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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El lamento de la Garza (48 page)

BOOK: El lamento de la Garza
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El muchacho la miraba fijamente, apuntándola con el arma, mientras su acompañante daba la vuelta a los cuerpos. Sacia soltó un leve gemido. Akio se arrodilló, agarró el cuchillo con su mano derecha y, con un resuelto movimiento, le atravesó el cuello. Luego escupió sobre el sereno rostro de Taku.

—La muerte de Kotaro casi se ha vengado —sentenció—. Los dos Muto han pagado. Sólo queda el Perro.

El muchacho preguntó:

—¿Quién es éste, Padre? —su voz sonaba confundida, como si creyera que conocía a Maya.

—Supongo que un mozo de cuadra —respondió el hombre—. ¡Mala suerte para él!

Se acercó hacia la gemela y ella trató de mirarle fijamente a los ojos, pero él no le dirigió la vista a la cara. El pánico la embargó. No podía permitir que la atrapara. Sólo deseaba morir. Soltó las riendas de las yeguas que, asustadas, saltaron hacia atrás. Maya sacó el cuchillo de su cinturón y levantó la mano para clavarlo en su propio cuello.

Akio se movió más deprisa de lo que ella jamás había visto moverse a ningún ser humano, incluso más rápido que la noche anterior; salió volando hacia ella y le aprisionó la muñeca. Al girarla, el cuchillo cayó al suelo.

—¿Qué mozo de cuadra intenta cortarse el cuello? —preguntó él con tono burlón—. ¡Como las mujeres de la casta de los guerreros!

Agarrándola con una mano de hierro, tiró de la ropa y le colocó la otra mano entre las piernas. Ella gritaba y se retorcía mientras él le abría el puño a la fuerza. Al ver la línea recta que le cruzaba la palma de la mano, esbozó una sonrisa.

—¡Vaya! —exclamó—. Ahora sabemos quién nos espiaba anoche.

La niña pensó que su vida había terminado. Sin embargo, él prosiguió:

—Es la hija de Otori, una de las gemelas. Lleva la marca de los Kikuta. Puede que nos resulte útil: por ahora, no la mataremos —resolvió, y a continuación se dirigió a Maya—. ¿Sabes quién soy?

Lo sabía, pero no respondió.

—Soy Kikuta Akio, el maestro de tu familia. Éste es mi hijo, Hisao.

La gemela le conocía, porque ya le había visto en sus sueños.

—Es verdad, soy Otori Maya —contestó—. Y también soy tu hermana...

Deseaba contarle más; pero Akio la agarró por el cuello, lo palpó para encontrar la arteria y apretó el pulgar hasta que Maya quedó inconsciente.

36

Shigeko había navegado entre Hagi y Hofu en numerosas ocasiones, pero nunca había proseguido hacia el Este, a lo largo de las abrigadas costas del mar Interior hasta la ciudad de Akashi. Las condiciones del tiempo eran espléndidas, el día se mostraba luminoso y despejado y la brisa procedente del sur soplaba con suavidad, aunque con la potencia necesaria para hinchar el flamante velamen y deslizar el barco por las aguas azules verdosas. Por todas partes surgían del mar pequeñas islas, de modo inesperado, cuyas laderas vestían el verde oscuro de los cedros y cuyas costas se veían blancas a causa de la espuma. Shigeko observaba las verjas rojo bermellón de los santuarios, que relucían bajo el sol de primavera, y los tejados de los templos, elaborados con oscuras maderas, así como las repentinas murallas blancas del castillo de un guerrero.

Al contrario que Maya, ella jamás se mareaba, ni siquiera en las peores travesías entre Hagi y Maruyama, cuando los vientos del noreste atravesaban a toda velocidad el mar plomizo que, embravecido, chocaba contra los acantilados y los barrancos. Shigeko era una apasionada de los barcos y la navegación: le encantaban el aroma del mar, el olor de los aparejos y el de las vigas de las naves; sentía fascinación por el sonido de las velas al aletear, el chapoteo de la estela, el crujir de la madera y la melodía del casco a medida que se abría camino en el agua. Las bodegas de la embarcación iban abarrotadas de regalos de toda clase. También contenían sillas de montar decoradas y estribos engalanados para Shigeko e Hiroshi, así como atuendos de ceremonia recién bordados, teñidos y pintados por los mejores artesanos de Hagi y Maruyama. Pero los presentes más importantes se hallaban en la propia cubierta, bajo un cobertizo de paja: se trataba de los caballos criados en Maruyama, cada uno de ellos atado con dos bridas a la cabeza y una cincha bajo el vientre, y de la hembra de
kirin,
sujeta con cordeles de seda roja. Shigeko pasaba buena parte del día junto a los animales, orgullosa de la buena salud y la belleza de los caballos, pues ella misma había criado a los cuatro: dos moteados (uno claro y otro oscuro), un tercero castaño brillante y el negro. Los corceles la conocían y parecían disfrutar de su compañía; la seguían con la mirada cuando paseaba por la cubierta y relinchaban para llamar su atención. A Shigeko no le preocupaba el hecho de separarse de ellos. Los nuevos dueños los tratarían bien y, aunque los animales no se olvidarían de ella, tampoco sufrirían a causa de la añoranza. El
kirin
le preocupaba más. La exótica hembra, a pesar de su temperamento gentil, carecía de la naturaleza acomodaticia de los caballos.

—Me temo que se va a poner nerviosa cuando la separen de nosotros y del resto de sus compañeros —le comentó Shigeko a Hiroshi la tarde del tercer día de travesía desde Hofu—. Fíjate cómo vuelve hacia atrás la cabeza sin parar, en dirección a casa. Parece que busca ansiosamente a alguien; a
Tenba,
tal vez.

—He observado que, cuando estás cerca, se arrima a ti todo lo posible —respondió Hiroshi—. Te echará de menos, de eso no hay duda. Me sorprende que seas capaz de separarte de ella.

—¡La culpa es mía! Fui yo quien lo propuso. Es un regalo extraordinario que va a asombrar y a halagar al mismísimo Emperador; pero a veces me gustaría que fuera una estatua de marfil o de algún metal precioso, porque entonces carecería de sentimientos y a mí no me preocuparía que pudiera sentirse sola.

Hiroshi clavó la mirada en Shigeko.

—Al fin y al cabo, no es más que un animal; puede que no sufra tanto como piensas. La cuidarán correctamente y estará bien alimentada.

—Los animales son capaces de albergar sentimientos profundos —replicó Shigeko.

—Pero carecen de las emociones que los humanos experimentan al separarse de aquellos a quienes aman.

Los ojos de Shigeko se encontraron con los suyos; ella le sostuvo la mirada unos instantes. Hiroshi fue el primero en desviar la vista.

—Quizá el
kirin
no se sienta solo en Miyako —añadió él en voz baja—, porque tú estarás allí también.

Shigeko entendió a que se refería su compañero, pues la joven había estado presente cuando el señor Kono comunicó a Takeo la reciente pérdida sufrida por Saga Hideki, suceso que había dejado libre de ataduras para contraer matrimonio de nuevo al señor de la guerra más poderoso de las Ocho Islas.

—Si el
kirin
va a ser el más espléndido de los regalos para el Emperador —prosiguió—, ¿qué mejor regalo para su general?

Shigeko percibió en su voz un matiz de amargura, y el corazón se le encogió. Desde hacía tiempo sabía que Hiroshi la amaba tanto como ella a él. Entre ellos existía una armonía especial, como si ambos conocieran los pensamientos del otro. Los dos habían sido entrenados en la Senda del
houou,
y habían perfeccionado al máximo su capacidad de percepción y su sensibilidad. Shigeko confiaba plenamente en él y, sin embargo, consideraba que no tenía sentido desvelarle sus sentimientos, ni siquiera llegarlos a admitir abiertamente: sabía que tendría que casarse con quien su padre dispusiera. A veces soñaba que el elegido era Hiroshi y se despertaba impregnada de alegría y de deseo; yacía en la oscuridad y acariciaba su propio cuerpo, anhelando sentir contra sí la fortaleza del joven al tiempo que temía que nunca llegara a ocurrir, y se preguntaba si no podría ella hacer su propia elección, ahora que gobernaba sobre el dominio de su propiedad, y sencillamente tomarlo por esposo. Pero sabía que le sería imposible ir en contra de los deseos de su padre. Había crecido bajo el estricto código de una familia de guerreros, y no podía romperse con tanta facilidad.

—Confío en no tener que vivir nunca lejos de los Tres Países —murmuró. El
kirin
se encontraba tan cerca que Shigeko notó el cálido aliento de la criatura en la mejilla cuando ésta inclinó su largo cuello—. Confieso que estoy nerviosa por los desafíos que me esperan en la capital. Desearía que la travesía hubiera terminado y, al mismo tiempo, no quiero que acabe jamás.

—No mostraste señal alguna de ansiedad cuando hablaste con el señor Kono el año pasado —le recordó Hiroshi.

—En Maruyama me siento segura al estar rodeada de tantas personas que me apoyan; tú, sobre todo.

—También te protegerán en Miyako, y Miyoshi Gemba estará allí contigo.

—Mis mejores maestros habéis sido tú y él.

—Shigeko —dijo Hiroshi, llamándola por su nombre como cuando eran niños—, nada debe disminuir tu concentración durante el torneo. Debemos apartar nuestros deseos para que prevalezca el camino de la paz.

—No sólo apartarlos, sino trascenderlos —corrigió, e hizo una pausa sin atreverse a decir más. De pronto le asaltó el recuerdo de la primera vez que vio a una bandada de
houous,
machos y hembras, cuando éstos regresaban a los bosques alrededor de Terayama para anidar en los árboles de paulonia y criar a sus polluelos—. Entre nosotros existe un fuerte vínculo —prosiguió—. Te conozco desde siempre, tal vez incluso desde una vida anterior. Aunque me case con otra persona, lo que nos une nunca debe romperse.

—Nunca ocurrirá, lo juro. El arco estará en tu mano, pero el espíritu del
houou
guiará las flechas.

Shigeko sonrió, convencida de que los pensamientos de ambos se fundían en uno solo.

Más tarde, cuando el sol descendía hacia el oeste, se encaminaron a la cubierta de popa e iniciaron los antiguos ejercicios rituales, que les hacían sentir que flotaban en el aire aunque, sin embargo, convertían en acero sus músculos y tendones. El resplandor del sol teñía las velas y provocaba que la garza del blasón de los Otori brillara como el oro. Los estandartes de Maruyama se agitaban en las jarcias. El barco parecía bañado de luz, como si los propios pájaros sagrados hubieran descendido sobre él. El cielo del oeste aún mostraba vetas carmesí cuando, por el este, se elevó la luna llena del cuarto mes.

37

Días después de esta luna llena Takeo partió de Inuyama en dirección al Este y fue despedido por la población con grandes muestras de entusiasmo. Era la temporada de los festivales de primavera, cuando la tierra volvía a cobrar vida, la savia corría por los árboles y la sangre de hombres y mujeres se alteraba. La ciudad quedó envuelta en un ambiente de expectativa y confianza. No sólo el señor Otori se encontraba camino de la capital para visitar al Emperador —figura mítica para la mayoría de los habitantes—, sino que dejaba atrás un hijo varón: por fin el lamentable efecto del nacimiento de las gemelas había caído en el olvido. Nunca antes los Tres Países habían gozado de tanta prosperidad. El
houou
anidaba en Terayama y el señor Otori iba a regalar un
kirin
al Emperador; tales señales del Cielo confirmaban lo que todo el mundo ya veía en sus robustos hijos y sus fértiles campos: la evidencia de un gobernante justo se detecta en la salud y la satisfacción de su pueblo. Con todo, los vítores, los bailes, las flores y los estandartes no conseguían disipar la inquietud de Takeo, aunque éste intentara disimularla manteniendo la expresión tranquila e impasible que ahora resultaba habitual en él. Lo que más le preocupaba era el silencio de Taku y lo que la ausencia de mensajes podía implicar: la deserción o la muerte. Cualquiera de los extremos supondría un desastre y, en cualquier caso, ¿qué habría sido de Maya? Takeo ansiaba regresar y averiguarlo por sí mismo, pero cada jornada de viaje le alejaba en mayor medida de la posibilidad de recibir noticias. Tras muchas deliberaciones, algunas de las cuales compartía con Minoru, había decidido dejar a los hermanos Kuroda en Inuyama, alegando que allí le serían de mayor utilidad. Si recibían información acerca de Taku, debían enviar emisarios inmediatamente.

—Jun y Shin no están satisfechos —informó Minoru—. Me han preguntado qué han hecho ellos para perder la confianza del señor Otori.

—En Miyako no hay familias de la Tribu —respondió Takeo—. En realidad no los necesito en la capital. Aunque te confieso, Minoru, que mi confianza en ellos ha disminuido, si bien no por culpa suya. Lo que ocurre es que sé que, si tuvieran que elegir, siempre se pondrían de parte de la Tribu.

—En mi opinión, podríais fiaros de ellos —afirmó con seguridad Minoru.

—Bueno, tal vez les esté salvando de una dolorosa elección y algún día me lo agradecerán —repuso Takeo con tono jovial, pero en realidad echaba de menos a sus centinelas. Sin ellos se sentía desnudo, desprotegido.

Cuatro días después de la partida de Inuyama pasaron cabalgando por la villa de Hinode, donde Takeo había hecho un alto junto a Shigeru la mañana siguiente a la huida por parte de ambos de los soldados de Iida Sadamu y de la aldea de Mino, destrozada por las llamas.

—Mi lugar de nacimiento se encuentra a una jornada de aquí —le comentó a Gemba—. No he recorrido este camino desde hace casi dieciocho años. Me gustaría saber si mi aldea sigue existiendo. Allí fue donde Shigeru me salvó la vida.

"Y donde nació mi hermana Madaren, donde me criaron en la doctrina de los Ocultos",
se recordó.

—Me pregunto cómo me atrevo a presentarme ante el Emperador. Todos me despreciarán por mis orígenes.

Takeo cabalgaba junto a Gemba por el estrecho sendero, y hablaba en voz baja para que nadie más pudiera oírle. Gemba volvió la cabeza para mirarle y respondió:

—Como sabes, he traído de Terayama los documentos que dan fe de tu linaje. El señor Shigemori era tu abuelo, y tu adopción por parte del señor Shigeru fue conforme a la legalidad y aprobada por el clan; nadie puede cuestionar tu legitimidad.

—Aun así, el Emperador ya la ha cuestionado.

—Portas el sable de los Otori y has sido bendecido con las señales del Cielo —Gemba esbozó una sonrisa—. Probablemente no fuiste consciente del asombro que causaste en Hagi cuando Shigeru te llevó a casa. ¡Te parecías tanto a Takeshi que era como un milagro! Takeshi vivió con mi familia durante un tiempo antes de morir; era el mejor amigo de Kahei. Fue como perder a un hermano muy querido, pero nuestra tristeza no tenía comparación con la del señor Shigeru, para quien fue el golpe final tras muchos otros.

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