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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El lamento de la Garza (49 page)

BOOK: El lamento de la Garza
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—Sí, Chiyo me contó la historia de sus numerosas pérdidas. Su vida estuvo repleta de sufrimiento y de inmerecida mala suerte; sin embargo, nunca dio muestras de ello. Recuerdo lo que dijo la noche que yo conocí a Kenji: "No estoy hecho para la desesperación". A menudo pienso en estas palabras y en el valor que Shigeru demostró cuando viajamos a Inuyama bajo la vigilancia de Abe y sus hombres.

—Pues tú debes decirte lo mismo: no estás hecho para la desesperación.

—Ésa es la impresión que me veo obligado a dar —repuso Takeo—; aunque, como tantas otras cosas en mi vida, no es más que una impostura.

Gemba se echó a reír.

—Tienes suerte de que tus numerosas dotes incluyan la de actor. No te subestimes, Takeo. Es posible que tu naturaleza tenga un lado más oscuro que la de Shigeru, pero no es menos poderosa. ¡Mira lo que has conseguido, casi dieciséis años de paz! Tú y tu esposa habéis logrado unir los bandos enfrentados de los Tres Países; entre los dos conserváis el bienestar del territorio en perfecto equilibrio. Tu hija es tu mano derecha, tu mujer te apoya por completo en casa. Confía en ellas. Impresionarás al Emperador como sólo tú eres capaz. Créeme —Gemba se quedó en silencio y tras unos instantes reanudó su paciente ronroneo.

Las palabras de aliento de su amigo le reconfortaron sobremanera. Actuaron como una especie de liberación y, aunque no apaciguaron su ansiedad, permitieron que Takeo consiguiera dominarla y, finalmente, trascenderla. A medida que la mente y el cuerpo del jinete se iban relajando, lo mismo le sucedió al caballo:
Tenba
bajó la cabeza y aumentó el paso según iban avanzando kilómetros, jornada tras jornada.

Takeo notó que todos sus sentidos despertaban: la audición se le agudizó tanto como cuando tenía diecisiete años, el ojo y la mano del artista volvieron a aparecer. Cuando por las noches dictaba cartas a Minoru, anhelaba arrebatarle el pincel. A veces lo hacía, y a la par que escribía (sujetando la mano derecha lisiada con la mano izquierda y agarrando el pincel entre los dos dedos que le quedaban) esbozaba con rapidez alguna escena que se le hubiera grabado en la mente durante el trayecto del día: una bandada de cuervos volando entre los cedros, una manada de gansos en la distancia que al recorrer un despeñadero recordaba a una extraña caligrafía extranjera, un papamoscas y una campanilla con una roca oscura de fondo... Minoru reunió los bocetos y los envió junto con las cartas destinadas a Kaede, y a Takeo le vino a la memoria el dibujo del pájaro de la montaña que le había regalado a su esposa tantos años atrás. Su discapacidad física le había impedido practicar la pintura durante mucho tiempo, pero el hecho de aprender a superar sus limitaciones había perfeccionado su talento artístico natural hasta adquirir un estilo único y sorprendente.

La carretera que discurría desde Inuyama hasta la frontera se hallaba en buenas condiciones y era lo bastante ancha para que tres jinetes pudieran avanzar al mismo tiempo. La superficie se encontraba compacta por el paso de monturas, pues Miyoshi Kahei había recorrido ese itinerario varias semanas antes con la avanzadilla del ejército, unos mil soldados, casi todos de caballería. Les acompañaban caballos de carga y carretas de bueyes que transportaban los víveres. El resto de las tropas se desplazaría desde Inuyama durante las semanas siguientes. El terreno de la frontera era accidentado; con la excepción del puerto por el que cruzarían, las montañas resultaban inaccesibles. Mantener preparado un ejército tan numeroso a lo largo del verano exigiría enormes recursos, y además muchos de los soldados de a pie procedían de aldeas donde la cosecha no podría recolectarse sin su trabajo en los campos.

Takeo y su comitiva se reunieron con Kahei en una meseta situada justo debajo del puerto de montaña. Aún hacía frío; se veían restos de nieve sobre la hierba y el agua de los torrentes y las charcas estaba helada. En aquel lugar se había establecido un puesto fronterizo, aunque pocos viajeros realizaban el trayecto desde el Este por tierra, pues optaban por navegar desde Akashi. La cordillera de la Nube Alta proporcionaba una barrera natural tras la cual los Tres Países se habían resguardado durante años, ignorados por el resto del país, carentes de la protección o el gobierno del simbólico Emperador.

El campamento estaba en orden y bien preparado; los caballos formaban filas y los hombres estaban correctamente armados y entrenados. La meseta mostraba un aspecto transformado: en cada uno de los flancos se habían erigido empalizadas en forma de punta de flecha, y se habían construido almacenes para proteger las provisiones de las inclemencias del tiempo y los animales.

—En la cabecera de la meseta hay espacio suficiente para los arqueros —comentó Kahei—, aunque también contamos con suficientes armas de fuego que los soldados de a pie, procedentes de Inuyama, portarán para defender varios kilómetros de la carretera a nuestras espaldas, así como la campiña de los alrededores. Pero si atacan en el terreno circundante emplearemos los caballos y los sables. —Luego, añadió:— ¿Tienes idea de las armas con las que cuentan?

—Han dispuesto apenas de un año para acopiar armas de fuego o fabricarlas, y para enseñar a sus hombres a utilizarlas —respondió Takeo—. Considero que les aventajamos en ese aspecto; pero también necesitamos arqueros, ya que las armas de fuego pueden fallar en condiciones de viento y lluvia. Confío en poder enviarte información. Averiguaré todo lo que pueda, a pesar de que debo dar la impresión de ir en busca de la paz; no puedo darles ninguna excusa para atacar. Nuestros preparativos tienen como objeto la defensa de los Tres Países: no amenazamos a nadie más allá de nuestras fronteras. Por esa misma razón no fortificaremos el puerto de montaña. Debéis permanecer en la meseta en posición puramente defensiva. No podemos dar sensación de estar provocando a Saga o desafiando al Emperador.

—Debe de resultar extraño ver al Emperador en persona —declaró Kahei—. Te envidio, porque hemos oído hablar de él desde la niñez. Desciende de los dioses, aunque durante años no creí que existiera de verdad.

—Se dice que el clan Otori procede de la familia imperial —indicó Gemba—, porque cuando a Takeyoshi le hicieron entrega de
Jato
una de las concubinas del Emperador, embarazada de éste en aquel tiempo, también le fue dada como esposa. —Tras sonreír a Takeo, concluyó:— De modo que compartís la misma sangre.

—Se habrá diluido un poco después de tantos años —repuso Takeo con tono jovial—; pero en vista de que somos parientes, tal vez me mirará con buenos ojos. Shigeru me contó hace mucho tiempo que era la debilidad del Emperador lo que permitía que señores de la guerra como Iida prosperaran sin que nadie les controlase. Por lo tanto, es mi deber hacer todo lo posible por fortalecer la posición del soberano. Él es el gobernante legítimo de las Ocho Islas. —Dirigió la vista hacia el puerto y las montañas, que adquirían ahora un tono púrpura bajo la luz del ocaso. El cielo mostraba un blanco azulado y ya se vislumbraban las primeras estrellas—. Sé muy poco sobre los demás territorios del país. Ignoro qué forma de gobierno mantienen, si hay prosperidad o si la población está satisfecha. Son asuntos que tenemos que averiguar, y también discutir.

—Pues tendrás que tratarlos con Saga Hideki —intervino Gemba—, ya que ahora controla dos tercios del territorio, incluyendo al propio Emperador.

—Nunca le permitiremos tomar el mando de los Tres Países —afirmó Kahei.

Takeo no mostró su desacuerdo abiertamente aunque, como de costumbre, había reflexionado con detenimiento en privado sobre el futuro de sus tierras y la mejor manera de asegurarlas. Tiempo atrás había supervisado la recuperación del país tras la destrucción y la matanza provocadas por la guerra civil y el terremoto. Si bien no tenía intención de entregarle el mando a Zenko, tampoco deseaba que el territorio se rompiera en pedazos y hubiera que librar batallas para recuperarlo. Takeo no creía que el Emperador fuera una deidad digna de adoración; no obstante reconocía el papel esencial del trono imperial como símbolo de unidad, y estaba dispuesto a someterse a la voluntad del mandatario supremo en aras de la permanencia de la paz y del refuerzo de la unidad de sus tierras.

"Pero no cederé los Tres Países a Zenko." Una y otra vez se repetía esta convicción. "Jamás presenciaré cómo gobierna en mi lugar."

Atravesaron el puerto mientras la luna palidecía, y antes de que volviera a aparecer se aproximaron a Sanda, una pequeña localidad emplazada junto a la carretera entre Akashi y Miyako. Según descendían hacia los valles, además de inspeccionar la ruta de regreso —y buscar un lugar donde un reducido contingente pudiera dar la vuelta y enfrentarse a un posible enemigo que los persiguiera— Takeo examinaba el estado de las aldeas, los métodos agrícolas y la salud de los niños, apartándose a menudo de la carretera y acercándose a las comarcas circundantes. Le sorprendió enormemente el hecho de que él mismo no fuera un desconocido para la población, que reaccionaba como si un héroe legendario hubiera aparecido de repente. De noche escuchaba narrar a cantores ciegos las leyendas de los Otori: la traición a Shigeru y su muerte, la caída de Inuyama, la batalla de Asagawa, la batida en retirada a Katte Jinja y la toma de la ciudad de Hagi. Se compusieron nuevas canciones acerca del
kirin,
que les esperaba en Sanda junto a la hermosa hija del señor Otori.

Las tierras se veían lamentablemente abandonadas. Takeo quedó conmocionado por las casas de labor a medio derruir y los campos sin cultivar. Por el camino, interrogando a los campesinos, se enteró de que todos los dominios locales se habían defendido en salvaje combate contra Saga Hideki antes de capitular ante él dos años atrás. Desde entonces, el servicio militar obligatorio y los turnos de trabajo forzosos habían dejado a las aldeas sin mano de obra.

—Pero al menos ahora vivimos tiempos de paz, gracias al señor Saga —le dijo un anciano.

"¿A qué precio?", se preguntó Takeo. Le hubiera gustado seguir investigando, pero a medida que se acercaban a la ciudad consideró que sería un error mostrarse excesivamente familiar y se unió a su comitiva con actitud más formal. Muchos de los lugareños le seguían con la esperanza de ver al
kirin
con sus propios ojos, y para cuando el señor Otori y su comitiva llegaron a Sanda les acompañaba un enorme gentío que aumentó de tamaño a medida que los habitantes de la ciudad salían en tropel a recibirle, agitando banderolas y adornos, bailando y tocando el tambor. La ciudad de Sanda había ido creciendo como centro de comercio y carecía de castillo o murallas. Mostraba señales de los daños producidos por la guerra, pero la mayoría de las tiendas y viviendas arrasadas por el fuego se habían reconstruido. Había varias posadas próximas al templo. En la calle principal Takeo fue recibido por un pequeño grupo de guerreros que portaban estandartes con el blasón del clan Saga: la montaña de dos picos.

—Señor Otori —dijo el cabecilla, un hombre grande y robusto que le trajo a Takeo el desagradable recuerdo de Abe, el esbirro de Iida—. Me llamo Okuda Tamadasa. Éste es mi hijo mayor, Tadayoshi. Nuestro gran señor, general del Emperador, os da la bienvenida. Hemos sido enviados para escoltaros hasta él.

Hablaba con formalidad y cortesía, pero antes de que Takeo pudiese responder
Tenba
relinchó estruendosamente, pues por encima de la tapia con techumbre de tejas que rodeaba el jardín de la posada principal asomó la cabeza del
kirin
hembra, con sus orejas desplegadas y sus ojos inmensos, así como el largo cuello del animal, con sus originales dibujos en el pelaje. La muchedumbre estalló al unísono en un emocionado grito. Los ojos y el hocico de la insólita criatura parecían buscar a su antiguo compañero. Al descubrir a
Tenba
se le suavizó el rostro, como si sonriera, y al gentío le dio la impresión de que también sonreía al señor Otori.

Ni siquiera Okuda pudo resistir la tentación de volver la vista hacia atrás para mirarla. Una expresión de asombro se manifestó brevemente en su semblante; apretó los músculos de la mandíbula en un esfuerzo por controlarse, aunque los ojos se le salían de las órbitas. Su hijo, un joven de unos dieciocho años, sonreía abiertamente.

—Os doy las gracias a ti y al señor Saga —respondió Takeo con voz pausada, haciendo caso omiso de la expectación reinante, como si el
kirin
fuese un animal tan vulgar como un gato—. Confío en que me hagas el honor de cenar esta noche con mi hija y conmigo.

—La señora Maruyama os espera dentro —repuso Okuda—. Será un gran placer.

Todos desmontaron. Los mozos de cuadra corrieron a sujetar las riendas de los caballos y las criadas acudieron al borde de la veranda con cuencos llenos de agua para lavar los pies a los viajeros. A continuación apareció el dueño de la posada, figura importante en el gobierno de la ciudad. Sudaba mucho por causa del nerviosismo. Hizo una reverencia hasta el suelo, luego se puso en pie de un salto. En voz baja pero apremiante y moviendo las manos sin parar, empezó a dar órdenes a los sirvientes y acto seguido acompañó a Takeo y a Gemba al aposento principal.

Se trataba de una estancia confortable, si bien carente de lujos. La estera, recién puesta, despedía un agradable aroma; las contraventanas daban a un pequeño jardín que mostraba algunos arbustos corrientes y una original piedra negra que recordaba a una montaña de dos picos en miniatura.

Takeo se quedó observándola mientras escuchaba el bullicio reinante en la posada: la impaciente voz del hospedero; el ajetreo en la cocina, donde se preparaba la cena; el relincho de
Tenba,
que llegaba de los establos y, por fin, la voz y los pasos de su hija. Takeo se dio la vuelta mientras se abría la puerta corredera.

—¡Padre! ¡Estaba deseando verte!

—Shigeko —saludó él; luego, con evidente afecto, añadió:— ¡Señora Maruyama!

Gemba, que se hallaba sentado a la sombra de la veranda, se levantó y repitió:

—¡Señora Maruyama!

—¡Señor Miyoshi! Qué alegría verte.

—Vaya, vaya —repuso éste, sonriendo ampliamente y chasqueando la lengua—. Tienes buen aspecto.

"Es verdad", pensó Takeo. Su hija no sólo se encontraba en el momento álgido de su belleza juvenil, sino que irradiaba el poder y la seguridad de una mujer madura, de una auténtica gobernante.

—He visto que la criatura bajo tu custodia ha llegado sana y salva —comentó Takeo.

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