Read El ídolo perdido (The Relic) Online
Authors: Douglas y Child Preston
La radio chirrió otra vez y enmudeció.
—¡Pound! —llamó D'Agosta—. ¿Cuántas bajas hay?
—Hemos encontrado un hombre vivo; por poco no lo cuenta —contestó Pound, agachado junto a una forma inerte—. Los demás murieron aplastados; tal vez un par a causa de un infarto.
—Atienda al superviviente —indicó D'Agosta.
La radio zumbó.
—¿Teniente D'Agosta? —dijo una voz ronca—. Soy García, desde el mando de seguridad, señor. Tenemos…
Un pitido se impuso sobre la voz.
—¿García? ¡García! ¿Qué pasa? —exclamó el teniente D'Agosta.
—Lo siento, señor, las pilas de este transmisor están agotándose. Pendergast se ha puesto en contacto con nosotros. Se lo paso.
El teniente oyó la voz que tan bien conocía.
—Vincent.
—¡Pendergast! ¿Dónde está?
—En el sótano, sección 29. Tengo entendido que el museo se ha quedado sin corriente eléctrica y que estamos atrapados en el módulo dos. Me temo que debo comunicarle más malas noticias. ¿Puede trasladarse a un rincón donde podamos hablar en privado?
D'Agosta se alejó de la multitud.
—¿Qué sucede? —preguntó en voz baja.
—Escuche con atención, Vincent. He visto aquí abajo algo que no he logrado identificar. Se trata de una criatura grande, y creo que no es humana.
—No me tome el pelo, Pendergast. Ahora no.
—Hablo muy en serio, Vincent. Ésta no es la mala noticia. La mala noticia es que tal vez se desplaza hacia ustedes.
—¿Qué quiere decir? ¿Qué clase de animal es?
—Lo reconocerá cuando esté cerca. Despide un olor inconfundible. ¿Con qué armas cuenta?
—Veamos… Tres fusiles del calibre doce, un par de revólveres reglamentarios, dos pistolas de tiro, y quizá algo más.
—Olvide las pistolas. Atienda, hemos de hablar deprisa. Evacue a todo el mundo. Ese ser pasó junto a mí antes de que se fuera la luz. Lo vi por la ventanilla de un cuarto de almacenamiento, y parecía muy grande. Camina a cuatro patas. Le disparé dos veces, y después desapareció por una escalera que hay al final de este pasillo. He consultado unos planos antiguos que he traído. ¿Sabe dónde desemboca esa escalera?
—No —contestó D'Agosta.
—Sólo conduce a pisos alternos. También baja al subsótano, pero no podemos suponer que esa cosa se dirija ahí. Hay una salida en la cuarta planta, y otra detrás del Planetario, en la zona de servicio situada tras el estrado.
—Pendergast, no me lo ponga más difícil aún. ¿Qué coño quiere que hagamos?
—Coloque a sus hombres, armados con fusiles, ante esa puerta. Si la bestia aparece, disparen. Puede que ya haya salido, no lo sé. Vincent, le acerté en la cabeza con una bala del 45 de forro metálico, y ésta rebotó.
De haberse tratado de cualquier otra persona, D'Agosta habría sospechado que se burlaba de él o había enloquecido.
—De acuerdo, ¿cuándo ocurrió eso?
—Lo vi hace pocos minutos, inmediatamente antes de que se fuera la luz. Le disparé, pero fallé. Bajé para efectuar un reconocimiento hace un momento. El pasillo no tiene salida, y la bestia ha desaparecido. La única salida es la escalera que conduce a dónde se hallan ustedes. Quizá se haya escondido en la escalera, o tal vez, si tienen suerte, haya subido a otro piso. Sólo sé que no ha vuelto por aquí.
D'Agosta tragó saliva.
—Si puede bajar al sótano, reúnase conmigo. Estos planos parecen mostrar la salida. Volveremos a hablar cuando se encuentre en un sitio más seguro. ¿Comprendido?
—Sí.
—Otra cosa, Vincent.
—¿Qué?
—Este monstruo sabe abrir y cerrar puertas.
D'Agosta guardó la radio, se humedeció los labios y observó al grupo de personas. La mayoría, sentada en el suelo, parecía aturdida, mientras el resto intentaba encender las velas que el larguirucho había reunido.
D'Agosta habló a los congregados con la mayor suavidad posible:
—Acérquense aquí y apóyense contra la pared. Apaguen las velas.
—¿Qué pasa? —exclamó alguien. El teniente reconoció la voz de Wright.
—Silencio. Obedezcan. Usted, Smithback, deje eso y venga aquí.
La radio zumbó mientras D'Agosta paseaba el foco de la linterna por el recinto. La negrura que reinaba en los rincones más alejados parecía devorar la luz. En el centro de la sala unas velas encendidas rodeaban una forma inerte. Pound y otra persona estaban inclinados sobre ella.
—¡Pound! —llamó—. Ustedes dos, vengan aquí.
—Pero aún está vivo…
—¡Vengan ahora mismo! —Se volvió hacia la multitud apiñada—. No quiero que nadie se mueva o haga el menor ruido. Bailey e Ippolito, cojan los fusiles y síganme.
—¿Han oído eso? ¿Para qué necesitan las armas? —vociferó Wright.
D'Agosta reconoció la voz de Coffey en su radio y la apagó con un movimiento brusco. Los tres hombres avanzaban con cautela hacia el centro de la sala, mientras los haces de las linternas taladraban la oscuridad que se extendía ante ellos. D'Agosta enfocó la pared, localizó la zona de servicio, el contorno borroso de la puerta de la escalera. Estaba cerrada. Creyó captar un olor extraño en el aire, un peculiar olor a podrido que no consiguió identificar. En cualquier caso, la sala hedía; la mitad de los malditos invitados debía de haber perdido el control de sus esfínteres cuando las luces se apagaron.
Guió a sus compañeros hacia la zona de servicio y se detuvo.
—Según Pendergast, tal vez hay un ser, un animal, en esa escalera —susurró.
—Según Pendergast —masculló con sarcasmo Ippolito.
—Déjese de chorradas, Ippolito, y escuche. No podemos quedarnos de brazos cruzados. Entraremos ahí, ¿entendido? Lo haremos según las normas; seguros fuera, balas en las cámaras. Bailey, usted abrirá la puerta, y nos iluminará. Ippolito, usted cubrirá el tramo de escalera que sube; yo me encargaré del que baja. Si ve una persona, exija la identificación y dispare si no la obtiene. Si ve otra cosa, dispare al instante. Actuaremos cuando yo haga una señal.
D'Agosta apagó su linterna, la deslizó en un bolsillo y aferró con fuerza el fusil. A continuación indicó con un cabeceo a Bailey que dirigiera el haz de luz a la puerta. Cerró los ojos y musitó una breve oración en la oscuridad. Por último, dio la señal.
Ippolito se colocó a un lado de la puerta cuando Bailey la abrió. D'Agosta y el jefe de seguridad se precipitaron al instante, seguidos de Bailey, que trazó un veloz semicírculo con el foco de la linterna.
Un horrible hedor les aguardaba en la escalera. D'Agosta descendió unos cuantos escalones en las tinieblas, sintió un súbito movimiento arriba y oyó un gruñido siniestro que lo paralizó, seguido de un golpe sordo, como si alguien estampaba una toalla empapada contra la pared. Entonces cosas mojadas mancharon la pared, y algunas gotas cayeron sobre su cara. Se dio la vuelta y disparó contra algo grande y oscuro. La luz giró locamente.
—¡Mierda! —oyó que mascullaba Bailey.
—¡Bailey, no permita que entre en la sala!
D'Agosta disparó una y otra vez en la oscuridad, hacia arriba y abajo, hasta que la recámara se vació. El olor acre de la pólvora se mezcló con el hedor nauseabundo, mientras resonaban chillidos en el Planetario.
Temblando, el teniente subió hasta un rellano, casi tropezó con algo y entró en la sala.
—Bailey, ¿dónde está eso? —exclamó, mientras cargaba el fusil.
—¡No lo sé! —respondió Bailey—. ¡No veo nada!
—¿Bajó o entró?
«Dos balas en el fusil. Tres…»
—¡No lo sé, no lo sé!
D'Agosta sacó su linterna y enfocó a Bailey. El agente estaba cubierto de coágulos de sangre. Tenía trocitos de carne adheridos al pelo y las cejas. El hombre se frotaba los ojos. Un olor fétido impregnaba el aire.
—Estoy bien —dijo Bailey—; me parece. Es que, con toda esta mierda en la cara, no puedo ver.
Con el fusil apretado contra el muslo, D'Agosta paseó la luz por la sala describiendo un veloz arco. El grupo, acurrucado contra la pared, parpadeó aterrorizado. Dirigió el haz hacia la escalera y vio a Ippolito, o lo que quedaba de él, tendido en el rellano. Sangre oscura manaba sin cesar de sus intestinos expuestos.
La cosa había estado esperando a pocos pasos del rellano. «Pero ¿dónde coño está ahora?», se preguntó. Trazó desesperados círculos con la linterna. Había desaparecido. La tranquilidad reinaba en el recinto.
No; algo se movía en el centro de la sala. A pesar de la distancia y la débil luz, el teniente distinguió una forma grande y oscura inclinada sobre el hombre que yacía en la pista de baile. Los movimientos de la criatura eran bruscos, extraños. D'Agosta oyó al herido gemir una vez; después un tenue crujido y silencio. El policía se colocó la linterna bajo la axila, levantó el fusil, apuntó y apretó el gatillo.
Se produjo un destello acompañado de un rugido. Brotaron chillidos del grupo apiñado. Tras dos disparos más, la recámara se vació de nuevo.
El teniente buscó más cartuchos y, al no encontrarlos, arrojó el fusil y sacó la pistola reglamentaria.
—¡Bailey! —exclamó—. Reúna a todo el mundo y prepárese para salir.
Paseó el haz de la linterna por el suelo de la sala; la forma se había esfumado. Avanzó con cautela hacia el cuerpo. A tres metros de distancia, vio lo que habría preferido no ver; el cráneo partido y el cerebro esparcido por el piso. Una senda de sangre conducía a la exposición. La cosa se había dirigido allí al oír el disparo, y no permanecería mucho rato.
D'Agosta dio un brinco, rodeó a toda prisa las columnas derribadas y movió una de las pesadas puertas de madera hasta que consiguió cerrarla. Al oír unas pisadas veloces y potentes en el recinto de la exposición, se apresuró a cerrar la otra. Oyó que el pestillo caía. En ese instante las puertas se estremecieron cuando algo pesado las golpeó.
—¡Bailey! ¡Que todo el mundo baje por la escalera!
La violencia de los embates aumentó, y D'Agosta retrocedió instintivamente al observar que la madera comenzaba a astillarse. Cuando apuntó la pistola hacia la puerta, oyó gritos y chillidos a su espalda. Habían visto a Ippolito. Escuchó que Bailey discutía con Wright. Tras una fuerte acometida, una enorme grieta se abrió en la base de la puerta.
D'Agosta corrió hacia el otro extremo de la sala.
—¡Bajen por la escalera, ahora mismo! ¡Y no miren atrás!
—¡No! —replicó Wright, que bloqueaba la escalera—. ¡Mire a Ippolito! ¡No pienso bajar!
—¡Hay una salida! —exclamó D'Agosta.
—No, no la hay; en cambio por la exposición…
—¡Hay algo en la exposición! —bramó el teniente—. ¡Muévanse!
Bailey apartó a Wright de un empellón y empezó a empujar a través de la puerta a la gente, que gritaba y tropezaba con el cadáver de Ippolito. «Al menos, el alcalde aparenta serenidad —pensó D'Agosta—. Debió de presenciar cosas aún peores en su última conferencia de prensa.»
—¡No pienso bajar! —insistió el director—. Cuthbert, Lavinia, escuchadme. Ese sótano es una trampa mortal; lo sé. Subiremos, nos esconderemos en el cuarto piso y regresaremos cuando el monstruo se haya marchado.
Los demás descendían ya por la escalera. D'Agosta oyó cómo la madera se astillaba. Se detuvo un momento y observó a las tres personas que vacilaban en el rellano.
—Es su última oportunidad de acompañarnos —dijo.
—Iremos con el doctor Wright —anunció la directora de relaciones públicas. A la luz de la linterna, su rostro demacrado y aterrado parecía una aparición.
El teniente se volvió sin decir palabra y siguió al grupo que descendía, oyendo cómo la voz desesperada de Wright suplicaba que subieran.
Bajo la alta arcada de la entrada oeste del museo, Coffey contemplaba cómo la lluvia azotaba las trabajadas puertas de cristal y bronce. Vociferaba con la radio pegada a la boca, pero D'Agosta no contestaba. ¿Y qué era aquella mierda que Pendergast había propagado respecto a un monstruo? Supuso que el tipo ya estaba acojonado de entrada, y que el apagón le había puesto fuera de sí. Como de costumbre, todo el mundo la cagaba, y él, una vez más, tenía que limpiar la mierda.
En el exterior dos furgones de la policía frenaron ante el edificio, y agentes con material antidisturbios se apearon para cortar enseguida Riverside Drive. Oyó el aullido de las ambulancias que intentaban con desesperación abrirse paso entre la masa compacta de coches de radio, camiones de bomberos y furgonetas de prensa. Se habían formado corrillos de personas que lloraban o hablaban, bajo la lluvia o refugiados bajo la gran marquesina del museo. Miembros de la prensa conseguían saltarse el cordón y plantaban micrófonos y cámaras ante la cara de la gente hasta que la policía los empujaba hacia atrás.
Coffey corrió bajo la lluvia hacia la silueta plateada de la unidad de mando móvil. Abrió la puerta posterior de un tirón y saltó dentro.
En el interior, gélido y oscuro, varios agentes se encargaban de controlar las terminales. El resplandor de las pantallas teñía sus rostros de verde. Coffey se apoderó de unos auriculares y se sentó.
—¡Reagrúpense! —exclamó en el canal de mando—. ¡Todo el personal del FBI a la unidad de mando móvil! —Cambió de canal—. Mando de seguridad. Quiero un informe de la situación actual.
Se oyó la voz de García, cansada y tensa.
—Fallo total del sistema todavía, señor. El sistema de emergencia no se ha conectado, y nadie sabe por qué. Sólo contamos con las linternas y las pilas de este transmisor móvil.
—¿Y qué? Que lo conecten manualmente.
—Todo está regido por el ordenador, señor. Por lo visto, no hay conexión manual.
—¿Y las puertas de seguridad?
—Señor, todo el sistema empezó a fallar cuando se produjeron aquellas bajadas de tensión. Creen que es un problema de hardware. Todas las puertas de seguridad bajaron.
—¿Qué quiere decir? ¿Todas?
—Las puertas de seguridad de los cinco módulos se cerraron; no sólo ha pasado en el módulo dos. El museo está cerrado a cal y canto.
—García, ¿quién sabe más sobre este sistema de seguridad?
—Yo diría que Allen.
—Pásemelo.
Siguió una breve pausa.
—Al habla Tom Allen.
—Allen, ¿qué ocurre con los mandos manuales? ¿Por qué no funcionan?
—El mismo problema de hardware. El sistema de seguridad fue instalado por otra empresa; un distribuidor japonés. Estamos intentando localizar por teléfono a algún representante, pero resulta difícil porque el sistema telefónico es digital y se averió cuando el ordenador falló. Estamos derivando todas las llamadas por el transmisor de García. Ni siquiera las líneas TI funcionan. Se ha producido una reacción en cadena desde que volaron a tiros el tablero de distribución.