—He estado a punto de matarte —dijo al fin, y con una mezcla de horror y de lástima dudó que fuera posible acabar con su vida. Consciente de las lágrimas que le inundaban los ojos, Takeo levantó la manga para secárselas y notó el escozor del arañazo, la sangre que le goteaba de la cara—. ¿Qué haces aquí? ¿Por qué estás sola?
El hecho de dar rienda suelta a su confusión y su furia suponía un cierto alivio. Sintió ganas de abofetearla, como podría haber hecho cuando de pequeña hacía alguna travesura; pero lo que a Maya le había sucedido la apartaba definitivamente de la niñez. Y era precisamente la herencia de sangre de Takeo lo que había convertido a Maya en lo que ahora era.
—Lo siento, lo siento.
Sollozaba como una niña, de manera incoherente y desconsolada. Takeo la estrechó entre sus brazos, sorprendido de lo mucho que había crecido. La cabeza de su hija le llegaba al esternón; su cuerpo era esbelto y musculoso, más propio de un muchacho que de una chica.
—No llores —musitó él con fingida tranquilidad—. Iremos a ver a Taku; él me explicará lo que te pasa.
—Siento estar llorando —repuso ella con voz apagada.
—Creí que lamentarías haber tratado de matar a tu propio padre —afirmó Takeo mientras la llevaba de la mano a través de la cancela del santuario hasta la calle.
—No sabía que eras tú. No podía verte. Pensé que sería algún asesino de los Kikuta. En cuanto te reconocí, cambié de forma. No siempre consigo hacerlo inmediatamente, aunque me voy perfeccionando. Pero no debería haber llorado. Yo nunca lloró. ¿Por qué he llorado ahora?
—¿Acaso porque te alegrabas de verme?
—Claro que me alegro; pero nunca había llorado de alegría. Debe de haber sido la conmoción. Bueno, ¡no volveré a soltar una lágrima!
—No hay nada malo en ello. Yo también lloré.
—¿Por qué? ¿Te he herido? Pues no debe haber sido nada en comparación con las otras lesiones que has sufrido en tu vida —Maya se llevó la mano a la cara—. Lo mío ha sido peor.
—Lo lamento mucho, de veras. Preferiría morirme antes que hacerte daño.
"Ha cambiado; hasta su forma de hablar es más abrupta, más insensible", pensó Takeo. Además las palabras de la niña denotaban una acusación más profunda, algo más allá de la herida física. ¿Qué otro resentimiento guardaría contra él? ¿El hecho de que la hubiera enviado a Maruyama? ¿Tal vez algo diferente?
—No deberías estar en la calle, sola.
—No es culpa de Taku —saltó Maya al instante—. No debes reprochárselo.
—¿A quién, si no, voy a culpar? Te confié a su cuidado. ¿Y dónde se encuentra Sada? Os vi a los tres juntos esta tarde. ¿Por qué no se halla contigo?
—Fue maravilloso, ¿verdad? —comentó Maya, evadiendo el interrogatorio—. Shigeko estaba preciosa. ¡Y el caballo! ¿Te gustó tu regalo, Padre? ¿Te llevaste una sorpresa?
—O ellos son unos irresponsables, o bien tú eres una desobediente —declaró Takeo, negándose a dejarse embaucar por las repentinas muestras de entusiasmo de su hija.
—Es verdad, desobedecí; pero no tengo más remedio. Hago cosas que nadie sabe hacer, así que no existe quien pueda enseñarme. Tengo que averiguarlas por mí misma —lanzó una mirada a su padre—. Supongo que tú nunca has realizado cosas semejantes.
De nuevo, Takeo percibió que sus palabras encerraban un cierto desafío. No podía negar que lo que Maya decía era cierto, pero decidió no responder puesto que ahora se enfrentaba al problema de cómo entrar en la residencia de los Muto, a cuya verja se estaban aproximando. La cara le escocía y el cuerpo entero se le había resentido a causa de la repentina e intensa lucha contra su hija. No veía con claridad la herida de Maya, pero imaginaba el corte dentado del cuchillo; había que curarla inmediatamente. Casi con seguridad le dejaría el rostro marcado al cicatrizar.
—¿Es de fiar la familia que vive aquí? —preguntó en susurros.
—Nunca se me ha ocurrido dudarlo —respondió Maya—. Son Muto, parientes de Taku y de Sada. Tienen que ser de fiar.
—Pronto lo averiguaremos —masculló Takeo, y llamó con los nudillos a la verja para alertar a los guardias. Varios perros rompieron a ladrar furiosamente.
Tardó un rato en convencerles de que abrieran. No identificaron a Takeo en un primer momento, pero conocían a Maya. Bajo la luz de las lámparas advirtieron los rastros de sangre en el rostro de la niña y, tras lanzar exclamaciones de sorpresa, llamaron a Taku. Takeo observó que ninguno de los guardias la tocó; de hecho, evitaban acercarse a ella. Se diría que estaba rodeada de una barrera invisible.
—Y tú, señor, ¿estás herido también?
Uno de los hombres colocó la lámpara en alto de manera que la luz iluminara la mejilla de Takeo. Éste no hizo esfuerzo alguno por disimular sus rasgos; deseaba comprobar la reacción de los centinelas.
—¡Es el señor Otori! —susurró el guardia, y todos los demás se arrojaron inmediatamente al suelo—. Entrad, señor.
El hombre que sujetaba la lámpara se apartó a un lado, iluminando el umbral.
—Levantaos —indicó Takeo a los centinelas postrados—. Traed agua, y papel suave o trozos de seda para cortar la hemorragia.
Takeo atravesó el umbral y los hombres cerraron y atrancaron la verja a sus espaldas. Los moradores de la casa se habían despertado. Se encendieron lámparas en las habitaciones y varias criadas salieron al exterior, parpadeando a causa del Sueño. Taku llegó desde el extremo de la veranda vestido con un manto de dormir de algodón y una casaca acolchada sobre los hombros. Vio a Maya en primer lugar y fue directo a ella. Takeo pensó que iba a abofetearla, pero Taku hizo una seña al guardia para que acercase la lámpara y, sujetando la cabeza de la niña con ambas manos, la giró hacia un lado para observar la herida en la mejilla.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—Fue un accidente —respondió Maya—. Ha sido culpa mía.
Taku la condujo hasta la veranda, la hizo sentarse y se arrodilló junto a ella; entonces recogió el papel que la criada le ofrecía y lo empapó de agua. Lavó la herida cuidadosamente mientras daba órdenes para que acercaran la luz.
—Parece un cuchillo arrojadizo. ¿Quién había ahí afuera con un cuchillo arrojadizo?
—Ha venido el señor Otori —anunció el centinela—. También él está herido.
—¿El señor Otori? —Taku volvió la mirada en su dirección—. Perdóname, Takeo, no te había visto. ¿Te has hecho daño?
—No es nada —respondió, acercándose a la veranda. Al llegar a los escalones una de las criadas se adelantó para quitarle las sandalias. Takeo se arrodilló junto a su hija.
—Puede resultar difícil explicar cómo me lo he hecho —observó Maya—. Supongo que las marcas se notarán durante cierto tiempo.
—Lo siento... —empezó a decir Taku, pero Takeo alzó una mano para silenciarle.
—Hablaremos más tarde. A ver qué puedes hacer para curarle la herida. Me temo que le quedará cicatriz.
—Ve a buscar a Sada —ordenó Taku a una de las criadas que se hallaban junto a él.
Unos instantes más tarde llegó, también desde el extremo de la veranda, una joven vestida con un manto de dormir, al igual que Taku; el cabello, cortado a la altura de los hombros, le caía por la cara. Miró rápidamente a Maya, entró en la casa y regresó con una caja pequeña.
—Es un bálsamo que Ishida nos prepara —explicó Taku mientras cogía la caja y la abría—. Confío en que el cuchillo no estuviera envenenado.
—No lo estaba —respondió Takeo.
—Bueno, por suerte no le ha dado en el ojo. ¿Se lo arrojaste tú?
—Me temo que sí.
—Por lo menos no tenemos que ir en busca de ningún asesino de los Kikuta.
Sada sujetó la cabeza de Maya mientras Taku extendía sobre la herida la pomada; parecía pringosa, como la cola de pegar, y unía los bordes del corte. Maya permanecía sentada sin moverse en lo más mínimo, con los labios curvados como si fuera a sonreír, con los ojos abiertos de par en par. Takeo reflexionó que había algo extraño en el vínculo que les unía a los tres, pues la escena transmitía una intensa carga de emoción.
—Ahora, vete —indicó Takeo a su hija—. Dale algo que le ayude a dormir —añadió, dirigiéndose a Sada—, y quédate con ella toda la noche. Hablaré con Maya por la mañana.
—Lo siento mucho —se disculpó la gemela—. No tenía intención de hacer daño a mi padre.
Pero su tono sugería más bien lo contrario.
—Ya pensaremos en un castigo que te va a hacer lamentarlo aún más —replicó Taku—. Estoy muy enfadado, y seguro que el señor Otori también lo está. Acércate. Déjame ver lo que te ha hecho —le dijo ahora a Takeo.
—Entremos en la casa —sugirió éste—. Prefiero hablar en privado.
Taku pidió a las criadas que les llevasen agua fresca y té, y luego se dirigieron hacia la pequeña habitación al extremo de la veranda. Plegó los colchones y los empujó a un rincón. Una lámpara seguía ardiendo, y junto a ella se veían una frasca de vino y un tazón. Takeo inspeccionó la escena sin pronunciar palabra.
—Había esperado verte antes —comentó con tono distante—. No pensé que me encontraría con mi hija de esta manera.
—No tengo excusa que ofrecerte —respondió Taku—; pero primero deja que te cure la herida. Siéntate; toma, bebe esto.
Escanció lo que quedaba de vino en el tazón y se lo entregó a Takeo.
—No duermes solo, pero sí que bebes solo.
Takeo se acabó el vino de un trago.
—A Sada no le gusta beber.
Dos doncellas llegaron a la puerta; una traía agua y la otra, té. Taku cogió el cuenco con agua y se puso a lavar la mejilla de Takeo. Los arañazos le escocían.
—Traed más vino para el señor Otori —ordenó Taku—. Hay mucha sangre... Las garras se clavaron a fondo.
Dejó de hablar cuando la doncella regresó con otra frasca de vino. La muchacha llenó el tazón y Takeo volvió a vaciarlo.
—¿Tienes un espejo? —preguntó a la joven.
Ella asintió con un gesto.
—Se lo traeré al señor Otori.
Regresó con un objeto envuelto en un paño color pardo, se arrodilló y se lo entregó a Takeo. Éste lo desenvolvió. Era diferente de cualquier espejo que hubiera visto nunca: redondo, de mango largo y con la superficie brillante. En muy pocas ocasiones había contemplado Takeo su propio reflejo, y nunca de manera tan clara, por lo que quedó asombrado ante semejante artilugio. Hasta ahora no había sabido qué aspecto tenía y descubrió que se parecía a Shigeru cuando le vio por última vez, sólo que Takeo era más delgado y le superaba en edad. Las marcas de la garra en la mejilla eran profundas, con bordes escarlata; la sangre, al secarse, las hacía más oscuras.
—¿De dónde procede este espejo?
La criada miró a Taku y respondió:
—De Kumamoto. Un comerciante nos trae cosas de vez en cuando; es un hombre de la familia Kuroda, se llama Yasu. Le compramos cuchillos y herramientas. Él trajo este espejo.
—¿Lo habías visto antes? —preguntó Takeo a Taku.
—Éste en concreto, no; pero sí algunos parecidos en Hofu y en Akashi. A la gente le gustan mucho —dio un golpecito en la superficie—. Es cristal.
La parte posterior era de algún metal desconocido para Takeo y estaba tallada con flores entrelazadas.
—Lo han fabricado en el extranjero —observó.
—Eso parece —convino Taku.
Takeo volvió a mirar su imagen. Algo en el espejo le preocupaba. Hizo un esfuerzo por apartarlo de su mente.
—Estas marcas tardarán en desaparecer —conjeturó Takeo.
—Supongo que sí —confirmó Taku, secando la herida con una bola de papel limpio. Luego empezó a aplicar el ungüento.
Takeo devolvió el espejo a la criada. Una vez que ésta se hubo marchado, Taku preguntó:
—¿Qué aspecto tenía?
—¿El gato? Era del tamaño de un lobo, y es capaz de provocar el sueño de los Kikuta. ¿No lo has visto tú?
—Lo he notado en el interior de tu hija, y hace varias noches Sada y yo lo vimos de refilón. Atraviesa los muros; es de un poder extraordinario. Maya se ha resistido a transformarse en mi presencia, aunque he tratado de persuadirla para que lo hiciera. Tiene que aprender a controlarlo; por el momento, da la impresión de que el animal se impone cuando ella baja la guardia.
—¿Y cuando está sola?
—No podemos observarla todo el tiempo —se defendió Taku—. Tiene que ser obediente; tiene que ser responsable de sus propias acciones.
De pronto Takeo sintió una oleada de rabia.
—¡No esperaba que las dos personas a quienes confié mi hija acabarían acostándose en la misma cama!
—Yo tampoco —respondió Taku con voz pausada—; pero ocurrió, y seguirá ocurriendo.
—¡Tal vez deberías regresar a Inuyama, con tu esposa!
—Mi esposa es una persona realista. Sabe que siempre ha habido otras mujeres, en Inuyama y durante mis viajes; pero Sada es diferente. No puedo vivir sin ella.
—¿Qué tontería es ésta? No entiendo... ¡No me digas que te ha hechizado!
—Puede que sí. Debo decirte que donde quiera que yo vaya, ella irá conmigo, incluso a Inuyama.
Takeo se encontraba atónito, tanto por el hecho de que Taku se hubiera enamorado de aquella manera como por que no se esforzara en absoluto en ocultarlo.
—Supongo que esto explica por qué has estado alejado del castillo.
—Sólo en parte. Hasta el episodio con el gato, pasaba el día con Hiroshi y el señor Kono; pero Maya estaba angustiada y yo no quería dejarla sola. Si la hubiera llevado conmigo, Hana la habría reconocido y se habría querido enterar del motivo de su presencia. Cuanto menos sepa la gente del asunto, mejor. No es la clase de información que Kono deba transmitir en la capital. Me preocupo por los planes para el matrimonio de tu hija mayor. No quiero proporcionar a Zenko y Hana otra arma más en nuestra contra. No me fío de ellos. He mantenido varias conversaciones alarmantes con mi hermano acerca del liderazgo de la familia Muto. Por lo visto, está empeñado en ejercer su derecho a suceder a Kenji y hay algunos parientes —no sé cuántos— a quienes no les agrada la idea de que una mujer sea su superior.
Takeo pensó que su instinto de no confiar ciegamente en los Muto había sido acertado.
—¿Te aceptarían a ti? —preguntó.
Taku escanció más vino para ambos y dio un trago.
—No deseo ofenderte, señor Takeo; pero estas cosas siempre se han decidido entre los miembros de la familia, y no con personas ajenas a ella.
Takeo tomó su tazón de vino y bebió sin responder. Pasado un rato, retomó la palabra: