Read El ídolo perdido (The Relic) Online
Authors: Douglas y Child Preston
—Ruger 38 Magnum —dijo, alzándola entre las manos—. Una gran pistola. Puede detener cualquier cosa.
—No estoy seguro de que consiga detener a lo que mató a Ippolito —repuso Cuthbert, de pie junto a la puerta del laboratorio; una figura inmóvil enmarcada en negro.
—No te preocupes, Ian. Una sola de estas balas es capaz de perforar a un elefante. La compré después de que el viejo Shorter fuera asaltado por un vagabundo. En cualquier caso, el monstruo no subirá aquí. Y si lo hace, no podrá derribar esa puerta. Es de roble macizo, de cinco centímetros de espesor.
—¿Qué me dices de ésa?
Cuthbert señaló hacia la parte posterior del despacho.
—Ésa comunica con la Sala de los Dinosaurios Cretácicos. También es de roble macizo. —Encajó la Ruger en el cinturón—. Y esos idiotas se han metido en el sótano como
lemmings.
Tendrían que haberme hecho caso. —Revolvió de nuevo en un cajón y extrajo una linterna—. Excelente. Hace años que no la utilizo.
La encendió, y surgió un tenue rayo que osciló debido al temblor de su mano.
—Yo diría que le queda poca vida a esa linterna —murmuró Cuthbert.
El director la apagó.
—Sólo la utilizaremos en caso de emergencia.
—¡Por favor! —intervino de repente Rickman—. Déjala encendida, por favor, sólo un momento. —Sentada sobre un taburete en el centro de la habitación, unía y separaba las manos frenéticamente—. ¿Qué vamos a hacer, Winston? Hemos de trazar un plan.
—Lo primero es lo primero —dijo Wright—. Necesito una copa; ése es el plan A. Tengo los nervios a flor de piel.
Se dirigió al fondo del laboratorio y enfocó un viejo archivador del que sacó una botella. Se oyó un tintineo.
—¿Ian? —preguntó Wright.
—No, gracias —contestó Cuthbert.
—¿Lavinia?
—No, no; no puedo.
Wright regresó junto a ellos y se sentó ante una mesa de trabajo. Se sirvió un vaso y lo vació en tres tragos. Volvió a llenarlo. El aroma cálido del whisky de malta inundó la habitación.
—Tómatelo con calma, Winston —advirtió Cuthbert.
—No podemos quedarnos aquí, a oscuras —protestó Rickman, nerviosa—. Debe de haber una salida en esta planta.
—Ya te he dicho que todo está sellado —replicó Wright.
—¿Y la Sala de los Dinosaurios? —preguntó la mujer, señalando la puerta posterior.
—Lavinia —dijo Wright—, la Sala de los Dinosaurios sólo dispone de una entrada pública, que está sellada por una puerta de seguridad. Estamos completamente atrapados. De todas formas, no debes preocuparte, porque lo que mató a Ippolito y los demás no nos seguirá. Acechará a la presa fácil, el grupo que vaga por el sótano. —Tomó un trago y depositó el vaso sobre la mesa—. Propongo que esperemos aquí otra media hora y después bajemos a la exposición. Si el fluido eléctrico no se ha restablecido y las puertas continúan cerradas, existe otra salida. A través de la exposición.
—Al parecer conoces toda clase de escondites —comentó Cuthbert.
—Éste era mi laboratorio. De vez en cuando me gusta bajar aquí para huir de los quebraderos de cabeza administrativos y estar cerca de mis dinosaurios. —Lanzó una risita y bebió.
—Entiendo —dijo Cuthbert con acritud.
—Parte de la exposición «Supersticiones» se alza sobre lo que era el antiguo Nicho de los Trilobites. Le dediqué un montón de horas hace muchos años. Sea como sea, detrás de un expositor de trilobites se ocultaba un pasadizo que comunicaba con el corredor Broadway. La puerta fue entablada hace años para colocar una vitrina. Estoy seguro de que cuando montaban «Supersticiones», clavaron encima un panel de madera terciada y lo pintaron. Podríamos derribarlo a patadas, hacer saltar la cerradura de un disparo en caso necesario.
—Eso parece factible —observó Rickman, más animada.
—No recuerdo haber oído mencionar una puerta semejante en la exposición —repuso Cuthbert, escéptico—. Estoy convencido de que seguridad habría conocido su existencia.
—Ya te digo que fue hace años —replicó Wright—. Fue entablada y olvidada.
Wright aprovechó el largo silencio que siguió, para servirse otra copa.
—Winston, deja de beber —reprendió Cuthbert.
Tras tomar un largo trago, el director bajó la cabeza. Sus hombros se hundieron.
—Ian —murmuró por fin—, ¿cómo ha podido suceder esto? Estamos arruinados, y tú lo sabes.
Cuthbert guardó silencio.
—No enterremos al paciente antes del diagnóstico —terció Rickman con un tono desenfadado que no lograba ocultar su desesperación—. Un buen relaciones públicas puede reparar el peor daño.
—Lavinia, no estamos hablando de unas aspirinas envenenadas —repuso Cuthbert—. Media docena de personas ha muerto, tal vez más. El jodido alcalde está atrapado en el sótano. Dentro de un par de horas, saldremos en los informativos de todo el país.
—Estamos arruinados —repitió Wright, que dejó escapar un sollozo leve y ahogado y apoyó la cabeza sobre la mesa.
—Me cago en la leche —masculló Cuthbert, cogiendo la botella y el vaso para guardarlos en el archivador.
—Todo ha terminado, ¿verdad? —gimió el director sin alzar la cabeza.
—Sí, Winston, todo ha terminado —dijo Cuthbert—. La verdad, me conformo con escapar vivo de ésta.
—Por favor, Ian, salgamos de aquí. ¡Por favor! —suplicó Rickman. —Se levantó y caminó hacia la puerta que Wright había cerrado y la abrió con facilidad—. ¡No estaba cerrada con llave! —exclamó.
—Santo Dios —dijo Cuthbert, poniéndose en pie de un salto.
Wright, con la cabeza recostada sobre la mesa, hurgó en su bolsillo y sacó una llave.
—Cierra las dos puertas —ordenó con voz apagada. Rickman introdujo la llave en la cerradura con mano trémula.
—¿En qué nos hemos equivocado?—preguntó Wright con tono quejumbroso.
—Es evidente —respondió Cuthbert—. Hace cinco años tuvimos la oportunidad de solucionar este problema.
—¿A qué te refieres? —inquirió Rickman acercándose a ellos.
—Lo sabes muy bien. Me refiero a la desaparición de Montague. Deberíamos habernos ocupado del problema entonces en lugar de aparentar que nada había ocurrido; toda aquella sangre en el sótano, cerca de las cajas de Whittlesey, la desaparición de Montague. En el fondo, ahora intuimos qué sucedió, pero tendríamos que haber investigado el asunto entonces. ¿Te acuerdas, Winston? Estábamos sentados en tu despacho cuando Ippolito nos comunicó la noticia. Ordenaste que limpiaran el suelo y se olvidara el incidente. Nos lavamos las manos y confiamos en que el asesino de Montague, fuera lo que fuera, se hubiera marchado.
—¡No había pruebas de que alguien hubiera sido asesinado! —bramó Wright, levantando por fin la cabeza—. ¡Ninguna prueba de que fuera Montague! Podía haberse tratado de un perro perdido, o algo por el estilo. ¿Cómo podíamos saberlo?
—No lo sabíamos, pero habríamos podido averiguarlo si hubieras permitido que Ippolito informara a la policía de aquella carnicería. Y tú, Lavinia… Si no recuerdo mal, te mostraste de acuerdo en que bastaba con limpiar toda aquella sangre.
—No había ninguna necesidad de provocar un escándalo, Ian. Sabes muy bien que aquella sangre podía pertenecer a cualquier cosa —objetó Rickman—. Ian, fuiste tú quien insistió en trasladar aquellas cajas, quien estaba preocupado por si la exposición suscitaba preguntas sobre la expedición Whittlesey, quien robó el diario y me pidió que lo guardara hasta que la exposición hubiera concluido. El diario no encajaba con tus teorías, ¿verdad?
El subdirector resopló.
—Qué poco sabes. Julian Whittlesey era amigo mío; al menos lo había sido. Discutimos por un artículo que publicó y nunca nos reconciliamos. En cualquier caso, ya es demasiado tarde para eso. No quería que el diario saliera a la luz. Sus teorías eran ridículas. —Miró fijamente a la directora de relaciones públicas—. Yo sólo trataba, Lavinia, de proteger a un colega que se había vuelto un poco chiflado. No encubrí un asesinato. ¿Y qué me dices de los avistamientos? Winston, tú recibiste varios informes hace un año de gente que había visto u oído cosas extrañas a altas horas de la noche. Nunca hiciste nada al respecto, ¿verdad?
—¿Qué podía hacer? ¿Quién lo habría creído? Eran informes absurdos, ridículos…
—¿Podemos cambiar de tema, por favor? —exclamó Rickman—. No puedo permanecer aquí, en la oscuridad. ¿Y si escapamos por las ventanas? Tal vez tenderán una red para que saltemos…
—Imposible —atajó Wright. Exhaló un profundo suspiro y se frotó los ojos—. Esas barras son de acero, de varios centímetros de grosor. —Paseó la vista por el laboratorio— ¿Dónde está el whisky?
—Ya has bebido bastante —replicó Cuthbert.
—Tú y tu maldita moral anglicana. —Se puso en pie con un esfuerzo y se dirigió al archivador con paso vacilante.
En la escalera, D'Agosta escudriñó la figura borrosa de Bailey.
—Gracias.
—Usted manda.
El grupo de invitados, acurrucado unos peldaños más abajo, los esperaba, entre resuellos y sollozos. D'Agosta se volvió hacia ellos.
—Muy bien —susurró—. Hemos de actuar con rapidez. En el siguiente rellano hay una puerta que comunica con el sótano. Entraremos y nos reuniremos con otra gente que conoce una salida. ¿Todo el mundo lo ha entendido?
—Lo hemos entendido —contestó una voz que D'Agosta reconoció como la del alcalde.
—Bien —asintió el teniente—. Muy bien, vámonos. Yo iré delante con la linterna. Bailey, cubra la retaguardia. Infórmeme si ve algo.
El grupo descendió poco a poco. Al llegar al rellano, D'Agosta esperó hasta que Bailey le indicó por señas que podía continuar. Agarró el tirador.
No se movió.
D'Agosta lo accionó de nuevo, con más fuerza. No hubo suerte.
—¿Qué…? —Acercó la linterna al pomo—. Mierda —murmuró—. Que todo el mundo permanezca en su sitio, en el mayor silencio posible —dijo en voz más alta—. Subiré para hablar con el agente de la retaguardia. —Volvió sobre sus pasos—. Escuche, Bailey —susurró—, no podemos entrar en el sótano. Algunas de las balas que disparamos rebotaron en la puerta, y la jamba se ha ido al carajo. Es imposible abrirla sin una palanca.
Distinguió que las pupilas de Bailey se dilataban.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó el sargento—. ¿Regresar arriba?
—Déjeme pensar un momento. ¿De cuánta munición dispone? Me quedan seis balas en la pistola reglamentaria.
—No lo sé. Quince, dieciséis balas, tal vez.
—Maldita sea. No creo… —Se interrumpió súbitamente, apagó la linterna y aguzó el oído en la envolvente oscuridad. Un leve movimiento de aire transportó un hedor impío.
Bailey hincó una rodilla en el suelo y apuntó el fusil hacia arriba. D'Agosta se volvió hacia el grupo que aguardaba abajo.
—Bajen todos al siguiente rellano —masculló—. ¡Deprisa!
Tras una serie de murmullos, alguien protestó:
—¡No podemos bajar ahí! ¡Quedaremos atrapados bajo tierra!
La respuesta del teniente fue ahogada por un disparo de fusil.
—¡La Bestia del Museo! —exclamó una voz, y el grupo comenzó a descender por la escalera.
—¡Bailey! —llamó D'Agosta, ensordecido por la denotación—. ¡Sígame, Bailey!
D'Agosta bajó de espaldas, empuñando la pistola con una mano al tiempo que con la otra tanteaba la pared. Notó que la superficie se convertía en piedra húmeda a medida que descendía hacia el sótano. Miró hacia arriba y vio que la silueta borrosa de Bailey lo seguía, jadeando y mascullando maldiciones. Después de lo que se le antojó una eternidad, el teniente pisó el rellano del subsótano. De pronto el sargento tropezó con él.
—Bailey, ¿qué coño era? —susurró.
—No lo sé. Primero percibí ese espantoso olor y luego creí distinguir dos ojos rojos en la oscuridad. Disparé.
D'Agosta dirigió el haz de la linterna hacia arriba. La luz sólo reveló sombras y piedra amarilla, toscamente labrada. El olor persistía. Enfocó el grupo de invitados y contó a toda prisa; treinta y ocho, incluidos Bailey y él.
—Muy bien —murmuró—. Nos hallamos en el subsótano. Me adelantaré, y ustedes me seguirán cuando haga una señal.
Se volvió e iluminó la puerta. «Joder, esto es como la Torre de Londres», pensó. La puerta metálica ennegrecida estaba reforzada con barras de hierro horizontales. Cuando la abrió, un aire frío, húmedo y mohoso penetró en la escalera. El teniente echó a andar y, al oír un chapoteo de agua, retrocedió y bajó la luz.
—Escuchen —dijo—, corre agua por aquí; unos siete u ocho centímetros de profundidad. Entren de uno en uno, deprisa pero con cuidado. Hay dos peldaños al otro lado de la puerta. Bailey, ocupe la retaguardia. Y cierre la puerta al salir, por el amor de Dios.
Pendergast contó las balas restantes, las guardó en el bolsillo y miró a Frock.
—Fascinante, la verdad. Un gran trabajo de deducción por su parte. Lamento haber dudado de usted, profesor.
Éste restó importancia a sus disculpas con un movimiento de la mano.
—¿Cómo podía usted saberlo? Además, fue Margo quien descubrió el eslabón más importante. Si no hubiera analizado esas fibras de embalaje, nunca lo habríamos averiguado.
El agente cabeceó en dirección a Margo, que se había sentado sobre una gran caja de madera.
—Un trabajo brillante —elogió—. Podríamos contratarla para el laboratorio criminológico de Baton Rouge.
—Suponiendo que yo permitiera que se marchara —replicó Frock—. Y suponiendo que salgamos vivos de aquí, cosa que dudo.
—Y suponiendo que yo accediera a abandonar el museo —añadió Margo, sorprendida de sus propias palabras.
Pendergast se volvió hacia ella.
—Me consta que conoce el comportamiento de ese monstruo mejor que yo. De todos modos, ¿cree que su plan funcionará?
Margo respiró hondo y asintió.
—Si el Extrapolador está en lo cierto, la bestia caza por el olfato más que por la vista. Y si su necesidad de la planta es tan fuerte como sospechamos… —Hizo una pausa y se encogió de hombros—. Es la única forma.
Pendergast permaneció inmóvil un momento.
—Si así conseguimos salvar las vidas de las personas atrapadas abajo, vale la pena intentarlo. —Sacó la radio—. ¿D'Agosta? —llamó, mientras sintonizaba el canal—. D'Agosta, soy Pendergast, ¿Me recibe?
La radio emitió un chirrido.
—Aquí D'Agosta.
—D'Agosta, ¿cuál es la situación?
—Nos topamos con el monstruo. Entró en la sala, mató a Ippolito y un invitado herido. Bajamos por la escalera, pero la puerta que comunica con el sótano está atascada. No hemos tenido más remedio que dirigirnos al subsótano.