Read El ídolo perdido (The Relic) Online
Authors: Douglas y Child Preston
Pendergast permaneció inmóvil.
—No, pero tendrá que bastar. Vamos, señorita Green, ocupemos nuestros puestos.
La atmósfera era casi irrespirable en la unidad de mando móvil. Coffey se desabrochó la camisa y se aflojó la corbata con un brusco tirón. La humedad debía de ser del 110 por ciento. No había visto un aguacero semejante en veinte años. Los desagües burbujeaban como géiseres, el agua llegaba hasta los tapacubos de los vehículos de emergencia.
La puerta trasera se abrió y apareció un hombre vestido con el uniforme del SWAT.
—¿Señor?
—¿Qué quiere?
—Los hombres preguntan cuándo entraremos.
—¿Cuándo entrarán? —repitió Coffey, irritado—. ¿Han perdido el juicio? Seis de sus hombres han sido asesinados ahí dentro, convertidos en hamburguesas.
—Pero, señor, aún queda gente atrapada en el edificio. Quizá podríamos…
Coffey miró al hombre con ojos destellantes.
—¿No lo ha comprendido? No podemos entrar ahí a saco. Enviamos a unos hombres ignorando a qué nos enfrentábamos. Hemos de restablecer la corriente eléctrica, reparar los sistemas antes de…
Un policía asomó la cabeza por la puerta de la furgoneta.
—Señor, acabamos de recibir un informe sobre un cadáver que flota en el río Hudson. Fue visto en la dársena. Parece que fue expulsado por uno de los desagües.
—¿A quién le importa una mierda…?
—Señor, se trata de una mujer vestida con traje de noche, y ha sido identificada como una de las personas desaparecidas de la fiesta.
—¿Qué? —Coffey estaba confuso. No era posible—. ¿Alguien del grupo del alcalde?
—Una de las personas atrapadas en el interior. Las únicas mujeres que permanecen desaparecidas bajaron al sótano hace dos horas.
—¿Con el alcalde?
—Creo que sí, señor.
Coffey sintió que su vejiga se aflojaba. No podía ser cierto.
Aquellos cabrones, Pendergast y D'Agosta, tenían la culpa de todo. Le habían desobedecido, habían condenado a muerte a aquellas personas. El alcalde, muerto. Le cortarían los huevos por aquello.
—¿Señor?
—Lárguese —susurró el agente—. Lárguense los dos.
La puerta se cerró.
—Aquí García. ¿Alguien me recibe? —La radio chirrió.
Coffey giró en redondo.
—¡García! ¿Qué ocurre?
—Nada, señor, excepto que aún no hay luz. Tom Allen está aquí. Quiere hablar con usted.
—Pásemelo.
—Soy Allen. Aquí estamos un poco preocupados, señor Coffey. No podemos hacer nada hasta que se restablezca la electricidad. Las baterías del transmisor de García empiezan a fallar, y lo hemos desconectado para ahorrar energía. Queremos que nos saque de aquí.
Coffey soltó una estridente carcajada. Los agentes sentados ante las consolas intercambiaron una mirada de inquietud.
—¿Quieren que los saque de ahí? Escuche, Allen, ustedes, los grandes genios, son los culpables de este lío. Juró y perjuró que el sistema funcionaría, que había unidades de emergencia. De modo que arréglenselas solitos. El alcalde ha muerto, y ya he perdido a más hombres de los que… ¿Oiga?
—Soy García otra vez. Señor, esto está negro como boca de lobo, y sólo disponemos de dos linternas. ¿Qué ha sucedido con el comando del SWAT que enviaron al interior?
—Están muertos, García. ¿Me oye? ¡Muertos! Sus tripas cuelgan como guirnaldas de Navidad. Y todo por culpa de Pendergast y D'Agosta, por culpa del cabrón de Allen y también por su culpa, probablemente. Aquí fuera, algunos hombres intentan restablecer la corriente eléctrica. Afirman que pueden conseguirlo, que es cuestión de horas. ¿Entendido? Pienso acabar con esa maldita cosa, a mi manera, y a su debido tiempo. De manera que aguántense. No permitiré que mueran más hombres por salvar sus miserables culos.
Alguien llamó a la puerta.
—Adelante —ladró Coffey, mientras desconectaba la radio.
Un agente entró y se acuclilló a su lado. El resplandor de los monitores iluminó su rostro.
—Señor, acabo de enterarme de que el teniente de alcalde viene hacia aquí. Y la oficina del gobernador está al teléfono. Piden un informe de la situación actual.
Coffey cerró los ojos.
Smithback alzó la vista hacia la escalerilla. El oxidado inferior se hallaba a más de un metro sobre su cabeza. Tal vez habría podido alcanzarlo de un salto de no haber sido por el agua, que ya le cubría hasta el pecho.
—¿Ve algo ahí arriba? —preguntó el teniente.
—Nada —contestó—. Esta luz es débil. No sé hasta dónde sube.
—Pues apague la linterna —dijo D'Agosta con brusquedad—. Déjeme pensar un momento.
Siguió un largo silencio. El agua continuaba ascendiendo con rapidez. Otros treinta centímetros, y todos flotarían corriente abajo. Irritado, Smithback sacudió la cabeza, cómo para desechar aquella idea.
—¿De dónde coño sale toda esta agua? —gimió.
—El subsótano fue edificado bajo las capas freáticas del río Hudson —contestó D'Agosta—. Se filtra agua siempre que llueve mucho.
—Pues claro que se filtra… Hasta es posible que se inunde —jadeó el periodista—. Estarán construyendo arcas ahí fuera.
—A la mierda todo —dijo una voz—. Que alguien suba sobre mis hombros. Subiremos uno por uno.
—¡Olvídelo! —replicó D'Agosta—. Está demasiado alto para eso.
Smithback tosió y carraspeó.
—¡Tengo una idea! —exclamó.
Se hizo el silencio.
—Escuche, esa escalera de acero parece muy fuerte —explicó el escritor—. Si atamos nuestros cinturones y los enlazamos alrededor de ella, podemos aguardar a que el agua ascienda lo bastante para cogernos al peldaño inferior.
—¡No puedo esperar tanto! —exclamó alguien.
D'Agosta traspasó al joven con la mirada.
—Smithback, es la peor idea que he oído en mi vida. Además, la mitad de los hombres llevan tirantes.
—He observado que usted lleva cinturón —replicó Smithback.
—Claro que sí. ¿Por qué cree que el agua subirá lo suficiente para permitirnos asir el peldaño?
—Mire ahí arriba —dijo Smithback, enfocando la linterna hacia el final de la escalerilla—. ¿Ve esa franja más clara? A mí me parece una señal de altitud máxima del agua. En el pasado, al menos una vez, el agua llegó hasta ahí. Si esta tormenta es la mitad de fuerte de lo que usted piensa, no tardará en alcanzar esa marca.
D'Agosta meneó la cabeza.
—Bien, continúo opinando que es una locura —dijo—, pero supongo que es mejor que esperar de brazos cruzados. ¡A ver, los hombres de ahí atrás! ¡Los cinturones! ¡Pásenmelos!
Una vez se los hubieron entregado, el teniente ató las hebillas con los extremos, empezando por la más ancha. Después los tendió a Smithback, que los colocó sobre sus hombros. Volteó sobre su cabeza el extremo más pesado, afianzó los pies lo mejor que pudo y, echándose hacia atrás, lo arrojó hacia el peldaño inferior. Los tres metros y medio de cuero cayeron al agua tras fallar por unos centímetros. Lo intentó de nuevo y volvió a errar.
—Déme eso —dijo D'Agosta—. Deje que un hombre haga un trabajo de hombre.
—Y una mierda —replicó el periodista.
Retrocedió peligrosamente y probó de nuevo. En esta ocasión se agachó cuando la pesada hebilla descendió oscilando, introdujo el otro extremo por ella y tiró de la improvisada cuerda enganchada al peldaño inferior.
—Muy bien —dijo el teniente—. Ahora todos nos cogeremos de los brazos. No se suelten. Cuando el agua suba, nos elevará hasta la escalerilla. Ascenderemos por grupos. Espero que la hijaputa aguante —murmuró, dirigiendo una mirada escéptica hacia los cinturones anudados.
—Y que el agua suba lo suficiente —añadió Smithback.
—Si no lo hace, se enterará usted de lo que vale un peine.
El escritor se volvió para replicar, pero decidió ahorrar aliento. La corriente continuaba ascendiendo, y Smithback notó una presión, lenta pero inexorable, desde abajo, cuando sus pies comenzaron a alejarse del pulido suelo de piedra.
García observaba cómo el charco de luz que proyectaba la linterna de Allen se desplazaba poco a poco sobre una hilera de controles apagados, para luego describir el mismo arco al revés. Nesbitt, el guardia encargado de vigilarlos, se hallaba ante el escritorio manchado de café que había en mitad del mando de seguridad. A su lado estaban sentados Waters y el programador larguirucho de la sala de ordenadores. Habían llamado a la puerta del mando de seguridad diez minutos antes, y los otros tres hombres se habían llevado un susto de muerte. El programador, sentado en la oscuridad, se mordisqueaba los padrastros y resollaba. Waters había dejado la pistola reglamentaria sobre la mesa y la hacía girar nerviosamente.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó de repente, deteniendo el movimiento del arma.
—¿Qué ha sido qué? —preguntó García con indiferencia.
—Creí oír un ruido en el pasillo hace un momento —respondió Waters, y tragó saliva—. Unos pasos.
—Siempre estás oyendo ruidos, Waters. Por eso estamos encerrados aquí —recriminó García.
Se produjo un breve e incómodo silencio.
—¿Estás seguro de que has entendido bien a Coffey? —inquirió Waters—. Si esa cosa destruyó al comando del SWAT, no le costará nada acabar con nosotros.
—No pienses en eso —aconsejó García—. Y deja de hablar del tema. Ocurrió tres pisos más abajo.
—No puedo creer que Coffey deje que nos pudramos aquí…
—Waters, o cierras el pico, o te largas a la sala de ordenadores.
Waters calló.
—Llama otra vez a Coffey —dijo Allen a García—. Hemos de salir de aquí ahora mismo.
García negó con la cabeza.
—No servirá de nada. Me dio la impresión de que había bebido cinco cervezas de golpe. Tal vez la presión le ha afectado demasiado. Permaneceremos encerrados aquí hasta que todo termine.
—¿Quién es su jefe? —preguntó Allen—. Dame la radio.
—Ni hablar. Las baterías de emergencia están casi agotadas.
Allen empezó a protestar, pero se interrumpió de repente.
—Huelo algo —dijo.
García se incorporó.
—Yo también.
Cogió el fusil lentamente, como alguien atrapado en una pesadilla.
—¡Es la bestia asesina! —exclamó Waters.
Todos los hombres se pusieron en pie al instante, y las sillas cayeron hacia atrás con estrépito. Alguien tropezó con el escritorio y lanzó una maldición. De inmediato, un monitor cayó al suelo. García aferró la radio.
—¡Coffey! ¡Está aquí!
Se oyó un arañazo y el pomo de la puerta comenzó a vibrar. García notó que una oleada de calor descendía por sus piernas y comprendió que su vejiga se había aflojado. De pronto, la puerta se combó hacia adentro y la madera se astilló por obra de un impacto salvaje. En la oscuridad, alguien empezó a rezar.
—¿Ha oído eso? —susurró Pendergast.
Margo iluminó el pasillo con la linterna.
—Sí, he oído algo.
Escucharon el ruido de madera al astillarse procedente del otro lado de la esquina.
—¡Está rompiendo una puerta! —murmuró el agente—. Hemos de atraer su atención. ¡Eh! —exclamó.
Margo le agarró del brazo.
—No diga nada que no quiera que comprenda —musitó.
—Señorita Green, no es momento de bromas —replicó él—. Seguro que no entiende el inglés.
—No lo sé. Es arriesgado confiar tan sólo en los datos del Extrapolador, pero esa cosa tiene un cerebro muy desarrollado. Es posible que haya vivido en el museo durante años, escuchando desde lugares oscuros. Tal vez entienda ciertas palabras. No podemos correr el riesgo.
—Como quiera —susurró Pendergast—. ¿Dónde estás? —llamó en voz alta—. ¿Me oyes?
—¡Sí! —vociferó Margo—. ¡Me he perdido! ¡Socorro! ¿Alguien nos oye?
El hombre bajó la voz:
—Tiene que habernos oído. Ahora sólo nos resta esperar. —Dobló una rodilla y apuntó el 45 con la mano derecha, apoyando la muñeca sobre la izquierda—. Continúe enfocando hacia la esquina y mueva la linterna de un lado a otro, como si se hubiera perdido. Cuando yo vea al monstruo, le daré la señal. Entonces, encienda el casco de minero y, pase lo que pase, no aparte la luz de la bestia. Si está irritada, si ahora sólo busca venganza, tendremos que utilizar todos los medios a nuestro alcance para disminuir su velocidad. Sólo disponemos de treinta metros de corredor para matarla. Si puede avanzar tan rápido como usted afirma, será capaz de recorrer esa distancia en un par de segundos. No puede vacilar, y refrene el pánico.
—Un par de segundos —musitó Margo—. Comprendido.
García, arrodillado frente a la hilera de monitores, con la culata del fusil apoyada contra la mejilla, apuntaba el cañón hacia la oscuridad. El perfil de la puerta apenas era visible. Detrás de él se erguía Waters, en posición de combate.
—Cuando entre, dispara, y no pares —indicó García—. Sólo me quedan ocho balas. Intentaré espaciar los tiros para que puedas cargar al menos una vez antes de que nos alcance. Y apaga esa linterna. ¿Pretendes delatar nuestra posición?
Allen, el programador y el guardia habían retrocedido hasta la pared del fondo, donde se habían acurrucado bajo los controles de la red de seguridad del museo.
Waters estaba temblando.
—Se cargó a un comando del SWAT —dijo con voz quebrada.
Se produjo otro crujido, y la puerta chirrió cuando los goznes saltaron. Waters chilló, se levantó de un salto y se refugió en las tinieblas, dejando la pistola en el suelo.
—¡Waters, cobarde, vuelve aquí!
García oyó el ruido de hueso al chocar contra metal cuando Waters cayó bajo los escritorios y se golpeó la cabeza.
—¡No permitas que me coja! —exclamó.
García se obligó a volverse hacia la puerta. Intentó enderezar el fusil. El hedor nauseabundo de la bestia le impregnaba las fosas nasales, mientras la puerta se estremecía bajo el peso de otro potente impacto. No quería ver lo que estaba a punto de entrar por la fuerza en la habitación. Maldijo y se secó la frente con el dorso de la mano. A excepción de los sollozos de Waters, el silencio era total.
Margo alumbraba el pasillo, tratando de imitar los movimientos fortuitos de alguien que intenta orientarse. La luz recorría las paredes y el suelo, iluminaba las vitrinas. La joven respiraba de forma entrecortada, y su corazón martilleaba.
—¡Socorro! —vociferaba de vez en cuando—. ¡Nos hemos perdido!
Detectó una ronquera sobrenatural en su voz.