En realidad, Barbara ya no le tenía miedo, nunca más se lo tendría, era imposible volver a asustarse de él nunca más. Era cordial y encantador, exactamente como siempre, pero más. Comió unas cuantas tostadas calientes con mantequilla y se encontró mucho mejor. Empezaba a tener la sensación de seguridad y felicidad. Empezaba a tener la sensación de que un día, muy pronto tal vez, conseguiría llamarle Arthur.
Hablaron de
Más poderosa es la pluma…
y el señor Abbott dijo que, en su opinión, era incluso mejor que
El perturbador de la paz.
Solo tenía dudas sobre el secuestro del niñito de los Rider. Según él, en el país nadie secuestraba niños y le parecía una lástima introducir un episodio tan inverosímil en una crónica de sucesos cotidianos que, por lo demás, era completamente verosímil e incluso verídica.
—Pero es que es verídico —observó Barbara—. Sucedió tal como lo cuento, menos el detalle del niño, porque en realidad fueron los gemelos.
El señor Abbott la miraba sin podérselo creer.
—Es verídico de principio a fin, se lo aseguro —continuó Barbara—. Fue idea de la señora Greensleeves, ya sabe, la señorita Myrtle Coates, tal como lo escribí. Yo nunca habría podido inventármelo, porque no tengo ni pizca de imaginación.
—¡Caramba! —exclamó el señor Abbott con contundencia.
—La realidad supera a la ficción —añadió Barbara con una sonrisa satisfecha.
Se alegró de haber dicho esta frase tan sumamente oportuna. Era muy buena, casi tanto como
Más poderosa es la pluma que la espada
y habría sido un título estupendo para el libro, casi tanto como el otro, pero no tanto.
Naturalmente, el señor Abbott no pudo alegar nada más sobre la inverosimilitud del rapto. No se puede tildar de inverosímil algo que sucede en una novela si ha sucedido en la vida real. Dejó, pues, el tema, propuso un par de cambios menores y preguntó si podía llevarse el manuscrito esa noche para poner la edición en marcha cuanto antes. Había traído el contrato y, si a ella le parecía bien, podían llamar a Dorcas para que fuese testigo de la firma. Ella dijo que sí y fue a las dependencias del servicio a avisarla.
El contrato era muy diferente del que había firmado para
El perturbador de la paz.
Ahora John Smith era un éxito de ventas o, en todo caso, lo más parecido a un éxito de ventas. La señorita Buncle iba a recibir un adelanto suculento, así como unos provechosos derechos de autor. Era un buen contrato, incluso para un escritor de éxito, aunque la señorita Buncle ni lo miró. Cogió la gruesa estilográfica del señor Abbott y preguntó dónde tenía que firmar.
—Pero ¡si no lo ha leído! —exclamó el señor Abbott, sorprendido.
—Supongo que es igual que el anterior, ¿no? —preguntó Barbara—. ¿Por qué voy a molestarme en leerlo, si dice usted que está bien?
Al señor Abbott le conmovió la confianza ciega de Barbara, pero se sobresaltó un poco al ver cuál era su ignorancia de los asuntos económicos. Evidentemente, Barbara no sabía lo mucho que había subido su cotización desde
El perturbador de la paz
; su precio en el mercado se había multiplicado por cien. Pensó que, afortunadamente, le tenía a él para velar por su futuro y procurar que nunca la estafaran.
A Dorcas le costó penas y trabajos escribir su nombre al pie del contrato y, nada más firmar, volvió a la cocina inmediatamente. Estaba asando un pato para la cena y no quería quitarle el ojo de encima. ¡Qué horror, si se le «pegaba» por haber ido a firmar unos estúpidos papeles! Creía que serían documentos relacionados con la boda. Ella tampoco se tomó la molestia de leerlos, sobre todo porque quería volver al pato cuanto antes.
Solo quedaba una cosa más que solventar. El señor Abbott, preocupado porque no sabía cómo se lo tomaría Barbara, la planteó con la mayor delicadeza posible.
—Me gusta mucho el final de
Más poderosa es la pluma…
—dijo con una sonrisa obsequiosa.
—Fue idea suya —objetó ella.
—Me refiero al desarrollo que ha dado a la idea —puntualizó él—. La boda está muy bien narrada, con el detalle conmovedor de que asista todo Copperfield; es uno de los mejores fragmentos que ha escrito, Barbara; es una farsa sutil, podríamos decir.
—¡Una farsa! —exclamó Barbara, perpleja al oír esa palabra—. Pero no tiene nada de cómico… Al menos, no lo escribí con esa intención, no pretendía…
—Ya, ya —la atajó el señor Abbott—. No se preocupe, carece de importancia. A todo el mundo le gustará muchísimo y eso es lo principal. Lo que quiero decir es lo siguiente: el final del libro se va a cumplir en lo esencial, pero no en todos los aspectos… ¡Qué mal me explico! —exclamó. Se pasó una mano por los suaves cabellos y miró agobiado a Barbara—. Quiero decir que no podemos celebrar la boda aquí, en Silverstream.
—¿Por qué? —preguntó Barbara.
Ya tenía ganas de celebrarla. Quería que fuese igual que la de Elizabeth Wade o lo más parecida posible a esa ceremonia ideal. Naturalmente, en Silverstream no podía manejar el sol ni el canto de los pájaros a su gusto, como en Copperfield. Eso lo sabía y aceptaba lo inevitable, como buena filósofa que era; pero quería celebrarla en la misma iglesia e invitar a las mismas personas que Elizabeth y quería que todo el pueblo la viera blanca e inmaculada con su traje de novia.
—¿Por qué? —insistió, pues el señor Abbott no había respondido todavía—. ¿Por qué no podemos celebrarla aquí, en Silverstream, y hacer lo mismo que Elizabeth y el señor Nun?
—Pues —dijo el señor Abbott— verá, Barbara: resulta que en cuanto publiquemos
Más poderosa es la pluma…
todo el mundo sabrá que John Smith es usted. Es inevitable, por poco que lo intenten, porque hasta el más obtuso verá que Elizabeth Wade es precisamente Barbara Buncle, y resulta que Elizabeth Wade escribió
Ahogados en un vaso de agua,
que es ni más menos
El perturbador de la paz.
Barbara lo comprendió.
—¡Mira que no haberme dado cuenta! —dijo con desánimo.
—Es una lástima, pero no se puede evitar —dijo el señor Abbott.
—Supongo que se podría retrasar la publicación de
Más poderosa es la pluma…
hasta después de la boda, ¿no?
—Se podría —confirmó el señor Abbott—, y lo haríamos si sirviera de algo. Nada más fácil que casarse antes de publicar el libro, pero hay otro detalle que no podemos perder de vista. ¿Se hace cargo de lo que sucederá tan pronto como mande las invitaciones de boda con mi nombre? Por lo general, en las invitaciones de boda figura el nombre del novio, ¿no es así?
—Sí. ¿Qué pasará?
—Todo el mundo dirá: «¿Quién diantres es el señor Abbott? ¿No será el editor? ¿Cómo es que la señorita Buncle lo conoce tanto?».
—Sí, claro —dijo Barbara, un poco más desanimada—. ¡Qué listo es usted! Es mucho más inteligente que yo. A mí nunca se me habría ocurrido hasta que ya hubiera sucedido.
—No es cuestión de inteligencia —dijo el señor Abbott un poco jactanciosamente, pues era muy grato que apreciaran las cualidades de uno—, no, no tiene nada que ver, querida Barbara. Es que tengo mentalidad de hombre de negocios. La suya funciona según otros intereses. Por ejemplo, yo jamás habría podido escribir
El perturbador de la paz
ni
Más poderosa es la pluma…
—dijo con toda sinceridad—. Cada uno es de una manera, y menos mal, porque, si todos fuéramos iguales, ¡el mundo sería un aburrimiento! A unos se les dan bien unas cosas, y a otros, otras. Usted y yo nos complementamos, juntos seremos invencibles, perfectos —añadió ardorosamente. Se inclinó hacia delante y puso la mano en la rodilla de Barbara.
Era una mano fuerte, reconfortante. A Barbara le agradó la sensación y sonrió.
—Pero así son las cosas —prosiguió él—. Me habría encantado que disfrutara usted de una boda tan espléndida como la de Elizabeth, pero no puede ser, sencillamente no se puede. En cuanto Silverstream se dé cuenta de que John Smith es usted, su vida se convertirá en una carga pesada. Por supuesto, no pueden hacerle nada verdaderamente grave, pero podrían amargarle mucho la vida.
Barbara sabía que tenía razón, habría que irse a otra parte. Descubrió que le daba más o menos igual. Siempre había vivido en Silverstream, pero los últimos meses habían sido una prueba muy ardua para sus nervios; no estaba a gusto en Silverstream y no hacía falta buscar muy lejos el motivo de ese malestar. La verdad era que nunca tenía un momento de paz. En cualquier situación alguien podía ponerse a despotricar contra
El perturbador de la paz
y hacerlo trizas; cuando menos se lo esperase, alguien podía detenerla por la calle y acusarla de ser John Smith; se ponía enferma cada vez que sonaba el teléfono, porque podía ser alguien que lo supiera todo. Le pareció que irse de Silverstream y dejar atrás las complicaciones y temores sería un gran alivio.
Tenía mucho cariño a Copperfield, naturalmente, pero, ahora que ya había escrito dos libros, el pueblo idílico empezaba a borrársele de la cabeza. Ya no podía entrar en Copperfield a voluntad, la puerta estaba cerrada; ella misma la había cerrado, por supuesto, pero ya no podía abrirla otra vez.
—¿Sentirá mucho dejar Silverstream? —preguntó el señor Abbott, comprensivo.
—No —contestó Barbara—; en realidad, creo que no.
—Bien —dijo él sonriendo y frotándose las manos.
L
os señores Weatherhead volvieron a Silverstream a principios de marzo. Se lo habían pasado estupendamente en Montecarlo y llevaban el arnés del matrimonio con la mayor soltura. El coronel, encandilado con su bonita y amable esposa, no se daba cuenta de que ella lo dominaba por completo.
Barbara fue la primera persona de Silverstream que hizo una visita a los recién casados. Apreciaba a Dorothea Bold de toda la vida y estaba impaciente por ver si había cambiado mucho ahora que era la señora Weatherhead. ¿Qué tal le sentaría el matrimonio? Además, necesitaba hacer algo. Iría andando hasta el puente y pasaría por su casa. Todo eso podía durar la mayor parte de la tarde y serviría para matar el tiempo. Últimamente estaba muy inquieta, no podía concentrarse en nada.
Los señores Weatherhead se habían instalado en Mi Refugio mientras hacían unas obras de mejora en la Casa del Puente para adecuarla a sus necesidades. Se alegraron mucho de ver a Barbara Buncle y la invitaron a tomar el té. Le contaron todas las novedades, primero sus aventuras en Montecarlo, y luego las reformas que estaban haciendo en la casa. Dijeron que querían pintarla y empapelarla de arriba abajo y abrir una ventana salediza en la pared sur del salón.
—Le aseguro que la idea ha sido mía y solo mía —dijo el coronel Weatherhead, no poco orgulloso—. Era un salón soso y frío y la ventana al sur lo cambiará por completo.
Barbara lo felicitó por el gran acierto.
—Y nos viene de perlas estar tan cerca —terció Dorothea en la conversación—, porque Robert puede vigilar a los obreros y ver qué hacen. No se imagina lo cumplidores que son si hay un hombre detrás de ellos. A las mujeres no nos hacen el menor caso.
—Dorothea me dio el sí solo porque necesitaba a alguien que metiera en cintura a los fontaneros que estaban arreglando los desagües de su casa —dijo el coronel con una risita.
—Sí, eso es —confirmó Dorothea—. La verdad es que le conviene mucho buscarse marido, Barbara. Son muy útiles cuando se atascan los desagües o si se quiere abrir una ventana nueva.
—A mí nunca se me atascan los desagües —contestó Barbara, sonriendo para sus adentros— y creo que no podría permitirme abrir una ventana nueva. Además, ¿quién va a querer casarse conmigo?
Ambos se opusieron enérgicamente a la modestia de su amiga, pero ella se dio cuenta de que no eran sinceros; la actividad de escritora había afinado su perspicacia con sus queridos personajes. Entretanto, se reía por dentro pensando en la sorpresa que se llevarían cuando se enterasen…
—¿Y qué tal las cosas por Silverstream? —preguntó Dorothea. Se sentó a la mesa de té y colocó las tazas con sus bonitas manos rechonchas.
Barbara contestó que todo seguía igual.
—No del todo —dijo el coronel Weatherhead, riéndose con picardía y guiñando un ojo a su mujer—. Por lo visto, en Las Jarcias ha habido una revolución incruenta, ¿no es verdad?
—¡Vamos, Robert, no seas malo! —le rogó Dorothea—. Estoy segura de que a Barbara no le interesan los cotilleos perversos sobre la pobre señora Featherstone Hogg.
—Estoy más que seguro de que sí —replicó el coronel.
—¡Por supuesto! —exclamó Barbara—. Es una crueldad picarme la curiosidad de esta manera e insisto en que me lo cuenten todo.
—Cuéntaselo tú, anda —dijo Dorothea.
—Pues, en realidad no es para tanto, pero resulta muy gracioso si se conoce a los Featherstone Hogg y se sabe hasta qué punto ha tenido siempre a raya la señora a su pobre marido, sin perder ocasión de machacarlo en todo. Pues resulta que Dolly y yo vimos una vez a ese buen hombre en la ciudad, en un restaurante nuevo de Mayfair… Silvio o algo parecido. Estaba cenando
tête-à-tête
con una jovencita y pasándoselo muy bien. No perdía de vista a su bella acompañante ni un momento, hasta el punto de que ni siquiera nos vio a nosotros.
—Parecía una corista —añadió Dorothea—, iba muy maquillada y vestida lo más escuetamente posible. No sé qué habría dicho «Agatha» si hubiera visto a su «querido Edwin» con esa joven.
Todavía no habían terminado de tomar el té, cuando llegó Sarah Walker de visita. Dio un beso a Dorothea y le dijo que era muy perversa…
—¡Mira que dejarnos a todos en la inopia de esa manera!
—Fue todo muy repentino, mujer —contestó Dorothea ruborizándose con gracia.
—Écheme la culpa a mí, si es que hay que echársela a alguien —dijo el coronel—. La responsabilidad es toda mía, pero le advierto que no me arrepiento ni un pelo.
—¡Ah, qué tremendos son los soldados! —dijo Sarah, moviendo la cabeza con consternación—. Son ustedes unos salvajes de cuidado, sin atenuantes.
—Voy a celebrar una fiesta en casa —anunció Dorothea, cambiando repentinamente de tema—; Barbara y usted podrían venir a ayudarme. No quiero que Silverstream tenga la impresión de haberse quedado sin banquete de bodas.
—Se lo agradezco mucho, Dorothea —dijo Sarah, frunciendo el ceño—, pero no creo que pueda venir, porque resulta que en estos momentos no estoy en buenas relaciones con Silverstream. Todo el mundo cree que soy John Smith.