El Imperio Romano (20 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Historia

BOOK: El Imperio Romano
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La recuperación

Pero entonces apareció el primero de una serie de notables emperadores oriundos de Iliria que arrancaron al Imperio de las garras de la destrucción.

En 268, después de la muerte de Galieno, las tropas proclamaron emperador a Marcus Aurelius Claudius, comúnmente llamado Claudio II. De oscuro origen ilírico, había prestado eficientes servicios bajo Decio, Valeriano y Galieno, y ahora, como emperador, le llegó el turno de luchar con los bárbaros.

Los resultados fueron excelentes. Derrotó a los alamanes y los rechazó al otro lado de los Alpes. Luego viajó a Mesia, donde rechazó en reiteradas ocasiones diversas incursiones de los godos. En 269 y 270, ganó enormes victorias sobre ellos y fue llamado
Claudius Gothicus
(nombre que honraba una conquista, como en los grandes días de la República).

Fue el único emperador de este período que no sufrió una muerte violenta. Murió de una enfermedad en 270 (1023 A.U.C.), como un romano corriente. Pero antes de morir brindó un último servicio al Imperio nombrando un digno sucesor, el jefe de su caballería y compatriota ilirio, Aureliano (Lucius Domitius Aurelianus).

Aureliano halló que toda la obra de Claudio había quedado deshecha por su muerte, pues los bárbaros, aunque derrotados, supusieron que con un nuevo emperador tenían una nueva oportunidad. Hicieron nuevas incursiones hacia el Sur, y Aureliano tuvo que derrotar a los godos y los alamanes por segunda vez, para mostrarles que ahora un emperador capaz había sido sucedido por otro igualmente capaz.

Aseguradas las fronteras septentrionales, al menos de un modo transitorio, Aureliano dirigió su mirada al Este, donde Zenobia gobernaba con esplendor. Comprendió claramente que un viaje al Este podía dar origen a nuevas incursiones desde el Norte y, en 271, adoptó la desesperada medida de iniciar la construcción de una muralla fortificada alrededor de Roma, ciudad que no tenía murallas desde hacía cinco siglos. ¡Cuán claramente demostró esto hasta qué punto había decaído el Imperio!

Además, Aureliano trasladó a todos los colonos romanos de Dacia y los asentó al sur del Danubio. Habría sido inútil tratar de proteger esa expuesta provincia contra los godos. El precio de tal protección era prohibitivo y sus resultados desalentadores. Así, Dacia fue abandonada un siglo y medio después de su conquista por Trajano.

Ahora Aureliano se sintió seguro como para marcharse al Este. Entró en Asia Menor y redujo a todas las ciudades que intentaron resistir. Invadió Siria, derrotó a los palmirenses cerca de Antioquía y finalmente se apoderó de la misma Palmira. Al principio trató de imponer términos suaves, pero cuando los palmirenses se rebelaron y dieron muerte a la guarnición romana que había dejado, volvió y arrasó totalmente la ciudad en 273. La prosperidad de Palmira fue destruida para siempre, y sólo ruinas y unas pocas miserables casuchas señalan hoy su emplazamiento.

Aureliano se desplazó luego a Occidente y halló la Galia tranquila. El «emperador» galo estaba viejo y tenía sus propios problemas con los bárbaros. Con el conquistador Aureliano ya en marcha, no tenía sentido librar una batalla sin esperanzas. El «emperador» galo se rindió inmediatamente y el Oeste quedó unido nuevamente a Roma en 274 (1027 A. U. C.).

Aureliano retornó a Roma y antes de terminar el año 274 celebró un magnífico triunfo en el que Zenobia fue conducida en cadenas. Se le saludó como al «Restaurador del Mundo», y este lema («Restitutor Orbis») aparece en las monedas acuñadas ese año. No era una frase ociosa, pues Aureliano y su predecesor, Claudio II, habían rechazado a los bárbaros y recuperado el Este y el Oeste. Sólo le quedaba al infatigable Emperador dar una lección a los persas. Se dirigió al Este con tal fin, pero no fue posible cambiar los hábitos de décadas. Los soldados se rebelaban rápidamente para matar a emperadores indignos; y se rebelaron con igual rapidez para dar muerte a un emperador aguerrido. En 275 Aureliano fue asesinado por sus soldados en Tracia.

Marco Claudio Tácito, quien sucedió a Aureliano, marcó un sorprendente retroceso a una situación anterior. Era un viejo y rico noble italiano que fue nombrado (contra su voluntad) por el Senado, curiosamente. Con inesperado vigor, Tácito (quien pretendía descender del historiador, trató de ser otro Nerva. Trató de restaurar cierto poder al Senado y de hacer algunas reformas. Pero en aquellos días ningún emperador podía hacer mucho más que combatir con las tribus germánicas, y Tácito no fue una excepción. Los godos estaban nuevamente invadiendo Asia Menor, y el ejército tuvo que ser conducido contra ellos. Los godos fueron derrotados, pero Tácito murió en 276, después de un reinado de medio año. Se contó la historia habitual, de que fue muerto por sus soldados, pero era un hombre viejo y probablemente murió de muerte natural.

El general que estaba al frente de las legiones en el Este, bajo Tácito, era Marco Aurelio Probo, nacido en Panonia, provincia situada al norte de Iliria, y que había combatido eficientemente bajo Aureliano. Tan pronto como el trono estuvo vacante, los soldados lo proclamaron emperador, y siguió limpiando de godos el Asia Menor.

Pero una vez que el Este pudo respirar en paz nuevamente, cometió un error. Creyó que los hombres dispuestos a arriesgar su vida contra los godos también lo estarían a sudar un poco en trabajos pacíficos. Los canales de Egipto necesitaban ser limpiados para que la provisión de cereales del Imperio fuese adecuada,
pues
indudablemente el hambre era un enemigo tan peligroso como los bárbaros. Así, Probo puso a los soldados a limpiar los canales, pero ellos, resentidos, lo mataron en 281.

Ahora le tocó el turno a otro ilirio (el tercero), Marco Aurelio Caro, quien, como Probo, había luchado bajo Aureliano. Fue el primer emperador que juzgó completa mente innecesario hacer que el Senado aprobase su elección y le otorgase los diversos derechos asociados al cargo imperial. Sin duda, hacía largo tiempo que tal aprobación senatorial era una pura formalidad y con frecuencia había sido impuesta a un Senado muy renuente. Sin embargo, hasta entonces todos los emperadores habían pasado por ella, por muy carente de importancia que fuese. El hecho de que Caro no sintiese ninguna necesidad de hacerlo muestra cuán bajo había caído el prestigio senatorial y cuan cercanas a su extinción se hallaban las convenciones del principado de Augusto.

Caro castigó a los asesinos de su predecesor, pero no hizo intento alguno de mantener los trabajos pacíficos y benéficos. Si los soldados querían guerra, eso sería lo que les daría. Dejó a su hijo a cargo de los asuntos internos y condujo el ejército a Persia en 282, para reanudar la labor de Aureliano, que había quedado en suspenso desde la muerte de éste, siete años antes.

En Persia, Caro tuvo un éxito sorprendente. Como Trajano, despejó Armenia y Mesopotamia de enemigos y
avanzó
sobre Ctesifonte. Pero entonces también él fue muerto por los soldados, quienes al parecer no deseaban
tanta
guerra.

Aparentemente, nada podía detener el monótono ciclo. Fuesen los emperadores viejos o jóvenes, aguerridos o no, victoriosos o no, todos eran regularmente asesinados por sus hombres. Esto había ocurrido durante cincuenta años y nada parecía poder frenarlo.

Lo que se necesitaba era un hombre suficientemente enérgico y creador como para elaborar un nuevo sistema que se adaptase a los nuevos tiempos. El principado estaba agotado, y se necesitaba un nuevo Augusto que pusiese fin a otra serie de guerras civiles y modelase, una vez más, una nueva forma de gobierno.

Y otro Augusto apareció, encarnado en un cuarto emperador ilirio.

7. Diocleciano
El fin del principado

El hombre del momento era Diocles. Provenía de una familia campesina pobre y su nombre de resonancia griega obedecía, al parecer, al hecho de que había nacido (en 245) en Dioclea, una aldea de la costa ilírica. Se desempeñó bien en el ejército, bajo las órdenes de Aureliano y Probo. En el momento de la muerte de Caro, tenía casi cuarenta años y se había elevado del rango de soldado raso al de jefe de la guardia de corps imperial.

A la muerte de Caro, Diocles fue proclamado emperador por sus hombres y, como Caro, no juzgó necesario buscar la aprobación del Senado.

Su primera acción fue formar un sumarísimo consejo de guerra para juzgar al general que se suponía había planeado la muerte de Caro y luego la había ejecutado con sus propias manos. Esto puso en claro su posición con respecto al asesinato de emperadores, sobre todo ahora que lo era él. La duración media del reinado de los emperadores del medio siglo anterior (dejando de lado co-emperadores, usurpadores y aspirantes fracasados) había sido de dos años, aproximadamente, y Diocles estaba fieramente decidido a superar ese promedio.

Al subir al trono, Diocles asumió el nombre regio de Gaius Aurelius Valerius Diocletianus (más conocido en español como Diocleciano) y entró en la ciudad de Nicomedia, situada en el noroeste de Asia Menor, en 284 (1037 A. U. C.). En la medida en que pudo, Diocleciano hizo de esta ciudad su residencia, por lo que se convirtió en la capital del Imperio durante su reinado.

Eso fue el reconocimiento de un hecho importante. Italia ya no era la provincia dominante del Imperio ni Roma era la ciudad dominante. De hecho, que un emperador se estableciese en Roma como en los viejos días de Augusto o aun de Antonino Pío habría sido imprudente. La tarea del emperador era la defensa del Imperio y tenía que estar cerca de las expuestas provincias exteriores. Desde Nicomedia, Diocleciano estaba a una razonable distancia de la frontera persa, al sudeste, y de las hordas godas, al noroeste, y en Nicomedia permaneció cuando no estaba empeñado en alguna guerra.

Durante todo su reinado, Diocleciano se dedicó a una reorganización completa del Imperio.

Su primera preocupación fue la protección de la persona del emperador. Augusto podía haber desempeñado el papel de «Primer Ciudadano» y actuado como si fuese un romano común que por casualidad estaba al frente del Estado. Vivía en tiempos pacíficos y en medio de una Italia tranquila y desarmada. Pero ahora los emperadores vivían en medio de ejércitos de un Imperio en desintegración, combatiendo a los bárbaros con soldados que muy a menudo eran ellos mismos bárbaros contratados. Andar entre los soldados sencillamente como otro romano común era invitar a que le clavasen una lanza en el vientre, como lo habían demostrado dos docenas de emperadores en el medio siglo anterior.

Por ello, Diocleciano se recluyó. Hizo de sí mismo más que un
princeps
(«primer ciudadano»); se hizo un «dominus» («señor»). Introdujo todo el ceremonial de una monarquía oriental. Los hombres sólo podían acercarse cuando él los invitaba a hacerlo, y aun entonces sólo con grandes reverencias. Se adoptaron diversos rituales para que la posición y la persona del emperador apareciesen como excepcionales e inspirasen un reverente temor, y para diferenciarlas claramente de lo ordinario. Este género de ceremonial había estado apareciendo lentamente en reinados anteriores, sobre todo bajo Aureliano, pero ahora Diocleciano lo intensificó mucho.

Esto señala el fin del principado, que había durado tres siglos. Aunque Diocleciano nunca adoptó el título de rey, de hecho lo era, y el Imperio Romano se convirtió en una monarquía. El Senado aún se reunía en Roma, pero se había convertido en un mero club social.

El sistema de Diocleciano se adecuaba a su tiempo, como el de Augusto se había adecuado al suyo. Un emperador inaccesible, rodeado de una sagrada veneración y cuyos pasos medidos eran acompañados de incienso, trompetas y las reverencias de multitud de lacayos, impresionaba e intimidaba a los soldados. Tales emperadores eran difíciles de matar, pues las propias supersticiones del soldado lo refrenaban. Fue por esta razón, al menos en parte, por lo que Diocleciano logró reinar durante veintiún años, el más largo reinado desde el de Antonino Pío de un siglo y medio antes.

Más aún, aunque hubo bastantes problemas y desórdenes en los tiempos posteriores a Diocleciano, se puso fin a la costumbre de que un emperador tras otro fuese muerto por sus propias tropas, en rápida sucesión, y por cualquier capricho trivial. El Imperio levantó cabeza.

Pero levantó cabeza de una manera poco sólida. El Imperio ya no era lo que había sido antaño, en modo alguno. La destrucción provocada por la peste y las devastaciones de las invasiones bárbaras no podían ser reparadas. De hecho, el esfuerzo más firme de Diocleciano para rechazar los ataques extranjeros empeoraron las cosas en algunos aspectos. Diocleciano tuvo que mantener un ejército que era mayor en número que el de Augusto, y ello con menos recursos.

Diocleciano y sus sucesores tuvieron que mantener el abastecimiento del ejército mediante pesados impuestos. La moneda de ley había desaparecido en el siglo anterior, cuando la acuñación se derrumbó, y los impuestos eran recaudados en especie. Se hizo responsables de la recaudación a las cabezas de los municipios, quienes debían compensar cualquier déficit. Esquilmaban con dureza a la gente y ellos mismos eran esquilmados por los funcionarios del gobierno. La vida económica del Imperio quedó asfixiada. Los pequeños labradores no podían obtener lo suficiente para vivir y entraron en las grandes propiedades como siervos. No se permitió a los artesanos y los comerciantes buscar modos mejores de hacer dinero, sino que fueron obligados por ley, y bajo la amenaza de severos castigos, a seguir en sus profesiones y a permanecer en sus trabajos, necesarios para la economía pero que no les daban más que una mínima remuneración, una vez deducidos los impuestos. Ni siquiera se les permitió entrar en el ejército, que estuvo formado cada vez más por bandas de bárbaros contratados.

Hacia el final de su reinado, Diocleciano reconoció las insoportables dificultades que abrumaban a la población en general. En el famoso «Edicto de Diocleciano» de 301 (1054 A. U. C.) trató de estabilizar las cosas mediante una lista de precios máximos y salarios mínimos. Su intención era impedir que los grandes terratenientes se aprovechasen a costa de muchas vidas humanas en tiempos de escasez de alimentos, y también que se aprovechasen los trabajadores en tiempos de escasez de mano de obra. Aunque Diocleciano trató de ser muy severo y decretó la deportación y, en ciertas circunstancias, hasta la pena de muerte por el incumplimiento del edicto, su esfuerzo fue un fracaso. Nada podía detener el lento deterioro económico del Imperio.

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