El laberinto de agua (18 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El laberinto de agua
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La joven salió del café y se dirigió hacia un locutorio cercano. Afdera esperó hasta que una de las cabinas quedó vacía.

—Es su turno —le dijo el encargado—, pero debe darme el número para marcarlo desde aquí. Le pasaré la llamada a la cabina seis.

El calor era sofocante, así que trabó la puerta con el pie para permitir que entrase algo de aire en el interior. Tras unos minutos en la cabina pudo oír el tono de marcado y cómo alguien levantaba el auricular.

—¿Max? —preguntó Afdera rápidamente, pero sus deseos se vinieron abajo cuando la joven oyó con más atención: «Éste es el contestador automático de Maximilian Kronauer. Deje, por favor, su mensaje y número de teléfono. Le llamaré cuanto antes», y a continuación sonó un molesto pitido—. Max, soy Afdera. Sólo quería hablar contigo. Estoy en El Cairo y seguramente regrese a Europa mañana o pasado mañana. Tengo que ir a Berna de nuevo. Espero poder verte allí. Me gustaría mucho. Estaré alojada en el Bellevue Palace. Adiós. Espero verte pronto.

Algo triste, colgó el auricular, pagó al encargado del locutorio y salió a la calle, en donde volvió a perderse en el bullicio del Jan el-Jalili.

La tarde estaba ya cayendo sobre El Cairo, dejando una tenue luz a la puesta del sol. Crescentia Brooks aseguraba que se debía al telón casi invisible que se formaba en la capital egipcia por el polvo levantado en el desierto y que quedaba suspendido en el aire.

Tras realizar algunas compras, detuvo un taxi y entregó al chófer el papel con la dirección que le había dado Badani.

Sumergido entre el tráfico y los cruces, cuyos semáforos habían dejado de funcionar hacía décadas, el taxista se dirigió al elegante barrio de Heliópolis, en la zona noreste de la ciudad.

A Rezek Badani, originario de El-Minya, al igual que Abdel Gabriel Sayed, no le habían ido nada mal las cosas. Gracias a su habilidad negociadora, precios altos y mucha paciencia, había conseguido hacer una pequeña fortuna que le permitió acceder a la clase dirigente cairota. Se decía incluso que Badani estaba protegido por uno de los hijos del presidente Anuar el Sadat. Lo cierto es que, a pesar de sus orígenes humildes, había logrado casarse con la joven y bella hija de un comerciante copto de telas. Badani le llevaba casi quince años cuando contrajeron matrimonio. En poco tiempo, el comerciante la había llenado de hijos a los que cuidar.

En la calle Ramsis se levantaba un bloque de viviendas algo ruinoso, propiedad de Badani, en uno de cuyos pisos vivía junto a su numerosa familia.

Afdera tocó la campanilla de bronce junto a la puerta y esperó. Al otro lado podía oírse a varias personas corriendo de un lado a otro.

La puerta se abrió y ante Afdera apareció una atractiva jovencita de no más de veinte años, vestida con un uniforme de criada muy ceñido, mientras intentaba peinarse y arreglarse la ropa al mismo tiempo. Estaba claro que aquella joven era amante de Badani.

—El señor Badani la está esperando —anunció la criada.

El piso, de unos trescientos metros, no era nada ostentoso y tampoco elegante. El salón, aunque espacioso, estaba mal iluminado. Dos sofás con fundas de plástico, una mesa de cristal y varios ceniceros llenos de colillas de cigarrillos Cleopatra, la marca que fumaba Badani, y otra mesa baja eran el único mobiliario. Curiosamente, poca gente podría saber que en tres cajas fuertes repartidas por la casa se escondían valiosas joyas, reliquias arqueológicas, fragmentos de papiros y manuscritos, monedas antiguas de época romana y mucho dinero en efectivo: libras inglesas, dólares americanos, pesetas españolas y liras italianas.

La casa de Badani solía estar casi siempre llena de gente; en ocasiones, varios parientes suyos recalaban allí para tomar un café o un té con menta en la cocina. Sin embargo, esta vez el marchante estaba únicamente acompañado por la joven criada y una cocinera.

—El señor Badani me ha indicado que va a quedarse a cenar —dijo la criada.

—Perfecto, muchas gracias. Acepto la invitación.

Ella, al igual que su abuela antes, sabía que para los egipcios la comida era el paso previo a los negocios, y lo que la había llevado hasta allí bien podría calificarse como un negocio. Afdera se puso a leer el diario de su abuela mientras esperaba a Badani. En ese momento apareció ante ella el comerciante, despidiendo un fuerte aroma a perfume egipcio barato.

Rezek Badani se había puesto un traje marrón a rayas y unos zapatos de charol negros. La criada miraba con recelo a Afdera, tal vez porque pensaba que la joven podría convertirse en una rival, mientras colocaba en la mesa baja un mantel de hilo fino.

—Perdone, señor Badani, pero quería preguntarle.

La pregunta de Afdera quedó interrumpida por la mano alzada de Rezek Badani.

—Antes de hablar, cenemos. Después, si usted quiere, puede preguntarme lo que desee.

La criada y otra mujer, que posiblemente había estado en la cocina hasta ese momento, comenzaron a poner diversos platos sobre la mesa con
melojia,
una típica sopa egipcia de verduras con arroz, pichones con dátiles y pasta de garbanzos con aceite de oliva. Como postre, había varios tipos de dulces árabes.

—Pueden retirarse —indicó Badani a las mujeres.

Tras la cena, Afdera volvió al ataque.

—¿Podemos hablar ahora?

—Tal vez no desee hablar de ese libro sin recibir algún dinero por la información. ¿De cuánto dinero dispone? —quiso saber Badani.

Afdera observó un tablero de
trik-trak
.

—¿Sabe usted jugar al
trik-trak?
—preguntó.

—Soy el mejor jugador de El Cairo.

—Le propongo lo siguiente: juguemos; si le gano, responderá a todas mis preguntas. Sin omisiones.

—¿Y si pierde?

—¿Qué desearía recibir?, ¿dinero?

—Nada de eso. Si me desafía a jugar al
trik-trak,
subamos la apuesta.

—¿Y qué propone? —preguntó Afdera.

—Si usted pierde, se quedará a dormir aquí conmigo.

—Olvídelo —dijo bruscamente Afdera haciendo ademán de levantarse para dirigirse hacia la puerta—. Se ha equivocado de persona. Lo último que se me pasaría por la cabeza sería acostarme con un tipo como usted.

—No me malinterprete. Sólo le estoy proponiendo que si pierde, dormirá usted aquí, completamente desnuda. Sólo me dejará observarla. No la tocaré, se lo prometo. Sólo deseo verla desnuda y poder oler su ropa.

—¿Y si gano me dirá usted todo, absolutamente todo lo que sabe?

—Sí, lo haré —respondió Badani.

—Bien, acepto —contestó Afdera.

Una hora y media después, Rezek Badani veía cómo iba perdiendo una partida tras otra, casi ofendido porque le ganase una mujer y frustrado en su deseo de ver a aquella joven desnuda. Lo que el comerciante no sabía era que siendo niña, ella y su hermana Assal pasaban horas y horas escuchando ópera junto a su abuela y jugando al
back-gammon
durante los veranos en la Ca' d'Oro.

—Ahora es mi turno —dijo tras ganar la cuarta partida a Badani.

—Bien, soy todo suyo —respondió el comerciante humillado—. Estoy dispuesto a responder a sus preguntas.

—¿Quién le dijo a usted que el libro podía tener algún valor?

—Charles Eolande, un experto en papirología del Instituto Oriental de Chicago. Había trabajado durante algunos años en Alemania hasta que se trasladó a Estados Unidos. Varios comerciantes de antigüedades de El Cairo adoptamos de cierta forma a Eolande como asesor. Cada seis meses venía a Egipto para adquirir piezas para él, para universidades y para, digámoslo así, otras instituciones.

—¿Qué tipo de instituciones? —interrumpió Afdera.

—El Vaticano. Tal vez los Museos Vaticanos, pero no lo sé seguro. Lo que sí sé es que Eolande estaba muy bien relacionado con algún alto miembro de la curia vaticana. No sé con quién, pero le aseguro que ganaba mucho dinero asesorándole. Eolande compraba muchas piezas y manejaba mucho dinero en efectivo. Hizo una verdadera fortuna durante la década de los sesenta, cuando el mercado de papiros era casi inexistente, pero en los años setenta ese mercado cayó en picado. Creo que porque muy poca gente entendía de ellos.

—¿Qué tipo de piezas interesaban a Eolande?

—Es curioso, pero estaba muy interesado en especial en los fragmentos de papiro que se encontraban dentro de los cartonajes, el ataúd interno y más ligero hecho de papiro que envuelve a las momias. Le interesaban los cartonajes romanos y de la época ptolemaica. Tal vez estuviese buscando algo. Realmente nunca lo supe.

—¿Cree que sabía que podía existir el libro de Judas?

—No lo creo, aunque con Eolande y su socio nunca se puede saber. Lo cierto es que él era el mayor experto en textos escritos en papiro. A lo mejor alguien le había dado alguna información sobre el libro, pero esas pistas debían de ser bastante dispersas.

—¿Quién era ese otro socio del que habla? —preguntó Afdera.

—Déjeme recordar. Creo que se llamaba algo así como Coloiani, o Colaiani. Ahora recuerdo. Su nombre era Leonardo Colaiani, un experto en historia de las cruzadas de la Universidad de Florencia.

—¿Cuál era el papel de Colaiani en todo esto?

—Yo creo que tanto Colaiani como Eolande estaban buscando algo más importante que ese libro de Judas —contestó Badani, bajando la voz, como si se tratase de un comentario confidencial.

—¿Por qué cree eso?

—Colaiani y Eolande eran asesores de un tipo muy peligroso al que llaman el Griego y del que es mejor alejarse. No le recomendaría ni siquiera que se acercara a él —advirtió el comerciante.

—¿Cuál es su nombre?

—Su nombre real es Vasilis Kalamatiano, el marchante más importante de antigüedades desde hace más de treinta años. Dicen que comenzó su carrera durante la Segunda Guerra Mundial, comprando primero a bajo precio propiedades incautadas a los judíos ricos de Europa y después obras de arte y antigüedades a precio de saldo a antiguos dirigentes nazis que intentaban conseguir dinero en efectivo de forma rápida para poder huir de la justicia aliada una vez acabada la guerra.

—¿Dónde podría encontrar a ese griego?

—Tiene varios negocios en Ginebra y Berna, aunque no cuenta con una sede concreta donde se le pueda localizar.

—Así que Eolande y Colaiani eran sólo ojeadores de Kalamatiano.

—Así es.

—¿Y quién maneja a Vasilis Kalamatiano?

—Quien tenga dinero suficiente para adquirir las obras de arte y antigüedades que ofrece. Sus clientes son millonarios, fundaciones, jefes del crimen organizado que desean blanquear el dinero conseguido con las drogas o la prostitución en actividades lícitas como el arte, el Papa...

—¿Ha dicho el Papa? —preguntó Afdera.

—Sí, el Papa..., o eso creo. El Vaticano, la Secretaría de Estado, los Museos Vaticanos han tenido siempre una estrecha relación con Kalamatiano, y no creo que eso haya cambiado. Las mejores piezas siempre se ofrecían primero a la Santa Sede, y si éstos no se mostraban interesados, entonces Kalamatiano se las ofrecía a fundaciones o millonarios coleccionistas. Además, cuenta con una gran influencia entre los gobiernos y autoridades de Egipto y las instituciones que organizan las grandes ferias internacionales.

—Lo que todavía no entiendo es la relación de Eolande con ese otro tipo, Colaiani. ¿Qué tiene que ver un especialista en papiros con un experto en la historia de las cruzadas?

—No lo sé. Pero de lo que sí estoy seguro es de que ambos trabajaban a las órdenes de Kalamatiano y éste, a su vez, tal vez para el Vaticano.

—¿Debería hablar con los tres?

—Yo no le recomendaría acercarse a Kalamatiano. Inténtelo con el italiano. Tal vez él, al ver a una mujer bonita, acepte como yo hablar con usted.

—Déjeme hacerle una última pregunta —dijo Afdera, ya de pie cerca de la puerta—: ¿por qué nadie contactó con usted sabiendo que tenía el evangelio de Judas Iscariote?

—Querida, este negocio es muy pequeño y todos sabemos las piezas que tiene la competencia o las que dice tener y sabemos que no tiene. Yo tuve el libro tan poco tiempo que ni siquiera pude estudiar su contenido, y todos lo sabían. También supieron cuándo me des hice de él y cuándo se lo traspasé a Liliana Ransom.

—Así que, según usted, Kalamatiano podría saber que el libro estaba en poder de mi abuela.

—Sin duda alguna, querida. Sin duda alguna. El Griego lo sabe todo.

—¿Podría tener el suficiente poder como para ordenar asesinatos de personas relacionadas con el libro?

—No creo que Kalamatiano llegase hasta ese punto, pero quién sabe si los hombres que le pagan estarían dispuestos a matar con tal de conseguir ese libro.

—¿Cree usted que el Vaticano podría ordenar esos asesinatos? No me lo puedo imaginar siquiera.

—Pues a mí no me extrañaría. Déjeme relatarle algo que muy pocos saben. En el mundo de las antigüedades se cuenta que hace unos años mucha gente relacionada con un extraño y antiguo libro que no había conseguido ser descifrado fueron muriendo uno a uno. Se rumoreó que el Vaticano, o alguien del Vaticano, podrían estar detrás de aquellas muertes, pero misteriosamente nadie llegó a investigar lo suficiente. Incluso se sabe que el libro estaba en la biblioteca de una universidad de Estados Unidos y que poco después desapareció sin dejar el menor rastro. La universidad en cuestión nunca llegó a investigar el tema. Lo más curioso de toda esta historia es que los muertos fueron encontrados con un octógono de tela sobre ellos, iguales a los que encontraron sobre Liliana Ransom y en la boca de mi antiguo socio, Boutros Reyko, pero no se altere. Tal vez sólo sean leyendas. Simples leyendas.

—Yo no creo en leyendas, señor Badani, a no ser que estén documentadas. Soy arqueóloga e historiadora. Si no lo leo, no lo creo. Muchas gracias por todo, señor Badani, pero debo irme. Buenas noches.

—Buenas noches, señorita Brooks. Llámeme cuando quiera y recuerde mi proposición —dijo el marchante acompañando a Afdera hasta la puerta sin dejar de admirar por detrás las formas de la joven.

Eran las dos de la mañana cuando Afdera salió del ruinoso edificio y se encaminó hacia el paseo del Nilo para intentar conseguir un taxi que la llevara al Mena House, en Giza. Siguió caminando hacia el puente el-Sahel, en donde decenas de jóvenes cairotas se reunían a esa hora. Tres muchachos se acercaron a ella con intención de entablar conversación, pero Afdera, con una sonrisa, declinó la invitación de uno de ellos.

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