Mientras tanto, el ejército lo consideró el «Imperator», que significa «comandante» o «líder». Fue un título que había llevado desde una temprana victoria obtenida en 43 a. C., durante los desórdenes que siguieron al asesinato de César. Esa palabra se ha convertido en «Emperador» en el castellano moderno, por lo que Augusto es considerado el primero de los emperadores romanos y el ámbito que gobernó es llamado el «Imperio Romano».
Sin embargo, aunque el sobrino nieto de Julio César se había convertido en príncipe y emperador y, como Augusto, en alguien casi divino,
no
se convirtió en rey. Pensó que esto no lo habrían tolerado los romanos. Aunque tenía todos los poderes de un rey, y más aún, nunca usó el título; le bastaba con serlo de hecho. En vez de proclamarse rey, se hizo elegir cónsul (el cargo tradicional del poder ejecutivo romano, al que se era elegido por un año) cada año. Puesto que los romanos siempre elegían dos cónsules, Augusto hacía elegir a algún otro con él. En teoría, el otro cónsul tenía tanto poder como Augusto, pero en la realidad no era así, y sabía muy bien que no podía ni soñar con tenerlo.
Posteriormente, Augusto renunció al consulado, dejándolo como medio de recompensar a diferentes senadores año tras año. En cambio, se hizo tribuno vitalicio, y arregló las cosas para que este cargo tuviese más poderes legislativos que el de cónsul. También se hizo nombrar
pontifex maximus,
o sumo sacerdote, y, uno tras otro, acumuló también otros cargos adicionales.
Como resultado de esa acumulación de cargos, controló la dirección del gobierno mediante las viejas costumbres republicanas. Pocos, romanos de la época percibían alguna diferencia práctica en el modo como eran gobernados, excepto por el hecho de que ya no había guerra civil, lo cual, por supuesto, era un gran cambio positivo.
Solamente los senadores, que soñaban con la época en que eran los verdaderos amos, y unos pocos intelectuales idealistas sentían realmente la diferencia. A veces soñaban con la vieja república, que, en sus recuerdos o en las lecturas históricas, llegó a parecer mucho mejor de lo que realmente era. Y cuanto más se remontaban en el tiempo, tanto más noble les parecía en sus sueños.
No fue sólo el mando militar de Augusto y su autoridad oficial lo que mantuvo la paz en Roma bajo su gobierno. Estaba también el problema de las finanzas. La República Romana siempre tuvo un método muy ineficaz de recaudar el dinero necesario para uso del gobierno. Los impuestos recaudados a menudo iban a parar a los bolsillos de los recaudadores, y el gobierno debía recurrir al saqueo directo de las tierras conquistadas. Los ciudadanos romanos estaban libres de impuestos, como recompensa por haber conquistado el mundo antiguo; en verdad, muchos de los ciudadanos romanos más pobres eran mantenidos por el Estado directamente con dinero tomado de las provincias.
En el siglo anterior a Augusto, los provincianos estaban abrumados, primero por los impuestos legales, luego por los sobornos y el robo mediante los cuales los gobernadores provinciales se enriquecían personalmente y, por último, por las exacciones ilegales de generales que libraban sus guerras civiles en una provincia determinada.
Tan abrumadoras eran las exigencias financieras y tan poco dinero iba al tesoro central que, cuando terminó el período de conquistas y las nuevas fuentes de botín se secaron, el gobierno romano se enfrentó con la bancarrota.
Augusto tampoco podía planear nuevas conquistas para evitar la ruina financiera. Todas las regiones ricas del mundo civilizado al alcance de los ejércitos romanos ya habían sido engullidas. Sólo quedaban culturas bárbaras que, después de conquistadas, brindaban muy escasas rentas, por mucho que se las esquilmase.
De continuar la vieja extorsión, Roma se hundiría inevitablemente en la anarquía. Entre otras cosas, no se podría pagar a los soldados, lo cual significaba que se rebelarían y Roma caería desgarrada en facciones contendientes, como había ocurrido con el imperio de Alejandro Magno tres siglos antes.
Por ello, Augusto hizo todo lo que pudo para imponer un sistema honesto. Se otorgó a los gobernadores provinciales un generoso sueldo, en el claro entendimiento de que toda tentativa de aumentar ese sueldo mediante el soborno sería castigada rápida y severamente. Antes, los sobornados sabían que el Senado haría la vista gorda con ellos porque cada senador había hecho lo mismo en su momento o pensaba hacerlo en la primera oportunidad. Mas el emperador no tenía necesidad alguna de sobornos, pues ya era el hombre más rico del Imperio. En verdad, cada moneda robada por un funcionario corrupto era dinero que se birlaba al tesoro del Emperador, por lo que no cabía esperar que Augusto mostrase ninguna clemencia.
Además, Augusto trató de introducir reformas en el sistema de impuestos para que un porcentaje mayor del dinero recaudado fuese a parar al tesoro, y una parte menor al bolsillo de los recaudadores.
Innovaciones como éstas mantuvieron tranquilas y razonablemente felices a las provincias. Podían lamentar la pérdida de poder político que parecían a punto de alcanzar con Julio César, pero tampoco la aristocracia romana tenía ningún poder político realmente. Y por último las provincias podían abrigar la esperanza de gozar de un gobierno razonablemente honesto y eficiente, lo cual era más de lo que nunca habían tenido antes, ni siquiera bajo sus propios reyes.
Pero pese la reforma fiscal y al freno a la corrupción, los ingresos del Imperio aún no satisfacían todas sus necesidades y gastos, en particular porque Augusto estaba empeñado en un enorme programa de embellecimiento de la ciudad de Roma (se le atribuye la afirmación de que la encontró de ladrillo y la dejó de mármol), de crear una brigada de bomberos, de extender los caminos por todo el Imperio, etc.
Augusto utilizó las necesidades financieras del Imperio como otro modo de consolidar su dominación. Cuando derrotó a Antonio y Cleopatra, se apoderó de Egipto, no meramente como provincia romana, sino como su propiedad privada. A ningún senador se le permitía siquiera entrar en Egipto sin un permiso especial.
Egipto era por entonces la región más rica del mundo Mediterráneo. Gracias a las inundaciones anuales del Nilo, su agricultura nunca sufría daños y sus cosechas eran enormes, de modo que sirvió de granero, o proveedor de alimentos, a Italia. Todos los impuestos cobrados a los sufridos campesinos egipcios iban al tesoro personal de Augusto. Lo mismo sucedía con gran cantidad de otros dineros obtenidos mediante diversos recursos legales. (Muchos hombres ricos legaban a Augusto parte de sus patrimonios, sea en gratitud por la paz que había impuesto, sea —quizá— como soborno para que sus herederos pudiesen disfrutar del resto sin problemas.)
Augusto, por tanto, podía adelantar dinero de su propia bolsa para satisfacer muchas de las necesidades del Imperio. El lector podría pensar que hubiera sido más sencillo que el dinero fuese directamente al Estado, pero el razonamiento de Augusto era que, si el dinero llegaba al Estado por el Emperador, éste podía no darlo como forma de castigo, o ganarse la gratitud de todos si lo daba. También, sólo él podía asegurar el pago a los soldados, de modo que sólo a él serían leales los soldados.
Augusto trató de fortalecer la posición de Italia tanto mediante una legislación social como mediante una legislación política. Trató de restaurar las costumbres religiosas para que fuesen lo que habían sido antes de que los más coloridos y espectaculares cultos del Este invadieran Roma. Esos cultos fueron llevados por los esclavos del Oriente conquistado. Puesto que la costumbre romana permitía que esos esclavos se liberasen en ciertas condiciones, los «libertos» no romanos —con los derechos de los hombres libres, pero a menudo sin las tradiciones romanas— estaban aumentando de número en Italia. Augusto no quería que la antigua población italiana fuese anegada, y sus reformas menos admirables fueron aquellas mediante las cuales trató de restringir la liberación de esclavos.
De esta manera, durante cuarenta y cinco años después de conquistar el poder, Augusto gobernó a Roma en la prosperidad y, al menos internamente, en la paz.
No hay ninguna duda de que las reformas de Augusto señalaron un giro importante en la historia. Si no hubiese sido tan sabio como fue o no hubiese vivido tanto tiempo, Roma habría continuado con las guerras civiles y, tal vez, en unas pocas generaciones más se habría desmembrado en fragmentos en decadencia. Tales como ocurrieron las cosas, el mundo romano permaneció fuerte e intacto durante cuatro siglos. Fue tiempo suficiente para que la cultura romana se asentara sobre gran parte de Europa tan firmemente que ni siquiera los desastres que siguieron pudieron borrarla. Nosotros mismos somos herederos de esa cultura.
Debe recordarse también que el cristianismo, la principal religión del mundo occidental, evolucionó bajo el Imperio, y no se habría expandido y desarrollado como lo hizo si un vasto dominio unido no hubiese permitido a sus primeros misioneros viajar libremente por muchas provincias populosas. Aún hoy, la Iglesia Católica conserva mucho de la atmósfera y del lenguaje del Imperio Romano.
Echemos ahora una rápida ojeada a la extensión del Imperio en la época en que Augusto llegó a ser emperador, en 27 a. C.
Todas las costas del Mediterráneo pertenecían directamente a Roma o eran gobernadas por reyes nominalmente independientes pero que eran conscientes de estar bajo el poder absoluto de Roma. Esos reyes no podían subir a sus tronos sin permiso romano y podían ser depuestos en cualquier momento. Por esta razón, eran completamente sumisos al Emperador y a menudo mantenían sus reinos satélites más seguramente bajo la dominación romana de lo que Roma hubiera conseguido si los hubiese gobernado directamente.
Empecemos, pues, por Egipto (el patrimonio privado de Augusto), en el extremo oriental de la costa sur del Mediterráneo, y desplacémonos luego hacia el Oeste.
Al oeste de Egipto se hallaban las provincias de Cirenaica, África y Numidia, en este orden. La provincia de África incluía lo que antaño había sido el dominio de Cartago, ciudad que estuvo a punto de derrotar a Roma dos siglos antes. La antigua ciudad de Cartago había sido completamente destruida por Roma en 146 a. C. (607 A. U. C.), pero poco antes de su asesinato Julio César había creado una colonia romana en ese lugar. Surgió una nueva Cartago, una Cartago romana, que iba a mantenerse grande y próspera durante seis siglos.
Al oeste de Numidia, en la región ocupada hoy por las naciones modernas de Argelia y Marruecos, estaba el reino casi independiente de Mauritania. Era así llamado porque estaba habitado por una tribu cuyos miembros se llamaban a sí mismos «mauri». (De este nombre, los españoles posteriormente derivaron la palabra «moros» para llamar a los habitantes del norte de África, y de esta palabra deriva la expresión inglesa equivalente de «Moors» y el nombre del moderno reino de Marruecos.)
El rey de Mauritania estaba casado con Cleopatra Selene, hija de Marco Antonio y Cleopatra. Tuvo de ella un hijo llamado Tolomeo (el nombre que llevaron catorce reyes de Egipto que precedieron a Cleopatra). Tolomeo subió al trono en el año 18
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Al norte del mar Mediterráneo estaban, al oeste de Italia, las dos ricas regiones de España y Galia. En España (que incluía tanto al Portugal moderno como a España propiamente dicha), los romanos entraron por vez primera dos siglos antes de Augusto. Pero durante todo ese tiempo los nativos de España resistieron valientemente a las armas romanas, y sólo se retiraron paso a paso. Aun en tiempos de Augusto, la España septentrional todavía no estaba pacificada. Los cántabros, tribu que habitaba la Bahía de Vizcaya, en el norte de España, lucharon contra los ejércitos de Augusto durante varios años, y no fueron sometidos hasta el 19 a. C. Sólo entonces España en su totalidad se convirtió en un lugar pacífico y tranquilo del Imperio.
Augusto dirigió en España tanto operaciones pacíficas como ofensivas bélicas, y fundó ciudades, dos de las cuales podemos mencionar particularmente. Ambas recibieron nombres en homenaje a él: «Caesaraugusta» y «Augusta Emérita» («Augusto, el Soldado Retirado»). Sobreviven hoy con nombres deformados derivados de éstos: Zaragoza y Mérida, respectivamente.
En Galia (que incluía la Francia moderna, Bélgica y las partes de Alemania, Holanda y Suiza situadas al oeste del río Rin) los romanos penetraron mucho después que en España, pero su conquistador fue Julio César, quien dio término a la tarea. Pero la frontera alpina entre Galia e Italia permanecía en poder de las tribus nativas por la época en que Augusto se convirtió en emperador.
Al Este de Italia está el mar Adriático. La costa opuesta del mar Adriático formaba parte de lo que los romanos llegaron a llamar «Illyricum», pero en castellano es más común llamarlo Iliria. Corresponde aproximadamente a la moderna nación de Yugoslavia. Cuando Augusto se convirtió en emperador, Roma sólo dominaba la línea costera, parte llamada a veces Dalmacia.
Al sudeste de Iliria estaban Macedonia y Grecia, ambas firmemente en poder de los romanos.
Al este de Grecia está el mar Egeo, y del otro lado de él se halla Asia Menor (incluida en la moderna nación de Turquía). En el período en que la República Romana empezó a expandirse hacia el Este, Asia Menor era un mosaico de reinos de habla griega. Cuando Augusto llegó al poder, los reinos del norte y el oeste de Asia Menor eran provincias romanas. El resto se hallaba firmemente bajo la dominación romana indirecta.
Al sur de Asia Menor estaba Siria, que era provincia romana, y Judea, con un rey nativo que gobernaba con permiso romano. Al sudoeste de Judea, volvemos nuevamente a Egipto.
Augusto, al contemplar el Imperio, lo vio bien unido por caminos que se extendían desde Italia hasta las provincias, en una red en constante extensión y expansión. Y la mayoría de sus fronteras estaban protegidas. En el sur y el oeste, estaba completamente asegurado contra las invasiones extranjeras, pues en ambas direcciones el Imperio había alcanzado un límite absoluto. Al oeste estaba el ilimitado océano Atlántico, y al sur de la mayor parte del África romana el igualmente ilimitado (por lo que respecta a los romanos) desierto del Sahara.
Al sur de Egipto, el río Nilo continuaba hasta una brumosa fuente que era desconocida para los antiguos. Las tribus de Etiopía, que estaban a lo largo del río inmediatamente al sur de Egipto, mil años antes de la época de Augusto habían librado grandes guerras con Egipto. Pero esos días habían pasado hacía mucho tiempo, y ahora Etiopía estaba en calma, en su mayor parte. Los tolomeos de Egipto habían apostado colonias en Etiopía, pero nunca habían intentado seriamente conquistar esa tierra.