El hombre demolido (26 page)

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Authors: Alfred Bester

BOOK: El hombre demolido
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Reich la tomó por el brazo. Apuntó hacia arriba.

–Mira. Las estrellas han desaparecido. ¿Te has dado cuenta? Las estrellas han desaparecido.

–¿Qué ha desaparecido?

–Las estrellas. ¿No ves? Han desaparecido.

–No sé de qué estás hablando, querido. Vamos. Tomemos un trago.

Reich se libró de las garras de la mujer y corrió de nuevo. No muy lejos se veía una cabina telefónica. Entró y llamó a Informaciones. La pantalla se iluminó y una voz de robot dijo:

–¿Pregunta?

–¿Qué ha pasado con las estrellas? –inquirió Reich–. ¿Cuándo pasó? Alguien tiene que haberse dado cuenta. ¿Cuál es la explicación?

Se oyó un ruido seco, una pausa, otro ruido seco.

–¿Quiere deletrear la palabra, por favor?

–¡Estrella! –rugió Reich–. E-S-T-R-E-L-L-A. ¡Estrella!

Ruido, pausa, ruido.

–¿Nombre o verbo?

–¡Maldita sea! ¡Nombre!

Ruido, pausa, ruido.

–No hay información bajo ese nombre –anunció la voz metálica.

Reich lanzó un juramento, y trató de dominarse.

–¿Dónde está el observatorio más cercano?

–Por favor, especifique la ciudad.

–Esta ciudad. Nueva York.

Ruido, pausa, ruido.

–El Observatorio Lunar del Parque Crotón está situado a cuarenta kilómetros al norte. Puede llegarse a él con el saltador de la Ruta Norte, coordenada 227. El Observatorio Lunar fue inaugurado en el año dos mil…

Reich cortó la comunicación.

–¡No hay información bajo ese nombre! ¡Dios mío! ¿Están todos locos? –Corrió por la calle buscando un saltador público. Una máquina con piloto pasó a su lado y Reich le hizo señas. La máquina bajó a recogerlo.

–Coordenada norte, 227 –dijo Reich mientras entraba en la cabina–. A cuarenta kilómetros. El Observatorio Lunar.

–Viaje extra –dijo el conductor.

–¡Lo pagaré! ¡Vamos!

Se encendieron las turbinas y la máquina se elevó por el aire. Reich se abstuvo de hablar durante cinco minutos y luego dijo, como casualmente:

–¿Se ha fijado en el cielo?

–¿Qué pasa, señor?

–Las estrellas han desaparecido.

Una carcajada servil.

–No se trata de un chiste –dijo Reich–. Las estrellas han desaparecido.

–Si no es un chiste necesita explicación –dijo el piloto–. ¿Qué diablos son las estrellas?

Una respuesta de furia tembló en los labios de Reich. Pero antes de que empezara a hablar, la máquina se posaba en los campos del observatorio, no lejos de la cúpula abovedada.

–Espéreme –exclamó Reich, y corrió a través de los prados hasta la puertecita de piedra.

La puerta estaba abierta de par en par. Reich entró en el observatorio y oyó el débil susurro del mecanismo de la cúpula y un leve tic-tac. Sólo se veía la esfera luminosa del reloj. No había luz en la habitación. El refractor de doce pulgadas estaba funcionando. Reich pudo ver al astrónomo; una sombra débil, inclinada sobre la mira del telescopio.

Se acercó a él, nervioso, tenso, tratando de evitar el ruido de sus pisadas. Corría un aire frío.

–Escuche –dijo Reich en voz baja–. Lamento molestarlo, pero usted tiene que haberse dado cuenta. Usted trabaja con estrellas. ¿Se ha dado cuenta, no es cierto? Las estrellas. Han desaparecido. Todas. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué no ha habido ninguna alarma? ¿Qué pretende la gente? ¡Dios mío! ¡Las estrellas! Nadie se inquietó nunca. Y ahora han desaparecido. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde están las estrellas?

La figura se enderezó lentamente y se volvió hacia Reich.

–No hay estrellas –dijo.

Era el hombre sin cara.

Reich dio un grito. Se volvió y echó a correr. Cruzó la puerta, descendió a saltos los escalones y huyó a través del prado, hacia la máquina. Chocó contra el cristal de la cabina y cayó de rodillas.

–¿Se siente bien?

–No sé –gruñó Reich–. Desearía que sí.

–No tendría que meterme –dijo el conductor–, pero debería ver a un telépata. Está diciendo cosas raras.

–¿Acerca de las estrellas?

–Sí.

Reich tomó al hombre por los brazos.

–Soy Ben Reich –dijo–. Ben Reich de Monarch.

–Sí, hombre. Ya lo reconocí.

–Muy bien. ¿Sabe lo que puedo darle si me hace un favor? Dinero… Otro empleo… Lo que quiera…

–Nada puede hacer por mí. Ya me arreglaron en Kingston.

–Mejor. Un hombre honesto. ¿Me hará un favor por el amor de Dios o cualquier otra cosa que usted respete?

–Sí, hombre.

–Entre en ese edificio. Mire al astrónomo. Mírelo bien. Vuelva y descríbamelo.

El conductor se fue. Volvió al cabo de cinco minutos.

–¿Bien?

–Un hombre común. Unos sesenta años. Calvo. Muy arrugado. Orejas separadas y lo que se llama un mentón débil. Ya sabe. Poco carácter.

–No es nadie…, nadie –murmuró Reich.

–¿Qué?

–Y en cuanto a esas estrellas –dijo Reich–. ¿Nunca oyó hablar de las estrellas? ¿Nunca las vio? ¿No sabe de qué estoy hablando?

–No.

–Oh, Dios –gimió Reich–. Dulce Dios…

–Vamos, no pierda la cabeza, hombre. –El conductor le golpeó la espalda–. Le diré algo. Aprendí muchas cosas en Kingston. Una de ellas… Bueno. A veces a uno se le ocurre algo raro de repente. Algo nuevo, ¿entiende? Pero uno cree que lo ha pensado siempre. Como…, este…, por ejemplo, que la gente tuvo siempre un solo ojo y que de pronto tiene dos.

Reich lo miró fijamente.

–Así que uno corre gritando: «Por Cristo, ¿por qué tienen todos de pronto dos ojos?». Y ellos le dicen: «Siempre tuvieron dos ojos». Y usted les dice: «No es cierto. Recuerdo claramente que todos tenían un solo ojo». Y por cierto que usted lo cree. Y ellos se pasan días y días tratando de sacarle esa idea. –El conductor volvió a golpearle la espalda–. Me parece que usted está entre los de un solo ojo.

–Un ojo –murmuró Reich–. Dos ojos. Tensión, compresión y comienza la disesión.

–¿Qué?

–No sé. No sé. He tenido muchas dificultades este último mes. Quizá… Quizá tenga usted razón. Pero…

–¿Quiere que lo lleve a Kingston?

–¡No!

–¿Quiere quedarse aquí y decir tonterías acerca de las estrellas?

–¿Qué demonios tienen que importarme las estrellas? –gritó Reich de pronto. El miedo se le convirtió en furia. La adrenalina le invadió el cuerpo, trayendo con ella un impulso de coraje y ánimo. Entró de un salto en la cabina–. Seré el dueño del mundo. ¿Qué me pueden importar unas pocas alucinaciones?

–Así se habla, hombre. ¿Adónde vamos?

–Al palacio real.

–¿Adónde?

Reich se rió.

–Monarch –dijo, y se rió a carcajadas durante todo el viaje a través del alba. Pero era una risa semihistérica.

Cuando Reich entró en el edificio Monarch los empleados de la noche estaban terminando el turno de 12 a 8. Aunque poco lo habían visto en ese último mes, los empleados estaban acostumbrados a sus visitas, y se prepararon rápidamente. Reich se acercó a su escritorio seguido por una tanda de secretarios y subsecretarios que traían consigo los asuntos urgentes del día.

–Que espere todo eso –les soltó–. Llamen a todo el personal…, a todos los jefes de sección y a todos los supervisores. Voy a hacer un anuncio.

El alboroto lo apaciguó y Reich volvió a sentirse en su mundo habitual. Estaba vivo otra vez, realmente vivo. Todo esto era la única realidad…, la animación, el bullicio, los timbres, las órdenes mutuas, las caras angustiadas que irrumpían en su oficina. Todo era como un preestreno del futuro… Los timbres sonarían muy pronto en planetas y satélites, y los supervisores de los distintos mundos entrarían aceleradamente en su oficina con la angustia pintada en el rostro.

–Como todos saben –comenzó a decir Reich paseándose lentamente y lanzando penetrantes miradas a las caras que estaban observándolo–, nosotros los de Monarch hemos estado trabados en una lucha a muerte con la compañía DʼCourtney. Craye DʼCourtney fue asesinado hace algún tiempo. Hubo algunas complicaciones que acaban de desaparecer. Les alegrará oír que el camino está libre. Podemos iniciar las operaciones del plan AA para apoderarnos de la compañía DʼCourtney.

Reich hizo una pausa, esperando el excitado murmullo que respondería a su anuncio. No hubo respuesta.

–Quizá –dijo– algunos de ustedes no comprenden la importancia y las posibilidades de esta tarea. Permítanme explicarlo… Aquellos de ustedes que son supervisores de una ciudad se convertirán en supervisores de un continente. Los supervisores de continentes se convertirán en jefes de satélites. Los actuales jefes de satélites se convertirán en jefes de planetas. De ahora en adelante, Monarch dominará todo el sistema solar. De ahora en adelante todos nosotros debemos pensar en términos planetarios. De ahora en adelante…

Reich titubeó, alarmado por las miradas inexpresivas que lo rodeaban. Miró a su alrededor y se enfrentó con el secretario jefe.

–¿Qué diablos pasa? –gruñó–. ¿Alguna mala noticia que ignoro?

–N-no, señor Reich.

–Entonces, ¿qué tiene usted? Hemos estado esperando esto durante mucho tiempo. ¿Qué le ven de malo?

–Bueno…, no-so-tros… Lo s-siento, señor –tartamudeó el secretario jefe–. N-no sé de q-qué está u-usted hablando.

–Estoy hablando de la compañía DʼCourtney.

–No conozco esa organización, señor Reich. Yo…, nosotros… –El secretario jefe miró a su alrededor buscando apoyo. Ante los ojos incrédulos de Reich todos sacudieron la cabeza, confusos.

–¡DʼCourtney de Marte! –gritó Reich.

–¿De dónde, señor?

–¡Marte! ¡Marte! M-A-R-T-E. Uno de los diez planetas. El cuarto desde el Sol. –Paralizado por el retorno de terror, Reich gimió incoherentemente–: ¡Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter, Saturno! ¡Marte! ¡Marte! ¡Marte! ¡A doscientos veinticinco millones de kilómetros del Sol! ¡Marte!

El personal volvió a sacudir la cabeza. Se oyó un murmullo y los hombres retrocedieron, alejándose un poco de Reich. Reich se lanzó contra los secretarios y les arrancó de las manos los fajos de papeles.

–Tienen ahí un centenar de informes acerca de DʼCourtney en Marte. Tienen que tenerlos. Mi Dios, hemos estado luchando con DʼCourtney durante estos diez últimos años. Nosotros…

Reich revolvió los papeles, arrojándolos salvajemente en todas direcciones, llenando la oficina con una nieve revoloteante. No había ninguna referencia a DʼCourtney o a Marte. No había tampoco ninguna referencia a Venus, Júpiter, la Luna o los otros satélites.

–Tengo informes en mi escritorio –gritó Reich–. Centenares de ellos. ¡Sucios mentirosos! Miren en mi escritorio…

Reich corrió hacia el escritorio y tiró de los cajones. Hubo una violenta explosión. El escritorio saltó hecho pedazos. Unos fragmentos de madera de árbol frutal hirieron a los empleados, y la tapa del escritorio golpeó a Reich como la mano de un gigante, arrojándolo de espaldas contra la ventana.

–¡El hombre sin cara! –gritó Reich–. ¡Cristo todopoderoso! –Sacudió violentamente la cabeza, y volvió a su obsesión–. ¿Dónde están los archivos? Ya verán ustedes en los archivos… DʼCourtney y Marte y todo lo demás. Y ya verá él también… El hombre sin cara… ¡Vamos!

Salió corriendo de la oficina e irrumpió en las cámaras de los archivos. Destrozó un bastidor tras otro, desparramando papeles, racimos de grabaciones de cristal, viejos registros en alambre, microfilms, transcripciones moleculares. No había referencia a Venus, Júpiter, Mercurio, los asteroides, los satélites.

Y ahora la oficina bullía de veras con animación y ruido, timbres, estridentes órdenes de mando. Ahora todos corrían de un lado a otro, y tres corpulentos caballeros de la sección Entretenimientos venían trotando hacia las bóvedas encabezados por el herido secretario que decía:

–¡Tienen que hacerlo! ¡Tienen que hacerlo! ¡Yo me hago responsable!

–Calma, calma, calma, señor Reich –dijeron los hombres con ese chistido con que los palafreneros aplacan a los potros salvajes–. Calma…, calma…, calma.

–Aléjense de mí, hijos de perra.

–Calma, señor. Calma. Todo está bien.

Los hombres se desplegaron estratégicamente mientras crecían la animación y el ruido y sonaban los timbres y unas voces lejanas decían:

–¿Quién es su médico? Llamen a un médico. Que alguien llame a Kingston. ¿Han avisado a la policía? No, no lo hagan. No queremos escándalos. Comuníquense con el departamento legal. ¿No está abierta aún la enfermería?

Reich respiraba entrecortadamente, gimiendo. Tiró al suelo unos ficheros ante los tres hombres, bajó la cabeza y embistió sin mirar a los lados. Corrió por la oficina hacia el pasillo. Abrió las puertas del tubo neumático. Marcó Ciencia–57. Entró en el aparato y fue lanzado hacia el departamento científico.

Estaba ahora en el laboratorio. La oscuridad era total. Probablemente los empleados creían que había salido a la calle. Tenía tiempo. Respirando aún pesadamente, entró con rapidez en la biblioteca del laboratorio, encendió las luces y se metió en la casilla de referencias. Una hoja de cristal blanco, inclinada como una mesa de dibujo, se alzaba ante una silla. A su lado había un complicado tablero de comando.

Reich se sentó y marcó ENCENDIDO. La hoja de vidrio se iluminó y una voz metálica dijo desde un altavoz:

–¿Tema?

Reich marcó CIENCIA.

–¿Sección?

Reich marcó ASTRONOMÍA.

–¿Pregunta?

–El universo.

Ruido, pausa, ruido.

–El término universo en sentido físico se aplica al total de la materia existente.

–¿Cuál es la materia existente?

Ruido, pausa, ruido.

–La materia se acumula en agregados de diferente tamaño, desde el átomo más pequeño hasta el cuerpo más grande, según los astrónomos.

–¿Cuál es el cuerpo más grande según los astrónomos? –Reich marcó DIAGRAMA.

Ruido, pausa, ruido.

–El Sol.

La lámina de cristal exhibió la cegadora imagen del Sol en acción acelerada.

–Pero, ¿y los otros soles? ¿Las estrellas?

Ruido, pausa, ruido.

–No hay estrellas.

–¿Y planetas?

Ruido, pausa, ruido.

Apareció una imagen de la Tierra en movimiento.

–Ésta es la Tierra.

–¿Y los otros planetas? ¿Marte? ¿Júpiter? ¿Saturno? Ruido, pausa, ruido.

–No hay otros planetas.

–¿Y la Luna?

Ruido, pausa, ruido.

–No hay Luna.

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