En 63 a. C., los romanos estaban poniendo en orden el Este. Por entonces, miembros de la familia macabea estaban luchando entre sí por el derecho a gobernar Judea, y el bando perdedor apeló a los romanos. El general romano pensó que lo más seguro era suprimir totalmente el reino macabeo y poner en el gobierno de Judea a alguien que fuese decididamente pro romano. Lo hizo poniendo a un cierto Antípatro en el gobierno de Judea.
La astucia de la medida estaba en que Antípatro no era realmente un judío, sino un idumeo (o edomita, en el lenguaje de la Biblia). Idumea, o Edom, estaba inmediatamente al sur de Judea y, aunque la región había sido conquistada por los macabeos y sus habitantes fueron obligados a convertirse al judaísmo, había una tradicional enemistad entre los dos pueblos vecinos que se remontaba a más de mil años atrás. Los judíos pensaban que el idumeo Antípatro era un extraño, por mucho que adhiriera al judaísmo, y se resentían de su gobierno, por muy justo y eficiente que tratase de hacerlo. Los romanos sabían, pues, que nunca podría contar con sus propios súbditos y tendría que depender totalmente de Roma para su protección.
El segundo hijo de Antípatro era Herodes. En 37 a. C. subió al gobierno de Judea. Pero la región estaba agitada, y Herodes halló difícil permanecer en el poder.
Trató de ganarse al pueblo judío practicando el judaísmo y mejorando el Templo de Jerusalén hasta el punto de que superó al Templo original de Salomón. Pero era un hombre cruel y receloso que se casó unas diez veces y no tenía ningún escrúpulo en ordenar la ejecución de esposas e hijos a los que juzgaba peligrosos. (Se dice que Augusto, después de enterarse de una de esas ejecuciones, exclamó: «Preferiría ser el cerdo de Herodes a ser el hijo de Herodes».)
Los judíos detestaban a Herodes, y entre ellos una esperanza había ido creciendo durante algún tiempo. A medida que los siglos pasaban y un pueblo tras otro —babilonios, persas, griegos y romanos— los tiranizaban, empezaron a soñar en que algún día un descendiente de David retornaría para convertirse en su rey y devolverles la independencia y su legítimo lugar en el mundo.
Puesto que los judíos consagraban a sus reyes ungiéndolos con aceite sagrado, llamaban al rey «el ungido», así como los modernos que consagran a sus reyes coronándolos los llaman «testas coronadas». En hebreo la expresión «el ungido» es «mesías». Los judíos, pues, esperaban la llegada del «mesías».
Recordaban siempre el ejemplo de Judas Macabeo, que había derrotado a los reyes seléucidas cuando eso parecía imposible. Otro hombre semejante, más grande aún, podía derrotar a Roma.
Otros judíos, conscientes del hecho de que Roma era mucho más fuerte en tiempo de Augusto que el Imperio Seléucida en la época de Antíoco IV, confiaban menos en una solución puramente militar. En cambio, empezaron a pensar en términos de un mesías místico y sobrenatural; un mesías que haría más que liberar solamente Judea y cuyo advenimiento iniciaría un nuevo reino de justicia y santidad en la Tierra, mientras todo el mundo rendiría culto al único Dios verdadero.
En la Judea de aquellos años, muchos individuos pretendían ser el mesías y siempre había quienes estaban dispuestos a creer en el carácter mesiánico de cualquiera que se lo atribuyese. Hubo revueltas bajo el liderato de tales hombres, todas las cuales fueron derrotadas. Herodes y los romanos estaban cautelosamente al acecho de todos esos supuestos mesías, pues los consideraban como una fuente invariable de todo género de problemas y perturbaciones.
Según el relato del Capítulo II del Evangelio según San Mateo, del Nuevo Testamento, el nacimiento de un niño llamado Jesús (forma griega de Josué) en Belén, a finales del reinado de Herodes cumplía las diversas profecías concernientes al mesías que aparecían en varias partes de los libros del Antiguo Testamento. Herodes, al oír los rumores del nacimiento de tal niño, ordenó que fueran muertos todos los niños de Belén de menos de dos años, pero el niño Jesús logró escapar a Egipto.
No hay ningún testimonio de este suceso en ninguna parte excepto en el Nuevo Testamento, y lo menciono sólo porque es importante para establecer el tiempo del nacimiento de Jesús.
Unos cinco siglos después de la época de Herodes, un monje sirio llamado Dionisio Exiguo, después de hacer un cuidadoso estudio de la Biblia y de los testimonios históricos romanos, decidió que el nacimiento de Jesús había tenido lugar en 753 A. U. C. Esto fue aceptado, en general, por el pueblo europeo, por lo que el 753 A. U. C. se convirtió en el año de la Era Cristiana, y la fundación de Roma fue ubicada en el 753 a. C.
Pero Dionisio debe de haber cometido un error, porque es totalmente seguro que Herodes murió en el 749 A. U. C., que es, según el cálculo de Dionisio, el 4 a. C. Si Herodes se hubiese inquietado por las noticias del nacimiento de Jesús, entonces Jesús no puede haber nacido después del 4 a, C., y posiblemente hasta algunos años antes. (Es extraño pensar que Jesús nació cuatro años «antes de Cristo», pero el cálculo de Dionisio está tan firmemente insertado en los libros y documentos históricos que es totalmente imposible e indeseable cambiarlo.)
Cuando Herodes murió aún quedaban tres hijos a los que no había llegado a ejecutar. Cada uno de ellos heredó parte del reino. Herodes Arquelao gobernó sobre la misma Judea y Samaria, la región situada al norte de Judea. Herodes Antipas tuvo el gobierno de Galilea, al norte de Samaria, y de Perea, al este del río Jordán. Finalmente, Herodes Filipo gobernó Iturea, al noroeste de Galilea.
Los dos últimos, Antipas y Filipo, permanecieron en el poder durante una generación, pero no ocurrió lo mismo con Arquelao. Este gobernaba el centro mismo de los dominios judíos, con su capital en la misma Jerusalén, y los judíos se quejaban constantemente a Roma por su mal gobierno. En el 6 fue depuesto por Augusto y exiliado a la Galia. Después, durante un tiempo Judea y Samaria fueron gobernadas por procuradores romanos nombrados por el Emperador.
Aunque se dice que Jesús nació en Belén, pequeña ciudad situada al sur de Jerusalén que —según la tradición— iba a ser el lugar de nacimiento del mesías (puesto que mil años antes había sido el lugar de nacimiento de David), su familia vivió en Nazaret, ciudad de Galilea. Fue en Galilea, pues, en el territorio de Antipas, donde creció Jesús. Al llegar a la edad adulta, reunió un grupo de discípulos devotos, pues sus enseñanzas adquirieron popularidad y su personalidad era magnética.
Algunos de sus discípulos empezaron a creer que era el Mesías (y ahora la palabra comienza a escribirse con mayúscula inicial, y lo mismo los pronombres referentes a Jesús, pues cientos de millones de hombres desde entonces han creído en la naturaleza mesiánica y divina de Jesús). La palabra griega que significa «el ungido» es «Christos», de modo que lo que en hebreo habría sido «Josué el Mesías» se convirtió en la versión castellana de la forma griega: «Jesucristo».
Las autoridades, tanto herodianas como romanas, seguramente vigilaron estrechamente a Jesús en busca de signos de tendencias mesiánicas que pudiesen dar origen a rebeliones y perturbaciones. Los jefes religiosos judíos también estaban alertas a tal posibilidad, pues comprendían cuán fácilmente podían estallar revueltas y provocar una reacción romana que destruyese completamente a la nación. (Esto fue exactamente lo que ocurrió medio siglo más tarde, de modo que sus temores no eran en modo alguno absurdos.)
Cuando la popularidad de Jesús llegó a su apogeo, viajó a Jerusalén para celebrar allí la Pascua y, al hacerlo, aceptó tácitamente el papel de Mesías, pues entró cabalgando en un asno. Así era como un profeta del Antiguo Testamento había predicho que el Mesías llegaría a Jerusalén, y la multitud comprendió el simbolismo.
Esto era demasiado, para las autoridades. Tan pronto como se presentó una oportunidad para arrestar a Jesús calladamente (para que no estallaran revueltas entre sus discípulos o entre los nacionalistas judíos, posiblemente con desastrosas consecuencias), fue detenido. Uno de los discípulos de Jesús, Judas Iscariote, reveló el lugar en que moraba e hizo posible su arresto calladamente, por lo que el nombre de Judas se ha convertido en sinónimo de traidor.
Para los líderes judíos, el crimen de Jesús era el de blasfemia: pretender ser el Mesías, cuando, en opinión de ellos, no lo era. Para los romanos, su crimen era puramente político. El Mesías era alguien a quien los judíos reconocían como rey. Si Jesús pretendía ser el Rey de los judíos, se estaba rebelando contra el emperador romano, el único que tenía derecho a nombrar reyes.
En 29 (782 A. U. C.), quizá, Jesús fue llevado a juicio ante Poncio Pilato, el sexto procurador que gobernó Judea desde la deposición de Arquelao. Había sido nombrado para ese cargo tres años antes. Según el relato bíblico, se mostró renuente a condenar a Jesús y sólo lo hizo bajo la presión de las autoridades religiosas judías, quienes pensaban que liberar a Jesús provocaría una rebelión nacionalista, seguida inevitablemente por una represión romana. Se dice en la Biblia que el Sumo Sacerdote Caifas afirmó: «Es conveniente para nosotros que un hombre muera por el pueblo, y que no perezca toda la nación».
Pero si Pilato condenaba a Jesús, tenía que hacerlo por un crimen romano, pues su jurisdicción sólo se extendía a esa clase de crímenes. Por ello, Jesús fue condenado por traición contra Roma, y un castigo común para la traición era la crucifixión, tipo de tortura común en el Este y en Roma, pero nunca usado por los judíos ni los griegos. Un ejemplo del uso romano de la crucifixión en gran cantidad fue el de la revuelta de los gladiadores en Italia, que fue extinguida en el 71 a. C. A la sazón, no menos de seis mil de los rebeldes capturados fueron crucificados en cruces que se extendieron por kilómetros a todo lo largo de la Vía Apia, la principal ruta de Italia.
Así, Jesús fue crucificado sencillamente como un rebelde más que recibía el castigo habitual, y esto parecía ser todo. Ningún romano de la época podía haber imaginado en ese momento que esta crucifixión particular sólo sería un comienzo.
Augusto se hallaba ya en sus setenta y tantos años, y la sombra de la muerte se cernía sobre él. Debía preocuparse por la sucesión, la cuestión de quién iba a sucederle como
Princeps.
Si hubiese sido rey, su pariente más próximo habría podido sucederle automáticamente, pero no lo era. Era el primer
Princeps
y no existía ninguna tradición sobre la manera de elegir al siguiente.
Estaba claro para Augusto que si moría sin tomar medidas para la sucesión, varios generales podían tratar de convertirse en emperadores, usando sus ejércitos para tal fin, y las guerras civiles comenzarían nuevamente. Por ello, Augusto tenía que elegir un sucesor antes de morir, y hacer que el Senado y el pueblo lo aceptasen de antemano. Naturalmente, le habría gustado elegir a alguien de su propia familia para tal fin.
La elección obvia en tales circunstancias habría recaído en un hijo propio, pero Augusto no tenía hijo varón. Sólo tenía una hija, Julia, quien había trastornado y disgustado a Augusto con su modo de vida airado y amante del placer. Había puesto en ridículo su programa de reformar las costumbres romanas y fue enviada al exilio.
Pero su primer marido había sido Marco Vipsanio Agripa, íntimo amigo y consejero de Augusto desde sus días escolares, cuando habían estudiado juntos. Cuando Augusto, que tenía escasas dotes militares, luchaba por el poder sobre el ámbito romano, fue Agripa quien combatió y ganó batallas para él. En la paz que siguió, Agripa supervisó la reconstrucción de Roma y construyó su más bello templo, el Panteón («todos los dioses»), además de una cantidad de acueductos para asegurar el suministro de agua de la ciudad. Este Agripa y la hija de Augusto, Julia, tuvieron cinco hijos antes de morir Agripa en 12 a. C. Por tanto, Augusto tenía cinco nietos que eran también hijos del querido y leal amigo del Emperador, Agripa. Y tres de ellos eran varones.
Los dos hijos mayores, Cayo César y Lucio César, eran esperanzadores. Pero Lucio enfermó y murió en Massilia (Marsella) en el año 2. Cuando era un adolescente, Cayo fue enviado a una expedición militar de menor importancia en Asia Menor, donde fue herido en acción y murió en el viaje de vuelta, en el 4. El hijo menor de Agripa y Julia, nacido después de la muerte de su padre, era un demente, por lo que fue mantenido en el aislamiento bajo custodia.
Una de las dos nietas de Augusto era Julia, quien parecía ser tan amante del placer como su madre y tocaya. También ella fue castigada por el rígido Augusto. Fue enviada al exilio, como lo había sido su madre, y vivió fuera veinte años, sin que se le permitiese jamás retornar a Roma. Sólo quedaba la segunda nieta, Agripina, a quien nos referiremos más adelante.
Acosada su vida personal por estas tragedias, Augusto se vio obligado una vez más a apelar a su hijastro Tiberio. No era un pariente consanguíneo, pero era un hijo adoptivo (lo cual era muy importante en la época romana) y, además, era hijo de la amada esposa de Augusto. Tiberio era miembro de la aristocrática familia Claudia, por parte de su padre consanguíneo, y de la igualmente aristocrática familia Julia por parte de su padre adoptivo, Augusto. Por ello, el linaje de emperadores emparentados que comienza con Augusto es llamado a menudo el «linaje julio-claudiano».
Otra ventaja de Tiberio era que estaba en la edad adulta, pues tenía cincuenta y tantos años de edad en los últimos años de Augusto, y era un general de probada capacidad. También era honesto, concienzudo y de una rígida moral. No había duda de que gobernaría bien. Por desgracia, era un individuo severo y retraído (sobre todo desde su forzado divorcio de su amada esposa), y no inspiraba simpatía a nadie.