El hombre demolido (25 page)

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Authors: Alfred Bester

BOOK: El hombre demolido
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–No, Barbara –dijo Powell–. No es así, de ningún modo.

–Lo es –insistió la muchacha–. ¡Lo es!

–No. Es tu parte infantil la que habla. La niña cree que está enamorada de mí. La mujer no lo está.

–La niña crecerá hasta ser la mujer.

–Y se olvidará de mí.

–Harás que me acuerde.

–¿Por qué lo haré, Barbara?

–Porque tú sientes lo mismo por mí. Sé que lo sientes.

Powell se rió.

–¡Niña! ¡Niña! ¡Niña! ¿Qué te hace pensar que estoy enamorado de ti? No lo estoy. Nunca lo he estado.

–¡Lo estás!

–Abre los ojos, Barbara. Mírame. Mira a Mary. Eres siglos más vieja, ¿no es cierto? ¿No entiendes? ¿Tendré que explicarte lo obvio?

–¡Por Dios, Linc!

–Perdóname, Mary. Tuve que utilizarte.

–Estaba preparándome para despedirme… Quizá para siempre… ¿Tengo que soportar todavía esto? ¿No he sufrido bastante?

–Por favor, tranquilízate, querida.

Barbara miró fijamente a Mary, después a Powell. Luego sacudió lentamente la cabeza.

–Estás mintiendo.

–¿Te parece? Mírame. –Powell puso las manos en los hombros de Barbara y la miró de frente. El niño deshonesto vino en su ayuda. Tenía una expresión amable, tolerante, divertida, paternal–. Mírame, Barbara.

–¡No! –gritó la muchacha–. Tu cara miente. Es…, ¡es odiosa! Yo…

Barbara estalló en sollozos y gimió–:

–¡Oh, vete! ¿Por qué no te vas?

–Nosotras nos vamos, Barbara –dijo Mary.

Se adelantó, tomó a la muchacha del brazo y la llevó a la puerta.

–Una máquina saltadora espera, Mary.

–Soy yo quien espera, Linc. A ti. Siempre. Y los Chervil, @akins &Jordan &&&&…

–Lo sé. Lo sé. Os quiero a todos. Besos. XXXX.
Bendiciones.

Imagen de un trébol de cuatro hojas, de una pata de conejo, de una herradura.

Indecente respuesta de Powell: su figura que emerge de un cieno cubierto de diamantes.

Risa débil.

Despedida.

Powell se detuvo en el umbral silbando una quejosa y entrecortada melodía, observando cómo la máquina desaparecía en el cielo azul acero, dirigiéndose hacia el norte, hacia el hospital Kingston. Se sentía exhausto. Un poco orgulloso de sí mismo por el sacrificio que había hecho. Intensamente avergonzado de sí mismo por sentirse orgulloso. Claramente melancólico. ¿Tomaría una dosis de niacato de potasio y se dejaría ir? ¿Para qué diablos servía todo? Mira esa loca y enorme ciudad de diecisiete millones y medio de almas y ni una sola para ti. Mira…

Sintió el primer impulso. Un leve cosquilleo de energía. Miró su reloj. Las diez y veinte. ¿Tan pronto? Bueno. Tenía que prepararse.

Se metió en la casa y subió corriendo a su dormitorio. Los impulsos llegaban acompasadamente…, como las gotas que anteceden a una tormenta. Su psique comenzó a vibrar mientras absorbía esas menudas corrientes de energía. Se mudó de ropa, se vistió como para soportar cualquier cambio de tiempo, y…

¿Y qué? La llovizna se había convertido en un aguacero que caía sobre él llenándolo de angustia…, de agobiantes relámpagos de emoción…, de…, sí, las cápsulas nutritivas. Eso era. Nutritivas. ¡Nutritivas! Corrió tambaleándose escaleras abajo, hacia la cocina. Encontró una ampolla plástica, la rompió y se tragó una docena de cápsulas.

La energía venía en torrentes ahora. De todos los ésperes de la ciudad, chispas y chispas de poder que se unían hasta formar un arroyo, un río, un mar de remolinos de catexis total dirigida hacia Powell, transmitida hacia Powell. Abrió la mente y absorbió esa energía. Su sistema nervioso sintonizó y gritó, y una turbina comenzó a girar en su mente, más y más rápido, con un gemido creciente e intolerable.

Estaba fuera de la casa ahora, vagando por las calles, ciego, sordo, insensible, sumergido en esa hirviente masa de energía…, como un velero en el centro de un tifón, luchando por convertir un torbellino de viento en la fuerza salvadora… Así luchaba Powell por absorber el terrible torrente, por capitalizar esa energía, por transformarla en la catexis y en la demolición de Reich, antes de que fuese demasiado tarde, demasiado tarde, demasiado tarde, demasiado tarde, demasiado tarde…

16

ABOLID EL LABERINTO. DESTRUID EL ENIGMA.

SUPRIMID EL ACERTIJO.

(¡X
2
Ø Y
3
d! ¡Espacio/d! ¡Tiempo!)

EXPULSAD.

(OPERACIONES, EXPRESIONES, FACTORES, FRACCIONES, PODERES, EXPONENTES, RADICALES, IDENTIDADES, ECUACIONES, PROGRESIONES, VARIACIONES, PERMUTACIONES, DETERMINANTES, Y SOLUCIONES) BORRAD.

(ELECTRÓN, PROTÓN, NEUTRÓN, MESÓN Y FOTÓN)

TACHAD.

(CAYLEY, HENSON, LILIENTHAL, CHANUTE, LANGLEY, WRIGHT, TURNBUL Y S&ERSON)

EXPURGAD.

(NEBULOSAS, CÚMULOS, BINARIAS, GIGANTES, Y ENANAS BLANCAS) DISPERSAD.

(PECES, ANFIBIOS, PÁJAROS, MAMÍFEROS Y HOMBRES)

ABOLID.

DESTRUID.

SUPRIMID.

EXPULSAD.

BORRAD TODAS LAS ECUACIONES.

EL INFINITO ES IGUAL A CERO.

NO HAY…

–… ¿no hay qué? –gritó Reich–. ¿No hay qué?

Se incorporó trabajosamente, luchando con la ropa de cama y las manos entumecidas–. ¿No hay qué?

–No más pesadillas –dijo Duffy Wyg&.

–¿Quién habla?

–Yo, Duffy.

Reich abrió los ojos. Se encontraba en una alcoba excesivamente adornada, y en una cama también muy adornada con sábanas y mantas de estilo antiguo. Duffy Wyg&, almidonada y fresca, lo sostenía por los hombros. Una vez más Duffy trató de que apoyara la cabeza en la almohada.

–Estoy dormido –dijo Reich–. Quiero despertar.

–Estabas diciendo las cosas más bonitas. Acuéstate y volverás a soñar.

Reich se echó en la cama.

–Estaba despierto –dijo sombríamente–. Estaba totalmente despierto por primera vez en mi vida. Oí… No sé qué oí. Infinito y cero. Cosas importantes. Realidad. Luego me dormí, y aquí estoy.

–Corrijo –dijo Duffy sonriendo–. Para los archivos. Te despertaste.

–¡Estoy dormido! –gritó Reich. Se sentó en la cama–. ¿Tienes alguna droga? Cualquiera…, opio, cáñamo, somnos, leteotas… Tengo que despertar, Duffy. Tengo que volver a la realidad.

Duffy se inclinó hacia él y lo besó con fuerza en la boca.

–¿Qué te parece esto? ¿Real?

–No entiendes. Todo ha sido un sucederse de ilusiones…, alucinaciones…, todo. Antes de que sea demasiado tarde, Duffy. Antes de que sea demasiado tarde, demasiado tarde, demasiado tarde…

Duffy alzó las manos.

–¿Qué diablos pasa con la medicina? –exclamó–. Primero aquel condenado doctor que te asusta hasta hacerte perder el sentido. Luego jura que ya estás curado…, y mírate ahora.. ¡Psicópata!

La joven se arrodilló en la cama y sacudió un dedo índice ante las narices de Reich.

–Una palabra más y llamo a Kingston.

–¿Qué? ¿Quién?

–Kingston, un hospital. Adonde envían a gente como tú.

–No. ¿Quién dices que me asustó tanto?

–Un doctor amigo.

–¿Frente a los cuarteles de policía?

–La X señala el lugar exacto.

–¿Seguro?

–Yo estaba con él, buscándote. Tu ayuda de cámara me contó lo de la explosión y yo estaba preocupada. Te rescatamos justo a tiempo.

–¿Le viste la cara?

–¿Si la vi? La besé.

–¿Cómo era?

–Como todas las caras. Dos ojos. Dos labios. Dos orejas. Una nariz. Tres barbillas. Escucha, Ben. Si esto es todavía parte de ese lirismo del despertar, el dormir, la realidad y el infinito de que hablabas antes…, te advierto que no es comercial.

–¿Y me trajiste aquí?

–Claro. ¿Cómo iba a perder la oportunidad? Sólo de ese modo podía traerte a mi cama.

Reich sonrió enseñando los dientes. Se estiró y dijo:

–Duffy, puedes besarme ahora.

–Señor Reich, ya lo besé antes. ¿O eso ocurrió cuando estaba despierto?

–Olvídalo. Pesadillas. Sólo pesadillas. –Reich se echó a reír–. ¿Por qué demonios voy a preocuparme si tengo pesadillas? El resto del mundo está en mis manos. Y los sueños también. ¿Me pediste alguna vez que te arrastrara por el barro, Duffy?

–Un antojo infantil. Creí que podría encontrarme con gente mejor.

–Pídeme el barro que quieras, Duffy, y es tuyo. Barro de oro, barro con joyas… ¿Quieres que llene de barro el espacio entre la Tierra y Marte? Puedo hacerlo. ¡Cristo! ¡Podría transformar la galaxia entera en un montón de barro si me lo pidieras! –Reich se golpeó el pecho con el pulgar–. ¿Quieres ver a Dios? Aquí está. Adelante, míralo.

–Pobre hombre. Tan modesto y tan mareado.

–¿Borracho, quieres decir? Sí, estoy muy borracho. –Reich sacó las piernas fuera de la cama y se puso de pie, balanceándose ligeramente. Duffy se le acercó y le pasó un brazo por la cintura para sostenerlo–. ¿Por qué no voy a estar borracho? He vencido a DʼCourtney. He vencido a Powell. Tengo cuarenta años, y me quedan otros sesenta para gozar de mi dominio del mundo. Sí, Duffy…, todo el condenado mundo.

Comenzó a caminar por la habitación, acompañado por Duffy. Era como un paseo a través de la hirviente mente erótica de la muchacha. Un decorador ésper hubiese incluido la psique de Duffy en el decorado.

–¿Quieres iniciar una dinastía conmigo, Duffy?

–No sé cómo se inician las dinastías.

–Las inicias con Ben Reich. Primero te casas con él. Luego…

–Eso me basta. ¿Cuándo comenzamos?

–Luego tienes hijos. Chicos. Docenas de chicos…

–Chicas. Y sólo tres.

–Y observas cómo Ben Reich se apodera de DʼCourtney y une las dos compañías. Y miras cómo caen los enemigos…, ¡así! –Reich lanzó un puntapié a una mesita de adorno. La mesita se dio vuelta y una docena de frascos de cristal se hizo pedazos contra el suelo.

–Cuando Monarch y DʼCourtney se conviertan en Reich Sociedad Anónima, verás cómo devoro el resto…, los pequeñitos…, las moscas. Case y Umbrel de Venus. ¡Al buche! –Reich aplicó un puñetazo a una mesita en forma de torso y la destrozó–. Transacciones unidas de Marte. ¡Aplastadas y al buche! –Despedazó una sillita–. La Compañía General de Ganímedes, Calisto e Io… Productos Químicos y Atómicos de Titán… Y luego las pulguitas: los detractores, los rencorosos, el gremio de los telépatas, los moralistas, los patriotas… ¡Al buche! ¡Al buche! ¡Al buche! –Reich golpeó con la palma de la mano un desnudo de mármol hasta que la estatua se tambaleó y cayó al suelo.

–Vamos, mi héroe –dijo Duffy colgada del cuello de Reich–. ¿Por qué malgastar toda esa hermosa violencia? Maltrátame un poco.

Reich la alzó en sus brazos y la sacudió hasta que la muchacha comenzó a chillar.

–Y algunas porciones del mundo sabrán bien…, como tú, Duffy. Y otras apestarán el cielo…, pero me las tragaré todas. –Se rio y apretó a Duffy contra su cuerpo–. No sé mucho de Dios, pero sé lo que quiero. Lo destrozaremos todo, Duffy, y lo reconstruiremos para que haga juego con nosotros. Yo, tú y la dinastía.

Reich arrastró a la muchacha hasta la ventana, descorrió las cortinas y abrió de un puntapié las hojas con un terrible ruido de vidrios rotos. Afuera, la ciudad yacía envuelta en una oscuridad de terciopelo. Sólo en los caminos aéreos y en las calles resplandecían las luces, y el ojo escarlata de una máquina saltadora se alzaba de cuando en cuando hasta la línea de los cohetes. La lluvia había cesado, y una luna pálida y débil colgaba en el cielo. El viento nocturno venía en un murmullo, abriéndose paso a través del espeso perfume.

–¡Eh, ustedes! –rugió Reich–. ¿Pueden oírme? Ustedes, los que duermen y sueñan. ¡Soñarán mis sueños de hoy en adelante! Harán…

Reich calló de pronto. Soltó a Duffy y dejó que la muchacha resbalara hasta el suelo, a su lado. Se tomó de las hojas de la ventana y sacó la cabeza a la noche, torciendo el cuello para mirar hacia arriba. Cuando volvió a meter la cabeza en la habitación, su rostro tenía una expresión de asombro.

–Las estrellas –murmuró–. ¿Dónde están las estrellas?

–¿Dónde están qué? –inquirió Duffy.

–Las estrellas –repitió Reich. Señaló tímidamente el cielo–. Las estrellas. Han desaparecido.

Duffy lo miró con curiosidad.

–¿Qué ha desaparecido?

–¡Las estrellas! –gritó Reich–. Mira el cielo. Las estrellas han desaparecido. ¡Las constelaciones han desaparecido! La Osa Mayor. La Osa menor… Casiopea… El Dragón… Pegaso… ¡Todas han desaparecido! ¡Sólo ha quedado la Luna! ¡Mira!

–Está igual que siempre –dijo Duffy.

–¡No! ¿Dónde están las estrellas?

–¿Qué estrellas?

–No sé sus nombres…, la Estrella Polar…, y Vega…, y… ¿Cómo demonios voy a saber todos sus nombres? No soy un astrónomo. ¿Qué nos ha pasado? ¿Qué ha pasado con las estrellas?

–¿Qué son las estrellas? –preguntó Duffy.

Reich la tomó por los hombros, con furia.

–Soles… Hirvientes y brillantes, luminosos. Miles. Billones…, que resplandecen en la noche. ¿Qué diablos te pasa? ¿No comprendes? Ha habido una catástrofe en el espacio. ¡Las estrellas han desaparecido!

Duffy sacudió la cabeza. Estaba asustada.

–No sé de qué estás hablando, Ben. No sé de qué estás hablando.

Reich la soltó, se dio vuelta, corrió hacia el cuarto de baño y se encerró con llave. Mientras se vestía y se bañaba apresuradamente, Duffy vino a golpearle la puerta, rogándole que abriera. Al fin se fue, y segundos más tarde Reich oyó que llamaba al hospital Kingston, en voz baja.

–A ver cómo explica lo de las estrellas –murmuró Reich, entre furioso y asustado. Terminó de arreglarse y volvió al dormitorio. Duffy cortó apresuradamente la comunicación y se volvió hacia él.

–Ben… –comenzó a decir.

–Espérame aquí –gruñó Reich–. Voy a averiguar.

–¿Averiguar qué?

–¡Qué pasa con las estrellas! –aulló Reich–. ¡Las condenadas y desaparecidas estrellas!

Corrió hacia la puerta y bajó a la calle. En la acera desierta se detuvo y miró hacia arriba. Allá estaba la Luna. Allá había un punto rojo y brillante… Marte. Más allá había otro… Júpiter. No había nada más. Oscuridad. Oscuridad. Oscuridad. Allá, sobre él. Enigmática, inexorable, terrible. Parecía descender, por alguna ilusión óptica. Opresiva, dura, mortal.

Reich echó a correr, sin dejar de mirar hacia arriba. Dobló una esquina y chocó con una mujer, derribándola. La ayudó a incorporarse.

–¡Asqueroso bastardo! –gritó la mujer, arreglándose las plumas. Y enseguida añadió con una voz aceitosa–: ¿Estás buscando cómo pasar un buen rato, querido?

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