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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El lamento de la Garza (53 page)

BOOK: El lamento de la Garza
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Las paredes blancas y las vigas rojas brillaban bajo el intenso sol de media tarde. En los escalones de la veranda aguardaban Saga Hideki y el señor Kono junto a sus ayudantes, todos ellos vestidos con atuendos formales de gran esplendor. La túnica de Saga estaba decorada con tortugas y grullas, y la de Kono, con peonías y pavos reales. Tras intercambiar reverencias y cumplidos, Saga condujo a Takeo al interior. Se detuvieron al llegar a una sala en penumbra, si bien alumbrada por cientos de lámparas de aceite. Allí, en lo más alto de un estrado escalonado y tras una mampara de bambú que le protegía de los profanos ojos del mundo, se sentaba el Emperador, la encarnación de los dioses.

Takeo se postró y, al hacerlo, percibió el olor ahumado del aceite, el sudor de Saga enmascarado por el aroma dulzón del incienso y la fragancia de los asistentes de Su Divina Majestad, entre ellos los ministros de la Derecha y de la Izquierda, los cuales se sentaban en el escalón anterior a su soberano.

Esto era cuanto Takeo había esperado: encontrarse ante la presencia del Emperador aunque no pudiera verle. Se trataba del primer miembro de los Otori, desde los tiempos del legendario Takeyoshi, en recibir semejante honor.

Con voz clara pero respetuosa, Saga anunció:

—El señor Otori Takeo ha venido desde los Tres Países a ofrecerle un maravilloso regalo a Su Majestad, y a certificar su humilde lealtad hacia Su Majestad.

Estas palabras fueron repetidas por uno de los ministros de los situados a mayor altura en el estrado, con voz aguda y numerosas fórmulas adicionales propias del lenguaje retórico y de la más ancestral cortesía. Una vez que hubo terminado, todos los presentes volvieron a hacer una reverencia a la que siguió un breve silencio, durante el cual Takeo tuvo la certeza de que el Emperador le escudriñaba a través del bambú.

Entonces, desde detrás de la mampara, el propio Emperador tomó la palabra con apenas un susurro.

—Bienvenido, señor Otori. Recibiros nos supone un gran placer. Sabemos del antiguo vínculo que une a nuestras familias.

Takeo escuchó el saludo antes de que el ministro lo repitiera, por lo que pudo cambiar levemente de posición para observar la reacción de Saga. Le pareció detectar que el general retenía el aliento por un instante. Las palabras del Emperador fueron breves, pero superaban las mejores expectativas al reconocer el linaje de los Otori y al propio Takeo como miembro familiar de pleno derecho. Se trataba de un inmenso e inesperado honor.

Reconfortado, se atrevió a decir:

—¿Se me permite dirigirme a Vuestra Majestad?

La solicitud fue repetida, y a continuación se transmitió el consentimiento.

Takeo tomó la palabra:

—Hace muchos siglos los antepasados de Vuestra Majestad otorgaron este sable, de nombre
Jato,
a Otori Takeyoshi. A mí me fue entregado por mi padre, Shigeru, antes de su muerte. Se me solicitó que os lo devolviera y ahora procedo a hacerlo, ofreciéndolo a vos en señal de mi lealtad y mi servicio.

El ministro de la Derecha consultó con el Emperador y luego se dirigió a Takeo.

—Aceptamos vuestro sable y vuestro servicio.

Takeo avanzó arrastrando las rodillas y sacó a
Jato
de su cinturón. Al sujetarlo en alto con ambas manos, notó una punzada de arrepentimiento.

"Adiós", dijo en muda despedida.

El ministro que se encontraba en la posición más baja tomó el sable y lo fueron pasando escalones arriba de funcionario en funcionario, hasta que el ministro de la Izquierda lo recogió y lo colocó en el suelo, delante de la mampara.

"Jato
hablará; regresará volando hasta mí", pensó Takeo; pero el arma seguía silenciosa e inmóvil.

Cuando el Emperador tomó de nuevo la palabra Takeo no percibió en su voz a un dios, ni siquiera a un gran gobernante, sino a un hombre de carne y hueso embargado por la curiosidad, que no se dejaba persuadir ni manipular con facilidad.

—Me gustaría ver al
kirin
ahora, con mis propios ojos.

Se produjo un ligero revuelo de consternación, pues daba la impresión de que nadie conocía a ciencia cierta el procedimiento que el protocolo dictaba. Entonces el Emperador salió desde detrás de la mampara y extendió los brazos para que sus ayudantes le ayudaran a bajar las escaleras.

Vestía una túnica dorada, con dragones color escarlata bordados en la espalda y en las mangas, que le hacía parecer más alto. Pero Takeo le había enjuiciado correctamente: bajo el esplendor del atuendo se encontraba un hombre más bien menudo de unos veintiocho años. Sus mejillas eran orondas, y su boca pequeña y firme denotaba obstinación y astucia. Sus ojos brillaban de expectación.

—Que el señor Otori me acompañe —ordenó mientras pasaba caminando junto a Takeo, quien le siguió, arrastrando las rodillas.

Shigeko esperaba en el exterior, con el
kirin.
Hincó una rodilla en el suelo cuando el Emperador se aproximó y con la cabeza inclinada sujetó en alto el cordón de seda, mientras decía:

—Majestad, esta criatura es insignificante en comparación con vuestra grandeza, pero os la ofrecemos con la esperanza de que miréis con agrado a vuestros súbditos de los Tres Países.

La expresión del Emperador fue de absoluta perplejidad, posiblemente por el hecho de que una mujer se dirigiera a él, además de por la presencia del
kirin.
Agarró el cordón con sumo cuidado, volvió la vista hacia los cortesanos, levantó los ojos hacia el largo cuello y la cabeza del insólito animal y, entusiasmado, se echó a reír.

Shigeko prosiguió:

—Vuestra Majestad puede acariciarla. Es muy gentil.

Y la divinidad terrestre alargó la mano y la pasó por el suave pelaje de la fabulosa criatura.

—Un
kirin
sólo aparece cuando un gobernante es bendecido por el Cielo —murmuró el Emperador.

—De ese modo, Vuestra Majestad ha sido bendecida —respondió ella también con apenas un susurro.

—¿Es un hombre o una mujer? —preguntó el monarca a Saga, quien se había acercado arrastrando las rodillas, como Takeo. Shigeko había utilizado la manera de hablar de un gobernante varón.

—Majestad, es la señora Maruyama, hija del señor Otori.

—¿De la tierra que gobiernan las mujeres? ¡Ciertamente, el señor Otori ha traído muchas sorpresas exóticas! Todo lo que escuchamos de los Tres Países resulta ser verdad. Me gustaría mucho visitarlos, pero no me es posible abandonar la capital —acarició de nuevo al
kirin,
y añadió:— ¿Qué puedo ofreceros a cambio? Dudo que yo pueda tener nada digno de comparación. —Tras permanecer en silencio unos momentos, en actitud de reflexión, se dio la vuelta de pronto y miró hacia atrás como si se le acabara de ocurrir una idea—. Traedme el sable de los Otori —ordenó—. Se lo entregaré a la señora Maruyama.

Entonces Takeo recordó una voz del pasado: "Pasa de mano en mano". El sable que Kenji le entregara a Shigeru tras la derrota de Yaegahara, y que Yuki, hija de Kenji, más tarde le llevara a Takeo, iba a ser adjudicado a Maruyama Shigeko por el mismísimo Emperador.

Takeo hizo una reverencia hasta tocar el suelo con la frente, y al incorporarse vio que el Emperador le observaba con interés. En ese momento la tentación del poder absoluto cruzó su mente. Quienquiera que obtuviese el favor de Su Majestad o, en otras palabras, consiguiese controlarle, se haría con el mando en las Ocho Islas.

"Podríamos ser Kaede y yo —pensó—. Competiríamos con Saga: si mañana le derrotamos en el torneo, lograríamos desplazarle. Nuestro ejército está preparado. Puedo enviar mensajes a Kahei para que haga avanzar las tropas. Obligaremos a Saga a retirarse al norte, hasta llegar al mar. Él será quien vaya al exilio, y no yo".

Contempló tal fantasía durante unos instantes y luego la desechó. No deseaba las Ocho Islas; sólo quería los Tres Países, y que en ellos se mantuviera la paz.

* * *

El resto del día se dedicó a diversos eventos festivos, como recitales de música y de teatro, concursos de poesía e incluso una exhibición del juego del balón, el preferido por los jóvenes de las familias nobles y en el que el señor Kono demostró ser sorprendentemente diestro.

—Su comportamiento lánguido oculta su destreza física —comentó Takeo a Gemba en voz baja.

—Todos ellos serán dignos adversarios —convino Gemba con serenidad.

También se celebró una carrera de caballos antes de la puesta de sol, en la que el equipo del señor Saga, a lomos de los nuevos corceles de Maruyama, se alzó con la victoria sin problemas; tal hecho incrementó la admiración generalizada hacia los visitantes de los Tres Países, así como el placer y el asombro ante sus inigualables regalos.

Takeo regresaba a la mansión satisfecho y animado por los acontecimientos de la jornada, aunque seguía nervioso con respecto al día siguiente. Había comprobado con sus propios ojos la destreza y el manejo del caballo por parte de sus adversarios; no creía que su hija pudiera derrotarles. Pero Gemba había estado en lo cierto en lo tocante al sable, por lo que ahora debía confiar en él en cuanto al torneo. Levantó la cortina de seda aceitada del palanquín para disfrutar del aire de la noche y, al franquear la verja de la residencia, vio por el rabillo del ojo la borrosa silueta de una persona que se había hecho invisible. Se quedó perplejo, pues no había contado con que la Tribu operase en la capital; ninguno de los documentos que tenía en su poder, ni la información proporcionada por la familia Muto, habían indicado jamás que la organización hubiera llegado hasta un lugar tan distante.

Instintivamente se llevó la mano al cinturón en busca de su sable; se dio cuenta de que iba desarmado y tuvo el habitual destello de curiosidad al volver a enfrentarse a la cuestión de su propia mortalidad. ¿Sería éste el intento de asesinato que consiguiera triunfar y demostrar que la profecía era errónea? Takeo ordenó que el palanquín fuese depositado en el suelo e inmediatamente se bajó. Haciendo caso omiso de sus acompañantes corrió hacia la verja y recorrió la multitud con la mirada, preguntándose si se trataría de una confusión. Numerosas voces coreaban su nombre, pero a él le pareció distinguir una familiar; entonces vio a la muchacha.

La reconoció al instante como pariente de los Muto, pero tardó unos segundos en identificarla: era Mai, la hermana de Sada, a la que habían instalado con los extranjeros para que aprendiera su idioma y los espiara.

—Entra inmediatamente —ordenó.

Una vez en el interior del recinto, le dijo a los guardias que cerrasen la verja y la atrancasen y luego se volvió hacia la joven.

—¿Qué haces aquí? ¿Traes noticias de Taku? ¿Acaso te envía Jun?

—Tengo que hablar con el señor Otori en privado —susurró ella.

Takeo percibió la congoja de la muchacha en las líneas que le rodeaban la boca y en la expresión de los ojos, y el corazón empezó a golpearle el pecho por miedo a lo que ella tendría que comunicarle.

—Espera aquí. Enviaré a buscarte en seguida.

Llamó a las criadas para que le ayudaran a despojarse de las ropas de ceremonia y luego las despidió tras solicitarles que le mandasen a la recién llegada, trajeran el té y no permitieran que nadie les molestara. Ni siquiera su propia hija ni el señor Miyoshi.

Mai entró en la estancia y se arrodilló frente a él. Una doncella llegó con cuencos llenos de té y Takeo entregó uno a la joven. La noche empezaba a caer; a pesar de la cálida temperatura, la hermana de Sada estaba pálida y tiritaba.

—¿Qué ha ocurrido?

—El señor Taku y mi hermana han muerto, señor.

Aunque era lo que Takeo había sospechado, la noticia le hirió como una bofetada. Se quedó mirando a su interlocutora, apenas capaz de hablar, notando que le invadía una oleada de sufrimiento. Hizo un gesto para que Mai continuara.

—Parece ser que les atacaron unos bandoleros al día siguiente de que partieran de Hofu.

—¿Bandoleros? —se extrañó Takeo—. ¿Qué bandoleros hay en el País Medio?

—Ésa es la versión oficial que ha dado el señor Arai —respondió la joven—; pero Zenko está protegiendo a Kikuta Akio. Corre el rumor de que Akio y el hijo de éste mataron a Taku en venganza por la muerte de Kotaro. Sada murió con él.

—¿Y mi hija? —susurró Takeo mientras las lágrimas se le agolpaban en los ojos.

—Señor Otori, nadie sabe dónde está. No la mataron en ese momento, pero se ignora si escapó o si está en poder de Akio...

—¿Akio tiene a mi hija? —preguntó Takeo, incapaz de dar crédito a lo que escuchaba.

—Puede que escapara; pero no ha llegado a Kagemura, Terayama o a cualquiera de los lugares a los que podría haber huido.

—¿Está al corriente mi esposa?

—No sabría deciros, señor.

Takeo intuyó que había algo más, alguna otra razón por la que la muchacha había realizado tan largo viaje, presumiblemente sin el permiso de la Tribu, sin que ninguno de sus miembros lo supiera, ni siquiera Shizuka.

—Supongo que la madre de Taku conoce la noticia.

—Lo ignoro, señor. Algo ha ocurrido en la red de los Muto, señor. Los mensajes no llegan a su destino, o son leídos por personas a quienes no les corresponden. Se comenta que quieren regresar a los viejos tiempos, cuando la Tribu tenía auténtico poder. Kikuta Akio está muy próximo a Zenko, y muchos miembros de la familia Muto aprueban esta amistad; dicen que es como la que mantenían Kenji y Kotaro antes de que...

—... de que yo apareciera —terminó la frase Takeo, con voz desolada.

—No me corresponde afirmar tal cosa, señor Otori. Los Muto os juraron su lealtad; Taku y Sada os eran fieles. Para mí, es suficiente. Salí de Hofu sin decírselo a nadie, con la esperanza de alcanzar a la señora Shigeko y al señor Hiroshi. Pero me adelantaban por un día. Les fui siguiendo hasta llegar a la capital. He pasado seis semanas en la carretera.

—Te lo agradezco mucho. —Takeo recordó que la muchacha también estaba en duelo, y dijo:— Y lamento profundamente el fallecimiento de tu hermana en acto de servicio a mi familia.

Los ojos de Mai brillaban intensamente bajo la luz de las lámparas, pero no derramaron ni una lágrima.

—Los atacaron con armas de fuego —anunció ella con amargura—. Nadie podría haberlos matado con armas corrientes. A Taku le alcanzaron en el cuello: debió de desangrarse en cuestión de segundos. La misma bala derribó a Sada del caballo, pero no murió por la caída; le cortaron la garganta.

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