El laberinto de agua (19 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El laberinto de agua
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—Sólo necesito un taxi —dijo.

Uno de los tres jóvenes dio un fuerte silbido, levantando la mano para atraer la atención de un taxi que en ese momento giraba en dirección contraria a la que estaban ellos.

—Su taxi, señorita —dijeron los tres a coro abriéndole la puerta del vehículo, sin perder ninguno de ellos la esperanza de conseguir una cita con aquella bella occidental.

En ese mismo momento, vestido completamente de negro, el padre Lauretta entraba en el edificio donde residía Badani. El asesino del Octogonus permaneció en absoluto silencio bajo la oscuridad de la escalera hasta no detectar movimiento alguno.

—Hermano Lauretta, éste es el momento para su iniciación en nuestro Círculo. Su hora ha llegado. Debe acabar con la vida de ese falso cristiano que adora más el dinero que a Dios —le había dicho el padre Reyes.

Lauretta apretó el botón del ascensor de hierro, que comenzó a bajar con un fuerte chirrido, casi como si fuera a caer desde lo alto. Al entrar, cerró las puertas y pulsó el número cinco.

Mientras regresaba en taxi a su hotel en Giza, Afdera Brooks se dio cuenta de que se le había olvidado el diario de su abuela en casa de Rezek Badani. Nerviosa, dio instrucciones al taxista para que diese la vuelta y la llevase nuevamente al punto de partida. Tenía que recuperarlo a toda costa.

—Necesito que me deje usted en un edificio de la calle Ramsis. Se lo pagaré, y le pagaré también si me espera unos minutos para llevarme otra vez a Giza —propuso Afdera.

—No se preocupe. La esperaré —respondió el conductor dando un volantazo para cambiar de sentido.

El padre Lauretta se encontraba ya ante la puerta de Rezek Badani. Antes de tocar la campanilla extrajo del doble forro de su manga una fina daga de misericordia. Seguidamente llamó. El asesino escuchó unos pasos acercándose al otro lado de la puerta, unas cerraduras que se abrían y una voz que exclamaba:

—Vaya, ¿ha cambiado de opi...? —estaba preguntando Badani cuando el padre Lauretta dio un fuerte empujón a la puerta, golpeando al marchante en mitad del pecho. Badani corrió en la oscuridad hacia la cocina con la intención de coger un cuchillo con el que defenderse de su atacante, pero éste era más rápido.

El intruso estaba ya cerca de él blandiendo la daga cuando Badani le arrojó una pequeña cacerola con agua hirviendo para el té. Durante un momento, el asesino perdió la daga en el resbaladizo suelo de la cocina, pero continuó atacando como si fuese un autómata programado. Tenía que acabar con el objetivo.

Con la misma cacerola en la mano, el comerciante volvió a golpear en la cabeza a su atacante, pero Lauretta no pensaba darse por vencido consiguió nuevamente hacerse con la daga. Era su primera misión para el Círculo Octogonus y no estaba dispuesto a fallar. Se levantó de un salto y se colocó en posición de combate con el arma escondida en su mano derecha.

Badani había conseguido armarse con dos cuchillos y estaba decidido a matar a aquel hijo de perra que intentaba asesinarle.

—No sabes con quién te has metido. Yo corría descalzo por la calle robando comida cuando tú todavía saltabas de un testículo a otro de tu padre. Vas a morir y va a ser muy doloroso —dijo Badani, blandiendo una de las hojas ante los ojos del padre Lauretta.

—Inténtalo, cerdo infiel —le retó el asesino del Octogonus.

Con un ágil movimiento para esquivar el ataque de Badani, Marcus Lauretta hizo un rápido giro con su cuerpo golpeando con el codo la cara de su adversario. El impacto fue tan grande que Badani se tambaleó, golpeándose la cabeza en el horno de hierro.

Lauretta se sentó sobre la espalda de Badani, le levantó la cabeza con la mano izquierda y, cuando ya blandía la daga de misericordia para introducírsela por la nuca, sintió que alguien entraba en la cocina a su espalda. Antes de que pudiese darse cuenta, Afdera le asestó un fuerte golpe en la cabeza con una gran sartén de hierro.

—Vamos, vamos, señor Badani, levántese —le apremió, intentando levantar el peso muerto del egipcio—. Necesito que se levante. No puedo con usted y si no lo hace, este tipo va a despertarse y no va a dejarnos con vida ni a usted ni a mí. Necesito que haga un esfuerzo.

Badani, con la cara manchada de sangre, intentaba abrir los ojos.

—¿Qué ha pasado? ¿Es que ha cambiado de opinión? —dijo, sonriendo tratando de ponerse en pie.

—No se haga ilusiones. Ha tenido suerte de que me olvidase el diario de mi abuela en su casa. Si no, no habría regresado y usted estaría muerto —aclaró Afdera.

—¿Cómo ha entrado? —preguntó Badani aún medio aturdido.

—La puerta estaba abierta. He oído el ruido. La verdad es que pensé que estaría entretenido con su criada y no debajo de un tipo a punto de apuñalarle en la nuca.

—Necesito lavarme y ponerme algo de ropa.

—De acuerdo, pero mientras tanto ayúdeme a atar a este tipo. No sé si lo he matado o si lo he dejado inconsciente.

—Déjeme asegurarme —pidió el egipcio, propinando un fuerte puntapié en los riñones del padre Lauretta. Al escuchar un leve gemido, Afdera exclamó aliviada:

—¡Está vivo! Menos mal, nunca he matado a nadie.

—¡Yo sí, y no me importaría que este pedazo de mierda fuese el próximo! —exclamó el egipcio.

Badani volvió a la cocina con un cordón de cortina. Con rapidez, sujetó las manos de su atacante por la espalda y se las ató.

—Regístrele mientras me lavo un poco y me pongo algo de ropa. Voy a llamar a un primo mío de la policía de El Cairo para que se haga cargo de este tipo. Cuando pase una noche en una celda de la prisión central de El Cairo, se le van a quitar las ganas de matar a alguien o de ir al baño.

Afdera comenzó a registrar los bolsillos del hombre. Nada. Ninguna identificación, ninguna pista de su identidad.

Mientras revisaba los bolsillos interiores de la chaqueta, tocó una especie de pequeña tela con la punta de los dedos. Con sumo cuidado, la extrajo y la abrió sobre la palma de su mano. Era un octógono con una frase escrita en el centro:
Dispuesto al dolor por el tormento, en nombre de Dios
.

Cuando Badani volvió a entrar en la cocina, el asesino comenzaba a recuperar la consciencia.

—Ayúdeme a sentarlo en una silla en el salón. Hay que vigilarlo hasta que llegue mi primo. Él se hará cargo de todo.

Entre los dos cogieron al padre Lauretta por debajo de los brazos y lo arrastraron hasta el salón.

—Tráigame un té, por favor. Necesito tranquilizarme para saber qué haré con este tipo —pidió Badani mientras le quitaba los zapatos y los calcetines.

Mientras Afdera se encontraba en la cocina, aún con rastros de sangre en el mobiliario y el suelo, pudo oír cómo el comerciante egipcio golpeaba varias veces al asesino del octógono en la planta de los pies con una especie de fusta para caballos.

—Habla, cerdo. ¿Quién te envía?


Incertu exitu victoriae, indivisa manent,
siendo incierto el resultado de la victoria, unidos permanecemos —repetía una vez tras otra mientras Badani volvía a golpearle en las plantas de los pies con la fusta—.
Animus hominis est inmortalis, corpus mortale,
el alma humana es inmortal, el cuerpo es mortal —pronunció el asesino.

La entrada de Afdera en el salón provocó una interrupción en e interrogatorio, pero cuando la joven se disponía a entregar la taza de té a Rezek Badani, el asesino se puso en pie y tras pronunciar la frase
Etsi ¡tomines falles deum tamen fallere non poteris,
aunque engañes a los hombres, a Dios no podrás engañar, se lanzó contra el cristal de la ventana.

Rezek Badani y Afdera se asomaron y vieron el cuerpo del asesino del octógono cinco pisos más abajo, rodeado por un gran charco de sangre.

—Ahora ya no necesito a mi primo, sino a un enterrador —sentenció el marchante de antigüedades, observando el cadáver de aquel desdichado.

—Sí, estoy de acuerdo —murmuró Afdera.

—Vuelva a su hotel mientras yo espero a la policía. No se preocupe por nada, yo sé cómo encargarme de este asunto.

—Pero no puedo dejarle solo.

—Usted me ha salvado la vida. Si no llega a entrar, ese tipo me hubiera matado. Mis hijos, mi esposa, mi familia le deben mi vida, y yo le devuelvo el favor. Por favor, regrese a su hotel. Yo me ocuparé del cadáver. Si necesita cualquier cosa, no dude en llamarme. Estoy en deuda eterna con usted.

—Pero ¿qué va a hacer?

—No se preocupe. Como buen copto, tengo una numerosa familia aquí en El Cairo. Tengo decenas de primos que pueden acogerme en su casa. Ahora, váyase antes de que llegue la policía. Llámeme desde Europa para decirle si consigo organizarle un encuentro con Colaiani.

Antes de salir, con el diario de su abuela en la mano, Afdera besó en la mejilla a Badani, mientras éste le guiñaba un ojo.

* * *

Ciudad del Vaticano

—Eminencia, tengo que hablar con usted, es urgente —pidió monseñor Mahoney.

—¿De qué se trata? —respondió el cardenal Lienart, intentando mirar el reloj que tenía en la mesa justo al lado del teléfono blanco, con línea directa con el Sumo Pontífice.

—He recibido una llamada de nuestro hermano, el padre Reyes...

El cardenal Lienart interrumpió la conversación bruscamente y ordenó a su secretario que se presentase ante él en su despacho del Palacio Apostólico.

—Eminencia, así lo haré —balbuceó el secretario.

Una hora después, el cardenal secretario de Estado August Lienart apareció en su despacho en pijama con una bata de seda roja. En el lado izquierdo podía verse bordado el dragón alado, símbolo de la familia Lienart.

—¿Por qué hará siempre tanto frío en esta zona del Palacio Apostólico? —se quejó Lienart mientras se subía el cuello de la bata—. Dígame, monseñor Mahoney, ¿qué ha sucedido que es tan urgente?


Fructum pro fructo
.


Silentium pro silentio
.

—El padre Reyes ha llamado para informar desde Egipto. Hemos sufrido una baja.

—¿Quién ha sido? ¿De quién se trata?

—Del padre Lauretta. Tenía la misión de acabar con un comerciante de antigüedades que había tenido contacto con el libro de Judas.

—¿Cómo sabemos que el hermano Lauretta está muerto?

—El padre Reyes lo vio saltar desde una ventana de un quinto piso.

—¿Y por qué no estaba el padre Reyes con el padre Lauretta? Ordené expresamente que los miembros más experimentados del Círculo debían cuidar de los nuevos miembros hasta que éstos pudiesen arreglárselas solos. ¿Qué es lo que ha fallado? Quiero saberlo de inmediato —ordenó Lienart con rostro serio mientras encendía un cigarro habano y observaba la plaza de San Pedro aún en penumbras.

—Al parecer, la misión era sencilla y por eso el padre Reyes dejó que el padre Lauretta asumiese la ejecución de ese copto infiel. El objetivo era un tipo obeso. Según parece, en el último momento intervino esa joven llamada Afdera Brooks. El padre Reyes pensó...

—Vaya, vaya con la jovencita. Tiene más agallas de lo que pensaba —dijo Lienart mientras hacía un gesto con la mano para interrumpir la explicación del padre Mahoney—. Déjeme decirle, fiel Mahoney, que los miembros del Círculo no deben pensar, sólo acatar órdenes en nombre de Su Santidad y en defensa de la fe. Yo sólo soy su mensajero y ustedes la mano ejecutora de Dios aquí en la tierra. El padre Reyes no debía haber pensado nada. Debía haber protegido al padre Lauretta.
Roma locuta, causa finita,
Roma ha hablado, caso terminado.

En ese momento el secretario del cardenal bajó la mirada en señal e respeto.

—¿Cuáles son sus órdenes, eminencia?

—Ordene al padre Reyes que regrese a Venecia y que se recluya en el Casino degli Spiriti hasta nueva orden. Debe orar y hablar con Dios Nuestro Señor. Es hora de llamar al padre Alvarado. Se ocupará él solo de seguir el rastro de la joven Brooks. Los padres Pontius y Cordelius seguirán a esa joven a Berna.

—Pero ¿qué hacemos con ese copto? —preguntó Mahoney.

—Ahora estará en guardia. Debemos ser pacientes. Tendremos una nueva oportunidad.
De duobus malis minus est semper eligendum
, siempre es mejor escoger el menor de dos males. Asegúrese de que no hay más fallos, monseñor Mahoney. De la misma forma que Dios premia, Dios castiga. No lo olvide nunca.

—No lo olvidaré, eminencia —aseguró el secretario aún cabizbajo.

—Ahora puede retirarse —ordenó mientras continuaba fumando su habano y observaba atentamente a un solitario barrendero que adecentaba la plaza de San Pedro. «Yo soy como ese barrendero. Mi misión es limpiar la porquería que interfiere en la verdadera fe. Soy como ese humilde hombre de ahí abajo, cuya labor es retirar y eliminar la basura que entorpece el verdadero mensaje de Dios», pensó Lienart, exhalando el espeso humo de su cigarro.

VII

Berna

Señor director, tiene usted una llamada privada —anunció la recepcionista.

—¿Quién es? —preguntó Aguilar, director de la Fundación Helsing.

—No lo sé, pero creo que es alguien desde el Vaticano.

Tres tonos después, Aguilar respondía el teléfono sentado en su mesa.

—¿Cardenal Lienart?

—No. Soy monseñor Mahoney, secretario de su eminencia el cardenal secretario de Estado August Lienart.

—Dígame, ¿qué desea el Vaticano?

—Tengo órdenes para usted del cardenal Lienart.

—¿Y quién dice que debo acatar órdenes de un cardenal del Vaticano?

—¿Su fe? ¿Su respeto a Dios? ¿Su miedo al cardenal Lienart? —respondió Mahoney.

—¿Qué quieren de mí?

—Su eminencia quiere que a través de usted su fundación haga una oferta a la señorita Brooks por el libro de Judas. Ella no debe saber quién es el interesado.

—¿Y si me lo pregunta?

—Dígale que es un coleccionista millonario que desea fervientemente tener en su colección el libro, o mejor dicho, dígale que es para un millonario que tiene intención de donarlo a una universidad en Estados Unidos, pero bajo ningún concepto mencione al Vaticano.

—¿Y si no acepta la oferta? —preguntó el director de la Fundación Helsing.

—Aceptará, créame. No podrá negarse a la oferta que usted le planteará.

—¿Cuándo quieren que haga la propuesta?

—Sabemos que tiene previsto visitarles en pocos días, ése será un buen momento.

—¿Cuánto debo ofrecerle?

—Será una oferta única por diez millones de dólares. Una vez que acepte, le serán abonados cinco millones en la cuenta que desee. Cuando el libro esté en nuestro poder se le entregará el resto del dinero.

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