han venido a pasar el fin de semana al pueblo y están en casa de la señora Greensleeves.
—¡Ay! ¿Por qué me marché? —se reprochó Nannie—. ¡Con la humedad y el frío que hace! ¿Cuándo volverán?
—Probablemente el señor Stratton los lleve directamente a su casa —dijo la señora Featherstone Hogg—. Más vale que se vaya usted también, así la encontrarán allí cuando lleguen.
Nannie estaba horrorizada: ¿cómo iba a volver a casa sin los gemelos? ¡Imposible! La señora Walker se pondría furiosa, y con razón. Empezó a contárselo todo a la señora Featherstone Hogg. Entretanto, el juego de las sillas seguía su curso con sus pausas enloquecedoras y el barullo iba en aumento. Nannie tenía que gritar cada vez más para hacerse oír entre el jaleo.
—Yo no puedo hacer nada —dijo la señora Featherstone Hogg, interrumpiendo, enojada, las explicaciones y lamentaciones de Nannie—. Si tan preciosos eran para usted, no haberlos dejado solos.
La señora Featherstone Hogg se marchó a otra parte del salón a hablar con lady Barnton y Nannie se quedó con la boca abierta.
No le entraba en la cabeza: jamás le había pasado nada semejante en su larga carrera de niñera. Después de pensarlo un poco más, decidió llamar a casa por teléfono para que le dijeran qué hacer. Seguro que la señora Walker se enfadaría, pero era inevitable: el asunto era demasiado grave para ocultarlo o pasarlo por alto. Salió como pudo del caldeado y ruidoso salón y empezó a recorrer la casa en busca de un teléfono, hasta que lo encontró. Estaba en el estudio del señor Featherstone Hogg, pero el caballero seguía jugando con los niños en el salón; por lo tanto, no podía estar allí. El pánico la dominaba hasta tal punto que no habría tenido inconveniente en enfrentarse a una docena de señores Featherstone Hogg. Cogió rápidamente el teléfono y solicitó el número del doctor con voz temblorosa. «¡Que el doctor esté en casa, por favor! —suplicó—. ¡Ay, Dios, por favor, que conteste el doctor!»
Desafortunadamente el doctor no había vuelto y fue la señora Walker quien respondió el teléfono. Nannie se vio obligada a contárselo todo. Contó lo sucedido con exactitud y tan claramente como se lo permitió su estado mental.
—No tendría que haberlos dejado solos —gimió por teléfono—, aunque de verdad estaban muy a gusto, pero ¡quién iba a pensar una cosa así! No se me habría ocurrido en la vida.
—No es culpa tuya, Nannie, en absoluto —dijo la señora Walker con un tono de voz raro—. He hecho la mayor tontería dejándolos ir a la fiesta, tendría que haberlo pensado mejor… ¡Ay, Nannie! No les harán daño, ¿verdad?
—¿Daño? —repitió Nannie, alarmada.
—No te preocupes —dijo la señora Walker—. Ahora mismo voy a ver a la señora Featherstone Hogg. No te muevas de ahí, espera a que llegue yo. Entretanto, procura averiguar dónde han ido.
—¿Cómo? —preguntó Nannie—. ¿A quién se lo pregunto?
—Llego enseguida —dijo la señora Walker—. Espérame en el vestíbulo —añadió antes de colgar.
Sarah temblaba de miedo, pero procuró sobreponerse. No podía desplomarse ahora, primero tenía que recuperar a los niños. ¡Ay, si John estuviera en casa! Tenía una gran presencia de ánimo y siempre sabía lo que había que hacer; pero podía tardar mucho en volver y, por tanto, tenía que afrontar la situación sola. Siguió aferrándose a la idea de que no se atreverían a hacer nada a los gemelos; no era más que una maniobra para asustarla, por supuesto, nada más. «¡Ay, si pudiera acompañarme alguien!», pensó la pobre Sarah. ¿A quién podía llamar? Ellen King habría sido la persona idónea, pero se había ido; Margaret estaba fuera, y Dorothea, de luna de miel en Montecarlo. ¡Ah, sí, Barbara Buncle! Barbara era buena y amable y precisamente la había avisado del misterioso plan que se estaba tramando en su contra. «¿Por qué no me lo tomaría más en serio?», se reprochó mientras levantaba el receptor y pedía el número de Barbara.
Barbara estaba escribiendo cuando entró Dorcas y le dijo que la señora Walker la llamaba al teléfono. Dejó la pluma y fue a hablar con Sarah.
—Lo han hecho, Barbara —dijo la voz de Sarah en su oído.
—¿Qué es lo que han hecho?
—Se han llevado a los gemelos. Pensé que sería mejor que lo supiera. Ahora mismo voy a ver a la señora Featherstone Hogg.
—¡Dios mío! —exclamó Barbara. Intentó asimilar la situación y pensar qué hacer.
—Si no me devuelven inmediatamente a los gemelos, aviso a la policía —continuó Sarah con una voz dura y extraña— pero prefiero no hacerlo si los recupero enseguida. Nadie se atreverá a hacerles nada, ¿verdad, Barbara? Solo lo hacen para asustarme, ¿no es así?
—No es más que un farol —le aseguró Barbara—, un farol y nada más. Los recuperaremos a la primera. No se preocupe, Sarah… o al menos no se desespere. Todo se arreglará en cuanto hable con la señora Featherstone Hogg. Espéreme; vamos juntas y entre las dos la obligaremos a… no, espéreme, tiene que esperarme —insistió, pero Sarah empezó a decir que no podía esperar ni un momento—. Es mucho mejor que me espere en casa… Voy ahora mismo en un salto… Ahora no puedo explicárselo, pero lo solucionaré todo.
Subió corriendo las escaleras y se embutió en la ropa de cualquier manera. Dorcas estaba esperando en la entrada.
—Por Dios, señorita Barbara, ¿no irá a salir ahora?
—Sí —contestó Barbara sin aliento—. Voy a Las Jarcias. Si dentro de dos horas no he vuelto, llama a tu amigo, el sargento Capper, y dile que busque mi cadáver en el sótano… ¿Dónde está el paraguas, Dorcas? ¿Dónde diantres está el paraguas?
—En su sitio, naturalmente. Pero, por Dios, señorita Barbara, ¿qué quiere decir con eso? Por el amor de Dios, no vaya a hacer ninguna tontería ahora…
—No pasa nada —dijo Barbara mientras forcejeaba con la cadena de seguridad de la puerta de la calle—. No pasa nada, de verdad, Dorcas. En realidad no pueden hacerme nada, eso creo. Solo estaba bromeando… No era más que una broma, Dorcas. No te preocupes. Dentro de una hora u hora y media estoy de vuelta…
Echó a correr por el sendero de entrada. Pobre Sarah, era espantoso. Lógicamente, ahora tenía que confesarlo todo. Le diría a la señora Featherstone Hogg que ella era John Smith, y no Sarah, y así le devolverían a los niños. ¿Por qué no lo había confesado ya? Pero ¿quién se podía imaginar un plan tan diabólico? No era más que un farol mayúsculo, pero aun así…
Nunca se le había hecho tan largo el camino hasta el pueblo; corría, andaba deprisa, y volvía a correr. Se imaginó lo mal que lo estaría pasando Sarah y se preguntó si no habría sido mejor y más rápido llamar a la señora Featherstone Hogg por teléfono y contárselo todo. Sí, tal vez, pero, por otro lado, no habría sido tan eficaz. Mejor así, con todas las de la ley, como tenía que ser. Valía más enfrentarse en persona a la situación, aunque fuera más difícil, naturalmente, pero sería un acto de valentía comparecer ante su augusta presencia y decir: «Soy John Smith, haga el favor de devolverle los niños a Sarah inmediatamente».
Al acercarse a la casa del médico, esperaba ver a Sarah aguardándola en el umbral, preparada y vestida para salir volando al rescate de los gemelos. Pero no la vio por ninguna parte, la casa estaba totalmente silenciosa y la puerta, cerrada. Llamó al timbre y esperó con impaciencia. Le pareció que pasaban horas, hasta que Fuller abrió la puerta. Fuller era la camarera del doctor, llevaba años con los Walker y, por supuesto, conocía a Barbara perfectamente.
—¡Ay, Fuller! —dijo Barbara sin aliento—. ¿Está lista la señora Walker?
—La señora Walker está ocupada —contestó Fuller—. Dijo que le rogara que la esperase unos minutos en el salón.
Barbara no podía creer que Sarah estuviera ocupada. ¿Qué sería tan importante como para entretenerla en ese momento crítico, cuando ya anochecía y no se sabía nada del paradero de los gemelos?
—¿Con quién está, Fuller? —preguntó al pasar por la puerta del estudio.
—Con una señora desconocida —susurró Fuller—. No es de Silverstream. No la había visto nunca… Ha dicho que se llamaba señorita Stratton.
—¡Fuller! ¿Cree que estará pasando algo? —preguntó Barbara, ansiosa—. No le estará haciendo nada a la señora Walker, ¿verdad?
—¡Dios! —exclamó Fuller, olvidando las formas por un momento—. ¡Dios, señorita Buncle! No pensará de verdad que alguien haría daño a la señora, ¿no?
Se detuvieron delante de la puerta del estudio y se miraron con los ojos muy abiertos. La señorita Buncle tenía los nervios de punta por el secuestro de los gemelos y el angustioso remordimiento de ser la culpable de semejante desgracia. Si la desconocida atentaba físicamente contra Sarah, también sería culpa suya. Se la imaginó apuñalando a su amiga por la espalda y huyendo por la ventana del estudio; se imaginó a Sarah tendida en el suelo, exhalando el último suspiro en medio de un charco de sangre. Aunque lamentaba a menudo su falta de imaginación, alguna debía de tener para visualizar una escena tan terrible en el plácido ambiente del vestíbulo del médico. Aunque, claro, el ambiente no estaba hoy tan tranquilo como de costumbre, porque hasta Fuller parecía un poco alterada, y no la máquina que normalmente era. Se preguntó si la camarera estaría al corriente del asunto de los gemelos; probablemente sí.