Read El ídolo perdido (The Relic) Online
Authors: Douglas y Child Preston
D'Agosta frunció el entrecejo, desvió la vista y cogió de nuevo la garra.
—He conseguido lo que deseaba, y he enriquecido a mi agente —explicó el periodista.
—Y a ti también —rezongó D'Agosta, haciendo ademán de arrojar la garra contra el escritor.
Éste carraspeó melodramáticamente.
—He decidido donar la mitad de los derechos de autor a un fondo en memoria del agente John Bailey. A beneficio de su familia. —El policía se volvió hacia él.
—Piérdete —masculló.
—No, de veras. Cederé la mitad de los derechos de autor, después de que me hayan entregado el adelante, por supuesto —se apresuró a añadir.
D'Agosta avanzó hacia el joven y se detuvo de repente.
—Cuenta con mi colaboración —murmuró, con la mandíbula tensa.
—Gracias, teniente. Creo que la necesitaré.
—Es capitán desde ayer —corrigió Pendergast.
—¿Capitán D'Agosta? —preguntó Margo—. ¿Le han ascendido?
El hombre asintió.
—No podría proponer a un tío mejor, me dijo el jefe. —Apuntó un dedo hacia el escritor—. Quiero leer lo que cuentes sobre mí antes de que se imprima, Smithback.
—Espera un momento— Los periodistas nos regimos por una ética…
—¡Chorradas! —atajó D' Agosta.
Margo se volvió hacia Pendergast.
—Sospecho que será una colaboración de lo más emocionante —susurró. El agente asintió.
Se oyó un tamborileo sobre la puerta, y la cabeza de Greg Kawakita asomó por ella.
—Oh, lo siento, doctor Frock. Su secretaria no me informó de que estaba ocupado. Repasaremos los resultados más tarde.
—¡Tonterías! —exclamó Frock—. Entra, Gregory. Señor Pendergast, capitán D'Agosta, les presento a Gregory Kawakita, el creador del programa de extrapolación que nos ha permitido obtener un perfil tan preciso de la bestia.
—Le estoy muy agradecido —dijo Pendergast—. Sin ese programa, ninguno de nosotros estaría hoy aquí.
—Muchas gracias, pero el programa surgió del cerebro del doctor Frock —explicó Kawakita, con la vista clavada en el pastel—. Yo me limité a ensamblar las piezas. Además, hay muchas cosas que el Extrapolador no indicó, como por ejemplo que tenía los ojos en la parte delantera de la cara.
—Caramba, Greg, el éxito te ha vuelto humilde —comentó Smithback—. En cualquier caso —agregó, dirigiéndose a Pendergast—, he de formularle algunas preguntas. Este champán no es gratis, se lo aseguro. —Miró al hombre del FBI con ojos expectantes—. ¿De quién eran los cadáveres que descubrimos en la madriguera?
El agente se encogió de hombros.
—Supongo que nada me impide responderle, pero no podrá publicar lo que le diga hasta que reciba la comunicación oficial. Por el momento se han identificado cinco de los ocho cadáveres. Dos eran de vagabundos que se refugiaron en el sótano antiguo, supongo que para protegerse del frío una noche de invierno. Otro era de un turista extranjero cuyo nombre constaba en la lista de personas desaparecidas de la Interpol. Otro, como ya sabe, era George Moriarty, el ayudante de conservador que estaba a las órdenes de Ian Cuthbert.
—Pobre George —susurró Margo, que había evitado pensar en los últimos momentos de Moriarty, su lucha final contra la bestia. Morir de aquella manera, para luego ser colgado como una res…
Pendergast esperó un momento antes de proseguir.
—El quinto cadáver ha sido identificado provisionalmente a partir de la dentadura como un hombre llamado Montague, un empleado del museo desaparecido hace varios años.
—¡Montague! —exclamó Frock—. De modo que la historia era cierta.
—Sí —confirmó el agente—. Al parecer algunos miembros de la administración del museo, Wright, Rickman, Cuthbert y tal vez Ippolito, sospechaban que había algo escondido en el museo. Cuando encontraron una enorme cantidad de sangre en el sótano antiguo, ordenaron que la limpiaran sin avisar a la policía. Como la desaparición de Montague coincidió con ese descubrimiento, el grupo no hizo nada para arrojar luz sobre el incidente. Tenían motivos para creer que la bestia estaba relacionada con la expedición Whittlesey, por lo que decidieron trasladar las cajas. Cometieron una imprudencia, pues el traslado precipitó los asesinatos.
—Tiene razón, por supuesto —dijo Frock, desplazándose en la silla hacia el escritorio—. Sabemos que el ser era muy inteligente. Comprendió que, si se descubría su presencia en el museo, correría peligro. Presumo que reprimió su naturaleza feroz como medio de supervivencia. Cuando llegó al museo, estaba desesperado, tal vez en un estado de furia desatada, y mató a Montague al ver que manipulaba los objetos y las plantas. Después optó por actuar con gran cautela. Como conocía el paradero de las cajas, contaba con una provisión de plantas, al menos hasta que se agotaran. Las consumía lentamente, pues las hormonas de las plantas estaban muy concentradas. Además, añadía un complemento a su dieta de vez en cuando; ratas que vivían en el subsótano, gatos escapados del Departamento de Conducta Animal… e incluso un par de veces seres humanos desafortunados que se aventuraron a internarse en lugares secretos del museo. Siempre tomaba la precaución de ocultar sus matanzas, y pasaron varios años sin que fuera detectado. —Se removió un poco y la silla de ruedas crujió.
»Después, cuando trasladaron las cajas y las encerraron con llave en la zona de seguridad, la bestia experimentó primero hambre, luego desesperación. Quizá se despertaron en él instintos asesinos contra los seres que le habían privado de sus plantas, seres que podían constituir un sustituto, aunque pobre, de lo que le habían arrebatado. La desazón aumentó, y la bestia comenzó a matar y matar. —Frock se enjugó la frente con un pañuelo—. Sin embargo, no perdió toda su capacidad de raciocinio.
»¿Recuerdan cómo escondió el cuerpo del policía en la exposición? A pesar de su sed de sangre, de su ansia por conseguir las plantas, tuvo la lucidez de comprender que los asesinatos atraían hacia él una atención indeseable. Tal vez había planeado llevar el cadáver de Beauregard a su guarida. Quizá no pudo hacerlo, pues la exposición estaba muy alejada de sus dominios, de modo que escondió el cadáver. Al fin y al cabo, el hipotálamo era su objetivo primordial: el resto sólo era comida.
Margo se estremeció.
—Me he preguntado más de una vez por qué la criatura se arriesgó a presentarse en la exposición —dijo Pendergast.
Frock levantó el dedo índice.
—Yo también. Creo adivinar el motivo. Recuerde, señor Pendergast, qué más había en la exposición.
El agente asintió.
—Claro. La estatuilla de Mbwun.
—Exacto —confirmó el científico—. La estatuilla representaba a la bestia, constituía el único vínculo del ser con el hogar que había perdido para siempre.
—Parece que ha meditado mucho sobre el asunto —intervino Smithback—. Por cierto, si Wright y Cuthbert conocían la existencia de esa cosa, ¿por qué sospechaban que estaba relacionada con la expedición Whittlesey?
—Creo que puedo contestar a eso —dijo Pendergast—. Sabían, desde luego, la causa del retraso del barco que transportó las cajas desde Belem a Nueva Orleans…, del mismo modo que usted lo averiguó, señor Smithback.
El periodista se puso nervioso.
—Bueno, yo…
—También habían leído el diario de Whittlesey, y conocían las leyendas tan bien como cualquiera. Después, cuando Montague, la persona designada para ocuparse de las cajas, desapareció y un charco de sangre fue descubierto cerca de donde se almacenaban las cajas… bien, no hacía falta ser un genio para sumar dos y dos. Además —agregó, con expresión sombría—, Cuthbert me confirmó que así ocurrió; en la medida de sus posibilidades, por supuesto.
Frock asintió.
—Pagaron un precio terrible. Winston y Lavinia muertos, Ian Cuthbert ingresado en un psiquiátrico… Es espantoso.
—Cierto —intervino Kawakita—. Por otro lado, no es ningún secreto que todo lo sucedido le convierte a usted en el candidato a director del museo con más posibilidades.
«Sólo él podría pensar en eso», reflexionó Margo. Frock meneó la cabeza.
—Dudo de que me ofrezcan el cargo, Gregory. En cuanto todo se tranquilice, la razón prevalecerá. Soy un personaje demasiado controvertido. Además, no me interesa la dirección. Tengo demasiado material nuevo aquí y no deseo retrasar aún más mi próximo libro.
—Lo que el doctor Wright y los demás ignoraban —continuó Pendergast—, de hecho algo que ninguno de los presentes sabe, es que las muertes no empezaron en Nueva Orleans. Se produjo un asesinato muy parecido en Belem, en el almacén donde se guardaban las cajas para ser embarcadas. Lo averigüé cuando investigaba los crímenes cometidos a bordo del barco.
—Debió de ser la primera parada de la bestia camino de Nueva York —dijo Smithback—. Creo que el círculo de la historia se cierra. —Condujo al agente hacia el sofá—. Ahora, señor Pendergast, supongo que también se ha solucionado el misterio de la suerte de Whittlesey.
—El ser lo mató; eso parece seguro —contestó el agente—. Diga, ¿no le importa si me sirve un trozo de ese pastel…?
El periodista apoyó la mano en su brazo.
—¿Cómo lo sabe?
—¿Que mató a Whittlesey? Encontramos un recuerdo en su cubil.
—¿Sí?
Smithback sacó la grabadora.
—Guarde eso en el bolsillo, señor Smithback, se lo ruego. Sí, era algo que, al parecer, Whittlesey llevaba alrededor del cuello. Un medallón en forma de doble flecha.
—¡Estaba grabado en su diario!
—¡Y en la cabecera de la nota que envió a Montague! —añadió Margo.
—Por lo visto, era el timbre familiar de Whittlesey. Lo descubrimos en la guarida; un trozo, cuando menos. Nunca averiguaremos por qué la bestia lo trajo desde el Amazonas, pero así fue.
—También hallamos otros objetos —intervino D'Agosta, mientras masticaba un trozo de pastel— y un montón de vainas de Maxwell. Ese ser era un coleccionista consumado.
—¿Cómo qué? —preguntó Margo, encaminándose hacia una de las ventanas.
—Cosas que nunca adivinaría. Un juego de llaves de coche, un montón de monedas y fichas de metro, e incluso un precioso reloj de cadena de oro. Localizamos al tipo cuyo nombre aparecía grabado en el reloj, y afirmó que lo había perdido hacía tres años; se lo habían robado en una visita al museo. —D'Agosta se encogió de hombros—. Tal vez el carterista es uno de los cadáveres no identificados. O quizá no lo encontraremos nunca.
—La bestia lo tenía colgado por la cadena de un clavo fijo a una pared de su guarida —dijo Pendergast—. Le gustaban las cosas bonitas; otra señal de inteligencia, supongo.
—¿Todo lo había cogido del interior del museo? —inquirió Smithback.
—Sí, por lo que sabemos —respondió Pendergast—. No existen pruebas de que la criatura pudiera, o quisiera, salir del museo.
—¿No? Entonces ¿qué me dice de esa salida hacia la que usted guiaba a D'Agosta? —preguntó el periodista.
—Él la descubrió —se limitó a contestar el agente—. Ustedes tuvieron mucha suerte.
Smithback se volvió hacia D'Agosta para formular otra pregunta, oportunidad que Pendergast aprovechó para servirse un trozo de pastel.
—Ha sido muy amable por su parte ofrecerme esta fiesta, doctor Frock —agradeció cuando se reunió con los demás.
—Nos salvó la vida. Pensé que un pastelito sería una forma de desearle
bon voyage.
—En tal caso, me temo que mi presencia en esta fiesta es injustificada —replicó Pendergast.
—¿Por qué? —preguntó el profesor.
—Es posible que no abandone Nueva York de manera permanente. La dirección de la oficina de Nueva York ha quedado vacante.
—¿Quiere decir que no ofrecerán el cargo a Coffey? —Smithback sonrió.
Pendergast negó con la cabeza.
—Pobre señor Coffey. Espero que lo pase bien en la oficina de Waco. En cualquier caso el alcalde, que se ha convertido en un gran admirador del capitán D'Agosta piensa que cuento con grandes posibilidades.
—¡Felicidades! —exclamó Frock.
—Aún no es seguro —repuso Pendergast—. Tampoco sé si quiero quedarme aquí, aunque la ciudad tiene sus encantos.
Se levantó y caminó hacia la ventana desde donde Margo contemplaba el río Hudson y las colinas verdes de las Palisades.
—¿Y qué planes tienes tú, Margo? —preguntó.
Ella, se volvió.
—He decidido permanecer en el museo hasta que termine la tesina.
Frock rió.
—La verdad es que me he negado a que se marche.
Margo sonrió.
—De hecho, he recibido una oferta de Columbia para trabajar como profesora ayudante el año que viene. Columbia fue el alma máter de mi padre. De modo que he de apresurarme a concluirla.
—¡Espléndida noticia! —exclamó Smithback—. Lo celebraremos esta noche después de cenar.
—¿Una cena? ¿Esta noche?
—Café des Artistes, a las siete en punto —anunció—. Escucha, has de venir. Soy un autor mundialmente famoso, o no tardaré en serlo. Este champán empieza a calentarse.
El joven cogió la botella, y todos se arremolinaron alrededor de él mientras Frock sacaba copas. Smithback apuntó la botella hacia el techo y disparó el corcho con un «pop» muy satisfactorio.
—¿Por qué brindamos? —preguntó D'Agosta cuando las copas estuvieron llenas.
—Por mi libro —propuso Smithback.
—Por el agente especial Pendergast, para que llegue a casa sano y salvo —sugirió Frock.
—A la memoria de George Moriarty —murmuró Margo.
—Por George Moriarty.
Se hizo el silencio.
—Que Dios nos bendiga a todos —entonó Smithback. Margo le propinó un puñetazo en broma.
Long Island City, seis semanas después
El conejo dio un respingo cuando la aguja se hundió en su anca. Kawakita vio que sangre oscura llenaba la jeringa.
Introdujo con delicadeza el conejo en la jaula y después vertió el líquido en tres tubos de ensayo que depositó en el tambor de la centrifugadora, cuya tapa cerró. Bajó el interruptor y oyó cómo el zumbido se convertía paulatinamente en una especie de gimoteo a medida que la fuerza de rotación separaba los componentes de la sangre.
Se sentó en la silla de madera y dejó vagar la mirada. La oficina estaba polvorienta, y la luz era escasa, pero Kawakita lo prefería así. Sería absurdo llamar la atención.
Le había resultado muy difícil encontrar el lugar adecuado, reunir el equipo e incluso pagar el alquiler; era increíble lo que pedían por los almacenes ruinosos de Queens. Lo que más le había costado conseguir había sido el ordenador. En lugar de comprar uno, había logrado conectar mediante las líneas largas del teléfono con el ordenador principal de la Facultad de Medicina Solokov; un sitio relativamente seguro desde donde dirigir su Programa de Extrapolación Genética.