Las mujeres a caballo se colocaron frente a los hombres en pie y los decanos se hincaron de rodillas al unísono, sujetando los cofres en las manos extendidas y haciendo una profunda reverencia.
Hiroshi habló con voz alta y clara:
—Señora Maruyama Shigeko, hija de Shirakawa Kaede y prima segunda de Maruyama Naomi, os damos la bienvenida al dominio que ha sido administrado en vuestro nombre.
Sacó los pies de los estribos y desmontó, retiró su sable del cinturón y, arrodillado ante Shigeko, sujetó el arma con ambas manos.
Ante el repentino movimiento por parte del lacayo principal de Maruyama,
Tenba
se sobresaltó momentáneamente. Takeo percibió que Hiroshi, alarmado, perdía la compostura, y de pronto cayó en la cuenta de que se trataba de algo más que la preocupación natural de un vasallo por su señora. Recordó las semanas que Shigeko y él habían pasado juntos domando el caballo. Sus sospechas anteriores se confirmaron. Desconocía los sentimientos de su hija, pero no le cabía duda respecto a los de Hiroshi. Ahora le resultaban tan evidentes que se asombraba de no haberse percatado de ellos con anterioridad. Se encontró dividido entre la irritación y la lástima, pues era imposible dar a Hiroshi lo que deseaba y, sin embargo, admiraba el autocontrol y la dedicación de aquel hombre. "Es porque se criaron juntos. Shigeko le tiene aprecio, pero no está enamorada de él", pensó. Aun así observó a su hija con interés mientras dos de las mujeres desmontaban y se acercaban a sujetar las riendas de
Tenba.
La joven se bajó con elegancia de lomos del caballo y se colocó frente a Hiroshi. Éste levantó la cabeza y sus miradas se encontraron. Ella esbozó una sonrisa apenas perceptible y tomó el sable de sus manos. Sujetándolo en alto, Shigeko se dio la vuelta hacia una y otra dirección, ofreciendo el arma a la multitud, a sus vasallos y a su pueblo.
Un único grito ensordecedor se elevó en el aire, como si todos los presentes hablaran con una sola voz, y luego, como una ola sobre la orilla, el grito rompió en vítores y aclamaciones. Los caballos se encabritaban, llevados por el entusiasmo. Shigeko se encajó el sable en el cinturón y volvió a montar, al igual que las otras dos mujeres. Los caballos rodearon la explanada galopando y luego se colocaron en línea en un lateral, mirando hacia la diana. Por turnos, las amazonas fueron dejando las riendas sobre el cuello de su caballo, agarraron el arco, colocaron la flecha y lanzaron un tiro con un movimiento limpio y rápido. Las flechas surcaron el aire una detrás de otra, clavándose en el blanco con una sucesión de golpes sordos. Finalmente, Shigeko arrancó a galopar. El caballo negro volaba como el viento, como un corcel llegado del cielo, y la joven lanzó una flecha que se clavó directamente en el ojo de la diana. A continuación, giró el caballo y regresó galopando hasta detenerse delante de Takeo. Se bajó de un salto de lomos de
Tenba
y habló con voz sonora:
—Los Maruyama juran lealtad y fidelidad a los Otori, y en reconocimiento de ello entrego este caballo a mi padre, el señor Takeo.
Otro estruendoso bramido recorrió la multitud mientras Takeo se levantaba y descendía de la plataforma. Se acercó a Shigeko y, embargado por la emoción, tomó de sus manos las riendas del corcel. El caballo bajó la cabeza y la frotó contra el hombro de su nuevo dueño. Era indudable que
Tenba
descendía de la misma línea que
Kiu,
el caballo de Shigeru, y de
Aoi,
el cual había resultado fatalmente herido a manos del ogro Jin-emon. De pronto Takeo fue consciente del pasado que le rodeaba, de los espíritus de los muertos y la mirada de aprobación de éstos, y sintió orgullo y agradecimiento por que él y Kaede hubieran criado a aquella hermosa hija que había alcanzado la madurez y acababa de recibir la herencia que le correspondía.
—Confío en que llegue a ser tan querido para ti como lo fue
Shun —
dijo Shigeko.
—Nunca he visto un caballo mejor; cuando se mueve, parece que vuela.
Takeo ya estaba deseando notar la fuerza del caballo bajo su cuerpo, comenzar a formar el duradero y misterioso vínculo entre hombre y animal. "Me sobrevivirá", pensó con gran satisfacción.
—¿Quieres probarlo?
—No voy vestido adecuadamente para cabalgar —respondió Takeo—. Ahora lo llevaré de las riendas y más tarde saldremos a montar. Te doy las gracias de todo corazón. No podrías haberme hecho un regalo mejor.
* * *
Hacia media tarde, cuando el sol empezaba a hundirse por el oeste, atravesaron a caballo la llanura costera en dirección a la desembocadura del río. Takeo, Shigeko e Hiroshi —que hubieran preferido ir sin compañía— cabalgaban junto a Kono, Zenko y Hana. Zenko alegó que estaba saciado de festejos y ceremonias y necesitaba una buena galopada para despejar la mente. Hana deseaba sacar los halcones, y Kono confesó que compartía la afición de la señora Arai por la cetrería. A lo largo de la ruta pasaron por la aldea de los parias que Takeo estableciera mucho tiempo atrás, cuando Jo-An aún vivía. Los parias seguían curtiendo pieles y por ese motivo la gente les rehuía, aunque les dejaban tranquilos, ya que estaban protegidos por las leyes de los Tres Países. Ahora, los hijos de los hombres que habían construido el puente que permitiera a Takeo escapar del ejército de los Otori trabajaban junto a sus padres y sus tíos; los jóvenes parecían saludables y bien alimentados, al igual que los ancianos.
Takeo se detuvo con Shigeko e Hiroshi para saludar al superior de la aldea, mientras los demás prosiguieron cabalgando. Cuando se reencontraron con el grupo de caza, ya habían soltado a los halcones. Planeaban en lo alto, por encima de las hierbas de los campos que se mecían como las olas del mar. Los últimos rayos del sol resplandecían entre las cabezas engalanadas de las aves de rapiña.
Takeo deseaba acostumbrarse a su nuevo caballo y lo dejaba galopar a voluntad a través de la llanura. Era más excitable de lo que había sido
Shun,
y posiblemente menos inteligente; pero se mostraba ansioso de agradar y respondía con mayor rapidez. En una ocasión, cuando una perdiz le pasó volando bajo las patas con un zumbido de alas, el equino se echó para atrás y Takeo tuvo que hacer uso de la fuerza para recordar a
Tenba
quién estaba al mando. "No tendré que depender de él en combate. Esos días se terminaron", se dijo a sí mismo.
—Lo has educado bien —le dijo a Shigeko con aprobación—. No le encuentro ningún fallo.
—A pesar de los impedimentos físicos que el señor Otori pudiera tener, su capacidad para la equitación no se ha visto afectada —observó Kono.
—Lo cierto es que cuando monto a caballo se me olvidan mis limitaciones —repuso Takeo con una sonrisa. La equitación le hacía sentirse joven de nuevo. Tuvo la impresión de que Kono casi le agradaba, tal vez le hubiera juzgado mal; y luego se reprendió a sí mismo por ser tan susceptible a la adulación.
Los cuatro halcones efectuaban giros en el aire por encima de sus cabezas. De repente, dos de ellos bajaron en picado y aterrizaron al mismo tiempo. Uno se elevó otra vez, sujetando una perdiz entre sus garras curvadas, agitando el plumaje; el otro soltó un chillido de furia. A Takeo le vino al pensamiento que de la misma manera que los fuertes se alimentan de los débiles, sus enemigos se alimentarían de él. Los imaginó como aves de rapiña, revoloteando al acecho.
Regresaron cabalgando durante el ocaso, mientras la luna llena se elevaba a espaldas de los matorrales; en el disco resplandeciente se apreciaba con claridad la forma de un conejo. Las calles estaban atestadas; los santuarios y los comercios rebosaban de gente; el aire estaba impregnado del olor a pastelillos de arroz, a anguilas y pescados asados, a aceite de sésamo y a soja. Takeo se sentía complacido por la respuesta de la muchedumbre. Los ciudadanos abrían paso con ademán respetuoso y muchos de ellos se hincaban de rodillas espontáneamente o aclamaban al señor Otori y a Shigeko; pero no se acobardaban, ni se quedaban mirando con los ojos hambrientos y desesperados que habían seguido al señor Shigeru tantos años atrás, y también al propio Takeo. Ya no necesitaban un héroe que los salvara. Consideraban la paz y la prosperidad reinantes como una forma de vida por derecho propio, conseguidas gracias a su esfuerzo y a su inteligencia.
Sobre el castillo y la ciudad reinaba el silencio. La luna resplandecía y el cielo estaba cuajado de estrellas. Takeo se hallaba sentado junto a Minoru, a la luz de dos lámparas cercanas, repasando la conversación de la velada y las impresiones del joven escriba.
—Voy a salir un rato —anunció Takeo una vez que hubieron terminado—. Tengo que ver a Taku antes de marcharme. Partiré de aquí a dos días para que Kono pueda llegar a Hofu antes del invierno. Quédate, y si viniera alguien preguntando por mí finge que estamos tratando un asunto urgente y confidencial y no se puede molestarnos. Regresaré antes del amanecer.
Minoru estaba acostumbrado a tales disposiciones y se limitó a hacer una reverencia. Ayudó a su señor a enfundarse las prendas oscuras que solía vestir en sus salidas nocturnas. Takeo se cubrió la cabeza con un pañuelo para ocultarse el rostro, cogió dos frascas de vino, una espada corta y la funda con los cuchillos arrojadizos y se escondió los objetos entre las ropas. A continuación, salió a la veranda y desapareció en la noche. "¿Qué diría Kono si me viera?", pensó al pasar por los aposentos del noble y escucharle respirar profundamente en sueños. Pero sabía que nadie podía verle, pues se hallaba protegido por la invisibilidad propia de la Tribu.
Si la equitación le hacía sentirse joven de nuevo, estas situaciones le rejuvenecían en mayor medida. Había abandonado la Tribu y a su familia, los Kikuta, quienes le habían perseguido durante buena parte de su vida; pero los poderes extraordinarios nunca habían dejado de proporcionarle un inmenso placer. Una vez en el extremo del jardín aguzó el oído unos instantes. Al no escuchar sonido alguno, saltó hasta lo alto de la tapia que separaba el jardín del primer patio del castillo. Corrió a lo largo de la tapia hasta el extremo contrario y se dejó caer a la explanada que discurría hasta el segundo muro. Los estandartes seguían colgados, inmóviles bajo la luz de las estrellas. Calculó que hacía demasiado frío para nadar, de manera que cruzó la distancia hasta el último muro, lo escaló y llegó hasta el portón principal de la fortaleza. Los guardias estaban despiertos, los escuchaba conversar a medida que atravesaba la amplia y curvada techumbre de la muralla; pero ellos no se percataron de su presencia. Atravesó el puente corriendo; luego, se hizo visible de nuevo y con paso ligero recorrió el laberinto de callejuelas.
Sabía que Taku estaría en la residencia de los Muto. Tiempo atrás, Takeo había conocido todas las viviendas de la Tribu en Maruyama, su emplazamiento, tamaño y las personas que las habitaban. Aún se arrepentía amargamente de la manera en la que había utilizado tal conocimiento cuando llegó a la ciudad junto a Kaede. Decidido a demostrar su falta de compasión con respecto a la Tribu, había perseguido a sus miembros, había matado u ordenado ejecutar a casi todos ellos. En aquel entonces había creído que la única manera de enfrentarse a la maldad consistía en erradicarla, pero ahora, si pudiera dar marcha atrás, posiblemente intentaría negociar sin derramamiento de sangre. El dilema aún le perseguía: si en aquel tiempo se hubiera mostrado endeble, en la actualidad no sería lo bastante fuerte para imponer su voluntad con clemencia. La Tribu podría odiarle por ello, pero al menos no le despreciaba. Había conseguido el tiempo necesario para poner a salvo a su país.
Como siempre, se detuvo en el santuario situado al final de la calle y colocó las dos frascas de vino ante el dios de la familia Muto, solicitando la indulgencia de los espíritus de los difuntos.
"Muto Kenji me perdonó, y yo también a él. Nos hicimos amigos y aliados. Que me ocurra lo mismo con vosotros", les rogó.
No hubo nada que rompiera el silencio de la noche, pero Takeo percibió que no se encontraba solo. Se retiró hacia las sombras y asió la empuñadura de la espada. Las hojas habían caído de los árboles y escuchó un ligero murmullo, como si una criatura las pisara al moverse. Dirigió la vista hacia el sonido y vio que las hojas se dispersaban suavemente bajo pasos invisibles. Se colocó las manos alrededor de los ojos para aumentar el tamaño de sus pupilas y luego miró hacia un lado, por la esquina del ojo izquierdo, con el fin de detectar la invisibilidad. La criatura le miraba fijamente con sus ojos verdes, en los cuales se reflejaba la luz de las estrellas.
"Sólo es un gato. Ha sido un truco de la luz", pensó. Pero entonces, sorprendido, cayó en la cuenta de que la mirada del animal había atrapado la suya. El miedo le atenazó. Se trataba de algo sobrenatural, de algún espectro que habitaba aquel santuario y había sido enviado por los muertos a castigarle. Notaba que estaba a punto de fundirse en el sueño de los Kikuta, que sus asesinos le habían alcanzado y utilizaban a aquel ser fantasmal para acorralarle. Él mismo se trasladó a ese estado casi mágico en el que le sumía cualquier ataque y el hecho de tener que defenderse, de matar antes de que le mataran; era como una segunda naturaleza para él. Acopiando toda su energía consiguió liberarse de la mirada del enemigo y buscó a tientas los cuchillos arrojadizos. Agarró el primero y lo lanzó; percibió en el metal un destello de luz a medida que el arma avanzaba girando, y escuchó el ligero impacto y el aullido de dolor de la criatura, que perdió la invisibilidad en el mismo instante que saltaba hacia él.
Ahora Takeo empuñaba la espada. Se fijó en el cuello leonado del animal y en sus dientes al descubierto. Era un gato, pero del tamaño y la fortaleza de un lobo. Con una garra le arañó el rostro cuando Takeo trataba de apartarse hacia un lado para acercarse a la criatura y apuñalarla en la garganta, lo que le hizo también a él perder su estado de invisibilidad para concentrarse en la estocada. Pero el gato se escabulló, retorciéndose. Gritó con una voz casi humana y Takeo, conmocionado y aterrorizado a la vez, escuchó unas palabras que reconoció.
—¡Padre! —gritó de nuevo la criatura—. ¡No me hagas daño! Soy yo, Maya.
La niña se hallaba de pie, frente a él. Takeo tuvo que emplear toda su fortaleza y determinación para detener el cuchillo que ya había lanzado contra su hija y que estuvo a punto de segarle el cuello. Escuchó su propio grito desesperado mientras con la mano apartaba la hoja. El arma se le cayó de los dedos. Alargó el brazo y al acariciar la mejilla de la gemela notó la sangre o el llanto o acaso ambos a la vez.