Pero si bien Constantino no se convirtió al cristianismo por la época de la batalla de Puente Milvio, empezó a adoptar medidas para hacer cristiano el Imperio, o al menos asegurarse la lealtad de los cristianos.
Licinio había derrotado a Maximino Daia en el Este, y los dos vencedores se reunieron en una especie de conferencia cumbre en Milán, en 313 (1066 A.U.C.). Allí, Constantino y Licinio promulgaron el «Edicto de Milán», que garantizaba la tolerancia religiosa en todo el Imperio. Los cristianos podían llevar a cabo su culto libremente, y por primera vez el cristianismo fue oficialmente una religión legal en el Imperio.
En ese mismo año murió Diocleciano. Desde su abdicación, había visto su intento de disponer una sucesión automática degenerar en guerra civil, y su tentativa de borrar el cristianismo fracasar completamente. Es muy probable que no le importase. En su palacio aislado, indudablemente pasó los años más felices de su vida. En verdad, cuando Maximiano escribió a Diocleciano unos años antes para instarlo a que tomase nuevamente las riendas del Imperio, se cuenta que Diocleciano le respondió: «Si vinieses a Salona y vieses los vegetales que cultivo en mi jardín con mis propias manos, no me hablarías del Imperio».
El insensato Maximiano siguió su camino hasta una muerte violenta, pero Diocleciano murió en la paz y la alegría, sabio hasta el fin.
La carga del Imperio pesaba ahora sobre Constantino. Licinio la compartió con él, pero con una suerte que declinó cada año. Fueron mutuamente hostiles, y a medida que Constantino se hacía cada vez más favorable a los cristianos, Licinio automáticamente se volvía cada vez más anticristiano. Combatieron en 314 y, nuevamente, en 324, y ambas veces Licinio fue derrotado. La segunda vez, Licinio fue muerto, de modo que Constantino quedó al frente de un imperio unido.
Constantino continuó y completó las reformas de Diocleciano, y mucho del sistema atribuido al primero fue realmente obra del segundo. Por ejemplo, Constantino prosiguió la tendencia a la monarquía adoptando el símbolo de la diadema en 325. Esta era una estrecha cinta de lino blanco usada como símbolo de la autoridad suprema por los reyes de Persia y los reinos helenísticos que surgieron sobre las ruinas de Persia. Con los emperadores siguientes, la diadema se hizo cada vez más elaborada, al igual que todos los atavíos y símbolos de la realeza
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. No pasó mucho tiempo antes de que la diadema se hiciese de color púrpura, el color regio, y llevase incrustaciones de perlas.
Pero Constantino modificó algunos aspectos del sistema de Diocleciano. Eliminó la artificial medida de nombrar Augustos y Césares, y volvió al sistema más natural de la sucesión dentro de un linaje real nombrando Césares a sus hijos.
Siguió la práctica de Diocleciano de admitir bárbaros en el ejército y hasta permitió que bandas de bárbaros se asentasen en regiones despobladas del Imperio. En general, ésta habría sido una sabia medida si el Imperio hubiese gozado de buena salud y su cultura hubiera sido suficientemente vigorosa como para absorber el elemento bárbaro y romanizarlo. Por desgracia, Roma ya no gozaba de esa buena salud.
El reinado de Constantino fue una época de reformas jurídicas, muchas de ellas influidas por las enseñanzas cristianas. El tratamiento de los prisioneros y esclavos se hizo más humanitario, pero, por otro lado, los violadores de la moral (particularmente de la moral sexual) fueron tratados mucho más duramente que antes. También estableció el domingo como día legal de reposo, pero entonces era el día del Sol tanto como el día del Señor.
Constantino, después de mostrarse como simpatizante del cristianismo, si no realmente como cristiano, inmediatamente empezó a interesarse por los asuntos de la Iglesia. Anteriormente, la Iglesia, en las querellas de unos obispos contra otros, no había tenido a nadie a quien apelar y se vio llevada a las luchas intestinas; además, la parte vencedora no tenía modo alguno de obligar a los perdedores a abandonar sus ideas. Pero ahora, los obispos tenían un tribunal de apelación, y podían dirigirse a un emperador presumiblemente piadoso y devoto e indudablemente poderoso para recabar su juicio. Y la parte ganadora podía abrigar la esperanza de usar el poder del Estado contra los perdedores.
En los primeros años del reinado de Constantino, la Iglesia estaba desgarrada por la herejía donatista, que recibía su nombre de Donato, obispo de Cartago que era el más conocido defensor de la causa. Fue en relación con esta herejía como Constantino tuvo su primera ocasión de intervenir en disputas teológicas.
El punto en discusión era si un hombre indigno podía ser sacerdote. Los donatistas eran puritanos que creían que la Iglesia era una asociación de hombres sabios y que los sacerdotes, en particular, sólo podían serlo mientras no hubiesen ofendido a Dios. Así, en el curso de las persecuciones de Diocleciano y Galerio, muchos sacerdotes habían eludido el martirio entregando los libros sagrados que estaban a su cuidado y repudiando el cristianismo. Cuando pasaron las persecuciones, volvieron al redil, pero, ¿podían ser sacerdotes nuevamente?
Los obispos más moderados adoptaron la actitud de que los sacerdotes sólo eran seres humanos y que, frente a la muerte por tortura, podían flaquear. Había modos de expiar ese pecado. Además, si los sacramentos de la Iglesia eran ineficaces al ser administrados por un sacerdote indigno, ¿cómo podía confiarse en los sacramentos en cualquier momento? ¿Cuándo se podía estar seguro de que un sacerdote era digno? Sostuvieron, pues, que sólo la Iglesia como institución era sagrada y que sus poderes espirituales eran efectivos aunque fueran usados por un hombre imperfecto.
En Cartago, los donatistas, que no compartían para nada esa moderación, fueron victoriosos, pero los moderados apelaron a Constantino, quien convocó un sínodo especial en 314. El sínodo se pronunció contra los donatistas. En 316, Constantino en persona oyó los argumentos en pro y en contra, y también se pronunció contra los donatistas.
No sirvió de nada. Los edictos de los emperadores paganos no habían logrado eliminar el cristianismo, y los edictos de emperadores cristianos no fueron suficientes para suprimir las herejías. Los donatistas se mantuvieron en África, aunque se aprobaron contra ellos edictos tras edictos. Disminuyeron en número y poder, pero subsistieron hasta que la invasión árabe, tres siglos después, borró todo género de cristianismo, donatista y católico por igual, en el norte de África.
Pero aunque la intervención de Constantino no tuvo mucho efecto, se estableció un principio importante. El Emperador había actuado como si fuese la cabeza de la Iglesia, y ésta lo había aceptado. Este fue el primer paso de la batalla entre la Iglesia y el Estado que ha durado, de uno u otro modo, hasta la actualidad.
Una vez que Constantino se convirtió en amo indiscutido de un Imperio unido, en 324, pudo hacer más manifiestas sus simpatías cristianas. Decidió convocar un concilio de obispos que abordase una herejía aún más seria y difundida que el donatismo.
Los sínodos de obispos ya constituían una vieja costumbre, pero bajo los emperadores paganos se habían reunido con dificultad y muchos hallaban inseguro efectuar un largo viaje. Ahora la situación había cambiado. Todos los obispos fueron urgidos a asistir al concilio bajo protección oficial y el estímulo del Imperio. Iba a ser un concilio ecuménico («mundial») de la Iglesia, el primero de su clase.
En 325 (1078 A. U. C.) los obispos se reunieron en la ciudad de Nicea, en Bitinia, ciudad situada no muy lejos de Nicomedia, que había sido la capital de Diocleciano y era ahora la de Constantino. Era también un lugar de fácil acceso desde los grandes centros cristianos del Este, particularmente desde Alejandría, Antioquía y Jerusalén. El Occidente estuvo escasamente representado a causa de las grandes distancias, pero acudieron obispos hasta de España.
El punto principal en discusión era la herejía arriana. Cierto diácono de Alejandría llamado Arrio había predicado desde hacía décadas una doctrina estrictamente monoteísta. Sólo había un Dios, sostenía, diferente de todos los objetos creados. Jesús, aunque superior a todo hombre y a toda cosa creada, era sin embargo un ser creado y no era eterno en el mismo sentido en que lo era Dios. Había aspectos de Jesús que eran
similares
a Dios, pero no
idénticos
a él. (En griego, las palabras que significan «similar» e «idéntico» difieren en una sola letra, una iota, que era la letra más pequeña del alfabeto griego. Es sorprendente los siglos de encono, desdicha y derramamiento de sangre que provocó esa disputa representada por la presencia o ausencia de esa pequeña marca.)
La creencia alternativa, expresada de la manera más elocuente por Atanasio, otro diácono de Alejandría, era que los miembros de la Trinidad (el Padre, que era el Dios del Antiguo Testamento, el Hijo, que era Jesús, y el Espíritu Santo, que representaba las acciones de Dios en la naturaleza y el hombre) eran todos aspectos iguales de un solo Dios, todos ellos eternos y no creados, y todos idénticos, no sólo similares.
Surgieron en Alejandría, y luego en otras partes del Imperio, un partido arriano y otro atanasiano, y las reyertas y disputas se hicieron cada vez más enconadas a medida que unos obispos maldecían a otros infatigablemente.
Constantino consideró la situación con extrema preocupación. Si habría de usar la Iglesia Cristiana como arma para mantener unido y fuerte el Imperio, no podía permitir que la Iglesia se desintegrase por disputas doctrinales. La cuestión debía ser dirimida de modo inmediato y definitivo.
Fue por esa razón por lo que convocó el Primer Concilio Ecuménico en Nicea. En el curso de sus sesiones, mantenidas desde el 20 de mayo hasta el 25 de julio de 325, los obispos se pronunciaron a favor de Atanasio. Se emitió una declaración oficial (el «Credo de Nicea») que mantenía la posición de Atanasio y a la que todos los cristianos, se esperaba, debían suscribir.
Esto fijó la posición de la Iglesia, de modo que la concepción atanasiana fue y siguió siendo la doctrina oficial del catolicismo y en adelante podemos llamar a los atanasianos sencillamente los católicos.
Pero por entonces el Concilio de Nicea no tuvo mucho efecto. Quienes habían llegado a él como arrianos salieron como arrianos y continuaron manteniendo su posición enérgicamente. En verdad, el mismo Constantino fue inclinándose gradualmente a la posición arriana. Eusebio, obispo de Nicomedia y arriano destacado, lentamente ganó influencia sobre Constantino, y Atanasio sufrió el primero de los que serían muchos exilios. La controversia prosiguió en el Este con gran intensidad por medio siglo, y los sucesivos emperadores habitualmente se pusieron de lado de los arrianos contra los católicos.
Esto hizo que surgiese una nueva línea divisoria entre las partes oriental y occidental del Imperio. Había, primero, la línea divisoria de la lengua: el latín en Occidente, y el griego en Oriente. Luego había una división política, con emperadores distintos en el Este y el Oeste. Ahora se añadió el comienzo de una diferenciación religiosa. El Oeste siguió siendo firmemente católico, en toda su extensión, mientras que el Este contenía una grande e influyente minoría arriana. Esta sólo fue la primera de una serie de divisiones religiosas que iban a hacerse constantemente más amplias e intensas, hasta que, siete siglos más tarde, las ramas occidental y oriental del cristianismo se separaron en forma permanente.
Mientras se reunía el Concilio de Nicea, Constantino reflexionaba sobre la cuestión de cuál sería la capital del Imperio.
Desde que Diocleciano convirtió el Imperio en una monarquía absoluta, la capital, en un sentido muy concreto, podía estar en cualquier parte. No era la ciudad de Roma, ni ninguna otra ciudad, la que gobernaba el Imperio, sino sólo el emperador. Por ello, la capital del Imperio era aquella donde estaba el emperador. Desde hacía más de una generación, los emperadores más importantes, Diocleciano, Galerio y Constantino, habían permanecido en el Este, principalmente en Nicomedia. El Este era la parte más fuerte, rica y vital del Imperio, y sus fronteras eran muy vulnerables en ese período, a causa de los continuos ataques de persas y godos, de modo que el emperador debía estar allí. Pero la cuestión consistía en determinar si Nicomedia era el lugar más adecuado.
Constantino estudió la cuestión y su atención fue atraída por la antigua ciudad de Bizancio. Ésta, fundada por los griegos mil años antes (657 a. C. es la fecha tradicional, o sea 96 A. U. C.), ocupaba una posición maravillosa. Estaba situada a ochenta kilómetros al oeste de Nicomedia, en la parte europea del Bósforo. Este era el angosto estrecho por el que debían pasar todos los barcos que llevaban cereales desde las grandes llanuras situadas al norte del mar Negro hasta las ricas y populosas ciudades de Grecia, Asia Menor y Siria.
Desde el momento de su fundación, Bizancio se halló a horcajadas de esta ruta comercial y, como consecuencia de ello, prosperó. Habría prosperado aún más si no hubiese sido objeto de la codicia de potencias mayores que ella. Durante todo el período de la grandeza ateniense, del 500 a. C. al 300 a. C., Atenas dependió de los embarques de cereales del mar Negro para su alimentación, de modo que luchó por la dominación de Bizancio primero con Persia, luego con Esparta y finalmente con Macedonia.
Bizancio siempre fue capaz de resistir los asedios notablemente bien porque se hallaba estratégicamente ubicada. Rodeada de agua por tres lados, no podía ser rendida por hambre mediante un asedio terrestre solamente. Si Bizancio era bien defendida, un atacante tenía que ser fuerte por tierra y mar simultáneamente para tomarla, o debía tener a su servicio, traidores dentro de la ciudad. En 339 a. C., por ejemplo, Bizancio resistió con éxito un sitio efectuado por Filipo de Macedonia, padre de Alejandro Magno. Fue uno de los pocos fracasos de Filipo.
Cuando Roma se convirtió en la potencia dominante en el Este, Bizancio entró en alianza con ella y mantuvo su posición como ciudad autónoma hasta la época del emperador Vespasiano. Éste barrió con los últimos restos de autonomía en Asia Menor, lo cual incluía a Bizancio.
Después de la muerte de Cómodo, Bizancio pasó por tiempos duros. Fue atrapada en las guerras civiles que siguieron y luchó del lado perdedor; por Níger y contra Septimio Severo. Este la sitió en 196, logró tomarla y la sometió a un salvaje saqueo del que nunca se recuperó totalmente. Había sido reconstruida y llevaba una vida vegetativa cuando los ojos de Constantino se posaron sobre ella. El la había asediado y tomado en 324, en el momento de su última guerra con Licinio, de modo que conocía bien sus potencialidades.