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Authors: Alfred Bester

El hombre demolido (19 page)

BOOK: El hombre demolido
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–Oigamos la historia –dijo Powell.

El sargento tragó saliva.

–Seguimos las instrucciones –dijo–. Persecución «torpe» de Hassop. El «hábil» lo seguía. El «torpe» se entretuvo con la chica de Reich…

–¿Había una chica, eh?

–Sí. Una trampa muy bonita llamada Duffy Wyg&.

–¡Maldición! –Powell se incorporó de un salto. El sargento lo miró fijamente–. Pero cómo, yo mismo interrogué a la muchacha. Parece que cometí algún error. Aprenda. Cuando uno se encuentra con una muchacha bonita…

Powell sacudió la cabeza.

–Bueno, como decía –continuó el sargento–, la muchacha entretuvo al «torpe». Justo cuando el «hábil» entraba en acción, Reich caía estrepitosamente en Espaciolandia.

–¿Cómo?

–En un yate privado. Había tenido un accidente en el espacio y descendió como pudo. Un muerto. Tres heridos, incluso Reich. El frente del yate destruido. Un asteroide o una lluvia de meteoritos. Llevaron a Reich al hospital, donde nos imaginamos que se pasaría una temporada. Cuando fuimos a ver, Reich ya no estaba allí. Lo mismo Hassop. Alquilé un telépata intérprete e iniciamos una investigación en cuatro idiomas. Ni señales.

–¿Y el equipaje de Hassop?

–Desapareció también.

–¡Maldición! Tenemos que arrestar a Hassop y conseguir el equipaje. Son nuestros motivos. Hassop es el jefe de la sección Códigos de Monarch. Tenemos que averiguar cuál fue el último mensaje que Reich envió a DʼCourtney y la respuesta…

–¿El lunes anterior al crimen?

–Sí. Ese intercambio provocó quizá el asesinato. Y Hassop debe de llevar consigo los registros comerciales de Reich. La corte encontrará ahí probablemente los motivos que tuvo Reich para matar a DʼCourtney.

¿Cómo por ejemplo?

–Se dice que DʼCourtney tenía a Reich entre la espada y la pared.

–Conocemos el método y sabemos que hubo una oportunidad.

–Sí y no. Sondeé a Jerry Church y se lo saqué todo. Algo embrollado. Podemos demostrar que hubo una oportunidad. Ésta se mantendrá en pie si no fallan los otros dos. Lo mismo con respecto al motivo. Los tres son como los palos que sostienen una carpa india. Cada uno necesita de los otros dos. Ninguno puede sostenerse solo. Ésa es la opinión del Viejo Moisés, y por eso necesitamos a Hassop.

–Juraría que no han salido de Espaciolandia.

–No se descorazone porque Reich lo haya engañado. Ha engañado a muchos. A mí inclusive.

El sargento sacudió tristemente la cabeza.

–Comenzaré por buscar telepáticamente a Reich y Hassop a la vez –dijo Powell mientras la lancha se introducía en el pasaje que llevaba a la cámara neumática–. Pero antes quiero confirmar una sospecha. Muéstreme el cadáver.

–¿Qué cadáver?

–El del accidente de Reich.

En la morgue de la policía, extendido en uno de los colchones neumáticos de la congeladora inmovilizante, el cadáver era una mutilada figura de piel blanquecina y llameante barba roja.

–¡Hum! –murmuró Powell–. Keno Quizzard.

–¿Lo conoce?

–Un granuja. Trabajó para Reich hasta que perdió la cabeza y se volvió inservible. Se podría apostar que ese accidente fue provocado para encubrir un asesinato.

–¡Eh! –estalló el policía–. Los otros dos estaban malheridos. Reich podía haber fingido. De acuerdo. Pero el yate quedó arruinado, y los otros dos…

–Estaban malheridos. Y el yate quedó arruinado. ¿Y eso qué? Keno Quizzard no volverá a abrir la boca, y Reich está más seguro que antes. Reich se encargó de Quizzard. Nunca podremos probarlo, pero no importa. Si encontramos a Hassop… Basta eso para llevar al amigo Reich a la demolición.

Vestido con el último modelo de traje rociado de espuma (la ropa de sport de Espaciolandia se usaba ese año con aplicaciones de color), Powell comenzó a recorrer las burbujas… El hotel Victoria, el hotel El Deportista, El Mágico, El Hogar del Hogar, el Nuevo Neuberg, el Marciano (muy chic), el Venusberg (muy indecente), y otros muchos más… Powell conversó con extraños, escribió a sus queridos y viejos amigos en media docena de lenguas, y leyó suavemente el pensamiento para estar seguro de que tenía una imagen precisa de Reich y Hassop antes de responder. Y luego las respuestas. Negativas. Siempre negativas.

Una reunión conmemorativa en Rheims Solar… Centenares de cantarines y genuflexos devotos que participaban en una especie de baile matutino y veraniego. Respuesta negativa. Regatas de vela en El Hogar de Marte…

Botes y balandras que se deslizaban sobre el agua, a saltos, como piedras. Respuesta negativa. El Sanatorio de Cirugía Plástica… Centenares de cuerpos y rostros vendados. Respuesta negativa. Vuelo gratis sobre el Polo. Respuesta negativa. Manantiales Sulfurosos Calientes. Manantiales Sulfurosos Blancos. Manantiales Sulfurosos Negros. Manantiales No Sulfurosos… Respuesta negativa.

Descorazonado y deprimido, Powell entró en el Cementerio Solar del Alba. El cementerio parecía un jardín…, senderos empedrados y robles, fresnos y olmos con algunas franjas de hierbas. En unos pabellones situados estratégicamente, unos robots con trajes de fantasía tocaban una música suave. Powell sonrió.

En el centro del cementerio se alzaba una fiel reproducción de la catedral de Nôtre Dame. Tenía un cartel que decía: La Iglesia del Valle. De la boca de una de las gárgolas, en la torre, salía una voz dulzona: «VEAN EL DRAMA DE LOS DIOSES REPRESENTADO ANIMADAMENTE POR ROBOTS DE LA IGLESIA DEL VALLE. MOISÉS EN EL MONTE SINAÍ, LA CRUCIFIXIÓN DE CRISTO, MAHOMA Y LA MONTAÑA, LAO TSÉ Y LA LUNA, LA REVELACIÓN DE MARY BAKER EDDY, LA ASCENSIÓN DE NUESTRO SEÑOR BUDA, LA APARICIÓN DEL ÚNICO Y VERDADERO DIOS: GALAXIA…» Una pausa y luego algunos anuncios útiles: «DEBIDO A LA NATURALEZA SAGRADA DEL ESPECTÁCULO SÓLO SE ADMITE A PERSONAS CON ENTRADA. LAS ENTRADAS PUEDEN SER ADQUIRIDAS EN LA PORTERIA». Pausa, luego otra voz amenazadora y suplicante: «ATENCIÓN A TODOS LOS DEVOTOS. ATENCIÓN A TODOS LOS DEVOTOS. SE RUEGA NO HABLEN EN VOZ ALTA NI SE RÍAN… ¡POR FAVOR!» Un ruidito metálico y otra gárgola comenzó a hablar en otro lenguaje. Powell lanzó una carcajada.

–Tendría que avergonzarse de sí mismo –dijo una muchacha detrás de Powell.

Sin volverse Powell replicó:

–Lo siento. «No hable en voz alta ni se ría.» ¿No cree usted que éste es el más ridículo…? –Las ondas mentales de la muchacha golpearon a Powell, y éste giró sobre sí mismo. Allí estaba Duffy Wyg&.

–Bueno, Duffy –dijo.

El ceño de la muchacha se transformó en una expresión de perplejidad, y enseguida en una rápida sonrisa.

–El señor Powell –exclamó–, el muchacho detective. Todavía me debe un baile.

–Le debo una disculpa –dijo Powell.

–Encantada. Nunca tengo bastantes. ¿Por qué es ésta?

–Por haberla subestimado.

–La historia de toda mi vida. –Duffy lo tomó del brazo y lo llevó por el sendero–. Cuénteme cómo triunfó al fin la razón. Volvió a mirarme y…

–Comprendí que era usted la persona más inteligente entre todas las que trabajan para Ben Reich.

–Soy inteligente. Hice algunos trabajos para Ben. Pero su elogio parece tener un doble sentido. ¿A qué se refiere?

–A la cola que seguía a Hassop.

–Más claridad en ese contrabajo, por favor.

–Le sacó la cola a Hassop, Duffy. Felicitaciones…

–¡Ajá! Hassop es un caballo. Un accidente lo privó de una de sus mejores glorias. Entonces le pusieron otra artificial que…

–Vamos, Duffy. No podremos seguir así mucho tiempo.

–¿Qué pasa, mi joven héroe? ¿Se le han roto las turbinas? –El rostro atrevido de Duffy miró a Powell, mitad en broma, mitad en serio–. ¿De qué demonios habla?

–Se lo deletrearé. Una cola seguía a Hassop. Una cola es un espía, un agente secreto con la misión de seguir y observar al sospechoso…

–Entendido. ¿Y qué es un Hassop?

–Un hombre que trabaja para Ben Reich. El jefe de la sección Códigos de Monarch.

–¿Y qué le hice yo a su espía?

–De acuerdo con las instrucciones de Ben Reich lo conquistó usted, lo sedujo, lo convirtió en una ruina, lo sentó ante un piano durante días enteros y…

–Un momento –dijo Duffy de pronto–. Ya lo recuerdo. Aquel holgazán. Pero aclaremos. ¿Era un policía?

–Bueno, Duffy, si…

–Le hice una pregunta.

–Era un policía.

–¿Que seguía a Hassop?

–Sí.

–Hassop… ¿Un hombre pálido? ¿Pelo descolorido? ¿Ojos de un azul descolorido?

Powell hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

–El sinvergüenza –murmuró Duffy–. El canalla sinvergüenza.

Se volvió hacia Powell furiosa.

–¡Y usted cree que me encargo de los trabajos sucios! Usted…, usted…, ¡mirón! Escúcheme, Powell. Reich me pidió que le hiciese un favor. Me dijo que aquí había un hombre que estaba trabajando en un interesante código musical. Reich me pidió que examinara el trabajo. ¿Cómo iba a saber yo que era un empleado de usted? ¿Cómo iba a saber que su empleado estaba disfrazado de músico?

Powell la miró fijamente.

–¿Está diciendo que Reich la ha engañado?

–¿Y qué si no? –Duffy le devolvió la mirada–. Vamos, examíneme. Si Reich no estuviese en la reserva podría examinar a ese traidor.

–Un momento –la interrumpió Powell. Se deslizó bajo la barrera consciente de la muchacha y la examinó, con precisión, y en forma total, durante diez segundos.

Luego se volvió y echó a correr.

–¡Eh! –gritó Duffy–. ¿Cuál es el veredicto?

–Medalla de honor –le gritó Powell por encima del hombro–. Se la colgaré en el pecho, si encuentro a un hombre todavía con vida.

–No quiero un hombre. Lo quiero a usted.

–Ése es su mal, Duffy. Usted quiere a cualquiera.

–¿A quién?

–A cual-quie-ra.

–NO HABLEN EN VOZ ALTA… NI SE RÍAN…, POR FAVOR.

Powell encontró a su sargento en el teatro El Globo, donde una magnífica actriz ésper emocionaba a millares con sus extraordinarias actuaciones…, actuaciones que debía tanto a su sensibilidad telepática ante las reacciones del auditorio como a su dominio de la técnica de la escena. El policía, inmune a los encantos de la actriz, inspeccionaba tristemente al público, cara por cara. Powell lo tomó del brazo y lo sacó de allí.

–Está en la reserva –le dijo–. Se llevó a Hassop con él. Y el equipaje de Hassop. Una coartada perfecta. Sufrió un accidente y necesita descanso y compañía. Nos lleva ocho horas de adelanto.

–¿La reserva, eh? –meditó el sargento–. Tres mil kilómetros cuadrados con tal variedad de condenados animales, geografía y climas que no bastarían tres existencias para verlo todo.

–¿Qué apuesta a que Hassop sufrirá un accidente fatal, si es que ya no lo ha sufrido?

–Nada.

–Si queremos apresar a Hassop tendremos que tomar un Helio e iniciar rápidamente nuestra cacería.

–Hum. No se permiten transportes mecánicos en la reserva.

–Esto es una emergencia. El Viejo Moisés necesita a Hassop.

–Ponga a discutir a esa vieja máquina con la mesa directiva de Espaciolandia. Obtendrá un permiso especial dentro de tres, o quizá cuatro semanas.

–Y por entonces Hassop estará muerto y enterrado. ¿Qué le parece el radar o el sonar?

–Hum. No se permiten aparatos mecánicos, salvo cámaras fotográficas, en la reserva.

–¿Pero qué demonios hay ahí?

–Naturaleza pura, cien por cien, garantizada para los valientes exploradores. El riesgo por cuenta suya. El peligro añade un poco de pimienta al viaje, ¿comprende? Una batalla contra los elementos. Una batalla contra los animales salvajes. Usted se siente primitivo y renovado. Así dicen los anuncios.

–¿Qué hace uno ahí dentro? ¿Frotar unos palitos?

–Eso es. Se anda a pie. Se lleva la comida a cuestas. Hay que comprar una barrera defensiva para que los osos no lo devoren a uno. Si se desea un fuego, hay que hacerlo. Si se quiere cazar animales, hay que fabricar las armas. Si se quiere pescar, lo mismo. Usted contra la naturaleza. Y le hacen firmar un papel por si la naturaleza gana.

–Entonces, ¿cómo vamos a encontrar a Hassop?

–Hay que firmar el papel y empezar a buscarlo.

–¿Nosotros dos? ¿Recorrer tres mil kilómetros cuadrados? ¿De cuántos hombres disponemos?

–De diez quizá.

–Lo que hace trescientos kilómetros cuadrados por policía… Imposible.

–Quizá pueda convencer a los directores… No. Aunque fuese posible no podríamos reunir a todos los miembros de la mesa antes de una semana. ¡Un momento! ¿No puede reunirlos enviándoles un mensaje mental o algo parecido? ¿Cómo hacen ustedes los telépatas en estos casos?

–Sólo podemos recoger pensamientos. No podemos transmitir a nadie excepto a otro telépata, así que… ¡Eh! ¡Qué buena idea!

–¿Qué idea?

–¿Un ser humano es un dispositivo mecánico?

–No.

–¿Un invento de la civilización?

–No hasta ahora.

–Entonces voy a hacer una rápida selección y llevaré mi propio radar a la reserva.

Lo que explica que un repentino apetito por la naturaleza invadiera de pronto a un abogado prominente mientras efectuaba unas delicadas operaciones contractuales en una de las lujosas salas de conferencias de Espaciolandia. El mismo apetito sintió el secretario de un autor famoso, un juez de relaciones domésticas, un analista de solicitantes de empleo para la Asociación de Hoteles Unidos, un conocido diseñador industrial, un ingeniero en eficiencia, el presidente del Comité de la Unión de Quejas, el superintendente de Cibernética Titán, un secretario de psicología política, dos miembros del gabinete, cinco líderes parlamentarios, y muchos otros clientes ésperes de Espaciolandia, ocupados o de vacaciones.

Los hombres desfilaron por la reserva con una uniforme sensación de fiesta y muy variados atavíos. Los que habían sido avisados con tiempo llevaban ropas de campo. Otros no, y los asombrados guardianes que cuidaban la entrada, examinando e inspeccionando en busca de equipaje ilícito, vieron a un diplomático loco, vestido con traje de ceremonia, que llevaba un bulto a la espalda. Pero todos estos amantes de la naturaleza traían consigo mapas minuciosos de la zona de reserva, dividida en sectores.

Moviéndose con rapidez, se extendieron en abanico entrando en ese continente en miniatura de geografía y clima variados. La banda TP crujió inundada por comentarios e informes que bajaban y subían por esa línea del viviente radar en el que Powell ocupaba el centro.

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