Read El laberinto de agua Online
Authors: Eric Frattini
—Descansa. Esta misma tarde, a última hora, partiremos para la cueva.
En un locutorio cercano, un hombre levantaba el auricular y marcaba el número de la Secretaría de Estado Vaticana.
—Buenas noches. Palacio Apostólico de la Santa Sede, ¿dígame? —respondió la voz al otro lado de la línea.
—Deseo hablar con su eminencia el cardenal secretario de Estado August Lienart. Es urgente —dijo el padre Reyes.
—Le paso con la Secretaría de Estado.
Unos tonos más tarde, otra voz contestaba la llamada. Era el diplomático de guardia en la Secretaría de Estado.
—Deseo hablar con su eminencia el cardenal secretario de Estado August Lienart. Es urgente —repitió el padre Reyes.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó el diplomático.
—No, no puede. Póngame con el cardenal Lienart. Llamo desde Egipto y es urgente que hable con él.
El diplomático de guardia, posiblemente un joven religioso con escasa experiencia, empezó a ponerse nervioso.
—Enseguida le pongo con su eminencia el secretario de Estado.
Unos minutos después, el padre Reyes oyó la inconfundible voz del cardenal Lienart.
—
Fructum pro fructo
—pronunció el hermano del Octogonus.
—
Silentium pro silentio
—respondió Lienart—. ¿Qué ocurre?
—Gran maestre, ayer por la noche tuvimos un altercado.
—¿Qué clase de altercado?
—La joven a la que ordenó que protegiésemos fue atacada por dos árabes infieles. Estaban a punto de matarla, así que, siguiendo sus órdenes, el hermano Lauretta y yo hemos actuado y acabado con la vida de ambos atacantes.
—El hombre que no percibe el drama de su propio fin no está en la normalidad, sino en la patología, y por eso su muerte no debe ser tan dramática. Esos herejes que han pasado a mejor vida tal vez en el más allá entiendan que su muerte ha sido sencillamente un acto de Dios, querido hermano Reyes.
—Sí, gran maestre.
—El hombre justo no es aquel que no comete ninguna injusticia, sino el que teniendo que ser injusto, no quiere serlo. ¿Es que tiene dudas de su misión hacia Dios, hacia el Sumo Pontífice y hacia sus hermanos del Círculo?
—No, gran maestre, pero...
—Pero nada, hermano —le interrumpió el poderoso cardenal para cortar las dudas de Reyes—. Acuérdese de conservar en los acontecimientos y momentos graves la mente serena. El padre Lauretta es inexperto y necesitará de su serenidad para poder seguir llevando a cabo la misión encomendada por el Círculo en nombre de la fe. Ahora, vaya a descansar y olvide a esos herejes. Es necesario esperar, aunque la esperanza haya de verse siempre frustrada, pues la esperanza misma constituye una dicha, y sus fracasos, por frecuentes que sean, son menos horribles que su extinción. La justicia no es dar a todos lo mismo, sino dar a cada uno lo que se merece. No lo olvide nunca, hermano Reyes.
—Bien, eminencia, así lo haré.
—Si cree que puede afectarle un síntoma de debilidad, ordenaré a los hermanos Cornelius y Pontius que se hagan cargo de su misión. Están ahora en El Cairo esperando mis órdenes.
—No será necesario, eminencia —masculló Reyes—, cumpliré con mi deber hacia Su Santidad, hacia Dios y hacia mis hermanos del Círculo.
—Que así sea, hermano Reyes.
Antes de colgar, Lienart pronunció las palabras del Octogonus:
—
Fructum pro fructo
.
—
Silentium pro silentio
.
El poderoso cardenal se percató en ese momento de que una grieta de tamaño considerable se acababa de abrir en el monolítico Círculo Octogonus y eso podría ser ciertamente peligroso.
Cuando la tarde caía ya sobre Maghagha, Afdera se despertó en una habitación a oscuras. El olor a pan le abrió el apetito, pero su boca aún permanecía entumecida por los golpes de sus atacantes.
Se incorporó en el camastro y se sujetó la cabeza. «Daría un año de mi vida por dos aspirinas», pensó. En ese momento, Binnaz entró en la habitación con un cuenco de sopa en una mano y
regiff
árabe embadurnado con
samma baladi,
la mantequilla clara, en la otra.
—Tienes que comer algo para recuperarte —le ordenó Binnaz.
—No puedo ni mover la mandíbula sin que me duela hasta la espalda.
—Debes reponer fuerzas. Come algo. Inténtalo. Mi marido está preparando todo para el viaje hasta Gebel Qarara.
Una hora después, cuando el sol se acercaba a su ocaso, Afdera se despedía de la familia del excavador.
—Vamos, niña. Debemos irnos ya —gritaba Abdel Gabriel desde el interior de su destartalado vehículo.
El trayecto hasta el embarcadero era más bien corto. Cruzaron el Nilo en falúa. El barquero era un navegante experimentado, así que con mano firme consiguió guiar el barco por las fuertes corrientes de aguas poco profundas hacia una laguna al otro lado del río, en la margen oriental. Binnaz había preparado un gran
zenbil,
una cesta repleta de comida. Abdel Gabriel cogió un vaso de ella y lo llenó de agua del Nilo.
—Debes bebería. Debes beber el
maya assleya,
el agua verdadera —le dijo el excavador.
La joven se negó en un principio, acordándose de la
bilharzia,
la enfermedad parasitaria que ataca el intestino, muy habitual entre los habitantes de las riberas del Nilo.
—Debes probarla para que los dioses del Nilo nos guíen en este viaje —insistió el excavador.
El agua era bastante dulce, con un sabor muy agradable, así que la joven apuró todo el líquido transparente. Con el sonido del milenario río y las estrellas como única iluminación, Afdera Brooks se adentró en un mundo nuevo, apoderándose de ella una sensación de eternidad. Era un mundo sin prisas, sin estrés, sin ningún signo de la civilización moderna. Tan sólo estaban ella y el río Nilo, como si no hubiesen transcurrido siglos de historia.
Tras desembarcar, Afdera siguió a Abdel Gabriel por un montículo de arena. Al final de un camino vio un edificio parecido a una fortaleza, con unos gruesos muros de barro. Cuando llegaron, el excavador saludó a los dos hombres y a la mujer que había en el interior.
—Son primos míos —le dijo, antes de acomodarse en un rincón lleno de cojines—. Ponte cómoda. Vamos a descansar un rato antes de salir hacia la cueva.
Afdera dejó su mochila apoyada contra una pared y se sentó junto a Abdel. Durante unos minutos permanecieron en silencio. A veces, el excavador volvía la cabeza para observar apenado el rostro amoratado de la joven.
—No se preocupe, Abdel, en poco tiempo se volverá amarillo y finalmente desaparecerá cualquier rastro del incidente —dijo para tranquilizarle.
—Este lugar es sagrado para nosotros. Toda esta región es sagrada para nosotros los cristianos.
—¿Por qué es tan sagrado este lugar?
—La montaña de Gabal Qusqam, donde actualmente está el monasterio de Al-Moharrak, es una de las paradas más importantes en el viaje de la Sagrada Familia por Egipto. Es tan sagrada que incluso se la denomina el segundo Belén. Este monasterio se encuentra al pie de la montaña occidental conocida como El Qusqam, nombre que se atribuye al pueblo que quedó en ruinas. La Sagrada Familia permaneció seis meses y diez días en la cueva, que se convertiría después en el altar de la iglesia antigua de la Virgen en la parte occidental del monasterio —relató Abdel Gabriel—. El altar de esta iglesia, el más antiguo de la historia, es una gran roca en la que se sentaba Nuestro Señor Jesucristo a orar. En este monasterio se apareció el ángel de Dios a José en sueños y le dijo: «Levántate, toma al niño y a su madre y vete a la tierra de Israel, porque han muerto los que atentaban contra la vida del niño».
—Mateo, capítulo 2, versículos 20, 21 —dijo Afdera entre dientes.
—Así es, niña. Conoces muy bien las Sagradas Escrituras —afirmó el excavador con cierta admiración—. A su vuelta, la Sagrada Familia tomó un camino distinto, un poco hacia el sur hasta la montaña de Asiut, conocida como montaña de Dronka, Gabal Dronka, que fue bendecida por la Sagrada Familia y donde se levantó un monasterio en nombre de la Virgen. José, María y Jesús llegaron a El Cairo Viejo, después a Matariah, luego a Al Mahamma, de allí al Sinaí y, a continuación, hacia Palestina, instalándose en el pueblo de Nazaret, en Galilea.
—Y así acabó su viaje. Un viaje de sufrimiento que duró más de tres años entre la ida y la vuelta y en el que recorrieron más de dos mil kilómetros, teniendo como único medio de transporte una mula y una barca para cruzar el Nilo —completó la joven.
—Así fue, y por eso esta tierra que pisamos es sagrada para los cristianos.
—Tal vez por eso quisieron llegar hasta aquí los cruzados —reflexionó Afdera.
—No lo sé, pero dentro de unas horas, cuando entremos en la cueva, tal vez sepamos algo más —precisó Abdel Gabriel, dándose ya la vuelta para intentar dormir.
Unas horas después, la joven sintió que alguien la zarandeaba por el brazo tratando de sacarla de un profundo sueño. Aquello le recordó el ataque sufrido y reaccionó intentando golpear al hombre que la sujetaba. Era Abdel Gabriel, que la despertaba para ponerse en camino hacia la cueva.
—Perdóneme, Abdel, estaba soñando, y al despertarme pensé que me atacaban.
—No te disculpes, niña, lo entiendo.
Yialla al Fel gabal, al magara,
vamos a la montaña, a la cueva —dijo el excavador.
Afdera y Abdel caminaron por un largo valle inundado de catacumbas naturales, esculpidas durante siglos en las laderas de la montaña por los elementos climatológicos. Unas grandes columnas parecían sostener unos techos abovedados. De repente apareció ante ellos una roca lisa, tallada posiblemente por la mano del hombre.
El excavador agarró un azadón y comenzó a extraer la arena y las piedras que taponaban la entrada de la cueva. Con el acceso ya despejado, Abdel Gabriel introdujo la pala y consiguió mover la piedra, dejando salir un fétido olor del interior. Antes de entrar, Afdera tomó una bocanada de aire fresco y se introdujo por el estrecho pasillo siguiendo la luz de la linterna de Abdel, que había entrado primero.
Unos metros más y la joven notó la mano del excavador.
—Cuidado, niña. Hay un gran desnivel. Aquí fue donde supuestamente cayó Mohamed y pisó uno de los sarcófagos por accidente —la alertó Abdel.
Afdera vio tres ataúdes. Uno de ellos con la tapa hundida. En el interior podía verse una tela descolorida sobre lo que parecía un cuerpo momificado por el paso del tiempo. El cadáver tenía sobre cada uno de los ojos y la boca un doblón de plata con el escudo del rey Luis de Francia. Cogió una de las monedas y la introdujo en una bolsita de cuero; seguidamente, apartó la tapa rota del ataúd y extendió la tela arrugada que envolvía el cuerpo. Enseguida pudo identificar el escudo de armas del rey Luis. Nerviosa ante el descubrimiento, Afdera sacó un cuaderno y comenzó a copiar el símbolo y a dibujar la cueva y el sarcófago.
—¡Es increíble! —dijo en voz alta, sin que el excavador entendiese muy bien a qué se refería—. Este hombre que yace aquí es seguramente uno de los caballeros que acompañaron a Luis de Francia durante la séptima cruzada. Te estoy hablando, Abdel, de mediados del siglo XIII.
—Lo que no entiendo es qué relación tienen estos soldados con el libro —exclamó el excavador.
—Eso lo descubriré más tarde. Se lo aseguro, Abdel.
Durante el camino de regreso a El Cairo, Abdel Gabriel reveló a Afdera que su siguiente parada debía ser un reconocido negocio de antigüedades en el popular mercado de Jan el-Jalili, propiedad de un extraño tipo llamado Rezek Badani, y que ya había mencionado Liliana Ransom.
—No te fíes de él, niña —le advirtió el excavador—. Cuando se trata de negocios, podría venderte a su madre si con ello fuese capaz de ganar dinero.
—Tendré cuidado, descuide.
A poca distancia de allí y desde una de las oscuras cuevas, alguien les observaba a través de unos potentes prismáticos. Los dos asesinos del Círculo seguían de cerca a la joven Afdera Brooks.
Tras un viaje agotador de regreso por carreteras imposibles y cubierta de polvo, la joven se instaló en el Mena House de Giza. Este hotel palacio, a la sombra de las pirámides, había sido inaugurado en 1869. El olor a jazmín de sus jardines inundaba las estancias. Allí habían dormido reyes y emperadores, generales y príncipes, millonarios y cortesanas, actrices y divas de la ópera.
Cuando Afdera llegó hasta sus puertas en el destartalado vehículo del excavador, sucia, con el rostro tumefacto y con una mochila como único equipaje, el portero la observó con cierta desconfianza. Tras despedirse de Abdel con un beso en la mejilla y enviarle o.tro a Binnaz y a los niños, Afdera se dirigió a la recepción. Reservó una habitación, pidió hora para un masaje y ordenó que le subiesen un sandwich de carne y dos coca-colas bien frías. «Necesito desprenderme de este polvo amarillento que me cubre», pensó la joven mientras el ascensorista la miraba sin disimulo.
A varios kilómetros de allí, Abdel Gabriel se detenía en el puesto de Beni Suef para repostar combustible, llamar por teléfono a su esposa y comer algo para reponer fuerzas. Tras hablar con Binnaz y saludar a sus hijos, Abdel se acercó a un puesto de comida cercano para degustar un buen bocadillo de carne y un té a la menta. Mientras lo hacía, pudo oír cómo un hombre intentaba comunicarse con la gente de su alrededor y les preguntaba cómo ir hacia el sur.
—Yo voy hacia el sur. Puedo llevarles si quieren —propuso Abdel, confiado.
—Oh, muchas gracias —dijo el desconocido—. Somos sacerdotes y venimos desde Italia para seguir la ruta de la Sagrada Familia en Egipto.
—Yo soy también cristiano como ustedes. Soy copto. Mi nombre es Abdel —precisó.
—Si quiere le pagaremos el viaje hasta donde nos lleve —propuso uno de los sacerdotes.
—No es necesario. Es de buenos cristianos ayudarse en el duro camino de la peregrinación y mi deber como tal es llevarles hasta donde digan.
—Le diré al hermano Pedro que se dé prisa y nos iremos cuando usted quiera.
Pasados unos minutos, Abdel vio a los dos sacerdotes acercarse hasta donde estaba detenido su coche.
—Soy el padre Miguel —se presentó uno de ellos, sentándose en el asiento delantero, junto al conductor—. Él es el hermano Pedro, aunque la verdad es que habla poco.
El padre Pedro era un gigantón de enormes manos que se intentaba acomodar detrás del asiento del conductor.