Nerón envió a Cneo Domicio Corbulón al Este para que se hiciese cargo de la situación. Corbulo había prestado servicios con eficacia en Germania, bajo Claudio, y era un general muy competente. Pasó tres años reorganizando las legiones en el Este y revitalizando su moral. En 58 (811 A. U. C), invadió Armenia, y en el curso del año siguiente ocupó el país, expulsando a los partos y poniendo en el trono a un nuevo títere romano.
Si Corbulón hubiese tenido libertad, Partia habría sufrido una resonante derrota. Pero Nerón cuidaba de que ningún general tuviese demasiado éxito y reemplazó a Corbulón por un general mucho menos competente que, en 62, sufrió una gran derrota. Luego, Corbulón fue puesto nuevamente en el mando y logró restablecer la situación de modo que las cosas terminaron en un empate. Tiridato, el parto, siguió siendo rey de Armenia en definitiva, pero en 63 convino en ir a Roma a recibir su corona de Nerón, con lo cual Armenia, al menos en teoría, sería un satélite romano.
Pero entre tanto surgió una crisis en Judea. La inquietud aumentaba entre los judíos bajo el gobierno de los Herodes y los procuradores. Sus esperanzas mesiánicas se agudizaron y ya no estaban dispuestos de ningún modo a transigir en cuestiones religiosas. El recuerdo de los macabeos y su rebelión gloriosamente triunfante en defensa de su religión y contra Antíoco IV permanecía fresco en sus mentes.
Así, continuamente se oponían a toda forma de homenaje que pudiese concebirse como un culto del emperador o de cualquiera de los símbolos del Imperio. Cuando Poncio Pilato entró en Jerusalén con estandartes en los que estaba pintada la figura del emperador Tiberio, estallaron violentos desórdenes entre la población, porque la pintura era considerada como un ídolo. Poncio Pilato estaba asombrado, pues no hallaba nada de perjudicial en una bandera de combate. Pero Tiberio no deseaba rebeliones innecesarias y costosas por una causa tan trivial, y ordenó quitar los perturbadores símbolos.
Pero tal conducta intransigente, tal certidumbre de que su Dios era el único Dios verdadero y que todos los otros objetos de culto eran malos y repugnantes, hizo a los judíos cada vez más impopulares entre los otros pueblos del Imperio, que aceptaban una multiplicidad de dioses y eran en gran medida indiferentes con respecto a las creencias de sus vecinos. Los judíos eran particularmente impopulares entre los griegos, quienes consideraban que su cultura era la única y verdadera Cultura y tenían tan pobre opinión de otras culturas como los judíos de otros dioses.
En Alejandría, la capital de Egipto, la mayor ciudad de habla griega en el mundo a la sazón y que sólo cedía en importancia ante Roma en todo el Imperio, había una gran colonia de judíos que seguían apegados a sus tradiciones y casi constituían una ciudad dentro de otra. Habían recibido privilegios especiales de Augusto (quien les estaba agradecido por su apoyo, al final de la guerra civil), tales como la exención de participar en los rituales que tenían por objeto la persona del emperador y la del servicio militar. También esto fastidiaba a los griegos.
Los griegos de Alejandría iniciaron disturbios antisemitas, y los judíos enviaron una delegación a Calígula para pedir justicia. Los griegos, inseguros sobre la actitud que adoptaría el emperador loco, se apresuraron a enviar una delegación rival para argumentar que los judíos se negaban a participar en el culto al Emperador y, por ende, eran traidores.
Calígula, deseoso de hacerse adorar en forma absoluta, ordenó colocar su estatua en los diversos templos del Imperio. En muchos lugares, la orden fue obedecida inmediatamente. ¿Qué importaba un bloque de piedra más o menos en un templo? Pero Calígula ordenó específicamente que su estatua fuese colocada en el Templo de Jerusalén, a lo que los judíos se opusieron. La idea de que una figura humana fuese adorada en la Casa del único Dios verdadero era completamente inaceptable para los judíos, y estaban dispuestos a morir antes que acceder a ello. El gobernador de Siria escribió a Calígula contándole esto, y postergó desesperadamente la aplicación de la orden. En su cólera, Calígula quizá habría ordenado la destrucción de Judea. Pero fue asesinado justo a tiempo para impedir una insurrección, y como consecuencia de ello la destrucción se postergó una generación más.
Claudio, al convertirse en emperador, puso a Herodes Agripa, viejo amigo de Calígula, en el trono de Judea, otorgándole nuevamente cierto grado de autonomía. Herodes se esforzó para ganarse a los judíos, y efectivamente alcanzó gran popularidad, pese a ser idumeo. (Se cuenta que durante una Pascua lloró por no ser judío y que los espectadores, también llorando, exclamaron «tú
eres
un judío y eres nuestro hermano».)
Lamentablemente, su reinado fue breve, pues terminó con su muerte tres años más tarde, en 44. Su hijo, Herodes Agripa II, gobernó durante un tiempo sobre algunas zonas de Judea, pero la parte principal de esa tierra fue nuevamente convertida en provincia y gobernada por procuradores.
Esos procuradores eran a menudo rapaces, y uno en particular, que había sido nombrado por Nerón, desvalijó el tesoro del Templo. Los extremistas antirromanos entre los judíos (llamados los «celotes»), cuya influencia había ido en aumento, provocaron disturbios. Herodes Agripa II, quien estaba en Jerusalén en ese momento, urgió a la calma y la prudencia, pero no fue escuchado. En 66 (819 A. U. C.), Judea estaba en plena y violenta revuelta contra Roma.
La intensidad de la rebelión cogió a los romanos por sorpresa. Las tropas del lugar no pudieron dominarla y Nerón tuvo que enviar tres legiones al Este bajo el mando de Vespasiano (Titus Flavius Sabinus Vespasianus). Bajo Claudio, había prestado servicios en Germania y luego participado en la conquista de la Britania meridional, conduciendo las fuerzas que conquistaron la isla de Wight. Fue cónsul en 51 y luego gobernador de la provincia de África. Realizó con eficiencia la nueva tarea que se le encomendó, aunque lentamente, pues los judíos luchaban hasta la muerte.
En 69, Vespasiano abandonó Judea para retornar a Roma, pero su hijo Tito (se llamaba Titus Flavius Sabinus Vespasianus, igual que su padre), continuó la tarea. El 7 de septiembre del 70 (823 A. U. C.) tomó Jerusalén, y el Templo fue destruido por segunda vez. (La primera vez había sido destruido por los babilonios, cinco siglos antes.) Tito celebró el triunfo en Roma el año siguiente; el Arco de Tito, que aún está en pie en Roma, fue erigido en honor de esa victoria.
Los judíos que sobrevivieron y permanecieron en Judea se hallaron en medio de la devastación, con su Templo destruido, su sacerdocio abolido y una legión romana permanentemente establecida en el lugar.
Sin embargo, la batalla entre la tradición romana y la religión judía fue llevada, en cierto modo, más allá de las fronteras de Judea. La lucha iba a ser larga y el veredicto diferente.
La religión romana, tomada principalmente de los etruscos, era, en un comienzo, de naturaleza predominantemente agrícola. Sus numerosos dioses y espíritus representaban fuerzas de la naturaleza y buena parte del ritual estaba destinado a asegurar la fertilidad del suelo, lluvias adecuadas y, en general, buenas cosechas. Esto es muy comprensible en una sociedad donde la alternativa a una buena cosecha era el hambre. Había también numerosos dioses y espíritus que presidían diferentes facetas del hogar y de la vida individual, desde el nacimiento hasta la muerte. Los ritos religiosos eran relativamente simples: se adecuaban al tiempo de que podían disponer agricultores atareados.
El principal refinamiento que el Imperio introdujo en la vieja religión fue el «Culto Imperial», en el cual se prestaba una especie de homenaje verbal al emperador y la emperatriz reinantes, y en el que los emperadores y emperatrices muertos recibían honores divinos.
Cuando la clase superior romana descubrió la cultura griega, la religión oficial griega fue fusionada, en cierta medida, con la de los romanos. El Júpiter romano fue identificado con el Zeus griego, la Minerva romana con la Palas Atenea griega, etcétera.
Sin embargo, las religiones oficiales de Grecia y Roma por igual estaban prácticamente muertas en la época del Imperio. Las clases superiores realizaban los ritos religiosos romanos y griegos oficiales de una manera mecánica y distraída.
A fin de cuentas, las creencias primitivas ya no eran adecuadas para una sociedad que no estaba formada solamente por labradores incultos, sino que también tenía aristócratas, personas cultas y habitantes urbanos que habían elaborado complejas concepciones del Universo. Sus intereses iban más allá de la mera esperanza de una buena cosecha. Se planteaban la cuestión de la vida buena, el empleo fructífero del tiempo libre, el cultivo de intereses intelectuales y el deseo de comprender los mecanismos del Universo. Los griegos elaboraron complejas filosofías para satisfacer sus tanteos en esa dirección, y los romanos adoptaron algunas de esas filosofías.
Una variedad popular de filosofía fue la fundada por Epicuro, nacido en la isla griega de Samos en 341 a. C. Estableció una escuela en Atenas, en 306 a. C., que tuvo gran éxito hasta su muerte en 270 a. C. Epicuro adoptó las creencias de algunos filósofos griegos anteriores, y consideraba que el Universo está formado por diminutas partículas llamadas átomos. Todo cambio consiste en la ruptura y el reordenamiento de grupos de átomos; había poco lugar en el pensamiento de Epicuro para la dirección intencional del hombre y del Universo por dioses. Era una filosofía esencialmente atea, aunque los epicúreos no eran fanáticos al respecto; practicaban alegremente rituales que consideraban sin sentido para evitar innecesarios escándalos o crearse situaciones difíciles para ellos.
En un universo formado por átomos en movimiento al azar, el hombre puede ser consciente de dos cosas: el placer y el dolor. Era evidente que el hombre debía comportarse de modo de gozar un máximo de placer y sufrir un mínimo de dolor. Sólo quedaba por determinar qué era realmente un máximo de placer. Epicuro pensaba que si un poco de algo brinda placer, mucho de ello no da necesariamente más placer. Morir de hambre por falta de alimento es doloroso, pero una indigestión por comer demasiado también lo es. El máximo de placer se obtiene comiendo con moderación, y lo mismo con otras alegrías de la vida. Además, es menester no olvidar los placeres del espíritu; del saber, de mejorar el discurso, de las emociones de la amistad y el afecto, placeres que, en opinión de Epicuro, eran mayores y más deseables que los placeres ordinarios del cuerpo.
No todos los epicúreos de siglos posteriores fueron tan sabios y moderados como Epicuro. Era fácil poner primero los placeres del cuerpo, y difícil ponerles límite. A fin de cuentas, ¿por qué no gozar de todo el placer que se pueda obtener ahora? Mañana puede ser demasiado tarde. Así, la palabra «epicúreo» ha entrado en nuestra lengua y ha llegado a significar «dado al placer». Tan popular se hizo la filosofía epicúrea que, para los judíos de los siglos posteriores a Alejandro, todos los griegos eran epicúreos. Todo judío que abandonaba su religión para adoptar costumbres griegas se convertía en un «epicúreo», y hasta el día de hoy el término judío para designar a un judío converso es «Apikoros».
Los romanos adoptaron las creencias epicúreas. Roma era mucho más rica y poderosa de lo que había sido nunca cualquier ciudad griega, y el lujo romano pedía alcanzar niveles más altos que el lujo griego. Por consiguiente, el epicureismo romano tendió a ser más basto que su versión griega. Bajo el Imperio, el epicureismo a menudo se convirtió en una excusa para el peor tipo de autocomplacencia.
Hallamos un ejemplo de un epicúreo romano en Cayo Petronio. Era un hombre capaz, que fue cónsul en una ocasión, y en otra, gobernador de Bitinia, en Asia Menor. Pero prefirió pasar su vida en el placer y el lujo (como los miembros de los actuales «círculos de alta sociedad»). Quizá no admiraba totalmente este modo de vida, pues es más conocido hoy por un libro llamado
El Satiricón,
que se le atribuye. En él se burla implacablemente del lujo tosco y de mal gusto de personas que tienen más riqueza que cultura y que no conocen otro uso del dinero que gastarlo.
Sin embargo, tan famoso se hizo por sus juicios en materia de placer, que se convirtió en alegre compañero de Nerón, quien apelaba a él para imaginar nuevas diversiones y juegos de modo de pasar el tiempo placenteramente. El era el «arbiter elegantiarum» («El juez en buen gusto y estilo»), por lo que a menudo se lo llama «Petronius Arbiter». Sin embargo, como muchos de los amigos y asociados de Nerón, Petronio tuvo mal fin. Las sospechas de Nerón, que eran siempre fáciles de despertar, cayeron sobre él, y Petronio prefirió suicidarse en el 66 antes que esperar la muerte a manos de otros.
Otra famosa escuela de filosofía griega fue fundada por Zenón, griego (posiblemente con algo de sangre fenicia) que había nacido en la isla semigriega y semifenicia de Chipre, aproximadamente por la época del nacimiento de Epicuro.
Zenón, como Epicuro, fundó una escuela en Atenas y enseñaba en un lugar de la plaza del mercado que estaba adornado por un pórtico o porche con pinturas de escenas de la guerra troyana. Era llamado la «Stoa poikile» (el «pórtico pintado»), por lo que las enseñanzas de Zenón fueron llamadas «estoicismo».
El estoicismo admitía la existencia de un Dios supremo y parece haber estado en camino hacia un tipo de monoteísmo. Pero también creía que los poderes divinos podían descender sobre toda clase de dioses menores y hasta sobre los seres humanos que eran deificados. De este modo, los estoicos se adaptaron a las prácticas religiosas prevalecientes.
El estoicismo comprendió la necesidad de evitar el dolor, pero no creyó que la elección del placer fuese el mejor camino para ello. No siempre se puede elegir el placer correctamente, y aunque se pueda, esto no hace más que abrir la puerta a un nuevo tipo de dolor: el de perder el placer de que se gozó antaño. La riqueza puede disiparse, la salud decaer y el amor morir. El único modo seguro de vivir una vida buena, decidieron los estoicos, es colocarse más allá del placer y del dolor; prepararse para no ser esclavo de la pasión o del temor, tratar la felicidad y la desdicha con indiferencia. Si no se desea nada, no se teme la pérdida de nada. Todo lo importante está dentro de uno mismo. Si somos dueños de nosotros mismos, no podemos ser esclavos de nadie. Si vivimos una vida rígidamente ajustada a un severo código moral, no necesitamos temer la torturante incertidumbre de las decisiones cotidianas. Hasta hoy, la palabra «estoico» es usada en castellano para significar «indiferente al placer y el dolor».