El ídolo perdido (The Relic) (46 page)

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Authors: Douglas y Child Preston

BOOK: El ídolo perdido (The Relic)
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No se oía nada al otro lado de la esquina. La bestia estaba alerta.

—¿Hola? —llamó con un gran esfuerzo de voluntad—. ¿Hay alguien ahí?

La voz resonó y murió en el pasillo. Escudriñó la oscuridad para captar el menor movimiento.

Una forma oscura comenzó a definirse en la distancia, tan lejos que la linterna apenas la iluminaba. El movimiento cesó. Daba la impresión de que la silueta tenía la cabeza erguida. Percibieron un extraño sonido líquido.

—Aún no —susurró Pendergast.

La cosa se acercó más al recodo. Su resuello sonó con mayor claridad, y de inmediato el hedor invadió el corredor.

La bestia avanzó otro paso.

—Aún no —repitió el agente.

La mano de García temblaba con tal violencia que a duras penas consiguió oprimir el botón de transmisión.

—¡Coffey! —murmuró—. ¡Coffey, por el amor de Dios! ¿Me recibe?

—Aquí el agente Slade, del puesto de mando avanzado. ¿Quién habla, por favor?

—Aquí mando de seguridad —balbuceó García—. ¿Dónde está Coffey? ¿Dónde está Coffey?

—El agente especial Coffey se encuentra indispuesto. En este momento, yo dirijo la operación, hasta la llegada del director regional. ¿Cuál es su situación?

—¿Cuál es nuestra situación? —García lanzó una carcajada entrecortada—. Nuestra situación es… bien jodida. Está en la puerta, a punto de entrar. Le suplico que envíe un equipo de rescate.

—¡Hostia! —masculló Slade—. ¿Por qué no me informaron? —García oyó voces apagadas—. ¿Tiene un arma, García?

—¿De qué me sirve el fusil? —susurró, reprimiendo el llanto—. Tienen que traer un jodido bazuka. Ayúdennos, por favor.

—García, estamos intentando poner un poco de orden. Aquí reina el caos. Resistan un momento. Ese animal no puede atravesar la puerta del mando de seguridad, ¿verdad? Será de metal, supongo.

—¡Es de madera, Slade! ¡Una jodida puerta de madera! —masculló García mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.

—¿De madera? ¿Qué clase de lugar es éste? Escuche, García; aunque enviáramos a alguien, tardarían veinte minutos en llegar.

—Por favor…

—Tendrán que arreglárselas como puedan. No sé a qué se enfrenta. García, pero serénese. Acudiremos lo antes posible. Mantenga la calma y apunte…

Desesperado, García se dejó caer al suelo, y su dedo resbaló del botón. No había esperanza; todos eran hombres muertos.

60

Smithback aferró el cinturón y se acercó unos centímetros más al grupo. El agua ascendía a mayor velocidad que antes, observó. Se producían oleadas cada pocos minutos, y aunque la corriente no parecía más fuerte, el rugido al final del túnel, resultaba ensordecedor. Los mayores, los más débiles y los peores nadadores se hallaban detrás del periodista, agarrados a la cuerda formada por cinturones. Detrás se apiñaban los demás, chapoteando en el agua con desesperación. Todo el mundo guardaba silencio. Ya no quedaban energías para llorar, gemir o hablar. Smithback levantó la vista, sesenta centímetros más, y conseguiría asir el peldaño.

—Debe de ser la madre de todas las tormentas —comentó D'Agosta, que, situado junto a Smithback, sostenía a una anciana—. Ha deslucido la inauguración —añadió antes de soltar una débil carcajada.

El joven se limitó a mirar hacia arriba y encendió la linterna. Cuarenta y cinco centímetros más.

—Smithback, basta ya de encender y apagar la luz, por favor —espetó el teniente, irritado—. Yo le indicaré cuándo debe mirar.

Smithback notó que otra oleada le empujaba contra las paredes de ladrillo del túnel. Surgieron algunas exclamaciones entrecortadas del grupo, pero nadie se soltó. Si la cuerda cedía, todos se ahogarían en menos de medio minuto. El escritor procuró no pensar en ello.

Con voz temblorosa pero decidida, el alcalde comenzó a narrar una historia protagonizada por varios personajes bien conocidos del ayuntamiento. Smithback, pese a olfatear una primicia, se adormecía poco a poco; un claro síntoma de hipotermia, según recordó.

—De acuerdo, Smithback, eche un vistazo a la escalerilla.

La voz áspera de D'Agosta le sacó de su sopor.

Dirigió el haz de luz hacia arriba. En los últimos quince minutos, el agua había ascendido otros treinta centímetros, y el extremo de la escalerilla ya casi se hallaba a su alcance. El periodista emitió un suspiro de satisfacción y liberó más cuerda.

—Haremos lo siguiente —dijo D'Agosta—. Usted subirá primero. Yo ayudaré a los demás y seré el último en salir. ¿Entendido?

—Entendido —repitió Smithback, al borde de la inconsciencia.

El teniente tensó la cuerda improvisada, agarró al joven por la cintura y lo empujó hacia arriba. El escritor tendió la mano y asió el peldaño inferior mientras con la otra iluminaba la escalerilla.

—Déme la linterna —pidió D'Agosta.

Smithback se la entregó y agarró el peldaño con la otra mano. Se izó un poco y volvió a bajar cuando los músculos de los brazos y la espalda se estremecieron espasmódicamente. Respiró hondo, se elevó de nuevo y alcanzó el segundo escalón.

—Cójase al peldaño —indicó D'Agosta a alguien.

Smithback se apoyó contra la escalerilla, falto de aliento. A continuación miró hacia arriba, agarró el tercer peldaño, luego el cuarto y tanteó con los pies para afianzarlos sobre el primero.

—¡Procure no pisar a nadie! —advirtió D'Agosta.

Notó que una mano guiaba su pie hasta descansarlo sobre el escalón inferior. La estabilidad se le antojó algo celestial. Se inclinó un poco para ayudar a la anciana que lo seguía. Después, con la sensación de haber recuperado las fuerzas, reanudó el ascenso.

La escalerilla acababa en la boca de una ancha tubería situada en el punto en que se unían la bóveda del techo y la pared del túnel. Se desplazó hacia la tubería con cautela y procedió a reptar en la oscuridad. Un olor pútrido asaltó su olfato al instante. «Una cloaca», pensó. Tras detenerse unos segundos, continuó avanzando.

La tubería terminó y desembocó en la negrura. Smithback movió los pies hasta que encontraron un suelo de tierra, firme y duro, a unos treinta centímetros de la boca de la tubería. Apenas dio crédito a su suerte; había llegado a una cámara de envergadura desconocida, suspendida entre el sótano y el subsótano. Algún palimpsesto arquitectónico, probablemente, un espacio abierto en una de las numerosas reconstrucciones sufridas por el museo y luego olvidado. Avanzó lentamente, arrastrando los pies sobre la negrura del suelo. El hedor que le envolvía era abominable, pero por fortuna no era el olor de la bestia. Cosas secas (¿ramitas?) crujían bajo sus zapatos. A su espalda se oían gruñidos y el ruido que hacían los demás al gatear por la tubería. La débil luz de la linterna que D'Agosta sostenía en el subsótano no penetraba las tinieblas.

Dio media vuelta, se arrodilló junto a la boca de la tubería y ayudó a salir a los miembros del grupo. Les indicó que se situaran a un lado y no se aventuraran demasiado lejos en la oscuridad. Obedientes, sus compañeros se pegaron a la pared. Unos se apoyaron con cautela contra ella, otros se desplomaron, víctimas del agotamiento. Sólo se oía el rumor de las respiraciones entrecortadas.

Por fin la voz de D'Agosta surgió de la tubería:

—Joder, ¿qué es este olor? La maldita linterna se ha agotado, de modo que la arrojé al agua. Muy bien, señores —dijo, poniéndose en pie—. Vamos a contar.

El sonido de agua al caer sobresaltó a Smithback, hasta que advirtió que lo producía el teniente al escurrir su chaqueta empapada.

Uno tras otro, los miembros del grupo pronunciaron su nombre con voz cansada.

—Bien —dijo D'Agosta—. Ahora, vamos a ver dónde estamos. Tal vez convenga buscar un terreno más elevado, si el agua continúa subiendo.

—En cualquier caso, me gustaría encontrar un terreno más elevado —repuso una voz desde la oscuridad—. Este olor es insoportable.

—Sin luz resultará difícil —replicó el periodista—. Tendremos que avanzar en fila india.

—Yo tengo un encendedor —anunció una voz—. Comprobaré si aún funciona.

—Con cuidado —advirtió otra persona—. En mi opinión, huele a metano.

Smithback se encogió cuando una llama amarillenta iluminó la cámara.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó alguien. La cámara se sumió de nuevo en las tinieblas cuando la mano que sujetaba el encendedor se agitó…, pero no antes de que Smithback vislumbrara la aterradora imagen de lo que les rodeaba.

Margo deslizó despacio el haz de la linterna por el pasillo, procurando no enfocar a la bestia, que los observaba acuclillada en la esquina.

—Aún no —murmuró Pendergast—. Espere a que salga del todo.

La bestia continuó inmóvil durante lo que pareció una eternidad, silenciosa y petrificada como una gárgola. Margo vio que sus ojillos rojos se mantenían alerta en la oscuridad y desaparecían cuando el monstruo parpadeaba para reaparecer de nuevo.

La bestia avanzó un paso y luego se detuvo una vez más, con su poderoso cuerpo en tensión. Al cabo de unos segundos se encaminó hacia ellos con un trote extraño y aterrador.

—¡Ahora! —exclamó Pendergast. Margo accionó la luz del casco, y el pasillo quedó iluminado de repente. Casi al instante sonó una detonación ensordecedora, cuando Pendergast disparó el revólver. El ser se paró. La joven observó que forzaba la vista, sacudiendo la cabeza hacia la luz en señal de desagrado. A continuación se agachó para lamerse el anca, donde la bala había penetrado. Margo sintió que su mente huía de la realidad; la cabeza pálida y gacha, horriblemente alargada, la franja blanca sobre los ojos, causada por la bala anterior de Pendergast, los poderosos cuartos delanteros, que, cubiertos de espeso pelaje, terminaban en largas y crueles garras; los cuartos traseros, más bajos, de piel arrugada que descendía hacia patas de cinco garras. Manchas de sangre aparecían incrustadas en su pelaje y brillaban en las escamas de los cuartos traseros.

¡Bang! La pata delantera derecha de la bestia salió lanzada hacia atrás, y Margo oyó un terrible rugido de rabia. El animal giró para hacerles frente y saltó hacia adelante mientras regueros de saliva manaban de sus fauces.

¡Bang! El agente erró el tiro, y la bestia continuó acercándose con terrorífica determinación.

¡Bang! Como en una película a cámara lenta, Margo vio que la pata posterior izquierda saltaba hacia atrás. Tras tambalearse un instante, el monstruo recuperó el equilibrio y, emitiendo un aullido, avanzó hacia ellos con el pelo erizado.

¡Bang! El ser no disminuyó su velocidad, y Margo comprendió en aquel momento que su plan había fracasado, que sólo quedaba tiempo para un disparo más y que no había forma de detener el galope de la bestia.

—¡Pendergast!

Retrocedió dando tumbos, mientras la luz del casco oscilaba enloquecidamente, con el único deseo de huir de aquellos ojos rojos, clavados en los suyos con una espeluznante mezcla de rabia, lujuria y triunfo.

García, sentado en el suelo, alerta, se preguntaba si la voz que había oído era real, si había alguien allí fuera, atrapado en la misma pesadilla, o si su conmocionado cerebro le había jugado una mala pasada.

De repente, un estruendo retumbó en el pasillo. Después, otro y otro más.

Se obligó a ponerse en pie. No podía ser cierto.

—¿Has oído eso? —preguntó una voz a su espalda. Entonces el sonido se repitió dos veces más. Tras un breve silencio, se oyó de nuevo.

—¡Juro por Dios que alguien está disparando en el pasillo! —exclamó García.

Se produjo un largo y espantoso silencio.

—Ha parado —susurró García.

—¿Lo habrán matado? ¿Lo habrán matado? —gimoteó Waters.

En medio del tenso silencio, García aferró el fusil, resbaladizo a causa del sudor. Había oído cinco o seis disparos. Y el monstruo había aniquilado a un comando del SWAT armado hasta los dientes.

—¿Lo habrán matado? —insistió Waters.

García se concentró en escuchar, pero no oyó nada en el pasillo. Eso era lo peor de todo: el breve renacimiento de sus esperanzas, y luego la repentina decepción.

Se oyó un ruido metálico en la puerta.

—No —murmuró García—. Ha vuelto.

61

—¡Páseme el encendedor! —bramó D'Agosta.

Al vislumbrar el súbito destello, Smithback se cubrió los ojos instintivamente.

—La leche… —oyó gruñir al teniente.

El periodista se sobresaltó al notar que algo le aferraba el hombro y le obligaba a ponerse en pie.

—Escuche, Smithback —le susurró al oído el policía—, no me falle ahora. Necesito que me ayude a mantener serena a esta gente.

Smithback sintió náuseas cuando abrió los ojos. El suelo estaba cubierto de huesos de todos los tamaños, rotos y quebradizos algunos, otros con cartílago aún adherido.

—No eran ramitas —repetía el joven una y otra vez—. No, no; no eran ramitas.

La llama destelló de nuevo, y D'Agosta la protegió con la mano.

Al tenue resplandor, Smithback paseó la vista alrededor, enloquecido. Lo que había apartado a un lado de una patada eran los restos de una perra, una
terrier,
a juzgar por su aspecto; ojos vidriosos, pelaje claro, pequeñas tetillas marrones que descendían en filas ordenadas hasta el vientre desgarrado. Más cuerpos yacían diseminados por el suelo: gatos, ratas y otras bestias tan destrozadas o muertas hacía tanto tiempo que resultaba imposible identificarlas. Detrás de él, alguien chillaba sin cesar.

La luz se apagó y volvió a centellear más lejos, porque D'Agosta había avanzado.

—Venga conmigo, Smithback —llamó—. Que todo el mundo mire al frente. Vamos.

Mientras caminaba con cautela, evitando bajar la mirada, vio algo con el rabillo del ojo. Volvió la cabeza hacia la pared que se alzaba a su derecha. Una tubería o conducto que en otro tiempo había colgado a lo largo de la pared a la altura de su hombro se había desplomado, y sus restos aparecían en el suelo, semienterrados bajo las osamentas. Los pesados soportes metálicos de la tubería continuaban clavados al muro, y se proyectaban hacia afuera como púas. Diversos cuerpos humanos pendían de ellos; daba la impresión de que sus formas se balanceaban a la débil luz. Smithback captó, pero no asimiló de inmediato, que todos los cadáveres habían sido decapitados. Esparcidos por el suelo, a lo largo de la pared, descansaban pequeños bultos destrozados que debían ser las cabezas.

Apartó la vista, pero no antes de que su cerebro procesara el horror final; en la muñeca carnosa del cuerpo más próximo había un reloj extravagante en forma de reloj de sol. Pertenecía a Moriarty.

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