El laberinto de agua (17 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El laberinto de agua
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—Siéntese en el otro lado —le propuso Abdel Gabriel—, así podrá estirar mejor las piernas.

—Si hoy inviertes en sacrificio y dolor, mañana ganarás regocijo, logro y satisfacción. No lo dude, querido Abdel. El padre Pedro prefiere permanecer detrás de usted.

—Como quiera, padre —respondió el excavador mientras reiniciaba la marcha hacia el sur.

Cuando el vehículo se encontraba cerca de Biba, el padre Miguel pidió a Abdel que los dejase en un lado del camino.

—¿Quieren bajarse aquí? —preguntó el excavador.

—Sí, por favor. Deseamos caminar un rato por el desierto y orar.

El vehículo redujo su marcha y Abdel aparcó en un lado de la cuneta.

—Aquí les dejo, padres. Que la paz sea con ustedes...

—... y con tu espíritu —dijo el padre Spiridon Pontius, que se encontraba detrás del asiento del conductor. En ese mismo momento y con un rápido movimiento, el asesino rodeó el cuello del excavador con un fino alambre y comenzó a estrangularlo. Abdel luchaba y pataleaba intentando llevar algo de aire a sus pulmones. De una brutal patada, rompió el cristal delantero del vehículo. Instantes después, el excavador quedó inmóvil.

Los dos hombres salieron del vehículo. El padre Eugenio Cornelius, levantando su mano derecha, pronunció las palabras del Círculo mientras arrojaba sobre el cadáver un octógono de tela. A continuación se perdieron en la oscuridad de la noche, dejando tras de sí, abandonado en la cuneta, el vehículo destartalado de Abdel Gabriel Sayed con el cuerpo del excavador en el maletero.

VI

El Cairo

Quiero hablar con la señora Sabine Hubert, por favor. Dígale que soy Afdera Brooks y que llamo desde El Cairo.

—Bien, señorita Brooks, espere un momento, por favor, mientras localizo a la señora Hubert —dijo la telefonista de la Fundación Helsing.

Afdera, aún con la cara marcada por los golpes de la paliza que le habían propinado los dos árabes en Maghagha, se puso nerviosa con aquella estúpida música que se oía al otro lado de la línea.

—¿Señorita Brooks? Le paso con la señora Hubert.

Al instante, Afdera pudo oír la amable voz de la restauradora de manuscritos antiguos.

—Afdera, ¿dónde estás?

—Te llamo desde El Cairo. Quiero saber cómo lleváis la restauración del evangelio.

—¡Es fantástico!, ¡fantástico! —gritó Sabine al otro lado de la línea—. Es un documento muy importante. En una de las páginas restauradas aparece el nombre de Judas Iscariote. También el nombre de Judas cierra la última página del libro. Estoy segura de que es el evangelio de Judas Iscariote. Burt Herman, el experto en origen del cristianismo del que te hablé, de la Universidad de Chicago, dice que posiblemente sea el documento condenado por Irineo de Lyon. Ven a Berna en cuanto puedas. Tenemos ya bastante información sobre el libro.

—Tengo que ver a una persona relacionada con el libro aquí, en El Cairo. Después de entrevistarme con él, tomaré un avión directamente a Berna.

—Estamos trabajando contrarreloj para recuperar el libro y saber qué dicen sus páginas. Seguro que cuando llegues a Berna podremos darte muchos más datos sobre tu libro.

—De acuerdo. Perdona mis presiones, Sabine, pero es importante que sepa lo que dice ese libro y por qué mi abuela lo escondió durante tantos años.

—No te preocupes. Me has dado uno de los mejores regalos de mi carrera, poder restaurar las palabras de Judas Iscariote nada más y nada menos, así es que no puedo reprocharte nada. Ven a Berna en cuanto puedas.

—Un beso muy grande, Sabine, y cuídate.

—Cuídate tú también, Afdera.

Una pregunta rondaba en la cabeza de la joven desde que había sacado el libro de la caja de seguridad del First National Bank de Hicksville. ¿Por qué su abuela lo había escondido tantos años en un banco perdido de Nueva York? ¿Qué temía para tener que ocultarlo y no restaurarlo y traducirlo?

De repente miró su reloj y vio que se le echaba encima la hora de reunirse con el famoso Rezek Badani, el comerciante que había entregado el evangelio a Liliana para después vendérselo a su abuela. Cogió una chaqueta, salió del hotel y subió en un taxi rumbo al bullicioso mercado de Jan el-Jalili.

Los orígenes de este mercado o
suq
se remontaban al año 1382, cuando el emir Djaharks el-Jalili construyó un gran
caravanserai,
una especie de albergue para comerciantes y, por lo general, el punto de referencia para la actividad comercial en la ciudad. El gran bazar egipcio era uno de los mercados orientales más originales, junto con el de Estambul, Marraquech y Jerusalén. Sin duda, un gran laberinto donde perderse, entre el aire que olía a esencias de Al Fayum y a especias de Nubia.

Para Afdera, al igual que antes lo había sido para sus abuelos, aquel lugar se convertía en un placer para los cinco sentidos, casi en algo sensual. En sus estrechas callejuelas repletas de pequeñas tiendas exponían en sus escaparates magníficas joyas de oro y artículos de plata, madera, marfil, pieles, vestidos bordados, especias y toda la riqueza oriental de esencias y perfumes.

Por los talleres artesanos deambulaban turistas a la caza de recuerdos, regateando el precio de una alfombra o bisutería, adolescentes egipcios en busca de algún toqueteo accidental con alguna turista rubia, carteristas, policías sacados de una aventura de
Tintín y los pícaros
y comerciantes de supuestas antigüedades de dos mil años que en realidad no tenían más de uno. En pleno centro del bazar se encontraba el Café El Fishawy, abierto ininterrumpidamente día y noche desde 1773 y lugar de reunión de intelectuales. Allí debía encontrarse con Rezek Badani, con quien se había citado gracias a su relación con su abuela.

Antes de acudir a su cita, Afdera leyó en el diario la opinión de su abuela sobre Badani:

Bajo su custodia, el libro sufrió el mayor deterioro. Badani trasladaba el evangelio envuelto en papel de periódico como si de un bocadillo se tratase. Badani es un maestro de la mentira y el engaño. Estaba claro que había adquirido el libro a Abdel Gabriel Sayed o directamente al excavador Hany Jabet. Badani cuenta varias historias sobre cómo había encontrado el códice. Una de ellas, la menos creíble, era que había pasado durante generaciones de padres a hijos. Ni siquiera Rezek Badani sabía quién había sido el primer propietario de su familia. Esta teoría es bastante estúpida cuando muchos sabemos que el libro fue encontrado en Gebel Qarara hace pocos años, en 1955. Nadie se cree esta historia. A otros coleccionistas suizos, Badani les contó que cuando dos granjeros estaban arando un campo cerca de Maghagha, el suelo se hundió bajo sus pies y cayeron en una gruta. En el interior encontraron una tinaja con el libro. Los suizos no se lo creyeron, debido a que fue así como se encontraron los famosos códices de Nag Hammadi en 1945. Otra versión contada por Badani a un profesor italiano era que el libro apareció en una tumba, no en Gebel Qarara, sino en Heliópolis. Por supuesto, esto era también falso
.

Los comentarios aparecían ilustrados por una fotografía en la que aparecía el propio Badani con su abuela y Liliana Ransom junto a uno de los espejos del Café El Fishawy.

Mientras daba un pequeño sorbo a su café, Afdera levantó la vista al ver a un hombre acercarse a ella.

—¿Señorita Afdera Brooks? — preguntó el extraño—. Soy Rezek Badani.

—Es un placer conocerle. He oído hablar mucho de usted.

—No dé crédito a todo lo que oiga. Mucho de lo que se dice en este negocio no es del todo cierto —le advirtió Badani, acercándose al oído de la joven como para que el comentario quedase en una confidencia. A Afdera le molestó que el hombre apoyase su gorda y sudorosa mano sobre su muslo, dejando la punta de sus dedos bajo el dobladillo de su falda. Retiró la pierna instintivamente.

—¿Qué le ha pasado en la cara? —preguntó.

—¡Oh, no es nada! Me caí por una escalera —contestó, poniéndose de nuevo las gafas de sol.

—Dígame, ¿qué le trae por El Cairo?

—El diario de mi abuela, a quien creo que usted conocía.

—Sí, así es. Era una mujer fascinante a la que todo el mundo respetaba en este negocio, algo que no siempre resulta fácil. La verdad es que su abuela sabía cómo tratar con un ministro o con un traficante, con un policía o con un millonario coleccionista. No sé cómo lo hacía, pero se le daba muy bien, y por eso se ganó el respeto de todo este negocio. Era una gran mujer.

—Sí que lo era.

Rezek Badani era gordo, bajito y sudaba profusamente. El sudor incluso manchaba el traje gris mal cortado y poco elegante que llevaba. Sus dedos gordos aparecían amarillentos, indicaban que era fumador compulsivo. Afdera observaba cómo el comerciante fumaba un cigarrillo tras otro, de la marca Cleopatra, mientras sus dedos jugaban con un
tasbih,
una especie de rosario musulmán, de treinta y tres cuentas. Los musulmanes daban tres vueltas al rosario para citar los noventa y nueve nombres de Alá. Los egipcios no musulmanes solían llevarlos colgando entre sus dedos, más como un juguete antiestrés que como un objeto religioso.

Badani era un copto devoto que asistía a la iglesia asiduamente junto a su familia. También era un «joyero» famoso, lo que en el idioma del Jan el-Jalili significa la capacidad de alguien para comprar cualquier objeto de cierto valor. Era el contacto de muchos campesinos como Abdel Gabriel Sayed o Hany Jabet para poner en circulación muchas de las piezas que encontraban en las excavaciones clandestinas.

—¿Y en qué puedo ayudarla?

—Deseo saber cómo llegó el libro de Judas a sus manos y por qué mi abuela decidió esconderlo durante décadas.

—Pues, sinceramente, he de decirle que el libro llegó a mis manos después de una tragedia.

—¿Qué tragedia? ¿A qué se refiere?

—Yo no tuve contacto directo con Sayed, sino con un antiguo socio mío llamado Boutros Reyko, un intermediario dé Sandafa el-Far, muy cerca de Maghagha. Él fue quien hizo de intermediario entre Sayed y yo.

—¿A qué tragedia se refiere? —volvió a preguntar Afdera.

—Boutros tenía una boca muy grande y fue diciendo por ahí que tenía un libro muy valioso sobre un personaje bíblico. Al parecer, el libro estaba escrito en copto, y aunque él casi no sabía ni leer ni escribir, se las arregló para llevarlo al monasterio de Deir el-Abiad, el Convento Blanco. Allí, al parecer, algún padre experto en escritura y textos coptos antiguos consiguió leer algo que no debía.

—¿Por qué? ¿Qué leyó?

—Algo sobre un discípulo de Jesucristo o sobre un discípulo de Judas, pero yo no indagué más, o por lo menos preferí no buscar una respuesta sabiendo lo que le pasó a Boutros y al religioso.

—¿Qué les pasó?

—A Boutros lo encontraron muerto en su cama. Alguien le había cortado el cuello —dijo Badani haciendo un movimiento con el dedo de lado a lado de su garganta—. El religioso fue asaltado y crucificado en el monasterio.

—¿Usted cree que sus muertes están relacionadas con el libro de Judas?

—La policía se negó siempre a relacionar las dos muertes. Decían que tanto uno como otro habían sido asesinados por delincuentes comunes, gentuza que intentaba robar algo de valor en el monasterio y en casa de Reyko, pero yo no lo creo.

—¿Y por qué no lo cree?

—Un amigo en la policía de El Cairo me dijo que a ambos les habían colocado una extraña tela en el interior de la boca y eso me parece demasiada casualidad, aunque la policía de mi país no lo creyera así.

—¿Tenía alguna característica esa tela? Quizá se tratase de un trozo de tela de la mordaza que se quedó en sus bocas cuando fueron asesinados.

—Lo dudo mucho. Los trozos de tela representaban un octógono con una frase escrita en su interior, referida al tormento en el nombre de Dios o algo parecido. El octógono que se sacó de la boca de Boutros Reyko era exacto al extraído de la boca del religioso.

—El. asesinato de Reyko se produciría después de que él le traspasase o le vendiese a usted el libro, me imagino.

—Sí. Justo una semana después de que el libro cayese en mis manos. Yo lo tuve poco tiempo. Enseguida se lo entregué a Liliana Ransom, que en paz descanse, y yo tan sólo recibí mi dinero cuando Ransom se lo vendió a su abuela —precisó Rezek Badani.

—Perdone —lo interrumpió Afdera, intentando asimilar las palabras que le acababa de decir Badani—, ¿ha dicho Liliana Ransom, que en paz descanse?

—Sí. Está muerta —respondió el egipcio—. ¿No lo sabe? Su amante, un jovencito que le hacía ciertos trabajitos como chófer, mayordomo y semental decidió estrangularla una noche. La policía dice que el tipo la violó, sodomizándola con un obelisco de esos que se utilizan en decoración.

—Hace menos de una semana que estuve con ella en su casa de Alejandría. Conocí a Hamid y parecía muy enamorado de ella y no me lo imagino matándola o estrangulándola para violarla. No le hacía ninguna falta. Liliana se entregaba a él con sumo gusto y placer.

—¿Sabe una cosa, señorita Brooks? Lo más curioso de todo es que sobre su cadáver atado, la policía de Alejandría encontró un octógono de tela, pero como estamos en Egipto, nadie se preocupa por investigar. Ya tienen un culpable y eso es suficiente para ellos. A ese tipo lo meterán en una celda, tirarán la llave o sencillamente aparecerá muerto en la cárcel o colgado de una viga. Aquí la justicia es ciega, pero si el cadáver es occidental, eso es otra cosa. A nuestro gobierno no le interesa que esa noticia salga a la luz porque podría asustar al turismo. La veo algo consternada...

—Sí, lo estoy. Si sobre Liliana apareció un octógono de tela, igual que los que encontraron en la boca de su amigo Boutros y en la del padre copto, lo más seguro es que las tres muertes estén relacionadas. Necesito que me cuente todo lo que recuerde del libro —pidió Afdera al comerciante.

—Lo mejor es que sigamos esta conversación en mi casa. Venga esta noche. Ésta es mi dirección. Podremos hablar sin temor a que alguien pueda vigilarnos o escucharnos.

Nada más decir esto, Badani se levantó de la mesita a la que habían estado sentados y salió del local mirando en todas direcciones, como si estuviera asustado.

Afdera intentó ordenar sus ideas, así como las palabras pronunciadas por Badani. En su mano derecha sujetaba el papel húmedo de sudor con la dirección del comerciante. Necesitaba hablar con alguien, pero ¿con quién? No podía llamar a su hermana Assal, tampoco a su abogado, Sampson Hamilton. Decidida, sacó el pequeño posavasos del bar del Hotel Bellevue Palace de Berna. Le dio la vuelta y miró el número de teléfono que Max Kronauer le había apuntado el día que estuvieron juntos antes de su encuentro en Venecia.

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