El ídolo perdido (The Relic) (41 page)

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Authors: Douglas y Child Preston

BOOK: El ídolo perdido (The Relic)
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—Entiendo —dijo Pendergast—. Muy inquietante. «Quien esté decidido a luchar, que luche, porque ha llegado el momento.»

—Ah —asintió el profesor—. Alceo.

El agente negó con la cabeza.

—Anacreonte, doctor. ¿Vamos?

54

Smithback sostenía la linterna, cuyo haz parecía incapaz de penetrar la palpable oscuridad. D'Agosta, más adelantado, empuñaba la pistola. El agua negra fluía como un torrente por el interminable túnel y desaparecía en las tinieblas. O estaban descendiendo, o el agua estaba subiendo. Smithback sentía que le empujaba los muslos.

Observó el rostro de D'Agosta, sombrío y tenso, manchado por la sangre de Bailey.

—No puedo seguir —gimió alguien tras ellos.

El periodista oyó que la voz del alcalde (una voz de político), tranquilizadora, serena, decía lo que todo el mundo deseaba oír. Una vez más, pareció funcionar. Smithback echó un vistazo al desalentado grupo, formado por mujeres delgadas, bien vestidas, y enjoyadas; ejecutivos de edad madura ataviados con esmoquin, y
yuppies
de bancos y firmas legales. Ya conocía a todos e incluso les había adjudicado nombres y ocupaciones. Y ahí estaban, reducidos al mínimo común denominador, vagando en la oscuridad del túnel, cubiertos de fango, perseguidos por una bestia salvaje.

A pesar de la inquietud, el escritor aún conservaba la capacidad de raciocinio. Al principio había experimentado un momento de puro terror cuando comprendió que los rumores acerca de la Bestia del Museo eran ciertos En aquellos momentos, sin embargo, cansado y mojado, le preocupaba más morir sin poder escribir el libro que el hecho de morir a secas. Se preguntó si aquello significaba que era valiente, ambicioso o un completo imbécil. En cualquier caso, sabía que la aventura que estaba viviendo le proporcionaría una fortuna; fiesta de presentación en Le Cirque, entrevistas en
Good Morning America, Today Show, Donahue
y
Ophra.

Nadie podía escribir la historia como él, que se había visto envuelto en los hechos. Y había actuado como un héroe. Él, William Smithback Jr., había sostenido la luz contra el monstruo cuando D'Agosta se alejó para saltar a tiros el candado. A él, Smithback, se le había ocurrido la idea de utilizar la linterna para asegurar la puerta. Se había convertido en la mano derecha del teniente.

—Enfoque arriba, hacia la izquierda. —D'Agosta interrumpió sus pensamientos.

El periodista obedeció. Nada.

—Creí ver algo moverse en la oscuridad —musitó el policía—. Supongo que se trataba de una sombra.

«Dios —pensó Smithback—, ojalá el teniente viva para disfrutar de su éxito.»

—¿Son imaginaciones mías, o el agua es cada vez más profunda? —preguntó.

—Es cada vez más profunda y más rápida —contestó D'Agosta—. Pendergast no indicó qué camino debíamos tomar desde aquí.

—¿No lo dijo?

Smithback sintió que sus tripas se licuaban.

—Debí haber contactado con él después de la segunda bifurcación —admitió D'Agosta—. Perdí la radio antes de llegar a la puerta.

Smithback notó el embate del agua contra sus piernas. Se oyó un grito y un chapoteo.

—No pasa nada —tranquilizó el alcalde cuando Smithback apuntó la linterna hacia atrás—. Alguien se ha caído. La corriente es cada vez más fuerte.

—No podemos decirles que nos hemos perdido —murmuró el periodista a D'Agosta.

Margo abrió la puerta de la zona de seguridad, echó un rápido vistazo al interior y cabeceó en dirección a Pendergast. Éste pasó, arrastrando el fardo.

—Enciérrelo en la cámara con las cajas de Whittlesey —indicó Frock—. Es preciso que la bestia permanezca dentro el tiempo suficiente para que podamos cerrar la puerta.

Margo abrió la cámara mientras Pendergast trazaba en el suelo un complicado dibujo con el hato. Lo introdujeron en el interior de la cámara y cerraron con llave la puerta.

—Rápido —apremió Margo—. Al otro lado del pasillo.

Dejaron abierta la puerta de la zona de seguridad y cruzaron el pasillo hasta la sala donde se almacenaban los huesos de elefante. Un viejo trozo de cartón cubría la ventanilla de la puerta, que Margo abrió con la llave de Frock. Pendergast empujó al profesor hacia el interior. La mujer bajó al mínimo la potencia de la linterna, la colocó sobre un saliente situado sobre la puerta y apuntó el delgado rayo hacia la zona de seguridad. Por último, practicó con una pluma un diminuto agujero en el cartón y, tras lanzar un último vistazo al corredor, entró.

La sala era grande, mal ventilada y llena de huesos de elefante. La mayoría de los esqueletos estaban desmontados, y los enormes huesos se amontonaban en las estanterías, como leña apilada. Un esqueleto montado se erguía en una esquina lejana, como jaula oscura con dos colmillos curvos que brillaban a la débil luz.

El agente cerró la puerta y apagó la luz del casco de minero.

Margo miró por el agujero del cartón y obtuvo una clara visión del pasillo y la puerta abierta de la zona de seguridad.

—Eche un vistazo —sugirió a Pendergast, apartándose hacia un lado.

El agente obedeció.

—Excelente —dijo al cabo de un momento—. Es un escondite perfecto, mientras las pilas de la linterna aguanten. —Se alejó de la puerta—. ¿Cómo se acordó de esta habitación? —preguntó con curiosidad.

Margo dejó escapar una tímida carcajada.

—Recordé que, cuando nos condujo hasta aquí el miércoles, vi el letrero «Pachydermae» y me pregunté cómo podían meter un cráneo de elefante por una puerta tan pequeña. —Avanzó unos pasos—. Yo vigilaré por la mirilla. Esté preparado para salir corriendo y encerrar a la criatura en la zona de seguridad.

Frock carraspeó en la oscuridad.

—Señor Pendergast.

—¿Sí?

—Perdone la pregunta, pero ¿tiene mucha experiencia con esa arma?

—De hecho —contestó el agente—, antes de que mi esposa falleciera, todos los inviernos solíamos pasar varias semanas en la parte oriental de África para practicar la caza mayor. Mi mujer era una cazadora insaciable.

—Ah —dijo Frock. Margo detectó alivio en su voz—. Resultará difícil matar a esa bestia, pero no imposible. No sé gran cosa de caza, pero es posible que trabajando juntos cobremos la pieza.

Pendergast asintió.

—Por desgracia, estoy en desventaja con este revólver. Es potente, pero nada comparado con un rifle Nitro Express 375. Me ayudaría mucho si pudiera precisar dónde es más vulnerable esa bestia.

—A juzgar por los datos del Extrapolador, hemos de suponer que sus huesos son muy fuertes —explicó Frock—. Como ya ha descubierto, no la matará con un disparo en la cabeza. Un tiro frontal probablemente sería rechazado por los huesos y la poderosa musculatura del torso y nunca alcanzaría el corazón, a menos que la bala penetrara por el costado, por detrás de la extremidad delantera. De todos modos, es posible que las costillas conformen una especie de jaula de acero. Ahora que lo pienso, no creo que las partes vitales de la bestia sean muy vulnerables. Un disparo en el estómago acabaría matándola, pero no antes de que se vengara.

—Un pobre consuelo —observó Pendergast.

Frock se removió en la oscuridad, inquieto.

—Estamos en un aprieto.

Hubo un momento de silencio.

—Tal vez aún existe un modo —dijo Pendergast por fin.

—¿Sí? —preguntó Frock, ansioso.

—En una ocasión, hace años, mi mujer y yo estábamos cazando antílopes en Tanzania. Habíamos decidido ir solos, sin porteadores, y nuestras únicas armas eran rifles 30-30. Estábamos resguardados en una zona umbrosa, cerca de un río, cuando un búfalo cargó contra nosotros. Por lo visto, un cazador furtivo lo había herido días antes. Los búfalos son como mulas; nunca olvidan que han sido atacados, y un hombre con un arma se parece mucho a cualquier otro.

Margo, sentada a la tenue luz, a la espera de la llegada de un ente de pesadilla, escuchando a Pendergast narrar una historia de cacerías con su habitual estilo parsimonioso, experimentó una sensación de irrealidad.

—Por lo general, cuando se cazan búfalos —explicaba el agente—, se procura disparar a la cabeza, justo debajo de los cuernos, o al corazón. En este caso, el 30-30 era de un calibre insuficiente. Mi mujer, que era mucho mejor tiradora que yo, utilizó la única táctica que un cazador puede emplear en esa situación. Se arrodilló y disparó al animal para derribarlo.

—¿Para derribarlo?

—No se trata de tirar a matar, sino de detener la locomoción delantera. Se apunta a las patas delanteras, las cuartillas, las rodillas. Se destruyen todos los huesos posibles, hasta que el animal ya no puede avanzar.

—Entiendo —dijo Frock.

—Este método entraña un problema.

—¿Cuál?

—Hay que ser un consumado tirador —respondió Pendergast—. La colocación es esencial. Es preciso guardar la calma, contener la respiración, disparar entre dos latidos de corazón…, plantar cara a la bestia que carga contra ti. Cada uno tuvo tiempo de disparar cuatro veces. Yo cometí el error de apuntar al pecho y realicé dos tiros directos antes de comprender que las balas se habían alojado en el músculo. Después apunté a las patas. Fallé un disparo, y el otro lo rozó, sin romper el hueso. —Meneó la cabeza—. Una mediocre actuación, me temo.

—¿Qué ocurrió? —preguntó el doctor.

—Mi mujer consiguió tres impactos directos de cuatro tiros. Astilló las cañas y quebró la parte superior de la pata delantera. El búfalo se derrumbó a pocos metros de donde nos hallábamos. Aún estaba vivo, pero no podía moverse. De modo que yo «pagué el seguro», como dicen los cazadores profesionales.

—Ojalá su mujer estuviera aquí—dijo Frock.

Pendergast permaneció callado unos instantes.

—A mí también me gustaría —dijo por fin.

El silencio regresó a la habitación.

—Muy bien —dijo Frock—. Comprendo el problema. La bestia posee algunas cualidades poco usuales que usted debería conocer si se propone… derribarla. Primero, es muy probable que los cuartos traseros estén cubiertos de placas óseas o escamas. Dudo de que consiga penetrarlas con las balas. Cubren como una armadura las partes superior e inferior de la pata, hasta los huesos metatarsianos, según mis cálculos.

—Entiendo.

—Tendrá que disparar bajo, apuntar a la primera o segunda falange.

—Los huesos más bajos de la pata.

—Sí. Equivaldrían a las cuartillas de un caballo. Apunte justo debajo de la articulación inferior, que supongo será vulnerable.

—Es un disparo difícil —comentó Pendergast—, virtualmente imposible si el monstruo viene de frente.

Se produjo un breve silencio. Margo continuó vigilando por la mirilla.

—Creo que las extremidades anteriores de la bestia son más sensibles —dijo Frock—. El Extrapolador las describió como menos robustas. Los metacarpos y carpos deberían ser vulnerables a un tiro directo.

—La parte delantera de la rodilla y la parte inferior de la pata —dijo Pendergast, asintiendo—. Resultará complicado. ¿Qué zonas debería acertar para conseguir inmovilizar a la bestia?

—Es difícil de precisar. Me temo que las dos patas delanteras y una trasera, como mínimo. Aun así, podría avanzar a rastras. —Frock tosió—. ¿Puede hacerlo?

—Para tener una posibilidad, necesitaría como mínimo cuarenta y cinco metros de distancia respecto al monstruo. Lo ideal sería disparar antes de que se diera cuenta de lo que pasa. Eso disminuiría su velocidad.

Frock reflexionó unos momentos.

—En el museo hay varios corredores largos y rectos, de unos treinta o cuarenta metros. Por desgracia, la mayoría está ahora dividida por esas malditas puertas de seguridad. Creo que queda al menos un pasillo no obstruido en el módulo dos, en la primera planta, sección 18, pasada la esquina de la sala de ordenadores.

El agente asintió.

—Me acordaré —dijo—. En caso de que este plan falle.

—¡Oigo algo! —anunció Margo. Enmudecieron. Pendergast se acercó a la puerta—. Una sombra acaba de cruzar la luz que hay al final del pasillo —murmuró.

Siguió otro largo silencio. Margo oyó un suave clic cuando Pendergast retiró el seguro del revólver.

—Está aquí —murmuró Margo—. Lo veo. —Una pausa—. Oh, Dios mío.

—¡Apártate de la puerta! —le susurró al oído Pendergast.

La joven retrocedió, sin atreverse apenas a respirar.

—¿Qué está haciendo? —preguntó.

—Se ha detenido ante la puerta de la zona de seguridad —contestó Pendergast en voz baja—. Entró un momento y después salió a toda prisa. Está mirando alrededor y olfateando el aire.

—¿Qué aspecto tiene? —preguntó Frock con un tono de urgencia.

Pendergast vaciló antes de contestar.

—Esta vez lo veo con más claridad. Es grande, macizo. Espere, se vuelve hacia aquí… Dios santo, es una visión horripilante, es… Cara aplastada, ojillos rojos, vello fino en la parte superior del cuerpo. Como la estatuilla. Esperen… Esperen un momento… Viene hacia aquí.

Margo reparó de repente en que había retrocedido hasta la pared del fondo. Un resoplido se oyó al otro lado de la puerta. Y enseguida el olor fétido inundó la habitación. Margo se deslizó hasta el suelo en la oscuridad. La luz que penetraba por la mirilla del cartón parpadeaba como una estrella. La linterna de Pendergast apenas alumbraba. «La luz de las estrellas…» Una vocecilla intentaba hablar en la mente de Margo.

Súbitamente una sombra cayó sobre la mirilla, y todo se tornó negro.

Un golpe suave contra la puerta hizo crujir la madera vieja. El pomo osciló con un ruido metálico. Oyeron el sonido de un cuerpo pesado que se movía en el pasillo y un chasquido cuando el monstruo aplicó su peso sobre la puerta.

Por fin, la vocecilla se hizo audible en la mente de Margo.

—¡Pendergast, encienda el casco de minero! —exclamó—. ¡Enfoque a la bestia!

—¿Por qué?

—Es nocturna, ¿recuerda? No soportará la luz.

—¡Absolutamente correcto! —confirmó Frock.

—¡Atrás! —ordenó Pendergast.

Margo oyó un suave clic, e inmediatamente el brillo de la luz del casco la cegó. Cuando recobró la visión, observó que Pendergast, con una rodilla hincada en el suelo, apuntaba el revólver hacia la puerta, cuyo centro quedaba iluminado.

Tras otro chasquido, la puerta se combó hacia dentro. Pendergast se mantuvo inmóvil, empuñando el arma.

Se oyó otro tremendo crujido y la puerta se rompió en pedazos y quedó colgada de los goznes doblados. Margo se pegó aún más a la pared, al tiempo que Frock lanzaba un grito de asombro, estupefacción y miedo. La bestia, una silueta monstruosa a la luz brillante, estaba acuclillada en el umbral. Con un repentino rugido gutural, meneó la cabeza y retrocedió.

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