Read El ídolo perdido (The Relic) Online
Authors: Douglas y Child Preston
Smithback habló atropelladamente, con la boca pegada al micrófono, con la esperanza de que su voz se oyera sobre el ensordecedor tumulto. Se trataba de una oportunidad increíble. A la mierda con Rickman. Todo el mundo quería publicar su historia. Confió en que, si otros periodistas habían acudido al evento, hubieran huido a toda prisa.
Las luces parpadearon una vez más.
Cien mil por anticipado; no aceptaría ni un centavo menos. Estaba allí, cubriría el reportaje desde el principio. Nadie podría hacerle la competencia.
Las luces parpadearon por tercera vez y finalmente se apagaron.
—¡Hijo de puta! —exclamó Smithback—. ¡Que alguien encienda las luces!
Empujando la silla de ruedas, Margo dobló un recodo, y esperó a que el científico volviera a llamar a Pendergast. Los ecos de su voz se perdieron en la distancia.
—Esto es inútil —dijo Frock, exasperado—. Hay varios cuartos de almacenaje más grandes en esta sección. Tal vez esté dentro de uno y no nos oiga. Echaremos un vistazo a unos cuantos. Es lo único que podemos hacer. —Gruñó mientras hurgaba en un bolsillo de la chaqueta—. Nunca salgas de casa sin ella. —Sonriendo, alzó una llave maestra.
Margo abrió la primera puerta y escudriñó la oscuridad.
—¿Señor Pendergast? —llamó.
Estanterías metálicas llenas de huesos enormes se materializaron en las tinieblas. Un gran cráneo de dinosaurio, del tamaño de un escarabajo Volkswagen, descansaba sobre un larguero de madera, cerca de la puerta. Sus dientes negros lanzaban destellos apagados.
—¡El siguiente! —apremió Frock.
Las luces parpadearon.
Tampoco obtuvieron respuesta en el siguiente cuarto.
—Uno más —insistió Frock—. Aquél, al otro lado del pasillo.
Margo se detuvo ante la puerta indicada, de que colgaba el letrero «Pleistoceno - 12B», y reparó en otra que, situada al final del corredor, daba acceso a una escalera. En el instante en que abría la puerta del cubículo, las luces parpadearon por segunda vez.
—Esto es… —empezó.
De súbito una potente explosión resonó en el angosto pasaje. Margo alzó la vista, sobresaltada, y trató de localizar el origen del ruido. Daba la impresión de que procedía de un recodo que aún no habían explorado.
Entonces las luces se apagaron.
—Si esperamos un momento —dijo Frock por fin—, el sistema de emergencia se conectará.
Sólo los débiles crujidos del edificio rompían el silencio. Transcurrieron varios minutos. Margo percibió un extraño olor: un olor impío, fétido, casi rancio. Recordó, con un sollozo de desesperación, que ya lo había olido una vez; en la exposición en tinieblas.
—¿Ha…? —susurró.
—Sí —siseó Frock—. Entre y cierre la puerta.
Margo tanteó el marco, casi sin aliento.
—¿Doctor Frock? —susurró. El hedor aumentaba de intensidad—. ¿Puede seguir el sonido de mi voz?
—No hay tiempo —murmuró el anciano—. Olvídese de mí y métase dentro.
—No —replicó Margo—. Acérquese a mí poco a poco.
Oyó que la silla rechinaba. El hedor era cada vez más fuerte; un olor a tierra y descomposición de un pantano, mezclado con el aroma dulzón de carne caliente. Margo oyó un resuello.
—Estoy aquí —musitó a su tutor—. Dése prisa, por favor.
La oscuridad resultaba opresiva. La joven se pegó a la pared y reprimió un frenético impulso de huir.
Las ruedas chirriaron en la oscuridad y la silla chocó contra la pierna de Margo, que empujó a Frock al interior. Cerró la puerta con fuerza, giró la llave y se dejó caer al suelo, mientras sollozos ahogados estremecían su cuerpo. El silencio reinaba en la estancia.
Se oyó un arañazo en la puerta, suave al principio, más fuerte después. Margo se acurrucó y apoyó el codo contra la silla de ruedas. Notó cómo el doctor Frock le cogía la mano con suavidad.
D'Agosta se incorporó entre los cristales rotos, aferró la radio y vio las espaldas de los invitados que huían. Los gritos y chillidos se perdieron en la lejanía.
—¿Teniente?
Uno de sus agentes, Bailey, salía de debajo de otra vitrina derribada. La sala se había convertido en un caos; objetos aplastados y diseminados por el suelo, cristales rotos por todas partes, zapatos, bolsos, prendas de ropa… Todo el mundo había abandonado la galería, excepto D'Agosta, Bailey y el hombre muerto. El teniente dirigió una fugaz mirada al cadáver decapitado, se fijó en las heridas de su pecho, la ropa apelmazada a causa de la sangre seca, los intestinos generosamente expuestos, como el relleno de un animal disecado. Había muerto hacía varios días, al parecer. Apartó la vista y volvió a mirarlo enseguida. El hombre llevaba uniforme de policía.
—¡Bailey! —exclamó—. ¿Quién es este hombre?
El agente se acercó, con la cara pálida.
—Es difícil decirlo, pero creo que Fred Beauregard tenía un anillo de la Academia grande como ése.
—No joda —susurró D'Agosta. Se aproximó más y se agachó para mirar el número de la placa. Bailey asintió.
—Es Beauregard.
—¡Hostia! —D'Agosta se incorporó—. ¿No tenía un permiso de cuarenta y ocho horas?
—Exacto. Su último turno fue el miércoles por la tarde.
—Entonces, ha estado aquí desde… —El teniente frunció el entrecejo—. Y ese hijoputa de Coffey se negó a rastrear las salas de la exposición. Voy a hacerle un culo nuevo.
—Está herido, teniente —observó Bailey.
—Ya me vendaré más tarde —replicó con brusquedad D'Agosta—. ¿Dónde está McNitt?
—No lo sé. La última vez que lo vi, estaba atrapado entre la multitud.
Ippolito surgió de una esquina alejada con la radio pegada a la boca. El respeto que D'Agosta sentía por el jefe de seguridad aumentó un punto. «Tal vez no sea muy listo, pero tiene un par de huevos cuando hace falta.»
Las luces perdieron intensidad.
—Ha cundido el pánico en el Planetario —dijo Ippolito por radio—. Dicen que la puerta de seguridad está bajando.
—¡Malditos idiotas! ¡Es la única salida! —D'Agosta levantó su radio—. Walden, ¿me recibe? ¿Qué ocurre?
—¡Señor, esto es el caos! McNitt acaba de salir de la exposición. Por poco no lo cuenta. Nos hemos desplazado a la entrada para intentar que la gente salga más despacio, pero es inútil. Hay muchas personas atrapadas, teniente.
Las luces parpadearon por segunda vez.
—Walden, ¿está descendiendo la puerta de emergencia que comunica con la Rotonda?
—Espere un momento. —La radio zumbó—. ¡Mierda, sí! ¡Está a mitad de camino y sigue bajando! La multitud se apiña como ganado; aplastará a una docena o…
De pronto la exposición se sumió en la oscuridad. El impacto de algo pesado al caer al suelo se impuso por un instante a los gritos y los chillidos.
D'Agosta sacó una linterna.
—Ippolito, se puede subir la puerta manualmente, ¿verdad?
—Sí. En cualquier caso, el sistema de emergencia debería conectarse dentro de un se…
—No podemos esperar, de modo que vamos hacia allí. Y ande con cuidado, por el amor de Dios.
Se encaminaron con cautela hacia la entrada de la exposición. Ippolito abría la marcha entre la confusión de cristales, madera rota y restos diversos. Fragmentos de objetos muy valiosos se esparcían por doquier. Los alaridos aumentaban de volumen a medida que se aproximaban al Planetario.
D'Agosta, que seguía a Ippolito, no veía nada en la inmensa negrura de la sala. Hasta las velas votivas habían caído. El jefe de segundad enfocó la entrada con su linterna. «¿Por que no avanza?», se preguntó D'Agosta, irritado. De pronto Ippolito retrocedió, presa de las náuseas. La linterna cayó al suelo y rodó hasta perderse en la oscuridad.
—¿Qué coño…? —exclamó el teniente, echando a correr con Bailey. Se detuvo en seco.
El caos se había adueñado de la enorme sala. D'Agosta la iluminó con la linterna y recordó el reportaje sobre un terremoto que había visto en el telediario de la noche. La plataforma aparecía destrozada, el atril astillado. Sobre el estrado de la orquesta descansaban sillas volcadas e instrumentos aplastados. Sobre el suelo yacían restos de comida, ropas y programas impresos, así como cañas de bambú derribadas y orquídeas pisoteadas.
D'Agosta desvió el haz hacia la entrada de la exposición. Las altas columnas de madera se habían derrumbado, y bajo ellas sobresalían brazos y piernas.
Bailey se acercó a toda prisa.
—Hay por lo menos ocho personas aplastadas, teniente. No creo que ninguna esté viva.
—¿Alguno de los nuestros? —preguntó D'Agosta.
—Temo que sí. Creo que McNitt y Walden, y uno de los de paisano. También hay un par de guardias uniformados, y tres civiles, me parece.
—¿Todos muertos?
—Eso parece. No puedo mover esas columnas.
—Mierda. —D'Agosta apartó la vista y se frotó la frente.
Un golpe fuerte resonó en la sala.
—Es la puerta de seguridad, que se ha cerrado —explicó Ippolito y se secó la boca. Se arrodilló junto a Bailey—. Oh, no. Martine… Joder, no puedo creerlo. —Se volvió hacia D'Agosta—. Martine custodiaba la escalera posterior. Debió venir para ayudar a controlar a la muchedumbre. Era uno de mis mejores hombres…
El teniente avanzó entre las columnas derribadas, esquivando mesas volcadas y sillas rotas. Su mano todavía sangraba. Cuerpos inertes yacían en el suelo, y no consiguió adivinar si estaban vivos o muertos. Oyó gritos procedentes del fondo de la sala y hacia allí dirigió la linterna. La puerta de emergencia se había cerrado por completo, y una masa de gente se apiñaba contra ella, golpeando el metal y chillando. Algunos se volvieron cuando D'Agosta los iluminó.
Corrió hacia el grupo, ignorando los graznidos de su radio.
—¡Procuren conservar la calma, y apártense! Soy el teniente D'Agosta, de la policía de Nueva York.
La muchedumbre se tranquilizó un poco, y D'Agosta llamó a Ippolito. Observó a los congregados y reconoció a Wright, el director, a Ian Cuthbert, responsable de aquella payasada, a una mujer llamada Rickman, que parecía muy importante; en fin, las primeras cuarenta personas que habían entrado en la exposición. Las primeras en entrar, las últimas en salir.
—¡Escuchen! —vociferó—. El jefe de seguridad levantará la puerta de emergencia. Hagan el favor de retroceder.
Los presentes obedecieron, y D'Agosta emitió un gruñido involuntario al ver varios miembros atrapados bajo la pesada plancha de metal. El suelo estaba resbaladizo a causa de la sangre. Uno de los miembros se movía débilmente, y se oían leves chillidos al otro lado de la puerta.
—Santo Dios —susurró—. Ippolito, abra esa hija de puta.
—Ilumine aquí —pidió, señalando unos botones situados junto a la puerta. Se agachó y tecleó unas cifras.
Esperaron.
Ippolito se mostró perplejo.
—No lo entiendo…
Pulsó los números de nuevo, esta vez con mayor lentitud.
—No hay corriente eléctrica —dijo D'Agosta.
—No tendría que importar —replicó Ippolito, tecleando frenéticamente por tercera vez—. El sistema dispone de un grupo electrógeno.
La multitud comenzó a murmurar.
—¡Estamos atrapados! —exclamó un hombre.
D'Agosta enfocó a los congregados.
—Cálmense todos. El cadáver de la exposición lleva muerto dos días, como mínimo. ¿Lo entienden? Dos días. El asesino se marchó después de cometer el crimen.
—¿Cómo lo sabe? —espetó el mismo hombre.
—Cierre el pico y escuche —ordenó D'Agosta—. Los sacaremos de aquí. Si no podemos abrir la puerta, lo harán desde fuera. Tal vez tardemos unos minutos. Entretanto, manténgase apartados de la puerta, permanezcan juntos, busquen sillas que no se hayan roto y siéntense. ¿De acuerdo? No pueden hacer nada.
Wright se adelantó y dijo:
—Escuche, agente; hemos de salir de aquí. ¡Ippolito, por el amor de Dios, abra esa puerta!
—¡Un momento! —bramó D'Agosta—. Doctor Wright, haga el favor de unirse al grupo. —Observó los rostros que lo miraban con expresión de terror—. ¿Hay algún médico entre ustedes? —Silencio—. ¿Enfermeras? ¿ATS?
—Yo sé algo de primeros auxilios —respondió alguien.
—Estupendo. Señor…
—Arthur Pound.
—Pound, consiga un par de voluntarios para que le ayuden. Hay varias personas atrapadas. Necesito saber el número y su estado. Hay un agente apostado en la entrada de la exposición, Bailey, que podrá echarle una mano. Tiene una linterna. También necesitamos un voluntario que se ocupe de reunir velas.
Un joven flaco, vestido con un esmoquin arrugado, surgió de la oscuridad. Terminó de masticar y tragó.
—Yo colaboraré en eso —se ofreció.
—¿Nombre?
—Smithback.
—De acuerdo, Smithback. ¿Tiene cerillas?
—Sí.
El alcalde se adelantó. Tenía la cara manchada de sangre, y un ojo ligeramente amoratado.
—Yo también ayudaré.
D'Agosta lo miró asombrado.
—¡Alcalde Harper! Tal vez pueda encargarse del personal. Tranquilícelos.
—Por supuesto, teniente.
La radio de éste chirrió de nuevo.
—D'Agosta, soy Coffey. D'Agosta, ¿me recibe? ¿Qué coño ocurre ahí?
El policía habló con rapidez:
—Hay al menos ocho muertos, tal vez más, y un número indeterminado de heridos. Supongo que se habrá enterado de que se ha quedado gente atrapada bajo la jodida puerta. Ippolito no puede abrirla. Aquí somos treinta o cuarenta, incluyendo a Wright y al alcalde.
—¡El alcalde! ¡Mierda! Escuche, D'Agosta, el sistema electrónico ha fallado en su totalidad, y el manual de este lado tampoco funciona. Conseguiré un equipo con acetileno para que corte la plancha. Seguramente tardará un rato; esa puerta está construida como la cámara acorazada de un banco. ¿El alcalde se encuentra bien?
—Sí. ¿Dónde está Pendergast?
—No tengo ni idea.
—¿Quién más ha quedado atrapado en el interior del perímetro?
—Aún no lo sé —admitió Coffey—. Los informes empiezan a llegar. Había algunos hombres en la sala de ordenadores, y García y otros más se hallaban en el mando de seguridad. Quizá haya más en otras plantas. Aquí hay varios agentes de paisano y guardias. La multitud los arrolló, y algunos resultaron malheridos. ¿Qué coño ha sucedido en la exposición, D'Agosta?
—Descubrieron el cadáver de uno de mis hombres tendido en lo alto de una vitrina; destripado, como los demás. —Hizo una pausa y agregó con amargura—: Si me hubiera permitido efectuar el rastreo que le pedí, nada de esto habría ocurrido.