Nerva comprendió que no podía dominar al ejército y que su muerte acarrearía serios desórdenes. No tenía hijos a quienes legar el poder, como Vespasiano había hecho con Tito. Por ello, buscó a su alrededor a algún buen general en quien pudiera confiarse que gobernaría bien para adoptarle como hijo y asegurar la sucesión. Si no podía tener un Tito, al menos tendría un Tiberio.
Su elección cayó, muy sabiamente, en Trajano (Marcus Ulpius Trajanus). Este nació en España en el 53, cerca de la moderna ciudad de Sevilla e iba a ser el primer emperador nacido fuera de Italia (aunque era de ascendencia italiana). Fue un soldado toda su vida e hijo de un soldado, que siempre actuó con eficiencia y capacidad.
Tres meses después de efectuarse la adopción, Nerva murió, habiendo reinado cerca de un año y medio, y Trajano le sucedió pacíficamente en el trono.
Trajano iba a seguir el buen ejemplo de Nerva: mantuvo la promesa de no hacer ejecutar nunca a un senador y adoptó a un joven capaz como sucesor. En verdad, a partir de Nerva, hubo una serie de emperadores que se sucedieron unos a otros por adopción. A veces se los llama los «Antoninos», por el apellido de los últimos.
En el nuevo período de paz, seguridad y prosperidad que se inició con Nerva, la aristocracia romana dio un gran suspiro de alivio y los historiadores romanos escribieron libros en los que describían a la mayoría de los emperadores anteriores con los más negros colores, para aumentar el contraste con los amables emperadores protectores del Senado que ahora se estaban sucediendo en el trono y también para obtener una especie de venganza póstuma sobre los gobernantes anteriores.
La venganza fue más eficaz de lo que los mismos historiadores habrían imaginado, pues algunos de sus libros sobrevivieron y han ennegrecido para siempre los nombres de los primeros emperadores. Por malos que hayan sido algunos de esos emperadores, no hay uno solo que no aparezca en las historias senatoriales (y por ende en el pensamiento de los hombres de hoy) mucho peor de lo que probablemente fue en la vida real.
El más importante de esos historiadores fue Cornelio Tácito. Prosperó bajo los Flavios, pero en los años finales del reinado de Domiciano vivió en una considerable inseguridad. Era yerno de Agrícola, el general que había extendido la dominación romana en Britania y había sido llamado por Domiciano. También esto aumentó el resentimiento de Tácito hacia este emperador. Escribió una historia de Roma desde la muerte de Augusto hasta la muerte de Domiciano desde el punto de vista del republicanismo senatorial y no vio nada bueno en la mayoría de los emperadores de ese período. Tiberio, en particular, fue objeto de su desagrado, probablemente porque su carácter era muy similar al de Domiciano.
Tácito también escribió una biografía de Agrícola, libro valioso por la luz que arroja sobre los britanos de la época. Tácito estuvo ausente de Roma entre el 89 y el 93, y quizás pasara parte de ese tiempo en Germania, porque escribió también un libro sobre ese país que es ahora prácticamente la única fuente de conocimiento que tenemos de esa región en la época del temprano Imperio. No podemos dejar de admirar la exactitud del libro, aunque Tácito trataba claramente de emitir un juicio moral, comparando la vida sencilla y virtuosa de los germanos con el decadente lujo de los romanos. Para hacer resaltar esto, probablemente pintó un cuadro demasiado brillante en un aspecto y demasiado oscuro en el otro.
Cayo Suetonio Tranquilo era un historiador más joven que nació alrededor del 70 en la costa africana. Es famoso por un libro titulado «Vida de los Doce Césares». Era un conjunto de biografías chismosas de Julio César y los once primeros emperadores de Roma, hasta Domiciano inclusive. Suetonio gustaba de repetir historias escandalosas e incorporó a su libro muchas cosas que los historiadores modernos habrían descartado por considerarlas mero chismorreo. Pero escribía con sencillez, y las historias escandalosas que repitió dieron popularidad al libro, hasta el día de hoy.
El más importante historiador no romano del período fue un judío llamado José, que romanizó su nombre para convertirlo en Flavio Josefo. Nació en el 37, y no sólo estaba versado en las tradiciones judías, sino que también poseía la suficiente experiencia mundana como para asimilar con facilidad una educación romana. Conocía a ambas partes y visitó Roma en 64 a fin de pedir un tratamiento mejor y más tolerante para los judíos, mientras en Judea instó a la moderación y al freno de los elementos más nacionalistas.
Fracasó, y cuando estalló la Guerra de Judea, se vio obligado a conducir un contingente contra los romanos. Combatió bien, resistiendo durante largo tiempo contra fuerzas superiores. Cuando finalmente se vio obligado a rendirse, no se suicidó como los otros resistentes desesperados. En cambio, se inclinó ante lo inevitable, hizo las paces con Vespasiano y Tito y pasó el último cuarto de siglo de su vida en Roma como ciudadano romano, muriendo en 95, aproximadamente.
Pero no olvidó totalmente a sus infortunados compatriotas. Escribió una historia de la rebelión titulada
La guerra de los judíos,
publicada a finales de Vespasiano, y una autobiografía para defenderse contra la acusación de haber provocado la rebelión, y otro libro en defensa del judaísmo contra los antisemitas. Su obra maestra fue
Las antigüedades judías,
una historia de los judíos (con una descripción de los libros históricos de la Biblia) que llegaba hasta el estallido de la rebelión.
En este último libro, se menciona a Jesús de Nazaret en un párrafo, la única referencia contemporánea a Jesús fuera del Nuevo Testamento. Pero la mayoría de los sabios consideran apócrifo el párrafo, y creen que fue insertado posteriormente por algún ardiente cristiano inquieto por la falta de referencia de Josefo a Jesús en su descripción de Judea en la época de Tiberio.
El período de los Flavios se señaló por la producción de una importante literatura. Los críticos no la colocan en el mismo nivel que las grandes creaciones de la época de Augusto y se limitan a aludir a los escritos del tiempo de los Flavios como la «Edad de Plata».
Esta edad de plata incluye a tres destacados satíricos, es decir, autores que se burlaban de los vicios de su tiempo y, de este modo, contribuyeron a mejorar la moral pública. Esos satíricos eran Persio (Aulus Persius Flaccus), Marcial (Marcus Valerius Martialis) y Juvenal (Decimus Junius Juvenalis).
Persio fue el primero y, en realidad, precedió al período navío, pues escribió en los reinados de Claudio y Nerón. Se especializó en burlarse de los gustos literarios del momento, que, pensaba, reflejaban la decadencia general de la moral. Murió antes de los treinta años, y probablemente habría ganado mayor fama si hubiese vivido más tiempo.
Marcial nació en España, en 43, llegó a Roma en época de Nerón y permaneció allí por el resto de su vida, muriendo en 104. Se le conoce sobre todo por su epigramas satíricos, versos cortos, de dos a cuatro líneas, que podían ser sumamente mordaces. Escribió alrededor de 1.500 de ellos, y los dividió en catorce libros. Se mofó de todo lo que a sus ojos era disoluto y erróneo y es probable que sus epigramas estuvieran en los labios de todas las personas importantes de Roma. Tal vez todo el que fuese objeto de su mordaz ingenio sintiese el escozor por años.
Marcial fue muy popular en vida, y recibió el patrocinio de Tito y Domiciano. Esto se debió en parte a que su ingenio era genuinamente divertido y en parte a que a menudo se permitió escribir versos indecorosos, por lo que algunos de sus epigramas son casi como «chistes verdes».
Un epigrama decente que podemos tomar como ejemplo es el siguiente:
Non amo te, Sabidi, nec possum dicere quare;
Hoc tantum possum dicere, non amo te.
Esto significa: «No te quiero Sabidio, y no sé por qué; sólo puedo decir que no te quiero».
Este epigrama es más conocido hoy [en los países de habla inglesa,
n. del t
. ] en la forma de una traducción libre hecha por Thomas Brown, cuando estudiaba en Oxford, alrededor de 1780, y referida a su decano, John Fell:
I do not love thee, Doctor Fell.
The reason why I cannot tell;
But this alone I know full well,
I do not love thee, Doctor Fell.
Juvenal fue quizás el más grande y el más acre de los satíricos. Carecía de humor y de gracia porque los defectos de la sociedad que veía a su alrededor le eran tan odiosos que sólo podía tratarlos con una ardiente indignación. Despreciaba el lujo y la ostentación, y denunciaba con igual vehemencia la dominación de un hombre como la supremacía de la muchedumbre. Hallaba detestable casi todo aspecto de la vida cotidiana de Roma, y fue él quien dijo que todo lo que interesaba a los romanos era «panem et circenses» («pan y circo»). Sin embargo, esto no significa que Roma bajo los emperadores fuese una ciudad peor que cualquier otra de la historia del mundo. Sin duda, si Juvenal viviese hoy, podría escribir sátiras similares, igualmente amargas e igualmente verdaderas, sobre Nueva York, París, Londres o Moscú. Es importante recordar que los vicios y males de la vida resaltan muy claramente pero que aun en los peores tiempos hay mucho de bueno, amable y decente que pasa inadvertido y no sale en la primera plana de los periódicos.
Un poeta de un estilo más antiguo era Lucano (Marcus Annaeus Lucanus). Nació en Cordoba, España, en el 39, y era sobrino de Séneca, el tutor del joven Nerón. Su obra más famosa era un poema épico sobre la guerra civil entre Julio César y Pompeyo. Es la única de sus obras que nos ha llegado.
Fue uno de los íntimos de Nerón, pero esta amistad fue fatal para él tanto como para su tío. Nerón se sintió celoso de las aclamaciones que recibían las poesías de Lucano y le prohibió dar recitales públicos. Esto era más de lo que un poeta podía soportar. Entró en la conspiración de Pisón contra el Emperador y, cuando ésta fracasó, fue apresado y obligado a suicidarse, pese a que brindó información y traicionó a quienes habían estado en la conspiración con él.
Otro miembro de la «Escuela Española» que floreció en la Roma de la Edad de Plata y que incluía a Séneca, Marcial y Lucano era Quintiliano (Marcus Fabius Quintilianus), quien nació en España en el 35. Prestó servicios bajo Galba y llegó a Roma cuando este general se convirtió por breve tiempo en emperador. Permaneció en Roma y llegó a ser el más importante maestro de oratoria y retórica de su época. Fue el primer maestro que se benefició del nuevo interés imperial por la educación y recibió de Vespasiano una subvención gubernamental. Quintiliano era un gran admirador de Cicerón y se esforzó por salvar el estilo latino de la tendencia a hacerse demasiado rebuscado y poético.
Roma nunca fue famosa por su ciencia; ésta era el fuerte de los griegos. Sin embargo, en el siglo I del Imperio, varios romanos hicieron contribuciones que deben ser mencionadas en toda historia de la ciencia.
El más famoso de ellos, quizá, fue Plinio (Gaius Plinius Secundus), nacido en Novum Comun (la moderna Como), en el norte de Italia, en 23. Tuvo mando de tropas en Germania, en tiempos de Claudio, pero fue después que Vespasiano (de quien era íntimo amigo) se convirtiese en emperador cuando realmente pudo hacer valer sus méritos. En este reinado, fue gobernador de partes de la Galia y España.
Era un hombre de intereses universales y de una curiosidad universal, que estaba siempre leyendo y escribiendo en todo momento libre que tenía. Su obra principal fue una
Historia Natural
en treinta y siete volúmenes, publicada en 77 y dedicada a Tito, a la sazón heredero del trono. No era una obra original, sino un compendio de dos mil libros antiguos de casi quinientos autores. Lo hizo con total indiscriminación y elegía los temas a menudo porque eran sensacionalistas e interesantes, no porque fuesen plausibles o sensatos.
El libro trataba de astronomía y geografía, pero en su mayor parte estaba dedicado a la zoología, y en este campo citó profusamente cuentos de viajeros acerca de unicornios, sirenas, caballos voladores, hombres sin boca, hombres con pies enormes, etc. Era fascinante y los libros sobrevivieron porque se hicieron muchísimas copias de ellos, mientras que se perdieron otras obras más sobrias y con más materiales fácticos. La obra de Plinio fue conocida durante toda la Edad Media y comienzos de los tiempos modernos como una maravilla, y generalmente se creyó que trataba de cosas reales.
Plinio tuvo un trágico fin. Bajo Tito, fue puesto al mando de la flota estacionada frente a Nápoles. Desde allí, vio la explosión del Vesubio. En su ansiedad por presenciar la erupción, estudiarla y luego, indudablemente, describirla en detalle, bajó a la costa. Tardó demasiado en retirarse y fue atrapado por las cenizas y el vapor. Más tarde, se le halló muerto.
Entre otros divulgadores cuya obra ha sobrevivido se cuenta Aulo Cornelio Celso. En tiempos de Tiberio, recopiló restos del saber griego para su público. El libro que dedicó a la medicina griega fue descubierto en época moderna y Celso llegó a ser considerado como un famoso médico antiguo, lo cual era hacerle demasiado honor.
En el reinado de Calígula, Pomponio Mela (otro de los intelectuales de la época nacidos en España) escribió una pequeña geografía popular basada en la astronomía griega, excluyendo cuidadosamente las matemáticas que la hubiesen hecho demasiado difícil. Fue muy popular en su tiempo y sobrevivió hasta el período medieval, cuando, durante un momento, fue todo lo que quedaba del conocimiento geográfico antiguo.
En ingeniería los romanos se destacaron e hicieron una importante labor. Vitruvio (Marcus Vitruvius Pollio) floreció en el reinado de Augusto y publicó un gran volumen sobre arquitectura que dedicó al Emperador. Durante muchos siglos, fue un clásico en la materia.
Una labor similar en otras ramas de las ciencias prácticas fue la realizada por Sexto Julio Frontino, nacido alrededor del 30. Fue gobernador de Britania bajo Vespasiano y escribió libros sobre agrimensura y ciencia militar que no nos han llegado. En 97, el emperador Nerva lo puso a cargo del sistema hidráulico de Roma. Como resultado de esto, publicó una obra en dos volúmenes en la que describía los acueductos romanos, probablemente la más importante obra informativa que poseemos sobre la ingeniería antigua. Estaba orgulloso de las realizaciones prácticas de los ingenieros romanos, y las comparaba favorablemente con las hazañas de ingeniería espectaculares pero inútiles de los egipcios y los griegos.