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Authors: Alfred Bester

El hombre demolido (21 page)

BOOK: El hombre demolido
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–¿Cómo sabía Reich que iban a jugar a la sardina? –murmuró el fiscal.

–Reich compró el libro y se lo envió a María Beaumont. Él mismo proveyó el juego.

–¿Cómo sabía que iban a jugar a la sardina?

–Reich no ignoraba que a la mujer le gustaban los juegos. La sardina era el único juego legible en el libro.

–No sé… –El fiscal se rascó la cabeza–. Moisés necesita pruebas realmente convincentes. Pásenselas a él. No cuesta nada.

La puerta de la oficina se abrió de golpe, y el comisionado Crabbe entró como si estuviese dirigiendo un desfile.

–Señor prefecto Powell –llamó Crabbe seriamente.

–¿Señor comisionado?

–Acabo de enterarme, señor, de que está usted sirviéndose de ese cerebro mecánico con el propósito de implicar a mi buen amigo Ben Reich en el odioso y cobarde crimen de Craye DʼCourtney. Señor Powell, ese propósito es grotesco. Ben Reich es un hombre honorable y meritorio ciudadano de nuestro país. Además, señor, nunca he aprobado el uso de ese cerebro. Han sido ustedes elegidos por el electorado para ejercer sus poderes intelectuales, no para inclinarse como esclavos ante…

Powell hizo una seña con la cabeza a Beck, quien comenzó a introducir las hojas agujereadas en la oreja de Moisés.

–Tiene usted razón, comisionado. Ahora, en cuanto al método. Primera pregunta. ¿Cómo inutilizó a los guardias Ben Reich, De Santis?

–Y además, caballeros… –continuó Crabbe.

–Con un ionizados de rodopsina –escupió De Santis. Recogió de la mesa una esfera de material plástico y se la pasó a Powell, quien la exhibió a los concurrentes–. Un hombre llamado Jordan desarrolló este invento para la policía privada de Reich. Tengo ya preparada para la computadora la fórmula del producto, y la muestra que hemos fabricado. ¿Alguien quiere probarla?

El fiscal no parecía totalmente convencido.

–No veo la necesidad. Moisés puede decidir por sí solo.

–Por lo tanto, señores… –resumió Crabbe.

–¡Oh, vamos! –dijo De Santis con una desagradable animación–. Nunca lo creerá si no lo ve usted mismo. No hace daño. Sólo lo desmaya a uno por seis o siete…

El bulbo plástico saltó de los dedos de Powell. Una vívida luz azul brotó bajo las narices de Crabbe. Interrumpido en medio de su discurso, el comisionado se desplomó. Powell miró a su alrededor, horrorizado.

–¡Cielo santo! –exclamó–. ¿Qué he hecho? Ese bulbo se me deshizo entre los dedos. –Miró a De Santis y dijo severamente–: Le ha puesto una cubierta demasiado fina. Mire ahora lo que le ha hecho al comisionado Crabbe.

–¡Lo que le he hecho!

–Pásenle la información a Moisés –dijo el fiscal con una voz dura–. Me parece que no la va a rechazar.

Los hombres instalaron el cuerpo del comisionado en una silla.

–Ahora el método –continuó Powell–. Observen, esto, por favor, caballeros. La mano es más rápida que la vista. –Powell exhibió un revólver sacado del museo policial. Extrajo los cartuchos de las cámaras, y a uno de los cartuchos le quitó el proyectil–. Esto es lo que hizo Reich con el revólver que Church le entregó. El revólver era así inofensivo. Una treta.

–¿Una treta, eh? El revólver es inofensivo. ¿Es ésa la prueba de Church?

–Sí. Mire su hoja.

–Entonces no tenemos por qué molestar a Moisés. –El fiscal apartó disgustado los papeles–. Esto no es un caso.

–Sí, lo es.

–¿Cómo puede matar un cartucho sin bala? La hoja no dice que Reich haya vuelto a cargar el arma.

–Volvió a cargarla.

–No –escupió De Santis–. No había proyectiles en la herida ni en la habitación. No había nada.

–Había todo. Fue fácil una vez que descubrí la pista.

–¡No había pista! –gritó De Santis.

–Cómo, pero si usted mismo la descubrió, De Santis. Aquel poco de gelatina en la boca de DʼCourtney. ¿Recuerda? Y nada en el estómago.

De Santis miró indignado a Powell. Powell sonrió con una mueca. Tomó un cuentagotas y llenó una cápsula de gelatina con agua. Metió la cápsula en el extremo abierto del cartucho, sobre la carga, y colocó el cartucho en el revólver. Cerró el revólver, apuntó a un cubo de madera situado en el borde de la mesa y apretó el gatillo. Se oyó una explosión sorda, apagada, y el bloque de madera saltó en pedazos.

–¡Por el amor de…! ¡Es un truco! –exclamó el fiscal–. Había algo en ese cartucho además de agua. –Examinó los fragmentos del bloque de madera.

–No. No había nada. Es fácil disparar una onda de líquido con una carga de pólvora. Se la puede disparar con bastante velocidad inicial como para que destroce la nuca de un hombre si se hace fuego a través del velo del paladar. Por eso Reich tuvo que disparar dentro de la boca de DʼCourtney. Por eso De Santis descubrió ese trozo de gelatina. Y por eso no encontró nada más. El proyectil había desaparecido.

–Pásenlo a Moisés –dijo el fiscal débilmente–. Por Dios, me está pareciendo que aquí tenemos un caso.

–Muy bien. Ahora el motivo. Conseguimos los libros de Reich y nuestros contadores los revisaron. DʼCourtney tenía a Reich contra la pared. Para Reich sólo había una solución: «Si no puedes vencerlo, únete a él». Trató de unirse a DʼCourtney. Falló. Mató a DʼCourtney. ¿Acepta eso?

–Claro que sí. Pero, ¿lo aceptará el Viejo Moisés? Pásenlo y veremos.

Metieron en la máquina la hoja, movieron una llave, y pusieron en funcionamiento los circuitos. Los ojos de Moisés se entrecerraron como si meditara; su estómago ronroneó suavemente; sus recuerdos comenzaron a susurrar y tartamudear. Powell y los otros esperaron en un suspenso creciente. De pronto, Moisés eructó. Una campanilla comenzó a sonar: ping-pong-ping-pong-ping…, y la máquina de escribir golpeó la cinta de papel en blanco.

–SI PLACE A LA CORTE –dijo Moisés–. ALEGATO ADUCIDO POR LA PARTE CONTRARIA CON ADMISIÓN DE HECHO. FIRMAS. CASO HAY VERSUS COHOES Y AUTOS DEL CASO SHELLEY.

Powell miró a Beck.

–¿Qué demonios…?

–Se está divirtiendo.

–¿En un momento como éste?

–Ocurre de vez en cuando. Probaremos otra vez.

Volvieron a llenar las orejas de la computadora. Esperaron cinco minutos a que la máquina se calentara, y abrieron los circuitos. Una vez más los ojos de Moisés parpadearon, el estómago lanzó un gruñido, los recuerdos susurraron, y Powell y los dos bandos de empleados esperaron ansiosos. Los martillos de la máquina de escribir comenzaron a moverse.

–ESCRITO 921.088. SECCIÓN C-I –dijo Moisés–. MOTIVO PASIONAL DEL CRIMEN INSUFICIENTEMENTE DOCUMENTADO. CF. ESTADO VERSUS HANRAHAN, 1202. CORTE SUPREMA 19. Y OTROS CASOS.

–¿Motivo pasional? –dijo Powell–. ¿Moisés se ha vuelto loco? El motivo es lucro. Compruebe C-I, Beck.

Beck examinó los informes.

–No hay ningún error aquí.

–Pruebe nuevamente con Moisés.

Pusieron en funcionamiento la máquina. Esta vez Moisés fue al grano.

–ESCRITO 92L088. SECCIÓN C-I. MOTIVO, LUCRO. INSUFICIENTEMENTE DOCUMENTADO. ROYAL 1197. CF. ESTADO VERSUS CORTE SUPREMA 388.

–¿Ha indicado bien C-I? –preguntó Powell.

–Le hemos puesto todo lo que teníamos –respondió Beck.

–Perdónenme –dijo Powell a los otros–. Tengo que examinar esto con Beck. A ustedes no les importará, supongo. –Se volvió hacia Beck–.
Vamos, Jackson. Por sus últimas palabras huelo que falta algo. Déjeme mirar…

–Honestamente, Linc. No me he dado cuenta de nada…

–Si se hubiese dado cuenta, no significaría que falta algo, sino que miente escandalosamente. Déjeme mirar… ¡Oh! ¡Pero claro! Idiota. No tiene por qué avergonzarse si la sección Códigos es un poco lenta.

Powell habló en voz alta al personal:

–A Beck le falta un dato mínimo. La sección Códigos está trabajando todavía con Hassop tratando de descifrar el código de Reich. Hasta ahora sabemos que Reich ofreció una unión a DʼCourtney y éste rechazó la oferta. No tenemos todavía las pruebas definitivas. Eso es lo que Moisés quiere. Un monstruo precavido.

–Si no han descifrado el código, ¿cómo saben que hubo una oferta y que fue rechazada?

–Lo sabemos por el mismo Reich a través de Gus Tate. Fue una de las últimas cosas que le saqué a Tate antes de que muriera. Le diré qué podemos hacer, Beck. Añada una suposición a los informes. Suponiendo que nuestra última prueba es inexpugnable (y lo es de veras), ¿qué piensa Moisés del caso?

Beck tomó una hoja agujereada, la añadió al problema principal y puso en funcionamiento la máquina. Ya caliente, esta vez la computadora Mosaico Múltiple contestó en treinta segundos.

–ESCRITO 921.088. ACEPTANDO SUPOSICIÓN, PROBABILIDAD DE PROSECUCIÓN EXITOSA 97,0099 POR CIENTO.

El personal de Powell sonrió satisfecho. Powell arrancó el papel de la máquina de escribir y se lo presentó orgullosamente al fiscal.

–Y aquí tiene su caso, señor fiscal del distrito.

–¡Dios! –dijo el fiscal–. ¡Noventa y siete por ciento! ¡Jesús, nunca me he acercado a noventa en toda mi carrera! Me creía con suerte cuando llegaba a setenta. Noventa y siete por ciento… ¡Contra Ben Reich! ¡Jesús! –Miró a sus empleados como iluminado por el futuro–. ¡Haremos historia!

La puerta de la oficina se abrió y dos hombres transpirados entraron agitando unos manuscritos.

–Aquí están los de Códigos –dijo Powell–. ¿Lo han descifrado?

–Lo hemos descifrado –dijeron los hombres–. Y ahora es usted quien está arruinado, Powell. Todo el caso es una ruina.

–¿Qué? ¿De qué demonios están hablando?

–Reich mató a DʼCourtney porque no quería unirse a él, ¿no es así? Tenía un buen motivo para matar a DʼCourtney, ¿no es así? Pues no, no es así.

–¡Oh, Dios! –exclamó Beck.

–Reich envió YYJI TTED RRCB UUFE QQBA AALK a DʼCourtney. Lo que quiere decir: SUGIERO UNIÓN NUESTROS INTERESES COMPAÑÍA ÚNICA.

–Maldita sea, eso es lo que he dicho siempre. DʼCourtney respondió WWHG. Es decir, rechazo. Reich se lo dijo a Tate. Tate me lo dijo a mí.

–DʼCourtney respondió WWHG. Lo que quiere decir: OFERTA ACEPTADA.

–¡Demonios si es cierto!

–Demonios que es cierto. WWHG. OFERTA ACEPTADA. La respuesta que Reich quería. La respuesta que hacía posible que DʼCourtney siguiera vivo. Nunca convencerán a ningún juez, en todo el sistema solar, de que Reich tenía un motivo para matar a DʼCourtney. El caso está terminado.

Powell se quedó inmóvil, duro, durante medio minuto, con los puños apretados y el rostro tembloroso. De pronto se volvió hacia la mesa y tomó la figura que representaba a Ben Reich, y de un tirón le arrancó la cabeza. Se dirigió hacia Moisés, recogió los informes, los arrugó hasta que formaron una bola de papel, y tiró la bola al otro extremo del cuarto. Se encaminó hacia el cuerpo recostado de Crabbe y lanzó un tremendo puntapié contra la silla. La silla y el comisionado rodaron por el suelo ante los ojos estupefactos de los empleados.

–¡Maldito seas! ¡Te pasas la vida sentado en esa condenada silla! –gritó Powell con una voz ronca, y salió corriendo de la habitación.

14

¡Explosión! ¡Conmoción! Las puertas de la celda se abren de par en par. Y muy adentro la libertad está esperando, envuelta en la capa de la sombra, y huye hacia lo desconocido…¿Quién es ése? ¿Quién está en el interior de la celda? ¡Oh, Dios! ¡Oh, Cristo! ¡El hombre sin cara! Me mira. Me espía. Silencioso. ¡Corre! ¡Escapa! ¡Huye! ¡Huye!

Huye a través del espacio. Estás seguro en la soledad de esta plataforma de donde se levantan los cohetes para hundirse en las lejanías desconocidas… ¡Las puertas del cohete! Se abren. Pero no. No hay nadie que pueda abrir la puerta lentamente, fatalmente… ¡Oh, Dios! ¡El hombre sin cara! Me mira. Me espía. Silencioso…

Pero yo soy inocente, excelencia. Inocente. Y nunca podrán probar mi culpabilidad, y nunca dejaré de defender mi caso aunque golpee usted sobre la mesa hasta ensordecerme y… ¡Oh, Cristo! En el tribunal. Con toga y peluca. El hombre sin cara. Me mira. Me espía. El espectro de la venganza…

Los golpes del juez se convirtieron en nudillos que golpeaban la puerta de la antecámara. La voz del camarero dijo:

–Nueva York, señor Reich. Dentro de una hora. Nueva York, señor Reich.

Los nudillos martillaban la puerta. Reich recobró la voz.

–Bueno –graznó–, ya le he oído.

El camarero se fue. Reich salió de la cama líquida y descubrió que se le aflojaban las piernas. Se apoyó en la pared y se enderezó lanzando maldiciones. Aún en las garras del terror de la pesadilla, se metió en el baño, se depiló, se dio una ducha y un baño de vapor y otro de aire, todo en diez minutos. Todavía se tambaleaba. Entró en el cuarto de masajes y apretó el botón de la sal fosforescente. Un kilo de sal perfumada y húmeda le bañó el cuerpo. Cuando los cepillos iban ya a masajearlo decidió que necesitaba un poco de café. Salió del cuarto para llamar al camarero.

Se oyó una explosión apagada y Reich cayó de bruces. Unas partículas se le clavaron en la espalda desnuda. Se precipitó en la alcoba, tomó la maleta, y se volvió como un animal acorralado mientras abría automáticamente la tapa buscando los bulbos detonadores que siempre llevaba consigo. No estaban en la maleta.

Se dominó. Sintió las mordeduras de la sal en las heridas de la espalda y el correr de la sangre. Sintió que ya no temblaba. Volvió al baño, apagó el aparato de masajes y buscó el origen de la explosión. Alguien había revisado la maleta durante la noche plantando un bulbo explosivo en cada uno de los cepillos. Había salvado la vida sólo por una fracción de segundo… ¿Quién había querido matarlo?

Inspeccionó la puerta de la antecámara. Habían usado indudablemente una llave especial. No se veía ninguna señal de violencia. ¿Pero quién? ¿Por qué?

–¡Hijo de perra! –gruñó Reich. Retornó al baño, se lavó la sangre y la sal, y se roció la espalda con un coagulante. Se vistió, tomó su café, y descendió a la sala de pasajeros, donde, luego de una furiosa escaramuza con un telépata de la aduana
(Tensión, compresión y comienza la disensión),
se embarcó en la lancha de Monarch que estaba esperándolo para llevarlo a la ciudad.

Desde la lancha llamó al edificio Monarch. La cara de su secretaria apareció en la pantalla.

–¿Ninguna noticia de Hassop? –preguntó Reich.

–No, señor Reich. No desde que usted llamó desde Espaciolandia.

–Déme sección Entretenimientos.

La pantalla se cubrió de rayas y mostró luego el salón de recreos amarillo cromo de Monarch. West, barbudo y profesoral, estaba guardando cuidadosamente unas hojas escritas a máquina en unos biblioratos plásticos. Alzó los ojos y sonrió mostrando los dientes.

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