Pero a medida que la forma del culto se hizo más compleja y el número de feligreses aumentó, se hizo más fácil que se desarrollasen diferencias de detalle. Las diferencias en el ritual podían aparecer y, lentamente, hacerse más pronunciadas de una provincia a otra y de una iglesia a otra. Hasta dentro de una misma iglesia podía haber quienes favoreciesen un punto de vista o un tipo de conducta en vez de otra.
Para quienes no estaban sumergidos en la cuestión, las variaciones podían parecer secundarías, sin importancia y apenas dignas de algo más que un encogimiento de hombros. Mas para quienes creían que cada elemento del credo y el ritual era parte de una cadena que conducía al Cielo y que toda desviación de él implicaba la condena al Infierno, tales variaciones no podían ser secundarias. No sólo eran cuestión de vida o muerte, sino también de vida eterna o muerte eterna.
Así, las diferencias en el ritual podían conducir a una especie de guerra civil dentro de la Iglesia, hacerla pedazos y, finalmente, destruirla. El que esto no ocurriese a la larga se debió al hecho de que la Iglesia gradualmente edificó una jerarquía compleja que decidió sobre cuestiones de creencia y ritual autoritariamente desde arriba.
De este modo, las iglesias y el clero de una región fueron colocados bajo un obispo (de la palabra griega «epíscopos», que significa «supervisor»), quien tenía autoridad para decidir en puntos discutidos de la religión.
Pero, ¿qué ocurría si el obispo de una región discrepaba con el de otra? Esto podía suceder, desde luego, y con frecuencia ocurrió, pero desde fines del siglo III se generalizó la costumbre de realizar «sínodos» (de una palabra griega que significa «reunión») en los que los obispos se reunían y discutían a fondo los puntos en disputa. Creció el sentimiento de que los acuerdos alcanzados en tales sínodos debían ser defendidos por todos los obispos, para que toda la cristiandad sostuviese un solo conjunto de concepciones y siguiese un solo conjunto de pautas en el ritual.
Había sólo una Iglesia, según esta corriente de pensamiento, una Iglesia Universal o, usando la palabra griega que significa «universal», una Iglesia Católica.
Las decisiones forjadas por los obispos, pues, eran las concepciones ortodoxas de la Iglesia Católica, y todas las demás eran herejías.
En principio, todos los obispos eran iguales, pero no ocurría así en la realidad. Los grandes centros de población tenían el mayor número de cristianos y las iglesias más influyentes. Esas iglesias atraían a los hombres más capaces y, como es de suponer, los obispos de ciudades como Antioquía y Alejandría serían grandes hombres, llenos de literatura y saber, que escribían sus grandes volúmenes y dirigían facciones poderosas entre los obispos.
En verdad, hubo varias ciudades importantes en la mitad oriental del Imperio, cuyos obispos a menudo andaban a la greña unos con otros. La mitad occidental del Imperio, donde generalmente los cristianos eran menos numerosos y menos poderosos, tenía sólo un obispo importante en tiempos de Diocleciano: el obispo de Roma.
En general, el Occidente era menos culto que el Este, tenía una tradición filosófica e intelectual más débil y estaba mucho menos envuelto en las disputas religiosas de la época. Ninguno de los primeros obispos de Roma fue un autor destacado o un gran polemista. Eran hombres moderados, quienes en todas las cuestiones del momento nunca defendieron causas perdidas o concepciones minoritarias. Esto significaba que el obispo de Roma fue el único gran obispado que nunca fue manchado por la herejía. Fue ortodoxo del principio al fin.
Además, alrededor de Roma se sentía el perfume del poder mundial. Fuese Roma o no realmente el centro del gobierno, era Roma la que dominaba el mundo en la mente de los hombres, y a muchos les parecía que el obispo de Roma era el equivalente eclesiástico del emperador romano. Esto fue así tanto más cuanto que era fuerte la tradición según la cual el primer obispo de Roma había sido el mismo Pedro, el primero de los discípulos de Jesús.
Por ello, aunque el obispo de Roma, en los primeros siglos, no tenía un brillo particular en comparación con los obispos de Alejandría y Antioquía, y aun con los de ciudades como Cartago, el futuro (al menos para gran parte del mundo cristiano) era totalmente suyo.
Diocleciano, pues, al contemplar su imperio halló que su autoridad era desafiada por otra, la de la Iglesia. Esto le fastidió y, según algunas historias, fastidió a su César y sucesor, Galerio, aún más.
En 303, a instancias de Galerio, Diocleciano inició una intensa campaña contra todos los cristianos, y más contra la organización de la Iglesia (la cual era lo que Diocleciano realmente temía) que contra los creyentes individualmente. Las iglesias fueron destruidas, las cruces quebradas y los libros sagrados arrancados de los obispos y luego quemados. A veces, cuando las muchedumbres paganas se descontrolaban, se mataba a cristianos. Naturalmente, los cristianos fueron despedidos de todos los cargos, expulsados del ejército, alejados de las cortes y, en general, acosados de todas maneras.
Fue la última y la más intensa persecución física organizada de cristianos en el Imperio, pero se extendió por todo el Imperio. Constancio Cloro, el más benévolo de los cuatro gobernantes del Imperio, hizo que su parte de los dominios romanos quedase exenta de persecuciones, aunque él no era cristiano, sino un devoto del Dios-Sol.
La acción de Diocleciano de iniciar la persecución fue el último acto importante de su reinado. Estaba totalmente harto de gobernar el Imperio. Su decepcionante viaje a Roma lo amargó y deprimió, y poco después de retornar a Nicomedia cayó enfermo. Se estaba acercando a los sesenta años, había sido emperador durante veinte y ya tenía bastante. Galerio, sucesor al trono, estaba totalmente dispuesto a, y hasta ansioso de, suceder a Diocleciano, y urgió al Emperador a abdicar. En 305 (1058 A. U. C.), lo hizo. Es muy poco común en la historia del mundo que un gobernante abdique por su propia voluntad, sencillamente porque se siente viejo y cansado, pero a veces ocurre. Diocleciano es un ejemplo de ello.
El ex emperador se retiró a la ciudad de Salona, cerca de la aldea donde había nacido, y allí construyó un gran palacio donde pasó los últimos ocho años de su vida. (Más tarde, el palacio cayó en ruinas, pero cuando la ciudad de Salona fue destruida por las invasiones bárbaras, tres siglos después de Domiciano, algunos de sus habitantes se trasladaron a las ruinas del palacio y construyeron allí sus hogares. Fueron los comienzos de la ciudad de Spalatum, llamada Spalato por los italianos y Split por los yugoslavos.)
Diocleciano tenía ideas definidas sobre cómo debía funcionar la tetrarquía. Cuando abdicó, obligó a abdicar también a su colega Augusto, Maximiano, para que ambos Césares, Galeno y Constancio, ascendieran simultáneamente. El paso siguiente fue designar dos nuevos Césares.
Idealmente, debían ser nombrados dos buenos soldados experimentados, firmes, capaces y leales. Más tarde, algún día sucederían a Galerio y Constancio y designarían otros buenos Césares. Si se podía hacer que el plan de Diocleciano funcionara, nunca habría ninguna disputa sobre la sucesión y los emperadores capaces se sucederían unos a otros.
Desgraciadamente, los seres humanos son seres humanos. Los dos Augustos podían discrepar sobre la selección de los Césares y considerar más capaces a parientes suyos antes que a extraños.
En este caso particular, fue Galerio quien sucedió directamente a Diocleciano y quien gobernó sobre el Imperio Romano de Oriente. No pudo por menos de considerarse como el Emperador-en-jefe, como lo había sido Diocleciano. Por ello, Galerio nombró inmediatamente dos Césares, uno para sí mismo y otro para Constancio; no se molestó en consultar a Constancio sobre la cuestión. (Probablemente, a Galerio le disgustaba Constancio por ser «suave con los cristianos», cosa que indudablemente era. Galerio hizo que las persecuciones a los cristianos continuasen durante todo su reinado.)
Galerio eligió para sí a uno de sus sobrinos, Maximino Daia, como César y sucesor, y para Constancio designó a uno de sus propios hombres, Severo (Flavius Valerius Severus).
El hijo del viejo co-emperador Maximiano, Majencio (Marcus Aurelius Valerius Maxentius), fue dejado de lado. Majencio, indignado por haber sido pasado por alto y pensando que tenía un derecho hereditario a la corona de su padre, se hizo proclamar emperador en Roma y llamó a su padre para que asumiese nuevamente el gobierno. (El viejo Maximiano, quien disfrutaba siendo emperador y estaba amargamente resentido por haberse visto obligado a abdicar, volvió gozoso al trono.)
Pero Galerio no estaba en modo alguno gozoso. Envió a Italia a Severo con un ejército, pero fue derrotado y muerto, y Majencio mantuvo la dominación de Italia.
Tampoco a Constancio le agradaba el nuevo acuerdo. También él tenía un hijo que había sido dejado de lado. Sin duda, Constancio habría emprendido una acción similar a la de Majencio, pero estaba ocupado en una campaña contra las tribus del norte de Britania. Luego, antes de poner fin a ésta, murió en el 306 en Eboracum, donde un siglo antes había muerto Septimio Severo.
Pero antes de morir, Constancio recomendó a sus tropas a su hijo Constantino (Gaius Flavius Valerius Aurelius Claudius Constantinus), y el joven, que sólo tenía dieciocho años en ese momento, pronto fue proclamado emperador. Como emperador, podemos llamarlo Constantino I, pues iba a haber muchos Constantinos después de él.
Constantino había nacido en 288, cuando su padre era gobernador de Iliria. Su ciudad natal era Naissus, la moderna Nish, en Yugoslavia, de modo que fue otro de los grandes ilirios. Al parecer, era hijo ilegítimo, pues su madre era una pobre mesonera que había cautivado a Constancio. (Como Constancio pasó buena parte de su vida posterior en Britania, surgió el mito —cuidadosamente patrocinado por los primitivos historiadores ingleses-— de que la madre de Constancio era una princesa británica, pero esto es sin duda falso.)
Constantino pasó su juventud en la corte de Diocleciano, pues el prudente Emperador lo retuvo como una especie de rehén de la buena conducta de su padre. Cuando Diocleciano abdicó, Constantino permaneció bajo la vigilancia de Galerio, aunque en un clima de mutuas sospechas. Mientras Constancio estuviese vivo, Galerio no haría daño al joven, pues provocaría una guerra civil. Pero cuando a Constantino le llegaron noticias de que su padre estaba agonizando, comprendió que para Galerio le sería más útil muerto que vivo.
Por ello, Constantino escapó y atravesó toda Europa huyendo de la persecución de los agentes del Emperador y llegó a Britania justo a tiempo para ver a su padre antes de morir y ser aclamado emperador inmediatamente después. (Según otra versión menos dramática, Constancio reclamó a su hijo inmediatamente después de la abdicación de Diocleciano, y Galerio, con alguna reluctancia envió al joven a su padre.)
Constantino se fortaleció contra la hostilidad de Galerio buscando aliados. En 307 se casó con la hija de Maximiano, el viejo Emperador, quien pronto reconoció a su yerno como co-emperador. Ahora Galerio se enfrentó con tres amenazas en Occidente: Maximiano, su hijo Majencio y su yerno Constantino. Trató de penetrar en Italia, pero fue derrotado y rechazado.
Galerio apeló entonces a Diocleciano, en 310, y le pidió que hiciese algún arreglo. Diocleciano, por última vez, tomó las riendas del Imperio. Destituyó a Maximiano y nombró a Licinio (Valerius Licinianus Licinius) emperador de Occidente. Mantuvo en calma a Constantino, reconociéndolo como co-emperador.
Maximiano naturalmente se resistió a ser destituido por segunda vez y trató de enfrentarse con los otros. Pronto fue derrotado por Constantino, quien tenía la posición que deseaba sin Maximiano, ya no necesitaba más al viejo y, por ende, no tuvo escrúpulos en hacer ejecutar a su suegro.
Galerio murió en 311 (1064 A. U. C.) y fue sucedido por Maximino Daia, su César. Maximino Daia continuó la persecución de los cristianos y trató de consolidarse llegando a un acuerdo con Majencio, quien aún gobernaba Italia.
De este modo, la situación era propicia para una nueva guerra civil. Majencio en Italia y Maximino Daia en Asia Menor estaban frente a Constantino en la Galia y Licinio en las provincias danubianas.
Constantino invadió Italia en 312. Era la tercera vez que un ejército marchaba sobre Italia para combatir contra Majencio, pero, a diferencia de los dos primeros ejércitos, el de Constantino no fue rápidamente derrotado y expulsado. Constantino derrotó a las fuerzas de Majencio en el valle del Po y luego avanzó sobre la misma Roma. Majencio se dispuso a enfrentarlo y los dos ejércitos se encontraron en un puente del río Tíber (el Puente Milvio). Constantino trató de cruzarlo y Majencio pretendió impedírselo.
Antes de la batalla (según los posteriores historiadores cristianos), vio una cruz brillante en el cielo y, bajo ella, palabras que decían «in hoc signo vinces» («bajo este signo vencerás»). Se supone que esto alentó a Constantino, quien ordenó que se pusiera una insignia cristiana en los escudos de los soldados y luego los envió confiadamente a la batalla. Las fuerzas de Majencio fueron completamente derrotadas y el mismo Majencio halló la muerte. Constantino quedó dueño de Occidente y fue proclamado emperador por el Senado. Luego procedió a disolver definitivamente a la guardia pretoriana, con lo que llegó a su fin esta perturbadora banda que antaño había hecho y deshecho emperadores.
Se supuso que el signo de la cruz que Constantino había visto en el cielo lo llevó a convertirse al cristianismo, pero no fue así. Constantino fue durante toda su vida un político realista y, muy probablemente, lo que en verdad ocurrió fue que Constantino constituyó el primer emperador que llegó a la conclusión de que el futuro pertenecía al cristianismo. Decidió que no tenía objeto perseguir a la parte que seguramente iba a ganar. Era mejor unirse a ella, y lo hizo. Pero no se convirtió oficialmente al cristianismo hasta mucho después en su vida, cuando se persuadió de que era seguro hacerlo. (A fin de cuentas, los cristianos del Imperio siguieron siendo una minoría hasta el final mismo de su reinado.)
Constantino continuó cautelosamente rindiendo honores al Dios-Sol de su padre y no permitió que lo bautizaran hasta su lecho de muerte, para lavar sus pecados en un momento en que ya no estaba en condiciones de seguir cometiéndolos.